The Project Gutenberg EBook of Páginas escogidas, by Armando Palacio Valdés This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Páginas escogidas Author: Armando Palacio Valdés Release Date: April 13, 2012 [EBook #39444] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK PAGINAS ESCOGIDAS *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (from scans available at Google Books)
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BIBLIOTECA CALLEJA
SEGUNDA SERIE
A. PALACIO VALDÉS
PÁ G I N A S E S C O G I D A S
MCMXVII
C A S A E D I T O R I A L C A L L E J A
FUNDADA EN 1876
M A D R I D
PROPIEDAD
Derechos reservados.
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Copyright 1917
by CASA EDITORIAL CALLEJA
Imprenta de “Alrededor del Mundo”, Martín de los Heros, 65.
SIN gusto he cedido al propósito de publicar un volumen de páginas escogidas entre mis obras. Opiné siempre que este es un honor que debe reservarse a los muertos. Pero los vivos en los tiempos presentes acaparan los derechos de los muertos y se regalan con monumentos y epitafios.
Un editor piadoso ha imaginado que de los diversos libros por mí publicados pudieran entresacarse algunos trozos de valor excepcional. Le dejo por entero la responsabilidad del intento.
Contra mi gusto también, ¿por qué no he de decirlo? he sido y soy literato. En los años de mi adolescencia y en los primeros de la juventud he creído firmemente que yo había nacido para cultivar las ciencias filosóficas y políticas y para ser un faro esplendoroso dentro de ellas. Llegar a ser un sabio respetado y solemne fué mi única ambición entre los quince y los veinte años. Después por un juego de la fortuna me vi convertido en novelista, y comprendí que la fortuna tenía razón. Me acaeció lo que a Federico II de Prusia. Creyó haber nacido para músico y literato y resultó un guerrero.
Lo que puede hacer con más facilidad es lo que el hombre debe hacer. Para mí ha sido tan fácil escribir novelas como a un tenedor de libros efectuar sus operaciones aritméticas. Cuando un amigo comerciante me dice que le sería imposible escribir una novela me sorprende, y cuando le comunico, en secreto, que me siento incapaz de efectuar una división de muchas cifras sin equivocarme varias veces le dejo estupefacto.
¡Cuán fácil es dejarnos arrastrar por aquello que nos es fácil! Así yo puesto a escribir novelas me hallé cautivo de ellas y tan contento como el pez en el agua. El sabio no volvió a sacar la cabeza fuera hasta muchos años después al publicar los Papeles del doctor Angélico.
Pero dentro de la facilidad apetecí toda la facilidad que fuese posible. En el arte como en la vida, he sido siempre insaciable de independencia. Ya que en aras de la literatura sacrificaba mi ambición, quise y me propuse escribir completamente a mi gusto.
Observé desde luego que en la república de las letras, a pesar de ser república, existían no pocas servidumbres.
La primera que me llamó la atención fué la de la actitud. Los escritores, en general, adoptan al empezar una postura y no la cambian jamás. O se calzan el coturno o se encasquetan el gorro de cascabeles. Un amigo tuve, bien conocido y estimado en el mundo literario, que nos hacía desternillar de risa con su gracejo inagotable. Pues bien, este ilustre literato así que se ponía a escribir se alzaba de manos como un caballo fogoso y no dejaba escapar más que rugidos épicos.
¿No es una verdadera esclavitud? Cada cual debe escribir según el humor en que se halla. Esto no es perder la unidad del carácter sino mostrar su invariable complejidad. ¡Libertad! Este ha sido siempre mi santo y seña al penetrar en el alcázar de las bellas letras.
Los más altos ejemplos de esta amable libertad no me han venido, sin embargo, de la poesía sino de la música. Haydn y Beethoven han sido los hombres más libres que han existido dentro de su arte. Ayer mismo escuchaba la famosa sonata séptima del último. El tiempo tercero principia por un alegro risueño, feliz. El poeta-músico disfruta apaciblemente de la dulzura del vivir, de los gozosos recuerdos de su juventud. De pronto, como si repentinamente le asaltase la memoria aciaga de un gran dolor de su vida, de un desengaño cruel, de la pérdida de un ser amado, aquella alegría se nubla, comienzan a escucharse notas graves, patéticas, que poco a poco se transforman en un lamento desgarrador.
¡Esta, esta es—me decía yo con emoción—la santa libertad que he apetecido siempre!
Otra de las servidumbres que nos amenaza a los escritores es la de la imitación. Por lo mismo que es la menos peligrosa es la menos frecuente, a lo menos en estos últimos tiempos en que a los literatos les ha acometido la rabia de la originalidad.
La admiración de los grandes maestros y el empeño en seguir sus huellas no es sólo un sentimiento plausible sino también la prueba más evidente de la vocación de un artista. Cuando admiramos de corazón nos elevamos por un instante a la altura del ser que admiramos. Ni en la literatura ni en ninguna de las artes bellas hay otro medio más eficaz para adquirir superioridad. “La imitación—ha dicho quien lo entiende—se encontraría hasta en los arcángeles si conociésemos su historia.”
Pero la admiración no debe degenerar en idolatría. Se soporta con gusto la influencia bienhechora de un genio, pero no se puede sufrir su dictadura. Todos tenemos brazos y piernas y es necesario que nos dejen andar y obrar sin ligaduras. El maestro debe ser un faro que nos guíe, no un harpón que nos desangre. En España los admiradores de Cervantes han llegado a hacerle empalagoso.
Por eso más que la imitación exclusiva de un genio hallo mucho más beneficiosa la influencia de un grupo de maestros. Nuestros padres imitaban a los clásicos griegos y latinos, y marchaban seguros. En la antigüedad greco-latina hallaron una disciplina feliz que les salvaba de toda aberración. Muchos que eran pequeños se hicieron grandes. Así como la lectura de Plutarco ha despertado el heroismo en muchos corazones, así la de Homero y Virgilio, Sófocles y Horacio hizo fluir de algunas plumas páginas deliciosas. Recordemos nada más que la admirable poesía de nuestro Fray Luis de León sobre la vida del campo en que imita una oda de Horacio.
Hay épocas de bueno y de mal gusto. Hay locuras y groserías que infestan a un período entero. Malhadado el escritor que nace en uno de estos momentos tenebrosos. Por milagro logrará salvarse del desastre. En cambio, será para él dichosa la suerte si se halla rodeado por hombres de razón y de gusto. Recibir las enseñanzas de los contemporáneos cuando son puras; no hay otro lote más feliz para un poeta o novelista. Los que respiran a nuestro lado son los más eficaces maestros. Quien haya visto la luz en el siglo de oro de nuestra literatura y vivido en el comercio de Calderón, de Tirso, de Cervantes y Quevedo, tenía la mitad del camino andado para llegar a las cumbres de la gloria. El que ha tenido la mala fortuna de escribir en la segunda mitad del siglo XIX, entre naturalistas, decadentistas, luciferanos, etc., harto ha hecho si ha podido alcanzar la falda de la montaña. El mal gusto es mucho más contagioso que el bueno. Permanecer sensato entre insensatos exige una fuerza que a muy pocos es dado poseer. No presumo de haberla tenido, pero he luchado por mantenerme firme.
Otra esclavitud más triste y vergonzosa nos está aparejada a los que escribimos para el público; la esclavitud de la moda. La moda se nos impone: el que pretenda sustraerse a ella queda sumergido. Al comienzo de mi carrera literaria la avalancha de los naturalistas franceses lo había arrollado todo. Quien no penetrase en los burdeles y nos hiciese saber lo que allí ocurre o no tuviese arrestos para describir en cien apretadas páginas los productos alimenticios que se exhiben en un mercado (el rojo inflamado de las zanahorias contrastando con la nota argentada de las sardinas, etc.), era tenido por un literato anticuado y chirle. Cuando publiqué mi segunda novela Marta y María, un joven naturalista, amigo mío, me dijo: “Está bien, querido, pero todo eso es agua tibia”. Pasó la ola, sin embargo, y esta florecita regada con agua tibia que brotó hace treinta y cuatro años, aún no se ha marchitado por completo.
Acatar servilmente el gusto del público, poner el oído a los rumores de la calle y adular los caprichos del amo es algo que degrada al escritor. No era esa mi cuenta. Preferí pasar inadvertido a marchar encadenado al carro triunfal de los naturalistas franceses.
No obstante, lo confieso con dolor, todavía ejercieron sobre algunas de mis novelas perniciosa influencia. Al repasarlas en este momento por la tarea que se me impone, observo redundancias, prosaismos, puerilidades, hijas de un afán desmedido de realismo. Era el agua que se bebía en aquella época. No había llegado a penetrarme por completo de que las novelas se componen de retratos no de fotografías. Las últimas que escribí se han librado mejor del contagio.
Quisiera borrar las manchas que afean las otras. Si se me permitiese rehacerlas quedarían seguramente menos mal. No me creo autorizado para ello. En la vida como en el arte debemos cargar con los pecados de la juventud. Todos los seres creados guardan como las pirámides de Egipto los jeroglíficos de su historia. En el hombre, en el animal, en la planta y hasta en los pedruscos y los metales cada cual guarda las huellas de sus aventuras. Ruego al lector que cuando tropiece en mis obras con alguna harto plebeya la desprecie; pero no al autor que ya está arrepentido.
Hablemos ahora del lenguaje que es otro de los escollos en que tropieza el escritor español. Y por de pronto no lo confundamos con el estilo como a menudo lo veo confundido. El lenguaje para el escritor es un instrumento como para un violinista el violín. Nunca he visto a un violinista postrarse delante de su violín y adorarlo; pero he visto y veo a muchos literatos hincados de rodillas delante del lenguaje.
¿Por qué tal rendimiento? Hagámosle elegante, limpio, flexible, despojémosle de toda vileza, pero no le convirtamos en un ídolo de piedra. ¿Por qué escribir hoy como en tiempo de Fray Luis de Granada? ¿Se habla así en el hogar, en la calle, en el Parlamento?
Si se me diese a elegir entre el tan ultrajado lenguaje periodístico y el artificiosamente arcaico, pedantesco y desabrido de ciertos escritores que el vulgo de los críticos admira, me quedaría con el primero.
El lenguaje periodístico, con ser malo, me parece preferible a ese otro rebuscado de ciertos escritores pseudoclásicos. Porque, en fin, el periodista mal o bien dice lo que quiere decir, pero el otro, arrastrado por la combinación de las palabras, no lo dice casi nunca. Hay quien piensa, después de haber copiado un giro de Quevedo o Cervantes, que ha llevado a término una acción heroica y que se le debe la cruz de San Hermenegildo. Y si exhuma del Diccionario una palabrita allí sepultada, se sorprende de que no le arrojen flores desde los balcones.
Recuerdo que cuando llegué a Madrid siendo casi un adolescente, fuí a visitar, por encargo de mi familia, a un conocido escritor erudito y bibliófilo, en cuyo salón hallé a otros tres o cuatro sujetos de sus mismas aficiones. Estaban leyendo, con mucha algazara, la carta de un amigo, y apenas hicieron caso de mí, como puede suponerse.—“¡Qué donoso!”—exclamaba uno.—“¡Qué regocijado!”—respondía otro.—“¡Qué bien que da en el hito nuestro amigo!”—apuntaba el tercero.—“¡Es cosa para mucho holgarse!”—añadía el cuarto.
Yo creía hallarme en un baile de máscaras.
Estos disfraces aún continúan. Los avisados ríen, pero el vulgo queda deslumbrado. No se es Quevedo por ponerse las antiparras de Quevedo. Cuando tomo en las manos un libro de estos flamantes clásicos, me parece estar viendo desfilar una cabalgata histórica. ¿En qué fabla me fablades, infanzones? Ellos podrán decir: “No tenemos ingenio, ni amenidad, ni ciencia, ni gracia, ni observación, ni sentimiento; pero tenemos lenguaje.”
He pensado siempre que éste ha de ser lo más claro, lo más sencillo y transparente posible. ¿Buscaba Santa Teresa los giros de los siglos pretéritos para introducirlos en sus Moradas? No; escribía en estilo llano como oía hablar en torno suyo. Y, no obstante, resulta su prosa de una nobleza extremada, más penetrante y sugestiva que la de ningún otro escritor español.
Peor aún que el lenguaje pseudoclásico es el llamado colorista que en Francia inauguró Teófilo Gautier, y que Zola y los hermanos Goncourt llevaron a una monstruosa exageración. Buscar palabras nuevas importadas de la pintura, es fácil tarea. Los grandes escritores no han tenido necesidad de apelar a tanta palabrería pictórica para grabar profundamente los tipos y las escenas que han creado. ¿Quién no se representa vivamente la aventura de los molinos de viento en el Quijote? ¿Quién no ha visto a Carlota en el Werther, de Goethe, cortando el pan y distribuyéndolo a sus hermanitos?
Entre nosotros ha echado raíces este nuevo preciosismo ridículo y se ha desarrollado con la velocidad del microbio del tifus. En una revista literaria he leído la siguiente descripción de un salón de baile:
“En los senos duermen las flores con esa voluptuosidad del pétalo marchito, y en los labios rojos ruedan las sonrisas amables y brotan las frases cortesanas. El piano, envidioso, muestra en risa irónica sus dientes blancos; y tableteando sobre los cristales una lluvia fría, menudita y soñolienta.
“Sobre el grupo va la luz tonificando los rosas, el rosa de crepúsculo de los trajes, el rosa de las mejillas, el de grano de granada de las uñas y el rosa suave, diluído, enervante de las flores.”
Después de leer esto ¿no se siente la nostalgia del Boletín de Pósitos? En verdad que si tal es el estilo colorista hay motivo para aborrecer el arco iris.
Pero dejemos estas inepcias y vengamos a otra servidumbre más peligrosa en que con frecuencia caemos los que emborronamos papel. Hablo del dinero.
“Poderoso caballero es don Dinero”, dijo nuestro poeta. El dinero es un magnífico señor que paga bien a quien mal le sirve. Paga bien, pero nos disminuye. El escritor que se pone a su servicio pierde la iniciativa y el reposo, tan necesarios a los que cultivan la belleza. Sus cadenas son de oro, pero cadenas al fin.
¿Debe vivir el escritor de su pluma? Parece lógico. Si presta un servicio a sus semejantes, éstos se hallan obligados a remunerarle.—“Quien sirve al altar, viva del altar”—ha dicho San Pablo. El poeta que sacrifica en el altar de las Musas, debe vivir de él.
Debe vivir, es cierto; ¿pero debe vivir en un palacio rodeado de domésticos y caballos? No hay necesidad. Una posición independiente y modesta es suficiente para que pueda ofrecernos los frutos de su ingenio. Si la riqueza le ha venido por otros caminos, no le perjudicará cuando sepa emplearla adecuadamente. Viajes, libros, juegos, muebles suntuosos, cuadros, saraos, todo esto es un alimento para la fantasía y se halla en la dirección de su vida. Equipado de esta manera espléndida acaso su vuelo sea más alto. Mas para alcanzar estas doradas herramientas, aun en los países en que es factible, necesita forzar la mano, y esto no se consigue sin detrimento de la calidad del artículo.
En otros tiempos la literatura no daba dinero, y se escribía, y no se escribía del todo mal. Hoy da dinero y se escribe, y no se escribe del todo bien. Quiero decir que cebados por la ganancia, escribimos más de lo que debiéramos. Nuestras obras no suelen salir bien cosidas, sino hilvanadas. Cuando el hombre no piensa en el resultado de su trabajo, es cuando sale mejor. Nuestros abuelos escribían libros más duraderos, porque pensaban más en ellos que en el editor.
Sin embargo, bueno es rechazar la absurda especie que corre válida entre los ignorantes y frívolos de que el hambre aguza el ingenio. El hambre no aguza más que los malos instintos. Jamás me convencerá nadie de que las musas reciben con agrado en su jardín del Parnaso a los poetas famélicos. El escritor necesita cierto grado de bienestar, y además aquello que nuestros antepasados llamaban ocios; esto es, el descuido de los intereses materiales. Pero este reposo no lo consiguen los actuales escritores de profesión pensando en las pesetas que les vale cada cuartilla. Mejor lo lograban aquellos abuelos, aceptando un modesto empleo en las oficinas del Estado o en el archivo de cualquier prócer.—“Cuando al sonar la hora—me decía un amigo literato empleado en una casa de banca—cierro los libros de cuentas, mi imaginación queda absolutamente libre y puedo ocuparla en lo que se me antoje.”
Claro está que un empleado en una casa de banca no podrá escribir ochenta novelas en su vida, pero escribirá tres o cuatro que valgan por las ochenta, y el mundo quedará satisfecho aunque renieguen los fabricantes de papel. Escribir poco es, en los días que corren, una gran virtud. Confieso humildemente que yo no la he poseído; pero los hay más viciosos, todo el mundo lo sabe.
A los que no caen en la esclavitud del dinero les suele poner el yugo sobre la cerviz el ansia de gloria. El aplauso es tan necesario al escritor como el aire mismo que respira. Todos los seres humanos viven sedientos de él. Hasta los caballos necesitan palmaditas en el cuello para correr. Los que lo rehuyen es que quieren ser aplaudidos dos veces, como dice La Rochefoucauld, o marineros que bogan de espalda al sitio donde quieren ir, según San Francisco de Sales.
Como no soy un impostor, declaro que amo y he amado siempre el aplauso.
Pero existen dos clases de aplauso: el sincero, el espontáneo que brota del corazón de los hombres y sale fervoroso a sus labios, y aquél que se les arranca a fuerza de reverencias.
Parece natural que todos amemos el primero y desdeñemos el segundo. Sin embargo, no es así. Hay escritores que corren desalados en pos del elogio, y para alcanzarlo montan en toda clase de vehículos, sucios o limpios. Un académico, ya fallecido, decía a cierto amigo suyo, en uno de esos momentos de expansión que suelen tener hasta los criminales: “¡Tú no sabes, querido, la serie de bajezas que he necesitado hacer para entrar en la Academia!” Hay otros que llevan el bolsillo provisto de artículos acaramelados firmados por sus amiguitos, y se los ofrecen a los directores de periódicos cuando les tropiezan en la calle, como si fuesen en efecto caramelos de la Pajarita.
No he amado nunca esa clase humillante de aplauso. Me gusta limpio, sincero, confortante. ¿Para qué sirve que os palmotee todo el mundo en la calle, si al llegar a casa y meteros en la cama os silba vuestra conciencia?
El elogio venido de lejanas tierras, donde no saben si soy gordo o flaco, torcido o derecho, me ha seducido siempre. Me seduce, porque es absolutamente espontáneo y me parece una promesa de inmortalidad. Aún más me siento halagado por las cartas que me envían personas desconocidas expresándome la impresión que mis libros les han causado.
Esto es halagüeño, sí, lo confieso. Pero cuando me encierro en mi cuarto y después me encierro en mí mismo, no puedo menos de decirme: “¡Pura vanidad! Mis libros no son más que burbujas del agua que se mantienen un instante sobre la corriente y desaparecen; leves sonidos que el aire produce al penetrar casualmente en una flauta. Si se me despojase de lo que pertenece a los grandes maestros que me han precedido, quedaría desnudo. Hay, sin embargo, algo de lo cual nadie en este mundo me puede despojar, y es la dulce satisfacción de saber que algunas de mis páginas han hecho asomar la risa a los labios, y otras, lágrimas de ternura a los ojos; es la certidumbre consoladora de que nadie ha salido de la lectura de mis novelas menos puro y menos noble de lo que era”.
A. PALACIO VALDÉS
Mayo de 1917.
ESTA novela, segunda de las que escribí, fué publicada en el año 1883 por la Biblioteca Arte y Letras, de Barcelona, con dibujos de Pellicer. Su forma y su baratura, en aquella época excepcionales, lograron que se difundiese extremadamente. Algunas personas timoratas quisieron ver en ella un ataque insidioso contra el misticismo, y algunos sacerdotes, haciéndose eco del mismo error, tronaron contra ella desde el púlpito.
Apenas necesito defenderme de tal acusación. Presentar dos caracteres que se ofrecieron a mi vista cuando contaba veinte años y que ejercieron considerable influencia en mi vida y en mi corazón, fué mi único designio. Si del contraste aparece uno de ellos mortificado y el otro glorioso, no es cuenta mía sino del Supremo Hacedor que los ha formado.
El verdadero misticismo nada tiene que ver en este asunto. Las místicas sinceras y espontáneas como Santa Teresa, Santa Catalina de Génova, Margarita de Alacoque, jamás pueden hacerse antipáticas. Pero lo son alguna vez sus frías imitadoras. Los sentimientos más altos y nobles tienen su aparato externo para expresarse. Imitar este aparato puede halagar la imaginación sin que el corazón haya hablado todavía. Siempre resulta ridículo el desequilibrio entre lo que se pretende y lo que se puede. Y tal es el caso de mi novela.
La prueba más evidente de lo que acabo de afirmar es que mientras algunos católicos y sacerdotes la reprobaban, otros la aplaudían. Hallándome, algún tiempo después de publicarse, en el pueblo de Marmolejo tomando las aguas salutíferas que allí manan, me anunciaron en la fonda donde me hospedaba la visita de un señor sacerdote. Bajé a la sala y tuve el gusto de trabar conocimiento con un canónigo de una de las más importantes iglesias metropolitanas españolas, persona de muchas letras y reconocido talento. Me dijo estas o parecidas palabras:
“He venido a visitar a usted sabiendo que aquí se hallaba, porque quiero expresarle el placer que he sentido leyendo su última novela. (Omito el juicio que le merecía como obra literaria.) Creo que es de gran utilidad en el estado actual de las conciencias. En las jóvenes que frecuentan hoy las iglesias suele haber más capricho y fantasía que corazón. Cuando alguna de ellas en el tribunal de la penitencia me comunica sus deseos de entrar en un convento, si yo entiendo que hay en ella más romanticismo que amor de Dios y de la virtud, le doy a leer su novela de usted que me sirve de receta para curarla de su ataque nervioso de misticismo.”
¿Necesitaré decir que con estas palabras quedó mi conciencia perfectamente tranquila?
Sin embargo, como estos negocios del alma son en extremo delicados y sin haberlo querido pude haber hecho daño a ciertas conciencias tímidas, repito aquí lo que he dicho en la advertencia preliminar puesta en las últimas ediciones de Marta y María: “No doy a ninguna de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.”
El marqués de Peñalta es el prometido de la señorita María de Elorza. Se hallaba ya cercana la fecha de la boda cuando María, sufriendo un ataque agudo de misticismo, vacila si debe o no casarse e impone una prórroga a su novio. Este se resigna de mal grado. Sigue frecuentando la casa, pero María entregada a sus prácticas piadosas no siempre le acompaña. El marqués de Peñalta se ve obligado a pasar largos ratos en compañía de Martita, hermana de María, que es una niña de catorce años. A causa de la intimidad que entre ellos se establece prende en el inocente corazón de Martita un amor apasionado por su futuro cuñado. Cuando se da cuenta de él se horroriza y hace esfuerzos por sofocarlo. En estos días se celebra una excursión de placer a un islote propiedad de D. Mariano de Elorza, padre de las dos hermanas. María no toma parte en ella. Martita, excitada por el champagne, se arroja a decir y a ejecutar lo que el lector verá en este capítulo.
EN tanto el Océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en toda su inmensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los primeros días del mundo. La luz ya podía espaciarse libremente sobre su llanura húmeda corriendo leguas y leguas en un segundo, lanzando sus llamaradas a los últimos confines del horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente; ya podía jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o dejarse caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se perdía entre los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz solemne de su corazón ni hacerle emitir una nota más grave o más aguda en la grandiosa aria de bajo profundo que canta desde el principio del universo.
Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos como si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a ella, el blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en mil pedazos separados por considerable distancia. Ruido formidable de muchedumbres que combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se desgajan, venía de allá indicando a nuestros viajeros que se acercaba el término de su jornada. Al cabo de una hora de marcha atracaron por fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa costa. Después necesitaron subir por un estrecho y peligroso sendero labrado en la roca para encontrase al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad de D. Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en cuando y traer de allá todos los años algunos centenares de huevos de gaviota. Estaba cubierta a trechos de pinos, pero en su mayor parte vestida de tojo donde las liebres y conejos tenían su guarida. Por casi todos los lados ofrecía espantosos precipicios sobre el mar, que la batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las concavidades de las rocas que la circundaban. D. Mariano había edificado en el centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a poco algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un comedor, algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien amueblada y circuida de un jardincito donde crecían de mala gana algunos árboles de adorno.
Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que había ido a depositar a Isidorito como triste deportado en un árido paraje de la costa, señoras y caballeros se diseminaron, dedicándose a la caza o a la pesca, según las aficiones y aptitudes de cada cual. Empezaron a sonar tiros aquí y allá, demostrando que los conejos, que se habían propagado en progresión geométrica, sufrían la ley de represión descubierta por Malthus. Los viajeros que no tenían instintos sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al borde de los precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde solía cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría a aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo estuvo arreglado, D. Mariano se lo notificó por medio de sus criados, y unos en pos de otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y entraron en el salón, donde se había improvisado una espléndida mesa atestada de manjares y flores. Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente, pero al fin se consiguió gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.
La comida fué digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la mesa, con verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla desierta, como se decía en el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada comensal tenía frente a sí cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador. D. Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres consideraciones. No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que la papalina de D. Máximo era la menos divertida que jamás había visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos: hizo un elogio tan brillante como acabado de sus aptitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas. Inmediatamente se levantó D. Serapio, y con lengua bastante gorda propuso en términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba se estableciese definitivamente en la isla, a fin de poblarla, invitando a cada uno de los presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La circunstancia de hacer un guiño tan malicioso como grosero a una de las criadas que servían la mesa, al terminar su invitación, despertó contra él una tempestad de silbidos e interrupciones. No pudiendo explicar satisfactoriamente su conducta, D. Serapio se fué muy incomodado a dar una vuelta por la cocina. Al poco rato sonó allá una bofetada.
Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fué el de Martita, quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan reservada y silenciosa por temperamento, empezó a charlar por los codos, dirigiendo pullas muy saladas a todos los presentes, que las acogían con regocijo y aplauso. Cuando una señora le dijo que estaba borracha, se puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco alegre, lo cual nada tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta salida hizo reir a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado sus mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba no cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos tan fijos y serenos ordinariamente, habían adquirido singular movilidad y cierto brillo malicioso que consiguió llamar la atención de Suárez el ingeniero. El mismo timbre de la voz se le había modificado de un modo notable, haciéndose más grave y firme. Parecía que se operaba en ella una anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.
Cuando se cansaron de disparatar, D. Mariano hizo que sacaran las mesas del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable ancianidad en aquel retiro, fué el que marcó con voz cascada el compás de una mazurka. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de pronto:
—No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el fresco?
—Vamos; yo también estoy muy sofocado.
Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:
—Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que se está en ella no se la ve... Es un sitio precioso...
—¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los paisajes y sobre todo a los de mar... ¿Por dónde se va?
—Sígueme... ya verás.
Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de encaje blanco y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una guirnalda de campanillas rojas.
—Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.
—¿De veras?
—Ya verás, ya verás.
En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció. Ricardo quedó un instante parado y altamente sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó dentro le sacó de su estupor.
—¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?
—¿Pero, chica, no ves que puedes hacerte daño?
—¡Entre usted, bravo guerrero!
—Bien... ya que te empeñas...
Cuando se hubo unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y estaba tapizada de arena.
—¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!
—Bueno; pues ahora sígueme.
—¿Adónde?
—¡Qué preguntón eres!... Ya lo sabrás, hombre, ya lo sabrás.
Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más oscura, seguida de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada instante verla caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo borróse la silueta de la niña en el fondo oscuro de la caverna, y Ricardo se halló en verdaderas tinieblas.
—No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada... Iré hablando para que camines en dirección de la voz... Si quieres que te dé la mano te la daré... ¿No?... bueno, pues no te quedes atrás... Dentro de muy poco tiempo empezarás a bajar... pero es una pendiente suave... ¿Lo ves?... No te quejarás del suelo... aunque uno se cayese no se haría mucho daño... No tardaremos en ver luz... Ten cuidado... inclínate a la derecha que el camino hace ahora una revuelta... ¡Ea, ya tenemos claridad!
Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a unas cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las tinieblas y a resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el agujero. Oyóse en la cueva un sordo y prolongado rumor que hacía sospechar la proximidad del Océano. A los pocos minutos salían a la luz.
Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Estaban frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos peñascos cortados a pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse a las olas que venían majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su dorada arena festoneándola con sábanas de espuma. Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del Océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave. Se pasaban los meses y los años sin que la planta de un hombre imprimiese su huella en él. Los altos muros negros y carcomidos, que cerraban en semicírculo la playa, esparcían sobre ella silencio triste. Sólo el grito de algún pájaro marino, al cruzar de un peñasco a otro, turbaba la eterna y misteriosa plática del mar.
Ricardo y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente, dominados por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se iba haciendo más blanda; las huellas de sus pies se llenaban inmediatamente de agua. Al acercarse, observaron que las olas crecían y que sus volutas retorcidas en el momento de desplomarse los taparían si se pusiesen debajo. Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.
Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintióse turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de besarla pensaba que la mordía los pies. Al replegarse de nuevo con aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad para llevarla quién sabe adónde.
—¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?
—¿Crees acaso que van a llegar adonde estamos nosotros?
—No sé... pero se me figura que nos vamos deslizando insensiblemente... y que concluirán por taparnos.
—Pierde cuidado, preciosa—dijo echándole un brazo sobre el hombro y atrayéndola suavemente hacia sí;—ni las olas suben, ni nosotros bajamos... ¿Tienes miedo a morir?
—¡Oh, no; ahora no!—exclamó la niña en voz apenas perceptible, estrechándose más contra su amigo.
Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la marcha de un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra columna de humo.
Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.
—¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh! haces bien... Hoy el mundo guarda para ti su sonrisa más amable... Ni una sola nube oscurece el cielo de tu vida... ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!
—Y tú, ¿tienes miedo, dí?
—Unas veces sí y otras veces no.
—¿En este momento lo tienes?
—¡Ah, qué curiosilla eres!—exclamó volviendo hacia ella su cara sonriente.—No; en este momento, no.
—¿Por qué?
—Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en tan amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!
La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separóse de él bruscamente, y volviéndole la espalda se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas.
El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua asomando solamente el penacho de su casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fué a unirse a su futura hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del Océano. No obstante, al cabo de un rato volvióse de improviso y le dijo:
—¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?
—No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.
—No importa; tenemos tiempo para ir a ella.
Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.
—Sentémonos—dijo Marta.—¡Cuánto mar se ve desde aquí! ¿no es cierto?
Ricardo se sentó a su lado y ambos contemplaron la húmeda llanura que se extendía a sus pies. Cerca de ellos ofrecía un color verde oscuro; a lo lejos era azul. Allá en el centro la gran mancha de plata seguía resplandeciendo con vivos destellos reflejando el encendido disco del sol. De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música grave pero insinuante que empezó a sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y las mejillas. Era un aliento vivo y poderoso que ensanchaba su corazón y lo inundaba de sentimientos vagos y sublimes.
Ni uno ni otro hablaron. Gozaban contemplando la majestad y grandeza del Océano con un sentimiento humilde de su pequeñez y con vago deseo de participar de su fuerza sagrada e inmortal. Sus ojos paseaban una y otra vez, sin fatigarse nunca, por la línea indecisa del horizonte, que les revelaba otros espacios sin fin azules y luminosos. Sin darse cuenta de ello, por un movimiento instintivo, se habían acercado de nuevo uno a otro como si temiesen algo de la presencia de aquel monstruo que rugía a sus pies. Ricardo había pasado un brazo en torno de la cintura de la niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de cualquier peligro.
Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le dijo con voz conmovida:
—Díme, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho?... ¡Tengo unas ganas de llorar!
Ricardo la miró con sorpresa, y atrayéndola dulcemente hacia sí la acostó sobre su regazo. La niña le dió las gracias con una sonrisa.
—¿Te encuentras bien ahora?
—¡Oh, sí; muy bien, muy bien!
—¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar?
—No, no quiero dormir... Déjame... no me hables... ¡si supieras qué bien me encuentro!
Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.
El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.
Marta, con la cabeza apoyada en el regazo del joven y la cara vuelta al cielo, hacía rodar sus grandes y límpidos ojos continuamente por la bóveda azul, con el oído atento a los graves rumores que debajo de ella sonaban. El viento fresco del mar no había conseguido aún apagar el ardor de sus mejillas.
—¡Atiende!—dijo de pronto.—¿No oyes?...
—¿Qué?
—¿No oyes entre los ruidos del agua algo parecido a un lamento?
Ricardo atendió un instante.
—No oigo nada.
—No; ya ha cesado... aguarda un poco... ¿No lo oyes ahora?... Sí, sí, no cabe duda... En las cuevas de esta roca hay alguien que se queja...
—No hagas caso, tonta. Es la resaca que produce sonidos extraños... ¿Quieres que me baje a mirar lo que hay dentro?
—¡No, no!—exclamó con sobresalto.—Estate quieto... Si te movieses ahora me harías mucho daño...
La gran mancha de plata se extendía cada vez más por el ámbito del Océano, pero empezaba a palidecer. El sol caminaba velozmente hacia el horizonte con serenidad majestuosa, sin una nube que lo escoltara, anegado en un vapor de oro y grana que se filtraba hasta perderse enteramente en el azul claro del firmamento. La peña donde se hallaban extendía también su sombra sobre el agua, cuyo verde oscuro se iba trocando poco a poco en negro. Los rugidos de las olas se amortiguaban y la brisa soplaba dulcemente como el hálito perezoso del que se prepara a dormir. Un silencio augusto y conmovedor empezaba a elevarse del seno de las aguas. En las cavernas de la roca Marta dejó de percibir el grito acongojado que la asustara, y los truenos y ronquidos se habían ido cambiando lentamente en un glu glu suave y lánguido.
—¿No te duermes?—volvió a preguntar Ricardo.
—Ya te he dicho que no quiero dormirme... ¡Me encuentro tan bien despierta!... El que duerme no padece, pero tampoco goza... Sólo es bueno dormir cuando se sueñan cosas lindas, y yo no las sueño casi nunca... Ahora me parece que estoy durmiendo y soñando... ¡Te veo de un modo tan raro!... Estoy viendo el cielo debajo y el mar encima. Tu cabeza está bañada por un vapor azul... Cuando la mueves parece que oscila la bóveda que nos cubre; cuando hablas, tu voz parece que sale de lo profundo del mar... ¡No cierres los ojos, por Dios, que me haces sufrir!... Se me figura que estás muerto, y que me has dejado aquí sola. ¿No ves los míos qué abiertos están? Nunca tuve menos deseos de dormir que ahora. Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos?
Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que el agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos de Martita, cuando volvió el rostro hacia ella, brillaba con fuego malicioso y singular.
—Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.
—Espera un poquito... tengo que decirte una cosa... Te la voy a decir muy bajo para que no se entere nadie... nadie más que tú... Ricardo, me alegraría que el mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para siempre... Así estaríamos eternamente en el fondo del agua, tú sentado y yo apoyada en tu regazo con los ojos abiertos... Entonces sí, me dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es verdad? Las olas pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que sucedía en el mundo... Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con los anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar la mano por sus escamas de plata... Las algas se enredarían a nuestros pies formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al través del cristal del agua más grande y más hermoso, filtrando sus rayos de mil colores por ella y deslumbrándonos con su esplendor... Dí, ¿no te gusta?
—Calla, Martita; estás delirando... Vámonos, que el agua sube.
—Espera un momento... Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha conseguido enfriarme las mejillas... tengo cada vez más calor en ellas. No importa... me encuentro bien... ¿Quieres hacerme un favor?... Sóplame en la cara a ver si me pasa esta sofocación... ¡Así, así!... ¡Qué amable eres!... Por algo dice todo el mundo que eres muy simpático... Tienes el genio un poco vivo... Oye; necesito pedirte perdón.
—¿De qué?
—De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos juntos un ramo de flores en el jardín?... Después quisiste hacerme una caricia y fuí tan necia que lo llevé a mal y me eché a llorar... ¡Qué sorpresa y qué disgusto habrás tenido!... Confieso que soy una tonta y que no merezco que nadie me quiera... Sin embargo, bien puedes creerme que no estaba enfadada contigo... Lloré de sentimiento... sin saber por qué... ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no querías hacerme ningún daño... no querías más que besarme las manos, ¿verdad?
—Nada más, hermosa.
—Pues yo tengo mucho gusto en que las beses, Ricardo... Tómalas...
La niña extendió hacia arriba sus lindas manos que se agitaron en el aire alegres y cándidas como dos palomitas recién salidas del nido. Ricardo las besó con efusión repetidas veces.
—No basta eso—prosiguió la niña riendo.—Antes me besabas en la cara siempre que me encontrabas o te despedías... ¿Por qué has dejado de hacerlo? ¿Me tienes miedo?... Yo no soy una mujer... soy una niña todavía... Hasta que me ponga de largo tienes derecho a besarme... Después ya será otra cosa... Anda, dame un beso en la frente...
—Ahora dame uno en cada mejilla... Aún sigue el calor ¿no es cierto?... Ahora quiero que beses las trenzas de mi pelo... Aguarda... déjame sacarlas que estoy acostada sobre ellas... A ti no te gusta el cabello negro... ya lo sé... pero eres muy amable y lo besarás por darme gusto...
Ricardo iba besando tiernamente los sitios que le señalaba. Al fin se detuvo y se puso a jugar con las trenzas negras, azotando con ellas suavemente el rostro de la niña. En los ojos de ésta seguía luciendo el mismo fuego malicioso. Sintióse levemente turbado y trató de fijar los suyos en el mar, pero ella le dijo sonriendo:
—Si no te enfadases te pediría otro aquí—y señaló a sus labios rojos y húmedos.
El rostro del joven marqués se tiñó de carmín. Quedó un instante inmóvil, y bajando al fin la cabeza unió sus labios a los de la niña con prolongado beso.
Un fuerte soplo de viento había despertado el Océano cuando se preparaba a dormir: agitóse un instante en su inmenso lecho de arena, cual si cambiase de postura, y dejó escapar un sordo murmullo de disgusto. Las olas tornaron a rodar a lo lejos hinchadas y azules: las de la playa clamaron de nuevo con extrañas voces. Apagáronse las luces que ardían en sus crestas y se desvaneció la esplendorosa ebullición de los tesoros submarinos. La mancha de plata iba adquiriendo los tristes reflejos del acero bruñido.
Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo fué pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya cercados por el agua. Levantóse bruscamente y sin decir nada cogió a Marta entre sus brazos con la misma facilidad que si fuese una cervatilla, y dando un prodigioso salto cayó de bruces sobre la peña vecina, lastimándose un poco en una mano. Marta quedó ilesa y contempló la herida del joven: después, sacando su fino pañuelo de batista, lo ató silenciosamente sobre ella y echó a andar con paso rápido. Ricardo la siguió. Los dos marchaban callados. La distancia que los separaba se fué haciendo cada vez mayor, porque Marta ya no andaba, corría. El joven marqués sentía vago malestar y una turbación extraña que le impedían apretar el paso. Estaba enojado consigo mismo. Cuando entraron en el agujero del túnel que conducía al bosquecillo de pinos, perdió enteramente de vista a su amiga y hasta dejó de escuchar el ruido de sus botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la cueva sumido en las tinieblas, creyó oir muy confusamente el eco de un sollozo y sintió aún más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a encontrarse mejor.
Cuando llegaron a la casa supieron que se habían expedido ya varios criados a buscarlos, pues hacía rato que todo estaba dispuesto para el regreso. La tarde avanzaba y no era muy del gusto de las señoras que las sorprendiese la noche en el mar. Recibiéronlos, pues, con muestras de satisfacción, y todo el mundo se apresuró a acomodarse nuevamente en las falúas, que con el oleaje no estaban quietas un instante, como los caballos enjaezados, esperando al jinete al pie de la cuadra.
Izáronse las velas y dando largas bordadas para aprovechar el viento, hicieron rumbo hacia El Moral. Marta, al entrar en la lancha, había perdido los vivos colores de las mejillas.
El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte. Las señoras veían con recelo crecer la sombra en el cielo como en el mar, dirigiendo miradas inquietas a los marineros. Las frecuentes viradas que las lanchas hacían les retrasaban extraordinariamente. Al cabo fué necesario arriar las velas y caminar al remo en línea recta. Nada tenía esto de particular, y es lo más usual cuando no se tiene el viento por la popa; pero he aquí que a Rosarito, la amiga de la señorita de Mory, se le mete en la cabeza de pronto que aquel cambio de motor náutico significa peligro inminente de naufragio, el cual se le representa a la imaginación con todos los horrores de que suele venir rodeado en las novelas por entregas: la densidad espesa de la noche, las olas elevándose como montañas a los cielos, los gritos de los náufragos mezclándose a los rugidos de la mar, etc., etc. Y sin poder evitarlo empieza a agarrarse con mano nerviosa a su amiga y a dejar salir de su boca exclamaciones de angustia y terror.
—¡Ay, Dios mío, vamos a perecer, vamos a parecer!
—No pasa nada; tranquilízate, Rosario.
—¡Sí, sí, vamos a perecer... nos vamos a ahogar!... ¡Dios mío, qué muerte tan horrible!... ¡Por qué habré venido yo a la Isla!... ¡Qué dirá mi papá cuando sepa que no tiene hija!... ¡Papá, papá del alma!...
¡Pero, niña, si no ocurre absolutamente nada!
—¡No me digas eso, por Dios! ¿no estoy viendo que han bajado las velas? ¡Ay, qué muerte, qué muerte tan espantosa!... ¡Morir sin confesión!... ¡Morir separada de mi papá!... ¡Y luego quedar sepultada aquí en este fondo tan negro... y ser comida por los peces... y por los cangrejos!... ¡Es horrible!...
Los esfuerzos de la señorita de Mory para calmar a su amiga eran inútiles. No contribuían poco a asustarla las voces de los marineros, que para alentarse y vencer la resistencia de las olas a cada golpe de remo gritaban a un tiempo: ¡Aaaguanta!... ¡aaaguanta!... Cada vez que sonaba esta palabra en el aire con ritmo brutal, Rosario exhalaba un grito de angustia; tanto que la vivaracha señorita de Mory, temiendo que se pusiera mala, dijo a los marineros:
—Señores, hagan ustedes el favor de no decir aguanta, porque esta señorita se asusta mucho.
Pero Rosario, toda azorada y hecha un mar de lágrimas, exclamó inmediatamente:
—¡No, no; que digan aguanta, que digan aguanta!... Si no, vamos a perecer más pronto...
Poco a poco, no obstante, y viendo que la tremenda catástrofe no llegaba, se fueron calmando sus nervios, y no tardó en reirse, como niña aturdida que era, de sus ridículos temores.
En la falúa de Elorza se hablaba poco: D. Mariano y D. Máximo llevaban demasiado Medoc en el cuerpo para hallarse en estado de sostener una conversación animada. La señorita de Delgado, secundada por sus hermanas, admiraba con vivos transportes de entusiasmo, abriendo y cerrando mucho los ojos, la puesta del sol. El marqués de Peñalta había cerrado los suyos y parecía dormido con la mano en la mejilla. Algunas parejas cuchicheaban.
¿Qué pensaba Marta en aquel instante, con la mirada clavada en el mar, grave, inmóvil y pálida como una estatua? ¿Qué negros fantasmas surgían ante ella de lo profundo de las aguas para trazar en su cándida frente las profundas arrugas de que estaba surcada? ¿Qué funestos secretos le soplaba la brisa en el oído?
¡Oh! ¡Más fácil es descifrar el misterio de los rumores del Océano y los secretos de la brisa, que los vagos pensamientos que oculta la frente de una niña!
El mar quería entregarse otra vez al sueño. Las crestas de sus olas ya no blanqueaban a lo lejos con su corona de espumas. El horizonte replegaba su línea indecisa que se borraba en la sombra de la tarde. Las serenas y abultadas ondas bajaban y subían, semejando la respiración perezosa y dormida de un seno gigantesco. Una por una, con amable sosiego y confianza, las iban dejando atrás las falúas, avecinándose al puerto. La costa festoneaba con línea negra y ondulante la gran llanura resplandeciente. Allá a lo lejos, en lo interior, columbrábanse las cimas de las montañas, bañadas de un transparente vapor violáceo.
El pensamiento de Marta rompió la tupida nube que lo encerraba en un piélago de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un sinnúmero de recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos luminosos de que estaba sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose largo rato a contarlos recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y qué hermosos ardían en su memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban sobre los monótonos y laboriosos días de su existencia! Estaban rodeados de silencio y misterio; nadie los había gustado, nadie los conocía siquiera más que ella; la misma mano que había dejado caer en su corazón el bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora influencia. Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo que hacía asomar a sus labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber por qué, aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron borrando y perdiendo en los abismos profundos y negros de una idea. Su imaginación empezó a dar vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta idea triste y desesperada donde no penetraba el más delgado rayo de luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La felicidad que había venido a buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro recurso que contemplarla sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso constituía enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La escondida playa de la isla le vino de pronto a la memoria con su arena de oro y sus olas espumosas derramándose sobre ella. Un gran remordimiento, un remordimiento vivo y cruel empezó a entrar en su inocente corazón como la hoja fina de un puñal, produciéndole tal dolor que dejó escapar un grito ahogado que nadie escuchó más que ella misma. La confusión y el vértigo se apoderaron de su cabeza que ardía como un volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría como si fuese de mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario, ¡Tanto calor dentro y tanto frío fuera!
El Océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol iba a sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas, iluminando algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica claridad y dejando otros en la sombra. Los rumores eran más graves y profundos, de una melancolía infinita. Aquella masa inconmensurable de agua perdía lentamente su color azul, tomando otro verde muy opaco sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El sosiego melancólico con que el mar se despedía de la luz causó en Marta impresión profunda. Con la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos contemplaba los más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a todos los rumores que sonaban en lo profundo.
El sol se sumergió enteramente. El Océano dejó escapar un sollozo inmenso, colosal. En este sollozo había tal enternecimiento que Marta creyó sentir vibrar el ambiente con movimiento de simpatía y admiración. Nunca había visto al mar tan grande y tan sublime, tan fuerte y bondadoso a un tiempo mismo. Aquel silencio augusto, aquel reposo momentáneo del gran atleta la conmovían hasta lo íntimo, infundían en su espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le había dicho que el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de sus crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules.
La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas...
—¡Jesús!... ¿Qué ha sido eso?
—¿Quién se ha caído al agua?
—¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!... ¡Marta!... ¡Dejadme... dejadme salvar a mi hija!
—Ya está salvada, D. Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje al agua.
—¡Cía! ¡cía firme!—dijo la bronca voz del patrón.—Echa esa beta al agua, Manuel... No asustarse, señores, que no es nada... ¡Ciar más!... Basta... Agárrense ustedes a la beta... Ya no hay cuidado.
La confusión fué muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar la corta distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el grito de alarma. Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos segundos tornó a aparecer con la niña entre los brazos. La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que los metieron dentro. D. Mariano, en los pocos momentos que esto duró, forcejeaba con D. Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al agua. Cuando vió a su hija en la embarcación faltó poco para que la ahogase contra su pecho.
Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el corsé y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había tragado. Después la extendieron en uno de los asientos de popa, y Ricardo, tomando un frasco de éter que D. Máximo había traído, se lo aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y al ver el demudado semblante del joven inclinado sobre ella sonrió dulcemente, y le dijo de modo que nadie lo oyó más que él:
—Gracias, señor marqués... ¡No se estaba tan mal allá abajo!
Así que llegaron a El Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les dieron. Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle con una hora de noche, cuando ya las respectivas familias empezaban a inquietarse por su tardanza.
EL pueblecito costero que sirve de escenario a esta novela fué para mí un paraíso en los años juveniles. Allí gocé como en ninguna otra parte de los encantos de la mar que era mi pasión en aquella época. Nunca me sentí más feliz que entonces. Aquellos bravos y sencillos pescadores me acogieron con tanta cordialidad que despertaron en mí el deseo de compartir su vida y sus trabajos.
Durante un verano no fuí más que un pescador. Me levantaba del lecho antes de la aurora como ellos, me vestía con la clásica blusa y la boina y me lanzaba a la mar en uno de sus barquichuelos cuyos nombres y propiedades conocía como si fuesen seres vivientes.
Horas de dicha aquéllas que viví surcando la mar con los aparejos tendidos para anzolar el bonito y la caballa o soltando la red para aprisionar la sardina. Cuando el viento encalmaba nos recostábamos sobre los bancos y yo escuchaba con deleite su inocente plática. Allí conocí a José, a Gaspar, a Bernardo: todos fueron mis amigos y nunca los he tenido después en la vida más afectuosos. Al apretarme la mano cuando me separé de ellos vi sus ojos entristecidos. Uno me dijo: “¡Qué lástima, D. Armando, hubiera usted sido un buen marinero!”
Tenía razón. Yo hubiera sido un buen marinero y también un buen aldeano. Todo menos un buen diplomático.
Al publicarse esta novela no sé quién la hizo llegar a sus manos. Viéndose retratados se sintieron contentos y orgullosos. Llevaban mi libro a la mar y allí tendidos sobre los paneles en las horas de calma uno leía en voz alta y los otros escuchaban.
Y después venían los interminables comentarios. Todo lo querían descifrar:—“Este es Fulano, esta doña Zutana.—Yo fuí quien puse la piedra en el anzuelo para engañarte.—A ti fué a quien tiró el golpe de mar cuando fuíste a desarbolar del medio...”
Muchos años han transcurrido desde entonces. En medio de las miserias y resquemores de la vida cortesana mi pensamiento ha volado más de cien veces hacia aquellos nobles y valerosos amigos y he comprendido por qué nuestro buen Jesús ha buscado sus discípulos más amados entre humildes pescadores.
Don Fernando, segundón de la casa de Meira, nunca fué rico. Ultimamente había llegado a la indigencia. Sus ínfulas aristocráticas no por eso disminuían. Cuanto más pobre más orgulloso se hallaba de su prosapia. Era una manía, casi una locura. En el pueblecillo de Rodillero se le miraba por los pescadores con una mezcla de respeto, de compasión y de burla. Uno de estos pescadores, José, tenía relaciones amorosas con Elisa hija de la señá Isabel, fabricante de escabeche. José era pobre. La señá Isabel se oponía furiosamente a estos amores. Don Fernando, con orgullo quijotesco, los protegía. Acosado por el hambre, el desgraciado hidalgo se había visto precisado a vender lo último que le quedaba, su viejo y desmantelado palaciote. Con generosidad caballeresca ofreció una parte de la exigua cantidad que por él le habían dado a José para que comprando una lancha pudiera casarse.
POCOS días después, don Fernando de Meira se personó en casa de José, muy temprano, cuando éste aún no había salido a la mar.
—José, necesito hablar contigo a solas. Ven a dar una vuelta conmigo.
El marinero pensó que llegaba en demanda de socorro, aunque hasta entonces jamás se lo había pedido directamente. Cuando el hambre más le apuraba, solía llegarse a él, diciendo:
—José, a Sinforosa se le ha concluído el pan, y no quisiera tomárselo a la otra panadera... Si me hicieses el favor de prestarme una hogaza...
Mas para que a esto llegase, era necesario que el caballero estuviese muy apurado. De otra suerte, ni directa ni indirectamente se humillaba a pedir nada. No obstante, José lo pensó así, porque no era fácil pensar otra cosa. Y tomando el puñado de cuartos que tenía y metiéndolos en el bolsillo, se echó a la calle en compañía del anciano.
Guióle don Fernando fuera del pueblo. Cuando estuvieron a alguna distancia, cerca ya de la gran playa de arena, rompió el silencio diciendo:
—Vamos a ver, José, tú debes de andar algo apuradico de dinero, ¿verdad?
José pensó que se confirmaba lo que había imaginado; pero le sorprendió un poco el tono de protección con que el hidalgo le hacía aquella pregunta.
—Ps..., así, así, don Fernando. No estoy muy sobrado...; pero, en fin, mientras uno es joven y puede trabajar, no suele faltar un pedazo de pan.
—Un pedazo de pan es poco... No sólo de pan vive el hombre—manifestó el señor de Meira sentenciosamente. Y después de caminar algunos instantes en silencio, se detuvo repentinamente, y encarándose con el marinero le preguntó:
—Tú te casarías de buena gana con Elisa, ¿verdad?
José quedó sorprendido y confuso.
—¿Yo?... Con Elisa no tengo nada ya... Todo el mundo lo sabe...
—Pues sabe una gran mentira, porque estás en amores con Elisa; me consta—afirmó el caballero resueltamente.
José le miró asustado, y empezaba a balbucir ya otra negación cuando don Fernando le atajó diciendo:
—No te molestes en negarlo, y dime con franqueza si te casarías gustoso.
—¡Ya lo creo!—murmuró entonces el marinero bajando la cabeza.
—Pues te casarás—dijo el señor de Meira ahuecando la voz todo lo posible y extendiendo las manos hacia adelante.
José levantó la cabeza vivamente y le miró, pensando que se había vuelto loco. Después, bajándola de nuevo, dijo:
—Eso es imposible, don Fernando... No pensemos en ello.
—Para la casa de Meira no hay nada imposible—respondió el caballero con mucha mayor solemnidad.
José sacudió la cabeza, atreviéndose a dudar del poderío de aquella ilustre casa.
—Nada hay imposible—volvió a decir don Fernando lanzándole una mirada altiva, propia de un guerrero de la reconquista.
José sonrió con disimulo.
—Atiende un poco—siguió el caballero.—En el siglo pasado, un abuelo mío, don Alvaro de Meira, era corregidor de Oviedo. Había allí una casa perteneciente al clero que estorbaba mucho en la vía pública, y el corregidor se propuso echarla abajo. Tropezó en seguida con la oposición del obispo y cabildo catedral, los cuales le manifestaron que de ningún modo lo intentase, so pena de excomunión. Pero el corregidor, sin hacer caso de amenazas, cierto día manda a ella una cuadrilla de albañiles y comienzan a derribarla. Dan parte del hecho al obispo, alborótase su ilustrísima, convoca al cabildo y deciden ir revestidos a excomulgar a todo el que se atreva a tocar en ella. Mi bisabuelo lo supo, y ¿qué hace entonces? Va y manda a allá al verdugo a leer un pregón en que se impone la pena de cien azotes a todo albañil que se baje del tejado... ¡Ni uno solo se bajó, muchacho!... Y la casa vino al suelo.
Don Fernando, con un movimiento enérgico de la mano, derribó de golpe el edificio clerical. José pareció enteramente insensible a esta proeza de los Meiras. Seguía cabizbajo y triste, considerando tal vez que era lástima que tal poder de infligir azotes no quedase anejo a todos los señores de Meira, en cuyo caso no sería imposible que pidiese unos cuantos para la seña Isabel.
—Cuando a un Meira se le mete algo entre ceja y ceja—siguió el hidalgo,—¡hay que temblar!... Toma—añadió sacando del bolsillo un paquetito y ofreciéndoselo.—Ahí tienes, diez mil reales. Cómprate una lancha, y deja lo demás de mi cuenta.
El marinero quedó pasmado, y no se atrevió a alargar la mano pensando que aquello era una locura del señor de Meira, a quien ya muchos no suponían en su cabal juicio.
—Toma, te digo. Cómprate una lancha... y a trabajar.
José tomó el paquete, lo desenvolvió y quedó aún más absorto al ver que eran monedas de oro. Don Fernando, sonriendo orgullosamente, continuó:
—Vamos a otra cosa ahora. Dime: ¿cuántos años tiene Elisa?
—Veinte.
—¿Los ha cumplido ya?
—No señor; me parece que los cumple el mes que viene.
—Perfectamente. El mes que viene te diré lo que has de hacer. Mientras tanto, procura que nadie se entere de tus amores... Mucho sigilo y mucha prudencia.
Don Fernando hablaba con tal autoridad y arqueaba las cejas tan extremadamente, que a pesar de su figurilla menuda y torcida, consiguió infundir respeto al marinero. Casi llegó a creer en el misterioso poder de la casa de Meira.
—A otra cosa... ¿Tú puedes disponer de la lancha esta noche?
—¿Qué lancha?, ¿la de mi patrón?
—Sí.
—¿Para ir adónde?
—Para dar un paseo.
—Si no es más que para eso...
—Pues a las doce de la noche pásate por mi casa dispuesto a salir a la mar. Necesito de tu ayuda para una cosa que ya sabrás.... Ahora vuélvete a casa y comienza a gestionar la compra de la lancha. Vé a Sarrió por ella, o constrúyela aquí; como mejor te parezca.
Confuso y en grado sumo perplejo se apartó nuestro pescador del señor de Meira. Todo se volvía cavilar mientras caminaba la vuelta de su casa de qué modo habría llegado aquel dinero a manos del arruinado hidalgo. Se propuso no hacer uso de él en tanto que no lo averiguase.
Los enigmas, particularmente los enigmas de dinero, duran en las aldeas cortísimo tiempo. No se pasaron dos horas sin que supiese que don Fernando había vendido su casa el día anterior a don Anacleto, el cual la quería para hacer de ella una fábrica de escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. El señor de Meira la tenía hipotecada ya hacía algún tiempo a un comerciante de Peñascosa en nueve mil reales. Don Anacleto pagó esta cantidad y le dió además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó a devolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese. Le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad de préstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.
Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella misteriosa cita de la noche, y aguardaba con impaciencia la hora para ver lo que era. Un poco antes de dar las doce por el reloj de las Consistoriales enderezó los pasos hacia el palacio de Meira. Llamó con un golpe a la carcomida puerta, y no tardó mucho el propio don Fernando en abrirle.
—Puntual eres, José. ¿Tienes la lancha a flote?
—Debe de estar, sí señor.
—Pues bien; ven aquí y ayúdame a llevar a ella esto.
Don Fernando le señaló a la luz de un candil un bulto que descansaba en el zaguán de la casa, envuelto en un pedazo de lona y amarrado con cordeles.
—Es muy pesado, te lo advierto.
Efectivamente, al tratar de moverlo se vió que era casi imposible llevarlo al hombro. José pensó que era una caja de hierro.
—En hombros no podemos llevarlo, don Fernando. ¿No será mejor que lo arrastremos poco a poco hasta la ribera?
—Como a ti te parezca.
Arrastráronlo, en efecto, fuera de la casa. Apagó don Fernando el candil, cerró la puerta, y dándole vueltas, no con poco trabajo, lo llevaron lentamente hasta colocarlo cerca de la lancha. El señor de Meira iba taciturno y melancólico, sin despegar los labios. José le seguía el humor; pero sentía al propio tiempo bastante curiosidad por averiguar lo que aquella pesadísima caja contenía.
Fué necesario colocar dos mástiles desde el suelo a la lancha, y gracias a ellos hicieron rodar la caja hasta meterla a bordo. Entraron después, y con el mayor silencio posible se fueron apartando de las otras embarcaciones.
La noche era de luna, clara y hermosa. El mar, tranquilo y dormido como un lago. El ambiente, tibio como en estío. José empuñó dos remos, contra la voluntad del hidalgo, que pretendía tomar uno, y apoyándolos suavemente en el agua, se alejó de la tierra.
El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y taciturno como había salido de casa. José, tirando acompasadamente de los remos, le observaba con interés. Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero, después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.
—Basta, José.
El marinero soltó los remos.
—Ayúdame a echar este bulto al agua.
José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más de descubrir aquel extraño misterio, se atrevió a preguntar sonriendo:
—¿Supongo que no será dinero lo que usted eche al agua, don Fernando?
Este, que se hallaba en cuclillas preparándose a levantar el bulto, suspendió de pronto la operación, se puso en pie y dijo:
—No; no es dinero... Es algo que vale más que el dinero... Me olvidaba de que tú tienes derecho a saber lo que es, puesto que me has hecho el favor de acompañarme.
—No se lo decía por eso, don Fernando. A mí no me importa nada lo que hay ahí dentro.
—Desátalo.
—De ningún modo, don Fernando. Yo no quiero que usted piense...
—¡Desátalo, te digo!—repitió el señor de Meira en un tono que no daba lugar a réplica.
Obedeció José, y después de separar la múltiple envoltura de lona que le cubría, descubrió, al cabo, el objeto no era otra cosa que un trozo de piedra toscamente labrado.
—¿Qué es esto?—preguntó con asombro.
Don Fernando, con palabra arrastrada y cavernosa, respondió:
—El escudo de la casa de Meira.
Hubo después un silencio embarazoso. José no salía de su asombro y miraba de hito en hito al caballero, esperando alguna explicación; pero éste no se apresuraba a dársela. Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza doblada hacia adelante, contemplaba sin pestañear la piedra que el marinero acababa de poner al descubierto. Al fin dijo en voz baja y temblorosa:
—He vendido mi casa a don Anacleto..., porque un día u otro yo moriré, y ¿qué importa que pare en manos extrañas antes o después?... Pero se la vendí bajo condición de arrancar de ella el escudo.., Hace unos cuantos días que trabajo por las noches en separar la piedra de la pared... Al fin lo he conseguido...
Como don Fernando se callase después de pronunciar estas palabras, José se creyó en el caso de preguntarle:
—¿Y por qué lo echa usted al agua?
El anciano caballero le miró con ojos de indignación.
—¡Zambombo! ¿Quieres que el escudo de la gran casa de Meira esté sobre una fábrica de escabeche?
Y aplacándose de pronto, añadió:
—Mira esas armas... Repáralas bien... Desde el siglo XV están colocadas sobre la puerta de la casa de Meira... (no esta misma piedra, porque según se ha ido enlazando con otras casas fué necesario mudarla y poner en el escudo nuevos cuarteles, pero otra parecida). En el siglo pasado quedó definitivamente fijada con la alianza de los Meiras y los Mirandas... Son cinco cuarteles. El del centro es el de los Meiras: está colocado en lo que se llama en heráldica punto de honor... Sus armas son: azur y banda de plata, con dragones de oro; bordura de plata y ocho arminios de sable... Tú dirás—añadió don Fernando con sonrisa protectora—: ¿dónde están esos colores?... Es muy natural que lo preguntes, no teniendo nociones de heráldica... Los colores en la piedra se representan por medio de signos convencionales. El oro, míralo aquí en este cuartel, se representa por medio de puntitos trazados con buril; la plata, por un fondo liso y unido; el azur, por rayitas horizontales; los gules, por rayas perpendiculares, etc., etc...; es muy largo de explicar... Los Meiras se unieron primeramente a los Viedmas. Aquí está su escudo en este primer cuartel de gules y una puente de plata de tres arcos, por los cuales corre un caudaloso río; y una torre de oro levantada en medio de la puente; bordadura de plata y ocho cruces llanas de azur... Después se unieron a los Carrascos. Y aquí tienes a la izquierda su cuartel, partido en dos partes iguales: la primera de plata y un león rampante de sable; la segunda de oro y un árbol terrazado y copado, con un pájaro puesto encima de la copa y un perro ladrante al pie del tronco... Ni el pájaro ni el perro se notan bien, porque los ha destruido la intemperie...; pero aquí están... Más tarde se unieron a los Angulos: su cuartel es de plata y cinco cuervos de sable puestos en sautor... Tampoco se notan bien los cuervos... Por último, se unieron a los Mirandas, cuyo cuartel es de oro y un castillo de gules en abismo, sumado de un guerrero armado con alabarda, naciente de las almenas, acompañado de seis roeles de sinople y plata, puestos dos de cada lado y uno en la punta... Todo el escudo, como ves, está coronado por un casco de acero bruñido de cinco rejas.
Nada entendió el marinero del discurso del señor de Meira. Mirábale de hito en hito con asombro. El mar balanceaba suavemente la barca.
—De la casa de Meira—siguió don Fernando con voz enfática—han salido en todas las épocas hijos muy esclarecidos, hombres muy calificados... Demasiado sabrás tú que en el siglo XV don Pedro de Meira fué comendador de Villaplana, en la orden de Santiago, y que don Francisco fué jurado en Sevilla y procurador en las Cortes de Toro. También sabrás que otro hijo de la misma familia fué presidente del Consejo de Italia: se llamaba don Rodrigo. Otro, llamado don Diego, fué oidor de la real Audiencia de la ciudad de Méjico y después presidente de la de Guadalajara. En el siglo pasado, don Alvaro de Meira fué regidor de Oviedo y fundó en Sarrió una colegiata y un colegio de primeras letras y latinidad; bien lo sabrás.
José no sabía absolutamente nada de todo aquella; pero asentía con la cabeza para complacer al desgraciado caballero. Este quedó repentinamente silencioso, y así estuvo buen rato, hasta que comenzó a decir, bajando mucho la voz y con acento triste:
—Mi hermano mayor, Pepe, fué un perdido..., bien lo sabrás...
En efecto, era lo único que José sabía de la familia de Meira.
—Le arruinó una bailarina... Los pocos bienes que a mí me habían tocado me los llevó amenazándome con casarse con ella si no se los cedía... Yo, para salvar el honor de la casa, los cedí... ¿No te parece que hice bien?
José asintió otra vez.
—Desde entonces, José, ¡cuánto he sufrido!..., ¡cuánto he sufrido!
El hidalgo se pasó la mano por la frente con abatimiento.
—La gran casa de Meira muere conmigo... Pero no morirá deshonrada, José; ¡te lo juro!
Después de hacer este juramento, quedó de nuevo silencioso en actitud melancólica. El mar seguía meciendo la lancha. La luna rielaba su pálida luz en el agua.
Al cabo de un largo espacio, don Fernando salió de su meditación, y volviendo sus ojos rasados de lágrimas hacia José, que le contemplaba con tristeza, le dijo lanzando un suspiro:
—Vamos allí... Suspende por ese lado la piedra: yo tendré por éste...
Entre uno y otro lograron apoyarla sobre el carel. Después don Fernando la dió un fuerte empujón. El escudo de la casa de Meira rompió el haz del agua con estrépito y se hundió en sus senos obscuros. Las gotas amargas que salpicó bañaron el rostro del anciano, confundiéndose con las lágrimas no menos amargas que en aquel instante vertía.
Quedóse algunos instantes inmóvil, con el cuerpo doblado sobre el carel, mirando al sitio por donde la piedra había desaparecido. Levantándose después, dijo sordamente:
—Boga para tierra, José.
Y fué a sentarse de nuevo a la popa.
El marinero comenzó a mover los remos sin decir palabra. Aunque no comprendía el dolor del hidalgo y andaba cerca de pensar, como los demás vecinos, que no estaba sano de la cabeza, al verle llorar sentía profunda lástima; no osaba turbar su triste enajenamiento. Mas el propósito de devolverle el dinero no se apartaba de su cabeza. Veía claramente que tal favor, en las circunstancias en que se hallaba don Fernando, era una verdadera locura. Le bullía el deseo de acometer el asunto, pero no sabía de qué manera comenzar. Tres o cuatro veces tuvo la palabra en la punta de la lengua, y otras tantas la retiró por no parecerle adecuada. Finalmente, viéndose ya cerca de tierra, no halló traza mejor para salir del aprieto que sacar los diez mil reales del bolsillo y presentárselos al caballero, diciendo algo avergonzado:
—Don Fernando..., usted, por lo que veo, no está muy sobrado de dinero... Yo le agradezco mucho lo que quiere hacer por mí, pero no debo tomar esos cuartos haciéndole falta...
Don Fernando, con ademán descompuesto y soltando chispas de indignación por los ojos, le interrumpió gritando:
—¡Pendejo! ¡Zambombo! ¡Después que te hice el honor de confesarte mi ruina, me insultas! Guarda ese dinero ahora mismo, o lo tiro al agua.
José comprendió que no había más remedio que guardarlo otra vez. Y así lo hizo después de pedirle perdón por el supuesto insulto. Formó intención, no obstante, de vigilar para que nada le faltara y devolvérselo en la primera ocasión favorable.
Saltaron en tierra y se separaron como buenos amigos.
CUANDO salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo, envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre... ¡Quién había de sospechar!...
En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero. Arranquémosle la careta: era un piso quinto.
Las escaleras me fatigan casi tan o como los dramas históricos. A veces prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no lo llevaba, vino a buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible incertidumbre. Dí algunos paseos en el portal y eché todos los cálculos que un hombre serio tiene el deber de echar en tales ocasiones. De un lado, del lado de la calle, la consiguiente mojadura; del lado de la escalera, la fatiga consiguiente. Por otra parte, los amigos estarían ya reunidos en el café despellejando a alguno, ¡tal vez a mí! Además, el café, según los datos que me ha suministrado una persona muy versada en estas cosas, debe tomarse inmediatamente (cuidado con ello), inmediatamente después de las comidas. Al fin adopté una resolución violentísima. Me remangué los pantalones y salí a la calle.
¡Pues qué! Yo que he aguantado sin pestañear noches enteras todas las leyendas de la Edad Media que el Sr. Velarde y otros ilustres mosquitos líricos de su misma familia han dejado caer desde la tribuna del Ateneo, ¿flaquearía ahora ante unas miserables gotas de agua? No en mis días. Si la faz no ha empalidecido, si el corazón no ha temblado ante ningún poeta legendario, por cruel que se haya mostrado, las alteraciones atmosféricas no prevalecerán contra mi heroísmo.
En esta admirable disposición de espíritu atravesé casi toda la calle del Arenal. Sin embargo, no quiero ser hipócrita: declaro que fuí todo el tiempo pegado a las casas, con lo cual evité que me cayese una tercera parte de agua de la que por clasificación me correspondía. Antes de llegar a la Puerta del Sol eché una mirada al cielo, mirada escrutadora que me hizo ver sombra arriba y sombra abajo. Esta mirada dió por resultado además el que tropezase con un guardia municipal, que me preguntó con severidad dónde tenía los ojos. Yo, lleno de respeto y sumisión hacia el poder ejecutivo, le contesté, procurando ablandar su corazón con una sonrisa—: Donde usted guste—. La verdad es que estuve demasiado humilde, casi rastrero, porque el guardia no llevaba la acera, ¡pero la idea de la Prevención ejerce tal ascendiente sobre mí!... Me contenté con volverme y echarle una mirada terrible, que cayó sobre su capote de hule y resbaló por encima como el agua resbalaba en aquel instante.
Las nubes no cejaban. La lluvia, en vez de ir disminuyendo gradualmente, para satisfacer el ideal de todo el que, como yo, no llevase paraguas, gradualmente iba aumentando. Al entrar en la Puerta del Sol, cruzaba muy poca gente. Algunos carruajes, cuyos aurigas parecían envoltorios de paño pardo; algunas mujeres remangando, con la coquetería que permitían las circunstancias, sus blancas enaguas, y dejando ver esbozos de pies fantásticos y perfiles de pantorrillas reales. Pero en aquel momento yo me preocupaba más de mis pantorrillas que de las ajenas, como era, después de todo, mi deber. El agua y el barro me salpicaban hasta las narices; los canalones vomitaban en las aceras torrentes, que procuraba salvar apelando a mis recuerdos gimnásticos.
Poco a poco, de un modo insidioso y solapado, tendiéndome sus redes en silencio y asegurando sus pasos con cautela, fué penetrando en mi corazón el temor del reumatismo. En el espacio que media entre la calle del Arenal y la del Carmen, casi se enseñoreó de él por completo. Sombrías perspectivas de fiebres catarrales, dolores en las articulaciones y fricciones de aguardiente alcanforado, se ofrecieron ante mi vista. Y con la visión intensa y terrible del alucinado, me vi metido en unos calzoncillos de bayeta amarilla.
Y temblé. Y eché una cobarde mirada en torno buscando un simón vacío. Los pocos que pasaban iban alquilados. Pero aún quedaban los portales. ¡Ah, los portales! Los portales me parecían un recurso de mala ley, indigno de ser tomado en consideración por el momento. Para estar metido en un portal viendo caer la lluvia, más valía haberse quedado en casa. Además, los portales estaban llenos de canalla, vagos de profesión, aventureros de la calle, gente sin hogar y sin paraguas. ¡Quién va a exponerse a que le roben el reloj o le secuestren!
Esto lo pensaba al cruzar por la calle del Carmen. Pues bien, al cruzar por delante de la de la Montera, ya pensaba otra cosa. Y es que las ideas del hombre se van modificando insensiblemente al través de la existencia. Las convicciones más profundas se desarraigan de nuestro espíritu cuando menos lo esperamos, la antigua fe deja paso a la nueva, y el entusiasmo se enfría y se calienta incesantemente durante nuestra peregrinación por la tierra. Cogidos de la mano, con fuego en el corazón, alta la frente y la pupila clavada en lo porvenir, hemos partido muchos para recorrer los campos de la política. A los pocos pasos, ya se ha desprendido uno, a quien el temor o la utilidad han solicitado, más allá otro, más allá otro: al poco tiempo la caravana se ha disuelto, y cada cual corre a refugiarse donde más le conviene. Esta es la vida. Una verdad innegable he sacado, no obstante, de su experiencia, y es que cuando llueve, todo el mundo se cobija.
Yo también claudiqué en aquella ocasión refugiándome en un portal, aunque con circunstancias atenuantes, pues era el de una fotografía. Las paredes estaban cubiertas de retratos: señoras bonitas, haciendo resaltar sus gracias con actitudes lánguidas, dirigiendo una sonrisa insinuante a todos los timadores y fosforeros que se paraban a contemplarlas; varones con los ojos extáticos, en muda y eterna admiración de algo que nadie sabe. Algunos caballeros estaban disfrazados. Había uno vestido de fraile haciendo oración entre las malezas de una sierra, con su calavera y todo al lado. Me dijeron que era un muchacho de la nobleza que había renunciado al mundo por desengaños de amor. Bien se le conocía al pobre, a pesar de su vestimenta eremítica, que había tirado muchos tiros al pichón. Había otro con traje de doctor, con las cejas fruncidas y la frente arrugada como si tuviese agobiados los sesos bajo la pesadumbre de tanta jurisprudencia. Tenía un birrete en la mano y otro sobre la mesa, quizás para el caso de que se inutilizase el primero.
Seguía cayendo agua copiosamente. El cielo mostraba la faz severa, aunque tornadiza; algunas nubes grandes y oscuras rodaban sobre los edificios de la Puerta del Sol, desahogándose un poco de su peso; cruzaban con harta prisa para no presumir que pronto vendría un claro que permitiera escaparse. Los poquísimos carruajes que pasaban vacíos eran asaltados rabiosamente por los proscriptos de los portales, quedándose con ellos, como sucede en todo lo demás, los más osados.
Al fin, en cierto paraje del espacio se divisó un agujerito azul. Por aquel agujerito pasó tembloroso, y como avergonzado, un rayo de sol empapado todavía en agua, que fué a chocar en los cristales de los balcones más altos del hotel de la Paz. Al poco rato se divisó otro, algo más allá, y ambos se comunicaron pronto por medio de una extensa raya, azul también. Pero la lluvia no cesaba. Delante de nosotros empezó a funcionar una manga de riego. ¿Por qué salen a relucir las mangas de riego cuando llueve? No pretendamos averiguarlo. Hay más misterios en el cielo y en el Municipio de los que puede soñar la filosofía.
El sol hizo surgir los colores del iris en el chorro de agua que caía como un espléndido penacho sobre la calle. El empleado municipal lo sacudía sin curarse de su belleza, haciéndole servir a los fines de la policía urbana; mas el chorro salía altivo y alegre de la manga y se esparcía en el aire, cayendo en lluvia de plata unas veces, otras en lluvia de cristal y otras de fuego. El rumor que producía al azotar el pavimento era dulce y gozoso. Yo y un perro de Terranova (me coloco el primero para no dar armas a los frenópatas del Ateneo) fuimos los únicos que supimos apreciar su hermosura. El perro, más exaltado o con menos miedo al ridículo, se lanzó a la calle expresando su entusiasmo por medio de ladridos y saltos prodigiosos, ahora parándose bajo el chorro y dejándose bañar, ahora brincando sobre él, ahora dando un millón de volteretas y haciendo cómicas contorsiones, sin cesar nunca de exhalar el frenesí de su entusiasmo en ladridos más o menos correctos e inspirados, que de esto no entiendo. Me parece, no obstante, que había más sinceridad en ellos que en el soneto del Sr. Grilo a las cataratas del río Piedra, aunque, por supuesto, mucha menos fantasía.
La lluvia no cesaba. Con todo, se fué debilitando de tal modo, que ni para la salud ni para el sombrero había gran peligro en salir y llegar a Fornos. Así quise realizarlo, y desde luego me fuí pegadito a los edificios, observando cómo rápidamente el cielo se despejaba y la lluvia se enrarecía. Todavía continuaba mucha gente en los portales. Al llegar al del Ministerio de Hacienda, un brazo de mujer se interpuso en mi camino, y una manecita blanca y hermosa trató de averiguar si aún llovía. Era una mano fina, correcta, aristocrática, con graciosas y leves rayas azules; además, aún no estaba ajada, a juzgar por su color sonrosado y por la frescura e inocencia que se adivinaba en sus movimientos resueltos; la muñeca estaba aprisionada por un sencillo brazalete de oro; en los dedos brillaban algunas sortijas. Ahora bien, ¿qué hubieran hecho ustedes si se les colocase delante del rostro, a dos dedos de la boca, una mano semejante? Besarla, estoy seguro. Pues eso es cabalmente lo que yo hice: besarla y escaparme riendo sin echar siquiera una mirada a su dueño. Detrás de mí oí gran algazara y muchas carcajadas femeninas, por lo cual comprendí que se me perdonaba de buen grado la audacia. Llegué al café sano y salvo y de un humor excelente. Pero estuve un poco inquieto toda la tarde. ¡Los nervios, sin duda, los nervios!
EL coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas. Estatura gigantesca, paso rígido, imponente, enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aún más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de Africa había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por allí paseaba también metódicamente, los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura, que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.
El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.
—Voy a comunicarle a usted un secreto—decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.
Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.
Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábale propicio. Quizá aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo del guerrero de Africa. De tal modo, que el clérigo que le acompañaba (a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque), parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos, viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!
Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?”. Y cuando al cabo le hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.
Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento que debían de ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta a hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamara una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” y venía hacia él ejecutando algún paso complicado de baile.
Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de Muley, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El Muley, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.
Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El nos ofrecía muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias y en aquel tiempo entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano, llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de Muley estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!
¿Adivinaba el Muley que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecía.
Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el Muley, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviese que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.
Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.
Por eso, una tarde, con osadía increíble, se llevó a presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El Muley parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la desertación de su perro.
Repitiéronse una tarde y otras tales escapatorias. La amistad de Andresito y Muley se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el Muley. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.
Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el Muley a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores al lado del cuarto de éste en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo al perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del Muley. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:
—Mira, Muley—dijo en voz baja mostrándole el cardenal.
El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.
Luego que abrieron las puertas, lo soltó. El Muley corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.
Una tarde, hallándose todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás dos formidables estampidos.
—¡Alto! ¡Alto!
Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.
—¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?
Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
Otra vez sonó la trompeta del juicio final.
—¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable?...
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El Muley, que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de inquietud.
Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:
—No culpe a nadie, señor. Yo he sido.
—¿Cómo?
—Que he sido yo—repitió el chico en voz más alta.
—¡Hola! ¡Has sido tú!—dijo el coronel sonriendo ferozmente—. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?
Andresito permaneció mudo.
—¿No sabes de quién es?—volvió a preguntar a grandes gritos.
—Sí, señor.
—¿Cómo?... Habla más alto.
Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.
—Que sí señor.
—Del señor Polifemo.
Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto. Cuando los abrí, pensé que Andresillo estaría ya borrado del libro de los vivos. No fué así, por fortuna. El coronel le miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.
—¿Y por qué te lo llevas?
—Porque es mi amigo y me quiere—dijo el niño con voz firme.
El coronel volvió a mirarle fijamente.
—Está bien—dijo al cabo—. ¡Pues cuidado con que otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.
Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso, se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose:
—Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar el perro! ¡Cuidado!
Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.
—¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.
—Porque le quiero mucho... porque es el único que me quiere en el mundo—gimió Andrés.
—¿Pues de quién eres hijo?—preguntó el coronel sorprendido.
—Soy de la Inclusa.
—Soy hospiciano.
Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzóse al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, le abrazó, le besó, repitiendo con agitación:
—¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho... Llévate el perro cuando se te antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes?... Todo el tiempo que quieras...
Y después que le hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fué de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:
—Puedes llevártelo cuando quieras, ¿sabes, hijo mío?... Cuando quieras...
Dios me perdone; pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.
Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su amigo, que ladraba de gozo.
ERA un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones. Si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.
—Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que usted le ponga una cama en el gabinete... Pero cuidado... ¡sin ejemplar!
—Descuide usted, señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea usted que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.
Y así fué la verdad. En los quince días que don Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó. Si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturriar al tiempo de lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor acometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos: me parece que pertenecía al aria de barítono en el primer acto. D. Ramón no sabía la letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre:
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían:
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.
—¡Hola! D. Ramón—le dije un día desde la cama—, parece que le gusta a usted Los Puritanos.
—Muchísimo: es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y ésta es música. ¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que sólo sirve para hacer dormir!... A mí me gustan con pasión todas las óperas de Bellini: El Pirata, Sonámbula, Norma; pero sobre todas ellas Los Puritanos... Tengo además razones particulares para que me guste más que ninguna otra—añadió bajando la voz.
—¡Ole, ole, D. Ramón!—exclamé incorporándome de un salto y poniéndome los calcetines—: vengan esas razones.
—Son tonterías de la juventud... cuestión de amores—contestó ruborizándose un poco.
—Pues cuente usted esas tonterías. Me muero por ellas. No lo puedo remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria de que usted me habló ayer.
—¡Al fin poeta!
—No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
—Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, se lo contaré ya que usted tiene curiosidad... Verá usted cómo es una tontería que no merece la pena... ¡Pero vístase usted, criatura, que se está helando!
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de consumos. Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacía siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven. Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquella época, bueno será que le advierta que me complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que tenía siempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.
Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en este Madrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer algunas visitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba caminando lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan de la noche o sea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarro habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza que me hace vacilar. El flamante sombrero de copa fué rondando por un lado y el cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a mis pies fué una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se hubiese arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, pues jamás había hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de alguna casa me la hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.
En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso, suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece a catorce años.
Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mi furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como tenía determinado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formación de esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente la belleza nada vulgar del criminal.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitir otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicar las amables disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto la muñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modo alguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situación poco decorosa. Me apresuré a levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo, por una pierna, y me informé minuciosamente de si había padecido alguna fractura u otra herida grave. No tenía más que leves contusiones. Alcéla en alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente a la muñeca desmayada. Quise hablar, para dar mayor seguridad de que no era nada lo que había pasado, que la muñeca conservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de conocer una niña tan hermosa y tan simpática, etc., etc. Nada de esto fué posible. La chica murmuró confusamente “muchas gracias”, y se apresuró a cerrar la puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.
Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niña asomada, y me paro y le envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidado que era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí la necesidad imperiosa de verla otra vez, y dí la vuelta, no sin percibir cierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado, me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de tal criatura. Ya no estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla, me dije, y pian pianito, comencé a pasear la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura que un cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce—me iba repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir paseando—. Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar por un lado que por otro.
Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento de sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reir y se ocultó de nuevo.
¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata de estos asuntos! ¿Querrá usted creer que entonces no sospeché siquiera que la niña había estado presenciando, sin perder uno solo, todos mis movimientos?
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fuí a casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la casa. Como usted puede suponer, esto, lejos de hacerme desistir, me animó a quedarme petrificado en la esquina de la primer bocacalle, en contemplación extática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomóse al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si tratase de demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado, por lo que a mí respecta, de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo. Este a la media hora oyó sin duda en la sala el toque de “alto el fuego”, y se retiró cerrando el balcón. No necesitaré decirle que por más que me sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí dando vueltas a la misma hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez más intenso y animado. A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una hoja de la cartera y a escribir estas palabras: Me gusta usted muchísimo. Envolví una moneda de dos cuartos en la hoja, y aprovechando la ocasión de no pasar nadie, después de hacerle seña de que se retirase, la arrojé al balcón. Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi caer una bolita de papel que me apresuré a recoger y desdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida, hecha con mucho cuidado y el papel rayado para no torcer: Tan bien ustez me gusta a mí no crea que juego con muñecas era de mi ermanita.
Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensación dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra melancólica, al recordar que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aquel día mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su condescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al combate de miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas partes. Una hora o más duraba todas las tardes este juego, hasta que se oía llamar y se retiraba apresuradamente. Le pregunté por señas si salía de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguíles al Retiro, aunque a respetable distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza el que la mamá se enterase. La chiquilla, con menos prudencia, volvía a cada instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en continuo sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía cómo se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra hoja de la cartera: ¿Cómo se llama usted? La chica contestó en la misma letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me llamo Teresa no crea ustez por Dios que juego con muñecas.
Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado en el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee tanto a la mujer como el amor. Le pregunté repetidas veces si podía hablar con ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la mamá llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba enamorando y esto me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin sentir profunda melancolía, como si personificase mi juventud, mis ensueños de oro, todas mis ilusiones, que para siempre estaban separados de mí por barrera infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los remordimientos. ¡Cuál sería el dolor de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido andaba por la corte enamorando chiquillas! Un día recibí carta suya, participándome que tenía a mi hijo menor un poco indispuesto, y rogándome que procurase arreglar los negocios y volviese pronto a casa. La noticia me produjo el disgusto que usted puede suponer; porque siempre he delirado por mis hijos. Y como si aquello fuese castigo providencial o por lo menos advertencia saludable, después de grave y prolongada meditación, en que me eché en cara, sin piedad, mi conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este propósito, lo primero que se me ocurrió fué no acordarme más de Teresa, ni pasar siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después, abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre a los cinco o seis días.
Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después de almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde vivían unos amigos. Por la noche, después de comer, como no había peligro de ver a Teresa, la cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la casa.
Pasaron cuatro días. Ya no me acordaba de aquella niña, o si me acordaba era de un modo vago, como la memoria de los días risueños de la juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba preocupado con la elección del día para marcharme. Será cosa, a más tardar, del viernes o el sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro y echándome a la calle. El ministro se había negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas. La noche era espléndida y bastante templada. Llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad de la temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto a mi familia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y la contemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelante murmurando: “¡Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima será que se la lleve un tunante!” Después me puse a reflexionar en lo fácil que me hubiera sido jugar una mala pasada al alcalde y alzarme con el cargo; pero no; hubiera sido una felonía. Por más que fuese un poco díscolo y soberbio, al fin era amigo: tiempo me quedaba para ser alcalde. Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y planes políticos, y cuando ya estaba próximo a doblar la esquina de la calle, he aquí que siento un brazo que se apoya en el mío y una voz que me dice:
—¿Va usted muy lejos?
—¡Teresa!
Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.
—¿Pero dónde va usted a estas horas?
—Me voy con usted—respondió alzando la cabeza y sonriendo como si dijese la cosa más natural del mundo.
—¿A dónde?
—¡Qué sé yo! Donde usted quiera.
A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.
—¿Ha huído usted de su casa?
—¡Qué había de huir... solamente se la he jugado a Manuel del modo más gracioso!... Verá usted cómo se ríe... Me empeñé hoy en ir a la tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá mandó a Manuel que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le dije: Márchate, que ya no haces falta; y me hice como que subía la escalera, pero en seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás de él hasta casa... ¡Cuando le vi entrar me dió una risa, que por poco me oye!
La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que me obligó a hacer lo mismo.
—¿Y usted por qué ha hecho eso?—le pregunté con la falta de delicadeza, mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan bien provistos los caballeros.
—Por nada—repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y echando a correr.
La seguí y la alcancé pronto.
—¡Qué polvorilla es usted!—le dije echándolo a broma.—¡Vaya un modo de despedirse!... Perdón si la he ofendido...
La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen rato en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir y en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa lo rompió, preguntándome resueltamente:
—¿No me dijo usted por carta que me quería?
—¡Pues ya lo creo que la quiero a usted!
—Entonces, ¿por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la calle de día?
—Porque temía que su mamá...
—Sí, sí; porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se les quiere es peor... ¿Piensa usted que yo no lo sé?... Me ha tenido usted al balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!... Por la noche, detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin mirar siquiera hacia mi casa... Yo decía: “¿Estará enfadado conmigo? ¿Por qué se habrá enfadado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres menos cuarto?” En fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en limpio... Entonces dije: “Voy a darle un susto esta noche...”
—Ha sido un susto bien agradable.
—Si no llega usted a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a los balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.
Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme fijamente.
—¿Está usted contento?
—¡Vaya!
—¿Va usted a gusto conmigo?
—Mejor que con nadie en el mundo.
—¿No le estorbo?
—Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.
—¿No tiene usted nada que hacer ahora?
—Absolutamente nada.
—Entonces vamos a pasear. Cuando llegue la hora, usted me lleva a casa y mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo usted... me voy en seguida...
Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la mano para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con graciosa volubilidad.
—Parece mentira que seamos tan amigos, ¿no es verdad? Yo pensé cuando le dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo tuve! ¡Si usted viera!... Vamos a ver, ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió usted conmigo?
—¡Toma! porque me gustó usted mucho.
—Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque si no, la verdad es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando usted subió a llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dió tal rabia que la tiré contra el suelo y le partí un brazo.
—Pues no debe usted tratarla mal; al contrario, debe usted conservarla como un recuerdo.
—¿Sabe usted que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos hubiéramos conocido... ni sería usted mi novio... porque tengo otro...
—¿Cómo otro?
—Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado en que le he de querer a la fuerza... No vaya usted a creer que es feo... al contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo puedo remediar. Le dije que sí, porque me dió lástima un día que se echó a llorar.
Mientras conversábamos de esta suerte íbamos caminando sosegadamente por las calles. Para evitar el encuentro con cualquiera pariente o conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa iba cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar, riendo, sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor delante de un escaparate, para hacerme mirar cualquier chuchería. Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón. A impulso de ella se fué disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio. Su inocencia era un velo espeso que nos impedía ver el riesgo que corríamos.
En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca del carácter y costumbres de cada uno de ellos se extendió considerablemente; la hermanita era muy buena niña, amable y obediente; pero los chicos insufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose. Su mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero muy bueno. Lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las niñas. Habló después de las primas de la calle de Fuencarral; una era muy bonita, la otra graciosa solamente: las dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos: chiquillos que todavía estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano, que era el primo que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba preparando para entrar en el colegio de Artillería. De vez en cuando, en los cortos intervalos de silencio, levantaba graciosamente la cabeza, preguntándome:
—¿Va usted a gusto conmigo? ¿Le estorbo?
Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.
Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede usted imaginarse que yo iba gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su vida, parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría. Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar. Teresa la aceptó inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros, tomamos entradas de paraíso. Se cantaba Los Puritanos, y aquél rebosaba de gente; de suerte que nos costó algún trabajo introducirnos y escalar uno de los rincones; pero al cabo llegamos. Teresa se encontró admirablemente y me pagaba los trabajos que había pasado para llevarla hasta allí con mil sonrisas y palabras amables. Mientras subían el telón seguimos charlando, aunque muy bajito. Se había establecido entre nosotros una gran intimidad, y me abandonó una de sus manos que yo acariciaba embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se puso a atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreir el verla con la cabecita apoyada en la pared y los ojos extáticos. Sabía música, pero había ido al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la ópera de Bellini le causaban profunda impresión, que se traducía por un leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto del tenor que empieza A te, oh cara, me apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo—:¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso! Después me hizo explicarle lo que pasaba en la escena. Halló el matrimonio del tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía de veras al barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente disgustada cuando al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a la reina y dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que ésta era una conducta indigna.
—Pero advierta usted que estaba obligado a hacerlo porque era su reina quien se lo pedía.
—No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga. Lo primero siempre es la novia.
No me fué posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza. Después que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó a contarle mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién había querido más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin fin de patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había excepciones, pero no fué posible hacérselo reconocer—. Usted será lo mismo que todos (anunció en tono profético y mirando a un punto del espacio); me querrá usted un poco de tiempo, y después... si te ví, no me acuerdo.
¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez me estaba haciendo pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le pregunté:
—¿Cuántos años tiene usted? Hasta ahora no me lo ha dicho.
—Tengo... tengo... mire usted, yo siempre digo que tengo catorce, pero la verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿Y usted?
—¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.
—¡Ah qué presuntuoso! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos que pocos!
En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de aceptado se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella siguiese con el usted. No quise conformarme.
—Pues mire usted, yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza... Pero, en fin, vamos a ensayar.
Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de perífrasis. Si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la voz y pasando como sobre ascuas.
Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro; ella entornaba a menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del principio. Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por la cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo rostro infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya. Volví a cogerla disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.
El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar el reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en seguida, porque a las once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.
Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada. A la puerta aguardaba una larga fila de coches, que nos fué preciso evitar. Ya no había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo, seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como antes. Entonces me tocó llevar la voz cantante, y le dije al oído mil requiebros y ternezas, explicándole por menudo el amor que me había inspirado y lo que había sufrido en los días en que no pasé por su calle: recordéle todos los pormenores, hasta los más insignificantes, de nuestro conocimiento visual y epistolar, y le dí cuenta de los vestidos que le había visto y de los adornos, a fin de que comprendiese la profunda impresión que me había causado. Nada replicaba a mi discurso; seguía caminando cabizbaja y preocupada, formando su actitud notable contraste con la que tenía tres horas antes al pasar por los mismos sitios. Cuando me detuve un instante a respirar, exclamó sin mirarme:
—Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!
Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque llegaríamos demasiado temprano.
—De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala. Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo. ¿No es verdad que una niña bien educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo supiesen mis primas, que están deseando siempre cogerme en alguna falta!... Pero no piense usted... por Dios, que lo he hecho con mala intención... Yo soy muy aturdida... todo el mundo lo dice... pero también dicen que tengo buen fondo.
Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre. Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella. Después de secarse las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar por los codos. Me expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a cual más absurdos. Según ella, debía presentarme al día siguiente en casa, y pedirle al papá su mano: el papá diría que era muy niña, pero yo debía explicarle inmediatamente que no importaba nada: el papá insistiría en que era demasiado pronto, pero yo le presentaría el ejemplo de una tía, hermana de su mamá, que estaba jugando a las muñecas cuando le avisaron para ir a casarse. ¿Qué había de oponer a este poderoso argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo nos iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos. ¡Qué susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más cuando supieran que este caballero era su marido!
Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con vehemencia que me permitiese darle un beso. No fué posible. Ningún hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo le había dado un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos vasos de limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que pusieran las manos delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los besos que se me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con tanto ardor como ahora.
Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que volvía de las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz de Teresa y le obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los faroles de los serenos.
Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones.
—Cuidado que no faltes.
—No faltaré, preciosa.
—¿A las dos en punto?
—A las dos en punto.
—Llama ahora con un golpe a la puerta.
Cogí la aldaba y dí un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos del portero.
—Ahora—dijo en voz bajita y temblorosa—dame un beso y escápate de prisa.
Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la tomé entre las manos y la apliqué un beso... dos... tres... cuatro... todos los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso largo.
—¿Y después qué sucedió?—le pregunté con vivo interés.
—Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día siguiente tomé el tren para mi pueblo.
—¿Sin ver a Teresa?
FRESNEDO dormía profundamente su siesta acostumbrada. Al lado del diván el velador maqueado, manchado de ceniza de cigarro, y sobre él un platillo y una taza, pregonando que el café no desvela a todas las personas. La estancia, amueblada para el verano con mecedoras y sillas de rejilla, estera fina de paja, y las paredes desnudas y pintadas al fresco, se hallaba menos que a media luz: las persianas la dejaban a duras penas filtrarse. Por esto no se sentía el calor. Por esto y porque nos hallamos en una de las provincias más frescas del norte de España y en el campo. Reinaba silencio. Escuchábase sólo fuera el suave ronquido de las cigarras y el pío pío de algún pájaro que, protegido por los pámpanos de la parra que ciñe el balcón, se complacía en interrumpir la siesta de sus compañeros. Alguna vez, muy lejos, se oía el chirrido de un carro, lento, monótono, convidando al sueño. Dentro de la casa habían cesado ya tiempo hacía los ruidos del fregado de los platos. La fregatriz, la robusta, la colosal Mariona, como andaba descalza, sólo producía un leve gemido de las tablas, que se quejaban al recibir tan enorme y maciza humanidad.
Cualquiera envidiaría aquella estancia fresca, aquel silencio dulce, aquel sueño plácido. Fresnedo era un sibarita; pero solamente en el verano. Durante el invierno trabajaba como un negro allá en su escritorio de la calle de Espoz y Mina, donde tenía un gran establecimiento de alfombras. Era hombre que pasaba un poco de los cuarenta, fuerte y sano como suelen ser los que no han llevado una juventud borrascosa: la tez morena, el pelo crespo, el bigote largo y comenzando a ponerse gris. Había nacido en Campizos, punto donde nos hallamos, hijo de labradores regularmente acomodados. Mandáronle a Madrid a los catorce años con un tío comerciante. Trabajó con brío e inteligencia; fué su primer dependiente; después su asociado; por último se casó con su hija, y heredó su hacienda y su comercio. Contrajo matrimonio tarde, cuando ya se acercaba a los cuarenta años. Su mujer sólo tenía veinte. Educada en el bienestar y hasta en el lujo que le podía procurar el viejo Fresnedo, Margarita era una de esas niñas madrileñas, toda melindres, toda vanidad, postrada ante las mil ridiculeces de la vida cortesana, cual si estuviesen determinadas por sentencias de un código inmortal, desviada enteramente de la vida de la Naturaleza y la verdad. Por eso odiaba el campo, y muy particularmente el ignorado y frondoso lugarcito donde tenía origen su linaje humilde. Lo odiaba casi tanto como su mamá, la esposa del viejo Fresnedo, que, a pesar de ser hija de una cacharrera de la calle de la Aduana, tenía a menos poner los pies en Campizos.
Tanto como ellas lo odiaban amábalo el buen Fresnedo. Mientras fué dependiente de su tío, arrancábale todos los años licencia para pasar el mes de Julio o Agosto en su país. Cuando sus ganancias se lo permitieron, levantó al lado de la de sus padres una casita muy linda, rodeada de jardín, y comenzó a comprar todos los pedazos de tierra que cerca de ella salían a la venta. En pocos años logró hacerse un propietario respetable. Y al compás que se hacía dueño de la tierra donde corrieron sus primeros años, su amor hacia ella crecía desmesuradamente. Puede cualquiera figurarse el disgusto que el honrado comerciante experimentó cuando, después de casado con su prima, ésta le anunció, al llegar el verano, que no estaba dispuesta “a sepultarse en Campizos”, decisión que su tía y suegra reciente apoyó con maravilloso coraje. Fué necesario resignarse a veranear en San Sebastián. Al año siguiente lo mismo. Pero al llegar el cuarto, Fresnedo tuvo la audacia de rebelarse, produciendo un gran tumulto doméstico—. “O a Campizos, o a ninguna parte este verano. ¿Estamos, señoras?” Y los bigotes se le erizaron de tal modo inflexible al pronunciar estas enérgicas palabras, que la delicada esposa se desmayó acto continuo, y la animosa suegra, rociando las sienes de su hija con agua fresca y dándole a oler el frasco del antiespasmódico, comenzó a increparle amargamente:
—¡Huele, hija mía, huele!... ¡Si las cosas se hicieran dos veces!... La culpa la he tenido yo en poner en manos de un paleto una flor tan delicada.
Cuando la flor delicada abrió al fin los ojos, fué para soltar por ellos un raudal de lágrimas y para decir con acento tristísimo:
—¡Nunca lo creyera de Ramón!
Fresnedo se conmovió. Hubo explicaciones. Al fin se transigió de un modo honroso para las dos partes. Convínose en que Margarita y su mamá irían a San Sebastián, llevando a la niña de quince meses, y que Fresnedo fuese a Campizos el mes de Agosto, con Jesús, el niño mayor, de edad de tres años, y su niñera. Esta es la razón de que Fresnedo se encuentre durmiendo la siesta donde acabamos de verle.
Despertóle de ella una voz bien conocida:
—Papá, papá.
Abrió los ojos y vió a su hijo a dos pasos, con su mandilito de dril color perla, sus zapatitos blancos y el negro y enmarañado cabello caído en bucles graciosos sobre la frente. Era un chico más robusto que hermoso. La tez, de suyo morena, teníala ahora requemada por los días que llevaba de aldea haciendo una vida libre y casi salvaje. Su padre le tenía todo el día a la intemperie, siguiendo escrupulosamente las instrucciones de su médico.
—Papá..., dijo Tata que tú no querías... que tú no querías... que tú no querías... comprarme un carro... y que el carnero... y que el carnero no era mío..., que era de Carmita (la hermana), y no me deja cogerlo por los cuernos, y me pegó en la mano.
El chiquitín, al pronunciar este discurso con su graciosa media lengua, deteniéndose a cada momento, mostraba en sus ojos negros y profundos indignación vivísima y mucha sed de justicia. Por un instante pareció que iba a romper en llanto; pero su temperamento enérgico se sobrepuso, y después de hacer una pausa, cerró su perorata con una interjección de carretero. El padre le había estado escuchando embelesado, animándole con sus gestos a proseguir, lo mismo que si una música celeste le regalase los oídos. Al oir la interjección, estalló en una sonora y alegre carcajada. El niño le miró con asombro, no pudiendo comprender que lo que a él le ponía tan fuera de sí causase el regocijo de su papá. Este hubiera estado escuchándole horas y horas sin pestañear. Y eso que, según contaba su suegra a las visitas, cuando quería dar el golpe de gracia a su yerno y perderle completamente ante la conciencia pública, ¡¡¡se había dormido oyendo la Favorita a Gayarre!!!
—¿Sí, vida mía? ¿La Tata no quiere que cojas el carnero por los cuernos? ¡Deja que me levante, ya verás cómo arreglo yo a la Tata!
Fresnedo atrajo a su hijo y le aplicó dos formidables besos en las mejillas, acariciándole al mismo tiempo la cabecita con las manos.
El chico no había agotado el capítulo de los agravios que creía haber recibido de su niñera... Siguió gorjeando que ésta no había querido darle pan.
—Hace poco tiempo que hemos comido.
—Hace mucho—respondió el niño con despecho.
—Bueno, ya te lo daré yo.
Además, la Tata no había querido contarle un cuento, ni hacer vaquitas de papel. Además, le había pinchado con un alfiler aquí. Y señalaba una manecita.
—¡Pues es cierto!—exclamó Fresnedo viendo, en efecto, un ligero rasguño—. ¡Dolores! ¡Dolores!—gritó después.
Presentóse la niñera. El amo la increpó duramente por llevar alfileres en la ropa, contra su prohibición expresa. Jesús, viendo a la Tata triste y acobardada, fué a restregarse con sus sayas, como pidiéndole perdón de haber sido causa de su disgusto.
—Bueno—dijo Fresnedo levantándose del diván y esperezándose—. Ahora nos iremos al establo y cogerás al carnero por los cuernos. ¿Quieres, Chucho?
Chucho quiso descoyuntarse la cabeza haciendo señales de afirmación que corroboraba vivamente con su media lengua. Pero echando al mismo tiempo una mirada tímida a su Tata, y viéndola todavía seria y avergonzada, le dijo con encantadora sonrisa:
—No te enfades, boba; tú vienes también con nosotros.
Fresnedo se vistió su americana de dril, se cubrió con un sombrero de paja, y tomando de la mano a su niño, bajó al jardín, y de allí se trasladaron al establo. Al abrir la puerta, Chucho, que iba muy decidido, se detuvo y esperó a que su padre penetrase. Estaba obscuro. Del fondo de la cuadra salía el vaho tibio y húmedo que despide siempre el ganado. Las vacas mugieron débilmente, lo cual puso en gran sobresalto a Jesús, que se negó rotundamente a entrar, bajo el pretexto especioso de que se iba a manchar los zapatos. Su padre le tomó entonces en brazos y pasó y quiso acercarle a las vacas y que les pusiese la mano en el testuz. Chucho, que no las llevaba todas consigo, confesó que a las vacas les tenía “un potito de miedo”. A los carneros ya era otra cosa. A éstos declaraba que no les temía poco ni mucho; que jamás había sentido por ellos más que amor y veneración.
—Bueno, vamos a ver los carneros—dijo Fresnedo sonriendo.
Y se trasladaron al departamento de las ovejas. Allí pretendió dejarle en el suelo; mas en cuanto puso los piececitos en él, Jesús manifestó que estaba cansadísimo, y hubo que auparle de nuevo. Acercóle su padre a un carnero y le invitó a que le tomase por un cuerno. Era cosa grave y digna de meditarse. Chucho lo pensó con detenimiento. Avanzó un poco la mano, la retiró otra vez, volvió a avanzarla, volvió a retirarla. Por último, se decidió a manifestar a su papá que a los carneros les tenía “un potito de miedo”. Pero, en cambio, dijo que a las gallinas las trataba con la mayor confianza; que en su vida le habían inspirado el más mínimo recelo; que se sentía con fuerzas para cogerlas del rabo, de las patas y hasta del pico, porque eran unos animales cobardes y despreciables, al menos en su concepto. Fresnedo no tuvo inconveniente en llevarle al gallinero, que estaba en la parte trasera de la casa, fabricado con una valla de tela metálica. Allí Chucho, con una bravura de que hay pocos ejemplos en la historia, se dirigió al gallo mayor, enorme animal de casta española, soberbio de posturas y ardiente de ojo. Trató de cogerle por el rabo como había formalmente prometido, pero el grave sultán del gallinero chilló de tal horrísona manera, extendiendo las alas y dando feroces sacudidas, que el frío de la muerte penetró en el corazón de Chucho. Apresuróse a soltarlo y se agarró aterrado al cuello de su padre.
—Pero, hombre, ¿no decías que no tenías miedo a las gallinas?—exclamó éste riendo.
—Tú, tú...; cógelo tú, papá.
—Yo tengo miedo.
—No, tú no tienes miedo.
—Y tú, ¿lo tienes?
Calló avergonzado; pero al fin confesó que a las gallinas también les tenía “un potito de miedo”.
Desde allí llevóle otra vez Fresnedo al establo, y después de varios sustos y vacilaciones, logró que pusiera su manecita en el hocico del becerro. Mas, ocurriéndole al animal sacar la lengua y paseársela por la mano, la aspereza de ella le produjo tal impresión, que no quiso ya arrimarse a ningún otro individuo de la raza vacuna. Subióle después al pajar. ¡Qué placer para Chucho! ¡Hundirse en la crujiente hierba, agarrarla y esparcirla en pequeños puñados; dejarse caer hacia atrás con los brazos abiertos! Pero aun era mayor el gozo de su padre contemplándole. Jugaron a sepultarse vivos. Fresnedo se dejaba enterrar por su hijo, que iba abontonando hierba sobre él con vigor y crueldad que nadie esperara en él. Mas, a lo mejor de la operación, su papá daba una violenta sacudida y echaba a volar toda la hierba. Y con esto el chico soltaba nuevas carcajadas, como si aquello fuese el caso más chistoso de la tierra. Sudaba una gota por todos los poros de su tierno cuerpecito; tenía los cabellos pegados a la frente y el rostro encendido. Cuando su papá trató de tomar la revancha y sepultarle a él, no pudo resistirlo. Así que se halló con hierba sobre los ojos, dióse a gritar y concluyó por llorar con verdadero sentimiento, cayéndole por las mejillas unas lágrimas que su padre se apresuró a beber con besos apasionados.
Sí; en aquel momento a Fresnedo le atacó uno de esos accesos de ternura que solían ser en él frecuentes. Jesús era su familia, todo su amor, la única ilusión de su vida. Si entrásemos por los últimos pliegues de su corazón, es posible que no halláramos ya un átomo de cariño hacia su mujer. El carácter altanero, impertinente y desabrido de ésta había matado el fuego de la pasión que sintió por ella al casarse. Pero aquel tierno pimpollo, aquel botón de rosa, aquel pastelito dulce amasado por los ángeles lo llenaba todo, ocupaba enteramente su vida, era el fondo de sus pensamientos, el consuelo de sus pesares. Abrazábale con arrebato y cubría sus frescas mejillas con besos prolongados apretadísimos, murmurando después a su oído palabras fogosas de enamorado:
—¿Quién te quiere más que nadie en el mundo, hermoso mío? ¿No es tu papá? Dí, lucero. Y tú, ¿a quién quieres más? Sí, vida mía, sí; te quiero tanto, que daría por ti la vida con gusto. Por ti, nada más que por ti, quisiera ser yo algo de provecho en el mundo. Por ti, sólo por ti, trabajo y trabajaré hasta morir. ¡Nunca te podré pagar lo feliz que me haces, criatura!
El niño no comprendía, pero adivinaba aquella pasión y la correspondía finamente. Sus grandes ojos negros, expresivos, se posaban en su padre, esforzándose por penetrar en aquel mundo de amor y descifrar el sentido de palabras tan fervorosas. Después de un momento de silencio en que pareció que meditaba, tomó con sus manecitas como claveles la cara su padre, y acercando la boca a su oído, le dijo con voz tenue como un soplo:
—Papá, voy a decirte una cosa... Te quiero más que a mamá... No se lo digas, ¿eh?
Al buen Fresnedo se le humedecían los ojos con estas cosas.
Bajaron del pajar, salieron del establo, y después de consultado el reloj, el comerciante resolvió irse a bañar, como todos los días, al río.
—Chucho, ¿vienes conmigo al baño?
¡Cielo santo, qué felicidad!
Chucho quiso volverse loco de alegría. Generalmente el baño de su padre le causaba algunas lágrimas, porque no podía llevarle consigo a causa de la niñera. Fresnedo se bañaba en un sitio retirado, pero en cueros vivos. Esta vez se decidió a llevar a su hijo y dejar a Dolores en casa. El niño comenzó a pedir a grandes gritos el sombrero. No quería subir por él a casa, temiendo que su padre se le escapase como otras veces. La Tata, riendo, se lo tiró del balcón, y lo mismo la sábana del papá y la sombrilla.
El río estaba a un kilómetro de la casa. Era necesario caminar por unas callejas bordadas de toscas paredillas recamadas de zarzamora y madreselva. El sol empezaba a declinar, y el valle, el hermoso valle de Campizos, rodeado de suaves colinas pobladas de castañares, y en segundo término de un cinturón de elevadísimas montañas, cuyas crestas nadaban en un vapor violáceo, dormía la siesta silencioso, ostentando su manto de verdura incomparable. Había todos los matices del verde en este manto; desde el claro amarillento de la hierba tierna, hasta el obscuro y profundo de los robles y negrillos.
Caminaban padre e hijo por las angostas calles preservándose del sol con la sombrilla del primero. Pero Chucho se escapaba muchas veces y Fresnedo le dejaba libre, convencido de que era bueno acostumbrarle a todo. Gozaba en verle correr delante, con su mandilito de dril y su gran sombrero de paja con cintas azules. Chucho andaba cuatro veces el camino, como los perros. Paraba a cada instante para coger las florecitas que estaban al alcance de su mano, y las que no, obligaba despóticamente a su padre a cogerlas y además a cortar algunas ramas de los árboles, con las cuales iba barriendo el camino. Por cierto que en medio de él tuvo un encuentro desdichado y temeroso. Al doblar un recodo tropezó nuestro niño con un cerdo, un gran cerdo negro y redondo, caminando en la misma dirección. Chucho tuvo la temeridad de acercarse a él y cogerle por el rabo. Este aditamento de los animales ejercía una influencia magnética sobre sus diminutas manos regordetas. El cerdo, que estaba, al parecer, de mal humor y nervioso, al sentirse asido lanzó un terrible bufido, y dando la vuelta para escapar, embistió con el niño y lo volcó. ¡Cristo Padre, qué gritos! Allí acudió Fresnedo corriendo, y lo levantó y le limpió las lágrimas y el polvo, haciéndole presente al mismo tiempo que tomaría venganza de aquel cerdo bárbaro y descortés así que llegaran a casa. Con lo cual se aplacó Chucho, no sin manifestar antes que el cerdo era muy feo y que a él le gustaban más los perros, porque eran buenos y le conocían, y cuando estaban de humor le lamían la cara.
Hubo que pasar por algunas saltaderas. Fresnedo tomaba a su hijo en brazos y le ponía de la parte de allá con gran cuidado. Dejaron el camino real y empezaron a caminar por los prados, donde Jesús se empeñó en coger un grillo. Su padre le mandó orinar en el agujero para que saliese. Así lo hizo, y como el grillo no quería asomar, se irritó contra sí mismo porque no podía orinar más y lloró desconsoladamente. Aunque con gran sentimiento, renunció a quella caza difícil y se dedicó a las anitas de Dios, y se entretuvo un rato, demasiado largo, en opinión de su papá, a ponerlas en la palma de la mano, cantándoles: Anita, anita de Dios, abre las alas y vete con Dios, precioso conjuro que le había enseñado su Tata, persona muy instruída en este linaje de conocimientos.
Por fin llegaron al río. Corría sereno y límpido por entre praderas, orlado de avellanos que salen de la tierra como grandes ramilletes. Formaba en aquel paraje un remanso que llamaban en la aldea el Pozo de Tresagua. Era el pozo bastante hondo, el sitio retirado y deleitoso. Ningún otro había en los contornos de Campizos más a propósito para bañarse. Llegaba el césped hasta la misma orilla, y sobre aquella verde alfombra era grato sentarse y cómodamente se podía cualquiera desnudar sin peligro de ser visto. Los avellanos, macizos de verdura, no dejaban pasar los rayos del sol, que aun lucía vivo y ardiente. Allí gozaba Fresnedo del baño más que el sultán de Turquía, acumulando salud y felicidad para todo el año. En aquel mismo sitio se había bañado de niño con otra porción de compañeros que hoy eran labradores. ¡Qué placer sentía recordando los pormenores de su vida infantil, cuando era un zagalillo a quien sus padres encomendaban el cuidado del ganado en el monte o les ayudaba en todas las faenas de la agricultura!
Cuando los recuerdos de la infancia van unidos a una vida libre en el seno de la Naturaleza, por pobre que se haya sido, siempre aparecen alegres, deliciosos.
Descansaron algunos minutos padre e hijo sobre el césped “reposando el calor”, y al fin se decidió aquél a ir despojándose poco a poco de la ropa. Mientras lo hacía, tarareaba una canción de zarzuela, de las que llegaban a sus oídos en Madrid. La alegría le rebosaba del alma. Su hijo le miraba atentamente con sus grandes ojos negros. De vez en cuando Fresnedo levantaba los suyos hacia él, y le decía sonriendo:
—¿Qué hay, Chucho? ¿Te quieres bañar conmigo?
Chucho se contentaba con reir, como diciendo:
¡Qué bromista es este papá! ¡Como si no supiese que armo un escándalo cada vez que intentan meterme en el agua!
Fresnedo se bañaba enteramente desnudo. Le incomodaba mucho cualquier traje de baño. En aquel sitio tenía la seguridad de no ser visto. Cuando se quedó en cueros vivos, el asombro y la curiosidad, retratados en la cara de su “Chipilín”, le causaron cierta vergüenza y se cubrió con la sábana. Pero Chucho no estaba conforme y comenzó a gorjear, mientras tiraba de la sábana con sus manecitas, “que su papá tenía pelo en el cuerpo y que él no lo tenía, y que la Tata tampoco lo tenía...”
—Vamos, Chucho, cállate—le dijo el papá con semblante grave—. No se habla de eso. Los niños no hablan de eso.
—¿Y por qué no hablan los niños de eso?
Fresnedo no contestó.
—¿Por qué no hablan los niños de eso, papá?—repitió el chico.
El comerciante quiso distraerle hablándole de otra cosa, pero Chucho no acudió al engaño.
—¿Por qué no hablan los niños de eso, papá?—insistió lleno de curiosidad.
—Porque no está bien—respondió.
—¿Y por qué no está bien?
—¡Vaya, vaya, déjame en paz!—exclamó entre impaciente y risueño.
Embozado en la sábana como en un jaique moruno avanzó hacia el agua.
—Mira, Chucho—dijo volviéndose—, no te muevas de ahí. Sentadito hasta que yo salga, ¿verdad?... Mira, vas a ver cómo me tiro de cabeza al agua. Mira bien. A la una..., a las dos... Mira bien, Chucho... ¡A las tres!
Fresnedo, que había dejado caer la sábana al dar las voces y se había colocado sobre un pequeño cantil, lanzóse, en efecto, de cabeza al pozo con el placer que lo hacen los hombres llenos de vida. Al hundirse, su cuerpo robusto agitó violentamente el agua, produjo en ella una verdadera tempestad, cuyas gotas salpicaron al mismo Jesús. Este sufrió un estremecimiento y quedó atónito, maravillado, al ver prontamente salir a su padre y nadar haciendo volteretas y cabriolas en el agua.
—¡Mira, Chucho! ¡Mira!
Y se puso con el vientre arriba, dejándose flotar sin movimiento alguno.
—Mira, mira ahora.
Y nadaba hacia atrás con los pies solamente.
—Verás ahora: voy a nadar como los perros.
Nadaba, en efecto, chapoteando el agua con las palmas de las manos.
¡Con qué gozo recordaba el rico comerciante aquellas habilidades aprendidas en la niñez!
Chucho estaba arrobado en éxtasis delicioso contemplándole. No perdía uno solo de sus movimientos.
—¡Chucho! ¡Chuchín! ¡Bien mío! ¿Quién te quiere?—gritaba Fresnedo embriagado por la felicidad que las caricias del agua y los ojos inocentes de su hijo le producían.
El niño guardaba silencio, enteramente absorto y atento a los juegos natatorios de su padre.
—Vamos, dí, Chipilín, ¿quién te quiere?
—Papá—respondió grave con su voz levemente ronca, sin dejar de contemplarle atentamente.
Una de las habilidades en que Fresnedo había sobresalido de niño y que mucho le enorgullecía, era la de pescar truchas a mano. Siempre que venía a Campizos se ejercitaba en esta pesca. Era verdaderamente notable su destreza para reconocer y batir los agujeros de las rocas, bloquear la trucha y agarrarla por las agallas al fin. Los pescadores del país confesaban que se las podía haber con cualquiera de ellos, y se contaba que de niño había salido del agua con tres truchas, una en cada mano y otra en la boca, aunque Fresnedo no quería confirmarlo. Pues bien; en este momento le acometió el deseo de proporcionar un placer a su hijo y dárselo a sí mismo.
—Verás, Chipilín, voy a sacarte una trucha... ¿Quieres?
¡Ya lo creo que quería!
¡Pues si cabalmente Chucho sentía mayor inclinación, si cabe, a los animales acuáticos que a los terrestres!
Fresnedo hizo una larga aspiración y se sumergió, dejando a su hijo maravillado; registró los huecos de algunas piedras del fondo, y sólo pudo tocar con los dedos la cola de una trucha sin lograr agarrarla. Como le faltase el aliento, subió a respirar.
—Chucho, no he podido cogerla; pero ya caerá.
—¿Por qué caerá, papá?—preguntó el niño, que no dejaba escapar un modismo sin hacer que se lo explicasen.
—Quiero decir que ya la cogeré.
Otra vez aspiró el aire con fuerza y se lanzó al fondo. Al cabo de unos momentos salió a la superficie con una trucha en la mano, que arrojó a la orilla. Chucho dió un grito de susto y alegría al ver a sus pies al animalito brincando y retorciéndose con furia. Quería agarrarlo cuando paraba un instante; pero al acercar su manecita, la trucha daba un salto, y el chico, estremecido, la retiraba vivamente; intentaba nuevamente asirla lanzando chillidos alegres, y otro salto le asustaba y le ponía súbito grave. Estaba nervioso; gritaba, reía, hablaba, lloraba a un mismo tiempo, mientras su padre, embelesado, nadaba suavemente contemplándole.
—¡Anda, valiente! ¡Agárrala, que no te hace nada!... ¡Por la cola, tonto!... ¿Quieres que te pesque otra más grande?
—Sí, más gande, papá. Esta no me gusta—respondió el chiquito renunciando ya bravamente a agarrar una trucha tan pequeña.
El buen comerciante se preparó para otro chapuz; dejóse ir al fondo y con prisa comenzó a registrar los agujeros de una roca grande que antes había visto. La muerte feroz y traidora le aguardaba dentro. Metió el brazo en uno de ellos harto angosto, y cuando intentó sacarlo no pudo. La sangre se le agolpó toda al corazón. Perdió la serenidad para buscar la postura en que había entrado. Forcejeó en vano algunos momentos. Abrió la boca al fin, falto de aliento, y en pocos segundos quedó asfixiado el infeliz.
Chucho esperó en vano su salida. Miró con gran curiosidad por algunos minutos el agua, hasta que, cansado de esperar, dijo con inocente naturalidad:
—¡Papá, sal!
El padre no obedeció. Esperó unos instantes, y volvió a gritar con más energía:
Y cada vez más impaciente, repitió este grito, concluyendo por llorar. Largo rato estuvo diciendo lo mismo con desesperación:
—¡Sal, papá, sal!
Sus rosadas mejillas estaban bañadas de lágrimas; sus ojos grandes, hermosos, inocentes, se fijaban ansiosos en el pozo donde a cada instante se figuraba ver salir a su padre.
Un salto de la trucha que tenía cerca, viva aún, le distrajo. Acercó su manecita a ella y la tocó con un dedo. La trucha se movió levemente. Volvió a tocarla y se movió menos aún. Entonces, alentado por el abatimiento del animal, se atrevió a posar la palma de la mano sobre él. La trucha no rebulló. Chucho principió a gorjear por lo bajo que él no tenía miedo a las truchas y que si estuviera allí su hermana Carmita indudablemente no osaría poner la mano sobre una bestia tan feroz como aquélla. Tanto se fué envalentonando, que concluyó por agarrarla por la cola y suspenderla.
Aquel acto de heroísmo despertó en él mucha alegría. Fluyeron de su garganta algunas sonoras carcajadas. Pero una violenta sacudida de la trucha le obligó a soltarla aterrado. Miró a su alrededor, y no viendo a nadie, se fijó otra vez en el pozo y tornó a gritar, llorando:
—¡Sal, papá! ¡Sal, papá!... ¡No quero trucha, papá! ¡Sal!
El sol declinaba. Aquel retirado paraje, situado en la falda misma de la colina, se iba poblando de sombras. Allá, en el horizonte, el sol se ocultaba detrás de las altas y lejanas montañas de color violeta.
—Teno miedo, papá... ¡Sal, papaíto!—gritaba la tierna criatura bebiendo lágrimas.
Ninguna voz respondía a la suya. Escuchábanse tan sólo las esquilas del ganado o algún mugido lejano. El río seguía murmurando suavemente su eterna queja.
Rendido, ronco de tanto gritar, Chucho se dejó caer sobre el césped y se durmió. Pero su sueño fué intranquilo. Era una criatura excesivamente nerviosa, y la agitación con que se había dormido le hizo despertar al poco rato. Había cerrado la noche. Al principio no se dió cuenta de dónde estaba, y dijo como otras veces en su camita:
—Tata, quero agua.
Pero viendo que la Tata no acudía, se incorporó sobre el césped, miró alrededor, y su pequeño corazón se encogió de terror observando la obscuridad que reinaba.
—¡Tata, Tata!—gritó repetidas veces.
La luz de la luna rielaba en el agua. Atraídos sus ojos hacia ella. Chucho se acordó de pronto que su papá estaba con él y se había metido en el río a sacarle una trucha. Y entre sollozos que le rompían el pecho y lágrimas que le cegaban, volvió a gritar:
—¡Sal, papá; sal, mi papá!... ¡Teno miedo!
La voz del niño resonaba tristemente en la obscura campiña silenciosa. ¡Ah! Si el buen Fresnedo pudiera escucharle allí en el fondo del pozo, hubiera mordido la roca que le tenía sujeto, se hubiera arrancado el brazo para acudir a su llamamiento.
No pudiendo ya gritar más porque le faltaba la voz y el aliento, cayó otra vez dormido, y así le hallaron los que habían salido en su busca.
ESTA novela y la que sigue Maximina, forman en realidad una sola. Exigencias editoriales me obligaron a ponerlas títulos diferentes. Vivimos actualmente tan presurosos que ya no se sufren, como en tiempos pasados, las novelas en varios volúmenes.
Algunas personas han creído que estas dos novelas constituían una autobiografía. Es un error. En la fábula nada hay que se parezca a mi vida: sólo algunas escenas he extraído de ella. Pero en lo que se refiere a los caracteres, debo confesar que están más en lo cierto. El principal se halla ligado a mi existencia de un modo tan estrecho que ni la muerte ni el tiempo han podido separarlo.
En la hora más aciaga de mi existencia me prometí darlo a conocer al mundo. Hice cuanto pude, mas el retrato quedó lejos del original. Al publicarse en los Estados Unidos la traducción inglesa de Maximina, un crítico preguntaba:—“¿Dónde habrá podido hallar Valdés el modelo de ese tipo ideal?” Y mi corazón se desgarraba de dolor al leer estas palabras porque la realidad había sido muy superior a la pintura. Hay cosas que es imposible transmitir ni al oído ni al papel, y en esas cosas inefables es donde se cifraba la excelencia de aquel carácter singular.
Por cartas de desconocidos y por comunicaciones de mis amigos he sabido que esta novela ha hecho derramar muchas lágrimas. Una señora me dijo en cierta ocasión:—“La noche pasada, cerca ya de la madrugada, estaba yo en la cama con su libro entre las manos llorando como una tonta.”
No otra cosa me había propuesto al escribirlo. Todas esas lágrimas las ofrezco como tributo de admiración al ser que como una visión celestial no ha causado más disgusto que el de su desaparición.
JULITA soltó una estrepitosa carcajada, cuyos ecos llegaron hasta el gabinete de Miguel. “¿De qué se reirá aquella loca?” se preguntó éste sonriendo también frente al espejo mientras se aderezaba para salir.
—¡Miguel! ¡Miguel!—gritó su hermana desde el pasillo—. Ven aquí, por Dios; ¡mira, por tu vida!
Acudió solícito, y al asomar la cara por el corredor, vió a su primo Enrique en traje de chulo: chaquetilla corta, faja de seda, camisola bordada sujeta al cuello por botones de oro, sombrero ancho de fieltro, pantalón ceñido y bota de charol. El complemento del traje era un vara en la mano, muy larga, como destinada a conducir pavos.
Julita se arrimaba a la pared, sujetándose la cintura con las manos para no desternillarse de risa. Enrique de pie, cerca de la puerta, sonreía un poco avergonzado. Miguel siguió al instante el ejemplo de su hermana.
—La cosa no merece tanta risa—concluyó por decir el primo amostazado.
Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso. Cuando se hubieron sosegado un poco, vinieron hacia él y le examinaron curiosamente.
—¿Pero cómo diablo te ha dado la ocurrencia de ponerte así? ¿Te ha visto tu padre?
—No: me he ido a vestir a casa de un amigo. Tengo allí el traje...
—Pues si te ve, de fijo le da un sincope. ¿Y a qué asunto te has vestido hoy de chulo?
—¡Toma! ¿no sabes que se abre la temporada?
—¡Ah! ¿hoy hay toros? ¿Mata el Cigarrero?
—¡Ya lo creo!: después de quince años que no pisa la plaza de Madrid. A eso venía, a ver si quieres ir conmigo.
—Hombre—dijo indeciso—, no soy muy aficionado a los toros; pero el Cigarrero me ha sido simpático... ¿Me traes localidad?
—Te traigo la contrabarrera de un amigo que está enfermo. A mi lado ya sabes que no puedes ponerte, porque todas las barreras están abonadas; pero estamos cerca.
—¡Ay, llévame, Miguel!—exclamó Julita saltándole al cuello—. Llévame a los toros.
—¿Tienes deseo?
—¡Muy grande! Los toros me encantan.
—¡Eso, eso!—gritó Enrique entusiasmado—. Tú eres española de pura raza. ¡Pisa ese sombrero, chiquita!
Y lo arrojó al suelo.
Julita no se anduvo con melindres. Tomó la galantería al pie de la letra y se puso a taconear sobre el infortunado sombrero de tal suerte, que si Enrique no acude a tiempo se lo hace pedazos.
—Está visto que contigo no se puede ser galante—dijo de mal humor mientras lo limpiaba con la manga de la chaqueta.
Miguel, previo el permiso de su madrastra, mandó al criado por una carretela a casa de Lázaro y por un palco a la de un revendedor conocido. Después que madre e hija se vistieron la clásica mantilla y Miguel cambió la levita y el sombrero de copa por la americana y el hongo, subieron los cuatro al carruaje.
Eran las dos y media de la tarde. El sol brillaba en el firmamento sin que una sola nube asomara por el horizonte a recibir su paternal caricia. Madrid gozaba del privilegio divino de su cielo sin dirigirle siquiera una mirada de gratitud, como una sultana a quien las caricias causan tedio. Al cruzar por la Puerta del Sol, vieron el chorro de su fuente, despidiendo fúlgidos destellos, elevarse por encima del tejado del Principal. A la entrada de la calle de Alcalá había una larga fila de ómnibus que una muchedumbre asaltaba anhelante, furiosa, cual si se tratara de escapar a un grave e inmediato peligro. Pero muy contra lo que sucede en casos tales, en vez de oponerse los unos a que se encaramasen los otros, todos se ayudaban con solicitud, mostrando por anticipado lo que debe ser y lo que será con el tiempo la fraternidad universal.
—¡Eh, buen hombre, que se va usted a caer!... Deme usted la mano.—Caballero, téngame usted por el bastón.—No ponga usted el pie sobre la rueda.—¿Quiere usted que nos apretemos más? Bueno, hombre, bueno, nos apretaremos.
Estos gritos se oían en todas partes, viéndose a algunos pobres viejos por el aire, elevados a la imperial de los ómnibus en brazos de los que ya estaban en ellas. Las caras resplandecían de alegría, lo mismo que el cielo. La acera de la derecha, donde estaba el despacho de billetes, veíase cuajada de gente, que discurría por ella en expectativa de que las localidades bajasen y se pusiesen al alcance de su bolsillo. Un sinnúmero de coches particulares y de berlinas de punto cubrían más abajo la ancha carretera, galopando en dirección a la plaza. Y al través de ellos, dejándolos atrás en seguida, corrían desbocados los ómnibus, mientras los que iban encima, sin miedo a estrellarse, embriagados por la carrera vertiginosa, saludaban con gritos de alegría a los que iban dejando en pos de sí. Algunos picadores con sus chaquetas de brocado y sombreros inmensos galopaban también sobre algún mal caballo, llevando a las ancas a un amigo, que le abrazaba cariñosamente para no caerse. Los peones bajaban por las aceras lentamente, en amable plática, formando apretados y numerosos grupos.
Una carretela abierta, donde iban toreros, se acercó un instante al costado de la de Miguel y siguió adelante. Era la del Cigarrero, que contestó al saludo de Enrique y Miguel con la gravedad afable que le caracterizaba. El Serranito y Merluza, que iban con él, saludaron con más expansión.
—Me brindarás un par, ¿no es verdad, Baldomero?—gritó Enrique.
—A uté no, que e mu feo: a esa señorita tan remonísima que yeva uté a la vera—contestó el Serranito.
Julita se echó a reir, ruborizada.
En torno de la plaza, donde llegaron en seguida, se agitaba la multitud, pugnando por entrar. Los coches que allí se juntaban producían disturbios y motines, que los guardias no eran suficientes a reprimir. Después de dejar a su madrastra y hermana en el palco, Miguel se retiró con su primo, pretextando que deseaba ver de cerca matar el primer toro al Cigarrero, y que luego volvería. En realidad, era porque había visto a la generala Bembo en un palco con la señora del banquero Mendiburu. Bajó al redondel, y desde allí pudo hacerse notar de ella, y la saludó ceremoniosamente con el sombrero.
La arena estaba llena de aficionados. Una muchedumbre abigarrada, compuesta de estudiantes, paletos, chulos, señoritos y soldados, elegantes unos, otros desharrapados, fraternizando todos y creyendo que por el mero hecho de hallarse allí, en el terreno del toro, como si dijéramos, participaban del arrojo y gallardía de los lidiadores. Los tendidos se iban poblando lentamente, y desde aquí al redondel mediaban saludos y gritos entre unos y otros, que convertían la plaza en un mercado. La voz de los vendedores de naranjas salía entre todas las demás, y las naranjas, cuando alguno las demandaba, volaban rápidas y certeras de las manos de aquéllos a las del comprador, por encima de las cabezas. En los tendidos de sombra, los jóvenes lechuguinos charlaban en voz alta, levantando la cabeza para mirar a las damas de los palcos. En los de sol, los honrados menestrales se acomodaban en sus asientos, resueltos a dejarse tostar toda la tarde, y hablaban entre sí de tauromaquia, muy pagados de ser los verdaderos inteligentes en la plaza. El júbilo, la alegría nerviosa que comunica la esperanza del placer, brillaba en todos los ojos.
Al fin los alguaciles salieron a despejar, y los aficionados del redondel se fueron retirando hasta dejarlo enteramente libre. Enrique y Miguel, que habían estado en los patios interiores hablando un momento con el Cigarrero y su cuadrilla, también fueron a ocupar los respectivos asientos. El ruido había disminuido bastante. Gracias a esto se percibían los acordes de la charanga de hospicianos, que hasta entonces no había logrado hacerse escuchar. Los espectadores sacaban los relojes y dirigían miradas significativas a la presidencia. En esto la charanga entonó con energía la marcha real. Todos los rostros se volvieron al mirador regio donde apareció la reina Isabel. Algunos batieron palmas; otros dijeron “chis, chis”, porque la atmósfera política estaba entonces encapotada con ciertos nubarrones que descargaron no mucho tiempo después. Hecha la señal, al cabo, las cuadrillas entraron en la arena al son de la marcha de la zarzuela Pan y toros. Salían, como de costumbre, formando tres filas: al frente de cada cual iba el respectivo espada. Al verlos estalló un prolongado aplauso. Cruzaron la plaza graves, firmes, acompasados, escuchando la gritería que su aparición había levantado, con la mayor indiferencia. Brillaban sus ricos vestidos y capellares despidiendo vivos destellos que alegraban la vista.
—¡Miale, miale el viejo!... Ese es, el de la izquierda... Miale qué cara tiene... ¡Le zumba el alma a ese tío!... En España no queda ya quien reciba toros más que él...
Toda la atención de la plaza estaba concentrada sobre el Cigarrero, a pesar de que mataban también el Gordo y Lagartijo, que comenzaba entonces a ser el niño mimado del público. Mas para el aficionado madrileño, el ver recibir un toro es una de esas ilusiones que jamás se realizan aunque vivan constantemente en el corazón. Aguantar lo hacen varios toreros; pero recibir, lo que se llama recibir de verdad, no lo han hecho más que los héroes antiguos del toreo.
Saludaron con ademán uniforme a la presidencia, y rompieron filas, tirando las capas de gala a los amigos de los tendidos, que se encargaron de su custodia con más orgullo que si se tratara del Arca de la Alianza. El presidente sacó el pañuelo; sonó el clarín; abrióse la puerta del toril: apareció el primer toro. Era un miura castaño, chorreao, listón, fino y de hermosa lámina, largo y levantado de cuerna. Mostróse voluntario y noble en las varas, aguantando seis puyazos de los picadores de tanda. Pero al llegar a los palos comenzó a defenderse. Sin embargo, el Serranito le clavó un soberbio par cuarteando con finura y limpieza, que sorprendió agradablemente al público. En Madrid no sabían, como en Sevilla, que Baldomero era un chico que daría mucho que hablar. Merluza se pasó una vez y luego colgó un palo cuarteando también. Volvió el Serranito a coger los palos, y después de intentar en vano colgárselos al sesgo, se los puso quebrando con limpieza y maestría. Hubo un delirio de palmas en la plaza. Su figura esbelta y la singular corrección y delicadeza de sus facciones, cautivaron al público. Las mujeres le clavaban codiciosamente los gemelos. Se paseó triunfante en torno de la plaza recibiendo sonriente el aplauso de los tendidos.
Llegó su turno al Cigarrero. Avanzó gravemente hacia la presidencia, se quitó la montera y dijo con voz ronca unas cuantas palabras que nadie pudo entender. Después se fué derecho al toro, que tenía marcadas tendencias a huirse. Persiguióle infructuosamente algún tiempo en medio de la curiosidad expectante de la plaza. Por fin, gracias a los esfuerzos de la cuadrilla, pudo trastearle, y lo hizo bastante ceñido, dándole algunos pases buenos. El público aplaudió y se las prometió muy felices. Mas en medio de la faena, el diestro sufrió una colada y perdió enteramente el aplomo. Dió otros tres o cuatro pases sin confianza y descompuesto; y de prisa y corriendo, sin estar bien cuadrado el animal, lió el trapo bastante lejos y se tiró a paso de banderillas. La estocada resultó un bajonazo de lo más malo que nunca se hubiera visto. Es indescriptible la cólera que se apoderó de los espectadores. Si hubiera sido otro torero, hubiera pasado con una silba, grande o pequeña; pero haber concebido la esperanza de ver a un antiguo maestro toreando por el sistema Montes y venir a la plaza a presenciar aquella ignominia, esto ponía fuera de sí a los aficionados. ¡Qué gritería, cielo santo! ¡Qué injurias! ¡Qué lamentos! Parecía que a cada uno le acababan de robar el honor de su hija.
—¡Morral, ladrón, gran cochino! ¡Así te ahorquen por los pies! ¿Eres tú el que recibías los toros? ¡A la cárcel con ese pillo! Señor presidente, ¿para cuándo quiere usted la Guardia civil?
Y en medio del alboroto, las naranjas, las botellas vacías y hasta algunas piedras, volaban a la plaza, y por milagro no herían al diestro. Este avanzaba pálido, avergonzado, hacia la presidencia. Al llegar cerca del tendido donde estaban Enrique y Miguel, una naranja certera le dió en el rostro y le sacó sangre. Enrique, que ya estaba excitado y nervioso, no pudo reprimir la indignación, y levantándose gritó a los que estaban detrás:
—¿Quién ha sido ese valiente? ¿Ese valiente sin vergüenza?
—¡Fuera el chulo sietemesino! ¡Que baile!—contestaron desde arriba.
—¿Se dirige usted a mí?—dijo uno levantándose con arrogancia.
—Me dirijo al que haya sido.
—Pues nos veremos las caras al salir.
—Se la veré a usted para escupírsela—contestó Enrique encolerizado.
—¡Fuera, fuera! ¡Que se siente ese babieca!—gritaron desde arriba.
No tuvo más remedio que hacerlo. El Cigarrero sonreía limpiándose la sangre con el pañuelo. Era una sonrisa tan triste y tan humilde, que a Miguel se le apretó el corazón y estuvieron a punto de saltársele las lágrimas.
Sólo cuando apareció el segundo toro en el ruedo, concluyó del todo la bronca. Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobre Cigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdón del público. Cuantos esfuerzos hacía, cuantos capotes echaba (y la justicia obliga a declarar que los echaba con arte), servían de befa y de irrisión al enfurecido pueblo. El Gordo en su toro estuvo como casi siempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal. Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió por derecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado. Muchos aplausos.
Llegó el cuarto toro, que correspondía de nuevo al Cigarrero. Era un veragua colorado listón, bragado, ojinegro, abierto de cuerna y de buena estampa, como casi todos los del duque; un bravo y hermoso animal.
Merluza le colgó un buen par al cuarteo. El Serranito cogió después los palos, y en cuanto el público le vió en medio de la plaza, aplaudió.
—¡Ole tu mare, saleroso!
Quiso ponerlas cuarteando también, pero se pasó una vez porque el toro no arrancó. Volvió a cuartear y volvió a pasarse por la misma razón. De nuevo se fué hacia el toro, y otra vez se pasó. Entonces hubo cierto movimiento de impaciencia en el público. Se oyó un silbido. Esta fué la perdición del pobre mozo. Herido su amor propio, acometió ciego a la res y quiso clavarle las banderillas a todo trance. El toro, que no se había movido, le enganchó por debajo del brazo y lo echó al aire. Sonó un grito de horror en la plaza. Las cuadrillas enteras se arrojaron sobre el animal, tratando de llevárselo; pero inútilmente. Inútilmente el Cigarrero brincaba con heroísmo delante de los cuernos, metiéndole el trapo por los ojos; inútilmente Lagartijo y el Gordo le echaban también los capotes exponiéndose a morir. El toro, como si tuviese algún agravio del infortunado Baldomero, no atendía a nada, y lo recogió otra vez y otra vez lo tiró al aire. Entonces el Cigarrero, por última inspiración, soltó la capa, se agarró fuertemente al rabo de la bestia y comenzó a colearla. Dió tantas vueltas, que al fin cayó mareado. El Gordo la llevó con la capa lejos. En esto el Serranito se había puesto en pie, sonrió forzadamente al público, como el gladiador que quiere morir con gracia, se llevó la mano al pecho y cayó de nuevo, soltando chorros de sangre por las heridas. Dos monos sabios lo recogieron y lo llevaron a la enfermería. Otros corrieron en seguida a tapar la sangre con arena.
El presidente, que debía de estar conmovido y alterado como todos los espectadores, dió la señal de muerte, sin considerar que al toro no se le habían puesto más que un par de banderillas, y que era peligroso para el espada que fuese tan entero a la muerte. ¡Aquí fué ella! El público, que gusta de mostrar buen corazón después que han sucedido las desgracias, se levantó en masa, volviéndose iracundo contra el presidente, como si él fuese quien hubiera pegado las cornadas al Serranito.
—¡Bárbaro, bárbaro, asesino!
Agitaban frenéticos los puños y los bastones frente al palco presidencial, los ojos llameantes, los rostros demudados por la ira. Nadie respetaba ni se acordaba siquiera de la majestad que estaba á su lado. Se proferían los dicterios más soeces. Pero el presidente, aunque estuviese arrepentido, y debía de estarlo, a juzgar por la confusión que se reflejaba en su semblante, ya no podía revocar la orden. Su dignidad se lo impedía. Entonces el público se volvió al Cigarrero, que ya había cogido los trastos, y le gritó:
—¡No lo mates, no lo mates! ¡Que lo mate ese asesino!
El Cigarrero encogió los hombros y se dispuso a ir en busca de la res. En aquel instante un torero que llegaba corriendo le dijo algo al oído, y el espada se puso terriblemente pálido. El público comprendió que había malas noticias del Serranito. Quitóse el matador la montera, se pasó la mano por la frente con abatimiento, se la puso de nuevo y marchó hacia el toro. Los gritos se apagaron instantáneamente. Reinó un silencio lúgubre en la plaza.
—¡Ha matado a su hermano! ¡ha matado a su hermano!—se decían los espectadores al oído.
Y todos sentían ansiedad inexplicable, una simpatía profunda por el desgraciado Cigarrero. Este avanzaba con lentitud, el paso vacilante, hacia el toro. Pero no se detuvo hasta dejar caer el trapo sobre los mismos cuernos.
—¡¡Ole!!—rugió la plaza.
Volvió a reinar el silencio.
El toro brincó como si hubiera sentido un acicate, y se revolvió al instante, furioso. El espada le dió un pase de pecho, superior.
—¡¡Ole!!—rugió de nuevo la plaza.
Y otra vez se hizo el silencio.
Siguieron a éste otros pases naturales y en redondo, dados tan en corto y con tal maestría, que el público quiso volverse loco. Los pies del matador apenas se movían ni salían de un círculo estrechísimo. Los cuernos del toro pasaban rozando la chaquetilla del anciano torero sin hacerle el más ligero daño. Al fin, la fiera, harta de tanto revolverse y acometer sin fruto, se detuvo jadeante. El toro y el torero se miraron. Lió éste el trapo tranquilamente, se echó el estoque a la cara y citó con el pie para recibir. Acudió la bestia, furiosa, y se clavó ella misma la espada hasta la empuñadura. Hubo un grito reprimido de entusiasmo en la plaza. El toro quedó un instante inmóvil frente al torero, lanzó un débil mugido y se dejó caer desplomado sobre los brazos.
Nadie puede representarse lo que entonces pasó. Un delirio, un inmenso ataque de nervios; diez o doce mil energúmenos gritando con toda la fuerza de sus pulmones; una nube de cigarros, petacas y sombreros volando por el aire y tapizando al instante de negro la blanca arena. Veinte años hacía que no se había visto en la plaza de Madrid la suerte de recibir de este modo consumada.
El Cigarrero dirigió una mirada vaga a los tendidos; se pasó otra vez la mano por la frente, y dejando caer al suelo la muleta, echó a correr como un gamo sin atender a los gritos de entusiasmo, a los llamamientos que de todos lados le hacían. Brincó la barrera y desapareció de la vista del público.
Cuando llegó a la enfermería estaban ya allí Enrique y Miguel con el médico y algunos amigos. El cura acababa de confesar y se disponía a poner la unción al desdichado Baldomero, que presentaba en el rostro las señales indefectibles de la muerte. Al entrar su hermano volvió los ojos hacia él y sonrió con cariño.
—¿No habrá sío náa, eh?—le preguntó éste con voz alterada y ronca, queriendo persuadirse de que no era cosa de muerte.
—Poca cosa, Pepe... que me voy ar otro barrio...
El cura avanzó en aquel instante con los sagrados óleos. Todos los circunstantes doblaron la rodilla. Reinó silencio aterrador, que sólo interrumpía el murmullo del clérigo y el estertor del moribundo. Cuando aquél concluyó, Baldomero dirigió otra sonrisa a su hermano y le tendió la mano diciendo con trabajo:
—Mis chiquitines...
—Pierde cuidiao, Baldomero—repuso el anciano con la voz anudada y llevándose la mano al corazón—. Tus hijos serán los míos.
En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, que saludaba la entrada del quinto toro.
El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel.
—¡Qué tristesa, don Miguelito del arma, qué tristesa!
Miguel Rivera, hijo del brigadier Rivera, después de fallecido éste se había ido a vivir con su madrastra por amor de su hermanita Julia. Joven, bien parecido y con una fortuna que le hacía independiente se entregó a devaneos y amoríos propios de la juventud. Tomó parte en los preparativos de la revolución de 1868. Se hizo periodista y dirigió el diario titulado La Independencia, órgano del general conde de Ríos. Para que este periódico pudiese continuar publicándose puso su firma irreflexivamente como fiador en un préstamo de treinta mil duros. Habiendo ido un verano a Pasajes en seguimiento de una mujer casada conoció allí a Maximina, una pobrecita huérfana recogida de caridad por su tía, estanquera y huéspeda de Miguel por aquellos días. Se enamoró de ella y después de muchas vacilaciones se casó al fin. En este capítulo se describe el nacimiento de su primer hijo y la forma en que fué turbada su alegría por la visita del prestamista.
ACAECIÓ que, paseando entre calles cierta noche límpida y fría del mes de Febrero, Maximina dijo a su esposo:
—Me siento muy fatigada. ¿Quieres que nos volvamos a casa?
—¿Es fatiga solamente?—preguntó él mirándola con interés.—¿No te sientes mal?
—Un poquito—respondió la niña apoyándose con más fuerza en su brazo.
—Voy a llamar un coche.
—No, no; puedo caminar perfectamente.
A pesar de sus buenos deseos, Maximina fué caminando cada vez con mayor dificultad. Observándolo su marido, se detuvo de pronto:
—¡Estás pálida!
—Me duele algo el estómago y me encuentro débil.
Miguel reflexionó un instante y dijo apretándole la mano:
—Ya sé lo que tienes. Voy a llamar un coche.
La niña bajó la cabeza avergonzada como si le imputasen un delito.
En el primer simón que cruzó vacío, se restituyeron a casa. En cuanto estuvieron en ella, Miguel adoptó el continente de general en vísperas de una gran batalla. Comenzó a dictar a las criadas, en voz baja, órdenes breves y perentorias. Al poco rato no se oían sino pasos precipitados, cuchicheos: veíanse cruzar mujeres con ropas de cama entre las manos, platos, frascos y otros enseres. Llamaron suavemente a la puerta: eran la portera y su madre que celebraron, con las domésticas en el recibimiento, largo y agitado concilio, hablando en voz de falsete. Miguel presidió en silencio y con gravedad al arreglo del gran lecho nupcial mientras Maximina, sentada en una de las butacas del gabinete, los seguía con la vista, pálido el semblante y demudado.
—¿Qué sábanas ponemos?
—Toma las llaves, saca las que quieras.
—En el estante de arriba.
—Pondremos la colcha de damasco.
—¡Se va a estropear!
—No importa; es la mejor ocasión para echarla a perder.
—¡Cómo te molestas por mi causa, Miguel!
—¿Por tu causa?—exclamó entre sorprendido y enfadado.—¡Pues estaría gracioso que no me molestase por mi mujer en ocasión semejante!
La niña le pagó con una sonrisa amorosa.
La cama quedó muy pronto hecha. Juana la contempló entusiasmada.
—¡Señorito, parece un altar! ¿La de la reina, será mejor?
—Ya no hay reina, mujer. Hágame el favor de no estar así hecha un poste. Traiga usted la cocinilla y póngala sobre la mesa de noche... ¡Pronto, pronto! Y las otras chicas, ¿qué hacen en la cocina metidas?
—Las dos se han ido a recados.
—¿Qué, no han venido todavía?
—¡Pero, señorito, si acaban de salir!
—Vamos, déjeme usted de historias y vaya por la cocinilla.
Juana marchó toda sofocada. El señorito había cambiado repentinamente de genio: estaba como loco: iba y venía por la casa a grandes trancos: mandaba en un momento más cosas que antes en un mes, y se irritaba por todo lo que le decían. De vez en cuando se acercaba a su esposa, la acariciaba con la mano y le preguntaba lleno de ansiedad:
—¿Qué tal estás?
Más de cien veces había ido a la puerta y había pegado a ella el oído, pero nadie llegaba. Desesperado, emprendía de nuevo sus paseos agitados. Al fin creyó percibir pasos en la escalera... ¡Si sería!... Nada; el portero que subía con un telegrama para el piso tercero. ¡Malos diablos le lleven! Otra vez a esperar, ¡qué fatiga! ¿Dónde se habría parado esa maldita Plácida? De seguro que la estaba esperando el sargentito de ingenieros. ¡Qué poca humanidad tienen estas criadas! En cuanto pase el trance, la planto en la calle. Mejor me hubiera sido mandar a Juana, que al fin no tiene novio.
—¿Te sientes peor, Maximina? Un poco de te no te vendría mal... Voy yo mismo a hacerlo... ¡Valor!
—Lo necesitas tú más que yo, pobrecillo—dijo la niña sonriendo.
Al cruzar por el pasillo sonó el timbre de la puerta.
—¡Por fin!...
Otra decepción. Era la Condesa de Losilla que venía a ofrecerse “para todo”. Las niñas no bajaban, por razones fáciles de adivinar.
—Pero, Rivera, ¿cómo está usted tan pálido?
—Señora, la cosa no es para menos—respondió él mohino.
—¿Por qué, hijo mío?—dijo ella reprimiendo la risa.—Si la cosa no viene complicada, como es de esperar, no hay nada más natural y sencillo.
Miguel, a su vez, hizo esfuerzos por reprimir la indignación. ¡Natural que yo tenga un hijo! ¡Qué estúpida es la aristocracia!
Maximina recibió aquella visita con agradecimiento, pero avergonzada. La condesa empezó a maniobrar en la casa, como consumada estratégica, ordenándolo todo con calma y acierto. Desde este punto, Miguel quedó enteramente oscurecido. Las criadas ya no hicieron caso alguno de él, y se vió necesitado a vagar como alma en pena por los corredores. Una vez que atajó a Juana para advertirle que no llevase la tila en un vaso, sino en taza, le contestó que la dejase en paz, que él nada entendía de aquellas cosas. Y fué preciso aguantar.
Al cabo ¡loado sea Dios! llegó la partera. Miguel la siguió más muerto que vivo al gabinete; pero la Condesa le dió con la puerta en los hocicos. Pronto volvió a abrirse, y en la sonrisa de todos comprendió que el asunto no iba mal.
—Señorito, viene derecho—dijo la comadre.
—¿De modo que no hace falta llamar al médico?
—Para nada, gracias a Dios; yo respondo.
Quedó tranquilo, como si una divinidad se lo prometiese. Pero a los diez minutos perdió repentinamente la fe. Aquella mujer podía engañarle o engañarse; ¡quién se fiaba de una bruja de éstas! Acercóse cautelosamente al gabinete, y dijo, metiendo la cabeza por la puerta:
—A mí me parece que bien podría llamarse al médico... por precaución nada más—añadió tímidamente.
—Como usted quiera, señorito—respondió secamente y con gesto desabrido la comadre.
—¡Rivera, por Dios! ¿No le ha oído usted decir que ella respondía?—manifestó la Condesa.
—Bien, bien; si ella responde...—contestó avergonzado. Y luego preguntó afectando sangre fría:
—¿Para qué hora estará el asunto despachado?
Las mujeres todas soltaron una carcajada. La partera le respondió en tono condescendiente:
—Señorito, no se apure. Será cuando Dios quiera y con toda felicidad.
Tornó a vagar como una sombra por los pasillos, no poco desabrido e inquieto. El resultado era que todo el mundo le encontraba ridículo en aquella ocasión, que se reían de él en sus mismas barbas. Y, sin embargo, no acababa de persuadirse a que debía fiar su felicidad y su vida entera a una mujerzuela ignorante. De buena gana hubiera llamado a cónclave a todos los médicos eminentes de la corte. “A la menor complicación que haya, la ahogo entre mis manos”, se dijo con rabia. Y con esta promesa consoladora se quedó algo más sosegado.
Al poco rato llegó su madrastra, y acto continuo comenzó a dar disposiciones. Vino en seguida la señora del tercero, esposa de un empleado del Tribunal de la Rota, y en pos de ella una criada cargando con un enorme cuadro que representaba a San Ramón Nonnato, el cual se colocó en el gabinete con dos cirios encendidos a los lados. También esta señora se puso a dar disposiciones en cuanto llegó. En fin, allí todo el mundo tenía derecho a dar órdenes menos el amo de la casa, al cual todas aquellas señoras y hasta las criadas se complacían en manifestar un profundo cuanto injustificado desprecio. “Porque al fin y al cabo—como él decía muy bien, paseándose con las manos en los bolsillos, el semblante fosco y desencajado,—yo soy el marido, y soy además el... o lo seré, que es lo mismo”.
No abría la boca el pobre que no fuese para decir un disparate, digno cuando menos de una sonrisa desdeñosa. Una vez, viendo a su mujer en pie, apoyada en Juana y la comadre, se le ocurrió manifestar que estaría mejor acostada en la cama. El sexo femenino compacto fulminó contra él una terrible mirada, que no sabemos cómo no le redujo a cenizas. La brigadiera, procurando reprimirse y suavizando la voz, le dijo:
—Mira, Miguel, aquí nos estás estorbando. Te suplico que nos dejes y ya te avisaremos a su tiempo.
Obedeció a su pesar. Al tiempo de salir vió en los ojos de su esposa una expresión tan afectuosa y triste, que estuvo a dos dedos de abrir de nuevo la puerta y decir: “Ea, señoras, yo soy el amo, ésta es mi mujer y ustedes se van por donde han venido”. Pero reflexionó que el altercado ocasionaría un disgusto a Maximina, y devoró su enojo.
Condenado ya definitivamente al ostracismo de los pasillos, discurrió por ellos buen rato, prestando oído a los rumores del gabinete. Ansiaba oir la voz de su mujer, aunque fuese para quejarse; pero nada: se oían las de todas menos la de ella.
—¿Cómo va?—preguntó a la Condesa, que cruzaba para la cocina.
—Bien, bien; no se preocupe usted.
Trascurrida una hora y rendido a tanto paseo, fué al salón y se dejó caer en un sofá. Estuvo algún tiempo sentado con los ojos muy abiertos, tratando de vencer al sueño que a despecho suyo se le iba apoderando. Pero al cabo fué vencido; extendió las piernas, colocó la cabeza cómodamente, dió un bostezo de a cuarta, y quedó hecho un tronco.
Era ya día claro, cuando tres o cuatro mujeres invadieron precipitadamente la sala dando gritos.
—¡D. Miguel!...—¡Rivera!—¡Señorito!
—¿Qué pasa?—exclamó despertándose sobresaltado.
—¡Que ya tiene usted un niño! Venga usted.
Y le arrastraron a la alcoba, donde vió a su esposa sentada aún en una butaca, el semblante pálido, pero inundado de una dicha celeste. También vió allá en un rincón a Juana con una cosa entre las manos que chillaba horrorosamente. Mas apartó al instante la vista de ella para dirigirse a su esposa, a quien besó con efusión.
—¿Has sufrido mucho?
—Muy poco.
—No haga usted caso—interrumpió la Condesa:—ha pasado bastante la pobrecilla.
Miguel salió del cuarto con el corazón en la garganta.
Cuando se vió solo rompió a llorar como un niño.
—¡Pobrecilla—murmuró:—Ella padeciendo dolores increíbles sin exhalar una queja, y yo durmiendo aquí como un bruto! No me perdonaré en mi vida este acto de egoísmo... ¡La culpa la tienen esas mujeres—añadió con exaltación,—esas entremetidas que me echaron del cuarto!
Pronto se calmó de su remordimiento para dar lugar a las mil gratas emociones de la paternidad. Quiso entrar otra vez, pero las mujeres ¡siempre las mujeres! se opusieron a ello en tanto que el niño no estuviese lavado y enrollado y la señora librada y en la cama. Cuando todo esto se hubo efectuado, pasó a la alcoba. Su esposa estaba más linda que nunca en el lecho, con una cofia de encaje adornada con cintas azules y descubriendo los pliegues de una primorosa camisa. Sentóse a la cabecera, y ambos se contemplaron embelesados. Con pretexto de tomarle el pulso, le apretó la mano larga y tiernamente. La brigadiera le presentó un paquete de ropa diciéndole:
—Ahí tienes a tu hijo.
Miguel cogió el paquete y lo elevó a la altura de los ojos. Y vió una carita redonda y amoratada sin narices, los ojos cerrados y la frente deprimida, de cuya boca relativamente enorme salían unos chillidos nada melódicos.
—¡Qué feo es!—dijo en voz alta.
Un grito de indignación se escapó de todos los pechos, incluso del de su esposa.
—¡Qué atrocidad, Rivera! ¿Cómo dice usted esas cosas?—¿De dónde saca usted que es feo, señorito?—¡Si precisamente es uno de los niños más hermosos que he visto, Rivera!—¿Quiere usted que ahora tenga las facciones perfectas?
—¡Quita; quita!—dijo la brigadiera arrebatándoselo de las manos.—¡Vaya unas flores que le echas al pobrecillo!
—Quisiera yo ver cómo era usted a las dos horas de haber nacido, señorito—dijo Juana.
Miguel, sin enfadarse por aquella falta de respeto, contestó:
—Hermosísimo.
—¡Hombre, cómo se ha echado usted a perder!—exclamó la de Losilla riendo.
—No tanto, señora, no tanto: seguro estoy de que mi mujer encuentra gratuita esa afirmación.
—Nada de eso—dijo la niña, haciendo una mueca de enfado.
—¡Maximina!
—¿Por qué le has llamado feo?
—Vaya, veo que aquí hay un caballero que me ha desbancado.
En tanto, el paquete andaba de mano en mano, no sin que protestase con chillidos cada vez más enérgicos de aquel importuno trasiego. Pero esta desesperación aciaga era precisamente lo que constituía las delicias de aquellas buenas mujeres; se morían de risa contemplando aquella boca abierta que dejaba ver las fauces, y aquel expresivo y rabioso manoteo preñado de amenazas.
—¡Anda, anda, qué pulmones tienes, chico!—Así me gusta, ensánchate, hombre, ensánchate.—¡Vaya un genio que gastas, criatura! ¡Qué mono se pone llorando!
La verdad es que estaba horrible.
—¡Ay, que se queda, señora! ¡Ay, que se queda! gritó Plácida.
Todas acudieron asustadas.
—¿Cómo? ¿Dónde se queda?—preguntó Miguel dando un salto en la silla.
—En lloro, señorito.
El niño, la faz contraída y la boca abierta, guardaba silencio. La Condesa lo sacudió con todas sus fuerzas a pique de matarlo. Al fin dejó escapar un grito más rabioso que los demás, y todas respiraron con satisfacción.
—Vaya, hay que darle de mamar a este tunante; si no, se nos va a enfadar.
—¿Cómo se pondrá este chico para enfadarse?—pensó Miguel.
Metiéronle en el lecho y le pusieron en la boca el pezón maternal; pero se negó a tomarlo, no sabemos bajo que pretexto. Las mujeres encontraron aquella conducta inconveniente. Maximina le miraba con ojos severos, haciéndole interiormente cargos durísimos. La Condesa pidió agua con azucarillo y untó con ella el pezón. Entonces el chico, seducido por aquella atención delicada, no vaciló en acceder a los deseos de las señoras y comenzó a chupar la teta con poca expedición, como aprendiz al fin en el oficio.
—¿Han visto ustedes qué picarón?
—¡Ave María, si parece mentira que tenga ya tanta malicia!
—¡Cosa como ésta nunca se ha visto, mujer!
—Es un pillo de playa.
Después de haber mamado, el chico se propuso hacer cuanto estuviese de su parte por confirmar esta favorable opinión que de su ingenio habían formado. Al efecto, abrió un si es no es el ojo derecho, y volvió acto continuo a cerrarlo, con gran asombro y regocijo de los presentes. Después, habiendo tropezado casualmente con su propia mano, comenzó a dar feroces chupetones en ella. No contento con esta gallarda muestra de talento, lo probó aún más cumplidamente cuando Plácida le puso su lengua en la boca. En un principio la chupó con afán; pero advertido muy pronto de la burla que se le hacía, se enfureció de un modo terrible y dejó entender con bastante claridad que siempre que se tratase de ajar su dignidad, le verían protestar en iguales o parecidos términos.
Vuelto de nuevo a su cama, se durmió al instante como un obispo (el símil es de Juana) mientras su madre levantaba de vez en cuando el embozo de la cama para contemplarle con tanta ternura como infantil curiosidad. Habiéndose acercado Miguel al lecho con poco cuidado, su esposa pensó al parecer que iba a lastimar al chico.
—¡Quita, quita!—gritó con acento colérico.
Y le dirigió una mirada tan iracunda, que el joven quedó estupefacto, pues no podía imaginarse que ojos tan dulces fuesen capaces de lanzarla. En vez de enfadarse, se echó a reir como un loco. Maximina, avergonzada, sonrió, y su faz inocente volvió a adquirir el amable sosiego que la caracterizaba.
Por desgracia, aquel sosiego fué turbado inopinadamente al poco rato. Sucedió que, habiéndose despertado el obispo, hubo en el consejo femenino ciertas sospechas de que su ilustrísima no andaba muy limpio en toda su persona, y se decretó inmediatamente una inspección ocular. La Condesa lo colocó sobre el regazo, lo despojó de sus vestiduras, y en efecto, así era como lo habían pensado. Pidió acto contínuo agua caliente y una esponja. Trajeron además frescos pañales, y con mucho donaire y no pequeña satisfacción, dió comienzo al arreo del infante. Pero hete aquí que la brigadiera, que ya estaba celosa de ella desde hacía tiempo y había declarado solemnemente, aunque por lo bajo, a las criadas “que aquella buena señora era una fastidiosa entremetida”, manifestó ahora en tono algo desabrido que la faja no debía ir tan prieta como la Condesa la ponía.
—Déjeme usted, Angela, déjeme usted, que bien se lo que me hago—dijo ésta con cierto dejo de suficiencia continuando su tarea.
—¡Pero si esa criatura no puede resollar, Condesa!
—Necesitan estar así los primeros días para que no salgan torcidos.
—Si antes los asfixia usted, ni torcidos ni derechos.
—No necesito que me enseñe nadie a enrollar niños. He tenido seis hijos, y, gracias a Dios, todos están en el mundo, vivos y sanos.
—Pues yo no he tenido más que una hija, pero no hubiera consentido nunca que la enrollaran de ese modo.
—Pues yo le digo que no admito lecciones de usted, ni en esto, ni en nada...
Las palabras que se habían cruzado eran ya sobrado ásperas, y la actitud airada en que ambas señoras se encontraban hacía presumir que pronto lo serían mucho más. Los que asistían á la escena se habían puestos serios. Maximina, asustada, hacía pucheros para llorar. Entonces Miguel, irritado por aquel proceder, intervino diciendo suavemente, pero con firmeza:
—Señoras, tengan ustedes consideración con esta pobre muchacha, que ahora necesita tranquilidad y descanso.
La de Losilla levantóse con altivez, entregó el niño a una criada y salió de la estancia sin despedirse. A pesar de sus ruegos, Miguel, que la siguió, nunca pudo lograr que volviese: antes, su enojo fué creciendo a medida que se acercaba a la puerta, y allí le dijo un adiós muy seco, subiendo a su casa con ánimo, al parecer, de no bajar otra vez.
—¡Esta mamá siempre ha de ser la misma! ¡Qué genio tan remaldito!—exclamó al quedarse solo.
Pero tal disgusto se le borró pronto de la mente, porque las circunstancias felices y excepcionales en que se hallaba eran a propósito para ello.
Estaba de Dios, sin embargo, que en la copa de su felicidad habían de caer algunas gotas de hiel. Por la noche, cuando, fatigado ya del trajín del día, se disponía a retirarse dejando a Plácida que velase a su esposa, se oyó el toque importuno de la campanilla de la puerta.
—Señorito, hay ahí un caballero que desea hablar con usted.
—¡Vaya una visita impertinente! ¿Le ha introducido en el despacho?
—Sí, señorito.
Nuestro nuevo papá se fué hacia allá arrastrando perezosamente los pies, muy resuelto a que la visita no se prolongase largo rato. Pero al entrar en su despacho quedó sorprendido no muy agradablemente el encontrarse con Eguiburu “el caballo blanco” de La Independencia. Las relaciones que con este señor mantenía estaban muy lejos de ser íntimas. Después que había dado su firma en garantía de los treinta mil duros gastados en el periódico, no había vuelto a verle sino otras dos veces, para tomar de su mano dos cantidades que sumaban doce mil, los cuales no se habían gastado todos en el periódico, sino que habían servido también para socorrer a los emigrados. Llamóle, pues, la atención aquella intempestiva venida y aun le puso inquieto y receloso.
Era Eguiburu un hombre alto, flaco, de cara pálida y rugosa, ojos azules y pequeños, cabello rubio, bastante ralo, y muy desgarbado de toda su persona. El traje que llevaba, compuesto de unos calzones anchos de paño negro, chaleco largo y un enorme gabán pardo que le bajaba casi hasta los pies, no ayudaba a prestarle la gallardía de que tan necesitado estaba.
Saludóle Miguel cortés y gravemente, preguntándole a qué debía el honor...
—Señor de Rivera—dijo sentándose sin ceremonia, pues Miguel, a causa tal vez de la sorpresa, no le había invitado a hacerlo.—Es el caso que hace ya algunos meses que son ustedes poder...
—Alto, mi amigo; no hay en España un hombre más desprovisto de poder que yo... Ni siquiera soy subsecretario.
—Bien, quien dice usted dice sus amigos. Todos ocupan hoy grandes destinos: el Conde de Ríos embajador; el Sr. Mendoza acaba de ser elegido diputado...
—¿Y quiere usted compararme a mí, insignificante pigmeo, con el Conde de Ríos y con Mendoza, dos estrellas de primera magnitud en la política española?
—Pues mire usted, Sr. de Rivera, valga la verdad, la otra noche en el café de Levante no hablaban muy bien del Sr. Mendoza sus amigos.
—¿Qué decían?
—Decían, con perdón de usted, que era un alcornoque.
—Son calumnias de los envidiosos. No lo dude usted, amigo Eguiburu, de esa madera se hacen los hombres de Estado.
—Yo me alegro mucho de que así sea, señor. Pero es el caso, como decía, que a pesar de su talento y de las posiciones que ocupan, ni el Sr. Conde ni Mendoza se acuerdan de indemnizarme del dinero que hace tiempo vengo gastando.
—¿Ha hablado usted con ellos?
—Les he escrito una carta a cada uno. Mendoza no me ha contestado. El Sr. Conde, al cabo de bastantes días, me dice en carta que aquí traigo y usted puede ver, “que las gravísimas atenciones políticas que sobre él pesan no le consienten ocuparse por ahora de estos asuntos, los cuales hace tiempo que tiene encomendados a su antiguo secretario particular el Sr. Mendoza y Pimentel”. Yo, a la verdad, como usted comprenderá muy bien, no tengo necesidad de andar mendigando de puerta en puerta lo que es mío. Así que, sin más dilaciones, me he venido a su casa de usted.
—¿Por qué no ha ido usted antes a la de Mendoza?
Eguiburu bajó la cabeza y empezó a dar vueltas al sombrero. Al mismo tiempo sonrió como pudiera hacerlo una estatua de mármol, si le diesen facultad para ello.
—El Sr. de Mendoza me parece que tiene poca carne para mis uñas.
Al escuchar aquellas palabras y ver la sonrisa que las había acompañado, Miguel sintió cierto frío por la espalda y guardó silencio. Al cabo de algunos momentos levantó la cabeza y dijo en tono resuelto:
—En suma, viene usted a reclamarme los treinta mil duros, ¿no es eso?
—Lo siento en el alma, Sr. de Rivera... Crea usted que lo siento de veras... porque al fin y al cabo, usted no se los ha comido.
—Muchas gracias: posee usted un corazón sensible, y le felicito por ello. La desgracia está en que yo no pueda corresponder a esa delicadeza de sentimientos, entregándole en el acto los treinta mil duros.
—Bien, ya me los entregará usted.
—¿Tiene usted seguridad de ello?
Eguiburu levantó la cabeza y clavó sus ojos azules y pequeñuelos en los de Miguel, que le miraba de un modo frío y hostil.
—Sí, señor—contestó.
—Pues también le felicito; yo que usted no la tendría.
—¿No se hace usted cargo, Sr. de Rivera—dijo el banquero con amabilidad exagerada para paliar el mal efecto que iban a producir sus palabras,—que tengo aquí un papel en toda regla firmado por usted?
Y se llevó la mano al bolsillo del gabán al decir esto.
Miguel guardó silencio otra vez. Pasados algunos instantes, dijo con voz donde se traslucía una cólera reprimida a duras penas:
—¿Es decir, Sr. Eguiburu, que pretende usted nada menos que arruinarme por una deuda que le consta a usted que yo no he contraído?
—Yo no pretendo más que cobrar mi dinero.
—Está bien—dijo sordamente.—Mañana escribiré al conde de Ríos, y veré también a Mendoza. Quiero saber si el Conde es capaz de dejarme en la estacada... Si así fuese, ya veremos lo que se ha de hacer.
Después de estas palabras, hubo un rato de silencio embarazoso.
Eguiburu daba vueltas al sombrero, observando de reojo a Miguel, que tenía la vista clavada en el suelo, y cuyos labios se movían con un imperceptible temblor, que no pasaba inadvertido para el banquero.
—Hay un medio, Sr. de Rivera—dijo tímidamente,—de que usted salga del compromiso en que se ve, y tenga tiempo para exigir del Conde y los demás amigos que cumplan como es debido... Si usted me garantiza el dinero que he soltado después para el periódico, no tengo inconveniente en esperarle... Me duele poner la pistola al pecho a una persona tan apreciable como usted...
Miguel siguió inmóvil, con la vista en el suelo, en actitud reflexiva; levantándose después repentinamente, dijo:
—Bien, ya veremos cómo se arregla este negocio. Por de pronto, mañana hablaré con Mendoza. De lo que resulte de esta entrevista y de la carta que escriba al Conde, le avisaré inmediatamente.
Eguiburu también se levantó y alargó la mano con exquisita amabilidad a Rivera, para despedirse. Este se la estrechó, y mirándole con fijeza, mientras asomaba a sus labios una sonrisa burlona, le dijo:
—¿Tiene usted mucho cariño a esos treinta mil duros?
—¿Por qué me pregunta usted eso?
—Porque sentiría que usted se hubiese encariñado demasiado estando en vísperas de separarse para siempre de ellos.
—Explíquese usted—dijo el banquero poniéndose serio.
—Nada, hombre, que si usted no se los saca al Conde de Ríos, lo que es a mí...
—¿Cómo? ¿Qué dice usted?
—Que yo no se los podré pagar jamás, porque tengo hipotecadas las dos casas que constituyen mi fortuna.
Eguiburu se puso horriblemente pálido.
—Usted no podía hipotecarlas porque tenía firmada una obligación. La hipoteca es nula.
—Las tenía hipotecadas mucho antes de firmarla.
El banquero se pasó la mano por la frente con abatimiento. Levantándola después vivamente y clavando en Rivera una mirada fulgurante, profirió tartamudeando:
—Eso es... una picardía... Le llevaré a los tribunales por estafador.
Miguel soltó una carcajada, y poniéndole familiarmente la mano en el hombro, le dijo:
—¡Buen susto ha recibido usted! ¿No es verdad, amigo? Quedo un poco indemnizado del que usted acaba de darme.
—¿Pero qué mil rayos significa?...
—Que se serene usted; las casas no están hipotecadas. Tendrá usted el gusto de arruinarme el día menos pensado—repuso el joven con amarga ironía.
En el semblante de Eguiburu quiso aparecer un amago de sonrisa, pero se borró súbitamente.
—¿Habla usted formalmente?
—Sí, hombre, sí; no tenga usted cuidado alguno.
Entonces la sonrisa que había huído, apareció de nuevo insinuante y benévola en los labios del banquero.
—¡Qué bromista es usted, Sr. de Rivera! Nadie puede saber cuándo habla de veras o de burla.
—Pues entonces hace usted mal en quedarse ahora tranquilo.
Tornó a ponerse serio Eguiburu.
—No, yo no puedo creer que usted se burle de cosas tan...
—Tan sagradas, ¿verdad?
—Eso es, sagradas.
—Sin embargo, confiese usted que no las tiene todas consigo.
—De ningún modo; usted es una persona de talento... y todo un caballero además.
—Vamos, no me adule usted, que no hay necesidad.
Iban caminando hacia la puerta. Eguiburu experimentaba una inquietud que en vano quería ocultar. Dió la mano tres o cuatro veces más a Miguel, cambió de fisonomía y actitud más de veinte; y cuando aquél le mandó ponerse el sombrero, lo colocó torcido y erizado sobre el cogote. Quiso cambiar de conversación para demostrar que estaba plenamente seguro de la honradez del fiador; le preguntó con mucho interés por su esposa y el niño, enterándose de los pormenores del alumbramiento. No obstante, cuando ya estaba en la escalera y Miguel a punto de cerrar la puerta, preguntóle en tono indiferente y jovial, donde se traslucía viva ansiedad:
—Aquello pura broma, ¿verdad, Rivera?
—Vaya usted tranquilo, hombre—contestó éste riendo.
Pero al quedarse solo aquella sonrisa se extinguió. Permaneció un momento con los dedos en el pestillo: después fué con paso lento otra vez al despacho, se sentó frente a la mesa y apoyó el rostro sobre una mano cubriéndose los ojos. Así estuvo largo rato meditando. Cuando se levantó los tenía hinchados y rojos, como después de haber dormido mucho. Pasó a la habitación de su esposa. Al atravesar el pasillo sintió un poco de frío.
Estaba todavía despierta. Al lado de la cama se había puesto un catre para Plácida.
—¿Quién era esa visita?—le preguntó.
—Nada, un señor que viene a hablarme de asuntos del periódico.
Algo extraño debía de haber en el metal de la voz de Miguel al dar esta sencilla contestación, cuando su mujer se le quedó mirando con inquietud. Para librarse de este examen, dijo en seguida:
—¡Qué cansado estoy! ¡Tengo sueño!
La besó en la frente, alzó el embozo de la cama, contempló un momento a su hijo dormido y rozó con los labios su cabecita. Volvió a besar a su esposa y salió de la estancia. Cuando se metió en la cama tiritaba y sentía, no obstante, calor en las mejillas.
Largo rato estuvo en el lecho con los ojos muy abiertos y la luz encendida. Un enjambre de pensamientos tristes cruzó por su mente; mil recelos y temores le asaltaron. Como todos los hombres de imaginación viva, se puso de un brinco en lo peor. Se vió arruinado, teniendo que descender él y su esposa de la categoría social en que se hallaban colocados. Se acordó también de su hijo.
—¡Pobre hijo mío!—exclamó.
Y estuvo a punto de sollozar. Pero hizo un esfuerzo viril sobre sí mismo diciéndose:
—No; llorar por perder dinero no lo hacen sino los mentecatos y los avaros. El que posee una esposa como la mía, y ésta le acaba de dar un hijo, no tiene derecho a pedir más a Dios. Soy joven, tengo salud. En último resultado, trabajaré para ellos.
Al murmurar estas palabras dió un soplo violento a la luz y tuvo energía bastante para tranquilizarse, quedando dormido al poco rato.
CONSIDERO esta novela, desde el punto de vista técnico, como la menos imperfecta de las que han salido de mi pluma. Quiero decir que, por la intensidad de la fábula, por sus proporciones armoniosas y por el marco original en que la he enclavado, me parece superior a las otras.
¿Cuál es la razón de que no se haya popularizado tanto como alguna de ellas? Quizá se deba a que por encima de todos los tecnicismos en el arte de novelar se encuentran la invención más o menos feliz y el mayor o menor interés que despiertan los caracteres.
Sin embargo, hay otra aún que me parece igualmente aceptable. Las novelas que se publican en el mundo, son leídas casi en totalidad por personas que pertenecen a la que hemos dado en llamar clase media. El mundo aristocrático es muy exiguo comparado con éste y en cuanto a las clases trabajadoras se puede afirmar que en España viven alejadas de la literatura, a lo menos en sus formas elevadas. Ahora bien, lo que interesa realmente a la clase media es la clase media. Son sus amores, sus ambiciones, sus tristezas y alegrías, sus ideales, lo que quiere ver reproducido en el arte, y con ello se recrea. El mundo aristocrático y el plebeyo son para ella tan sólo objeto de curiosidad efímera. El hombre no se siente conmovido, sino por lo que le toca de cerca. Digámoslo en términos crudos, el hombre no se interesa más que por sí mismo.
Por eso Los Majos de Cádiz, que es una novela de plebeyos, no ha logrado excitar el interés de La Alegría del capitán Ribot. Si esta historia de humildes se hubiese contado en forma de romance y los ciegos la vendiesen por las calles a cinco céntimos, quizá fuera grande su aceptación. Pero es porque entonces caería en manos de aquellos que se sienten hermanos de sus héroes.
Soledad, hija de un pobre guarda de consumos de Medina Sidonia tiene amores con un joven de distinguida familia llamado Manuel Uceda. Muere el padre de aquélla. Velázquez, amigo suyo, un majo de buena presencia y algún dinero consigue enamorarla y seducirla. La lleva a Cádiz, establecen una taberna. Manolo Uceda, siempre enamorado, la visita de vez en cuando, pero ella ciegamente apasionada por Velázquez desdeña su amor. Velázquez es un hombre despótico y fanfarrón que abusa de su dominio sobre ella y la tiraniza. Cansada de sus malos tratos un día se rebela. Se marcha de casa. A él entonces le entra de nuevo el amor, una verdadera pasión. Logra a fuerza de ruegos que vuelva a casa; pero al cabo de algún tiempo cada día más despegada de él Soledad se escapa otra vez. Entonces él trata de curarse de su desgraciada pasión. Entra en relaciones con una hermosa joven llamada Mercedes la Cardenala. Soledad a su vez se deja enamorar por Antoñico, el querido de su íntima amiga María-Manuela. A esta también la solicita Velázquez que había dejado burlada a Mercedes. Pero el orgulloso majo tenía en el corazón una herida incurable y no pudiendo soportarla vida en Cádiz se decide a emigrar a América.
POCOS días después se supo que Velázquez traspasaba la tienda, y más tarde que se embarcaba para América. Prefirió trasladarse en un buque de vela mandado por cierto amigo suyo que partía el 15 de Septiembre. La víspera, los compadres de la reunión y algunos íntimos recibieron de él afectuosa carta de despedida y adjunta una invitación del capitán del barco para que, si tenían gusto en ello, viniesen a beber unas cañas a la salud y al viaje feliz de su amigo. Pepe de Chiclana recibió la suya. En la carta que Velázquez le escribía convidaba también expresamente y con encarecimiento a Soledad, o por hacerle ver que olvidaba sus injurias, o por mostrar que se hallaba enteramente curado de su pasión.
Quedó perpleja la joven cuando le leyó la postdata Paca. Instábala ésta para que accediera a aquel ruego tan noblemente expresado. Vacilaba ella, no tanto por el rencor que aun le guardaba, como por considerar violenta y embarazosa la entrevista.
Cuando, cruzando aquella tarde por la calle de la Amargura, acertó a tropezar con Manolo Uceda, a quien hacía días que no veía. Saludóla él cortés pero gravemente y trató de seguir su camino, pero ella se le puso delante.
—¿Qué es de tu vida, Manolo?... ¡Hace un siglo que no te veo!... ¿Por qué no vienes a casa?—le dijo con la sonrisa en los labios, apretándole afectuosamente la mano.
Pero después de haber soltado tales palabras se hizo cargo de su imprudencia y se puso roja como una cereza.
—Ando bastante ocupado con un asunto que me ha encomendado mi madre... El jueves me voy a Medina.
—¿Para volver?
—No; probablemente no volveré. Desde allí nos vamos a Sevilla... He conseguido que mi madre cediese a vivir allá, y me alegro bastante.
Quedó seria repentinamente la joven; guardó silencio unos momentos y al cabo dijo con tristeza:
—¡Todo el mundo se va!... Yo también necesito pensar en liármelas... Ya sabrás que Velázquez se embarca mañana...
—Sí lo sé. Me ha escrito.
—¡Ah! ¿Te ha convidado a la juerguecilla del barco?... También a mí me convida; pero, a la verdad..., no sé qué hacer. Quisiera que me dieses tu parecer, porque, hijo mío, te lo digo con todas las veras de mi alma, eres el único hombre decente con que he tropezado en la vida y a nadie pido un consejo con tanta satisfacción como a ti...
—Muchas gracias—manifestó el caballero de Medina sonriendo—. Pero ¿qué quieres que yo te aconseje? Son asuntos delicados y no me atrevo...
—Pues yo quiero que te atrevas... Ya sabes que entre ese hombre y yo no hay nada hace tiempo... Ya sabes cómo se ha portado conmigo...
—Pues bien—repuso Uceda, después de vacilar un poco—. A mí me parece que debes ir... A pesar de todo le has querido: él te ha querido también y probablemente te sigue queriendo... Sería crueldad, por tu parte, el no decirle adiós.
—Está bien; iré aunque me cueste trabajo.
Hubo una pausa. Uceda preguntó al cabo con afectada ligereza:
—¿Y Antoñico?
Turbóse Soledad al escuchar la pregunta y exclamó con ímpetu:
—¡No me hables de ese charrán!
—Me han dicho que ha vuelto a juntarse con María—repuso el caballero riendo.
—¡No es por eso, no!... Al contrario..., me parece lo único decente que ha hecho en su vida; pero...
Iba a contar la bajeza que con ella había cometido, pero se detuvo a tiempo. El relato de lo acaecido la perjudicaba más a ella.
—Le llamo charrán porque lo es. Todo el mundo lo sabe—concluyó bajando la voz.
Quedó un momento silenciosa con el rostro fruncido.
—Bueno, hasta mañana en el barco... Voy allá porque tú me lo mandas—manifestó al fin dándole la mano.
—No; yo probablemente no podré ir.
—¡Ah! ¿No vas tú? Pues entonces hazte cuenta que no voy yo.
—¿Por qué?
—Porque no quiero.
—¡Siempre tan testarudilla!—dijo Uceda apretando cariñosamente la mano que tenía cogida—. Iré porque no te enfades. Hasta mañana.
—No faltes.
—No faltaré.
Al día siguiente, entre dos y tres de la tarde, dos lanchas atracadas al muelle esperaban a los invitados para transportarlos al buque, que se veía anclado allá en medio del puerto. Era una corbeta de regular tamaño, negra, sólida, bien arbolada. El capitán, hombre de cuarenta años, de mediana estatura y recias espaldas, rostro atezado, barba negra cerdosa, pesado y macizo como su navío, les esperaba de bruces sobre la cornisa de la obra muerta. Acompañábale Velázquez. La Esperanza, que así se nominaba la corbeta, iba a la América del Sur por carga de cacao, llevándola heterogénea de algunos productos de la Península.
Los primeros que llegaron fueron Frasquito con su mujer y el señor Rafael. Inmediatamente la lancha trajo a la familia del Cardenal, los viejos, Mercedes, Isabel y su novio Gregorio, a los cuales se había unido Manolo Uceda, que por casualidad llegara al muelle al mismo tiempo. En la otra lancha acudieron en seguida María-Manuela con Antonio y dos amigos más de Velázquez. Por último, al cabo de un rato acostaron al barco Pepe de Chiclana, su mujer y Soledad. En la subida hubo bastante jarana y no pocos sustos. Las mujeres temblaban de confiarse a la frágil escala. Con el susto no se guardaban siquiera de mostrar las piernas a los marineros que se quedaban en la lancha. Los hombres las embromaban sobre esta despreocupación así que estaban arriba.
—En el mar estamos como en el paraíso terrenal. No existe la vergüenza—decía el capitán—. He conocido una señora que al averiguar que el barco hacía agua subió a cubierta desnuda y estuvo hablando con nosotros sin taparse siquiera el pecho con las manos.
Sobre cubierta, debajo de un toldo, veíase la mesa bien abastecida de manjares y botellas. Velázquez fué saludando a sus amigos cordialmente y les invitó a sentarse. Estaba tranquilo y a las frases de sentimiento que dejaban escapar todos al darle la mano respondía con afectada alegría:
—Dejad que me dé un poco el fresco, hijos. Este Cádiz se me venía ya encima... Veréis cómo hago una gran fortuna por allá. Cuando menos lo penséis llegaré hecho un potentado, y para daros en cara soy capaz..., soy capaz..., ¡hombre, soy capaz de venir con levita!
—¡No, por Dios!—gritaron los compadres riendo.
Había saludado a Soledad con no fingida naturalidad y aun la había piropeado graciosamente. Y era lo raro que la joven parecía más turbada que él. Después, acercándose a Mercedes, la preguntó familiarmente por lo bajo:
—¿Y Gabino? ¿Cómo no viene?
—¿Gabino?—respondió la salada muchacha haciendo un mohín desdeñoso—. ¡Dale memorias!... Nada tengo ya que partir con él.
Mostróse sorprendido y no quiso creerlo: disimulos de mocitas y nada más. Pero la niña insistió con ahinco y formalidad, dió pormenores, citó testigos. Velázquez concluyó por llamar a Isabel, que estaba cerca.
—¿Es verdad lo que me dice tu hermana, que ha regañado con Gabino?
—¡Y tan verdad!—respondió aquélla con mal humor—. ¿Tú sabes si mi hermana ha tenido chabeta alguna vez?
Y se alejó murmurando. Velázquez quedó serio y pensativo.
Sentáronse todos al cabo, y para abrir boca tomaron ostiones y rajas de salchichón. Destapáronse las botellas y el rico dorado vino de Sanlúcar chispeó alegremente en las copas. La tarde era dulce y serena. El sol derramaba sus rayos esplendentes sobre la bahía. Las aguas dormidas rielaban su luz con brillantes reflejos de plata. Los buques anclados en el puerto cabeceaban blandamente, viéndose sobre sus cubiertas algunos marineros entregados al sueño. Ni de la ciudad ni del mar llegaban más que rumores suaves que, al confundirse en el aire, formaban lánguido suspiro como si la tierra y el Océano gozasen tranquilos el placer de la siesta. Una brisa suave, fresca, sin intermitencias, acariciaba la frente de los convidados. La Naturaleza ofrecía el amable sosiego, la armonía solemne que sólo se observa en los comienzos del otoño.
Los de la fiesta no resultaron alegres. La gente se mostraba lacia, desanimada, como si todos se hallasen bajo el peso de un disgusto. Y en realidad, no era grato ver alejarse, quizá para siempre, a un amigo de toda la vida. El mismo señor Rafael, cuya alegría era inagotable, estaba menos expansivo. Aprovechando un momento en que Velázquez vino a ofrecerle una caña, le dijo por lo bajo:
—Pero, vamos a ver, hijo, ¿por qué haces esta locura? ¿Qué te faltaba a ti en Cádiz? ¿No tienes salud?, ¿no tienes dinero?... ¿Qué demonios vas buscando en esas tierras donde si no le meriendan a uno los salvajes se lo comen crudo los mosquitos?... Que has tenido algunos disgustillos con las mujeres, ¿y qué? ¿Es razón para que un mozo valiente y noble de too su cuerpo se quite del medio? ¿Dónde hay palmito que se pueda comparar con unas botellas de amontillado, bebidas en compañía de cuatro amigos, y unas aceitunitas aliñás?... Me lo dijo hace tiempo un vista de la aduana que había estado muchos años en Puerto Rico, un tío muy ilustrado, capaz de beberse el golfo de Méjico: “Desengáñate, Rafael, las mujeres no sirven más que para enfriar el caldo cuando uno está acatarrado y no puede sacar los brazos de la cama.”
Velázquez alzó los hombros y le respondió con el mismo desenfado.
El vino hizo al cabo su tarea. Poco a poco los rostros se fueron animando y las lenguas se desataron, produciendo un gracioso oleaje de chistes y agudezas. Quien hizo mayor gasto, como siempre, fué Antoñico. Estaba más flaco que antes y descolorido. Apenas comía. Sus amigos le embromaban por esta falta de apetito.
—¿Qué queréis, hijos míos?—respondía él.—He perdido el estómago. ¿Cómo no había e perderlo si esta mujer que aquí veis me ha estado envenenando más de tres semanas con una bebía compuesta?
—Decid que es mentira—saltó María-Manuela—. No ha sido más que ocho días, y lo que le he dado a nadie le hace daño: agua de siete pozos distintos con un poco de sangre de oreja de gato negro y unas cagarrutas de rata...
—¡María Santísima del Carmen!—exclamó Antonio llevándose la mano al estómago—. ¿Y yo he bebido eso?... ¡Quitadme esos platos de delante! ¡Quitadme esas copas! ¡Dejadme reventar en cualquier rincón, como un triquitraque!
—¡Ya lo creo que lo has bebío!—exclamó la ruda morena con gesto de triunfo—. Y gracias a ello te tengo ahora chalaíto y pringoso que no hay por dónde cogerte, más humildito y manso que un cordero de Dios... Porque ahí donde ustedes le ven—añadió volviéndose a los circunstantes—, ahí donde ustedes le ven tan guasoncillo y soberbio, ahora es una malva en casa y en cuantito yo doy una voz ya le tengo de rodillas pidiéndome que no me enfade. Y too esto ¿a qué se debe? Pues a la virtud de la bebía.
—¡Sería milagro! ¿Cómo quieres que yo vocee si me has dejado en los huesos? No me ha quedado aliento ni para pedir los buñuelos por la mañana.
Los amigos reían y vertían de vez en cuando una palabrita para que la disputa se alargase.
Sin embargo, la hora de levar anclas se iba acercando y el capitán se había apartado de la mesa y andaba de un lado a otro dando órdenes. Los marineros comenzaban a moverse ejecutando las maniobras preventivas.
Soledad y Manolo se habían aproximado y charlaban un poco retirados de los demás. El caballero de Medina la embromaba suponiendo que estaba triste y que hacía esfuerzos por ocultarlo. Al fin y al cabo en aquel momento crítico el corazón hablaba. No en vano había estado enamorada tanto tiempo. La joven se defendía con empeño, negando que estuviese triste y casi casi que hubiera estado enamorada.
—No se puede llamar amor lo que he sentido por ese hombre... Era una locura, un antojo por cosas agrias, como solemos tener las mujeres. El amor debe ser algo más dulce, más tranquilo... Era imposible que yo le quisiera toda la vida. Su genio siempre me ha sido antipático... Detesto a los hombres soberbios...
—Es porque tú lo eres.
—Quizá—dijo ella con franca resolución—; pero así es... Por lo demás, no puedo negarte que me causa pena el verle marchar, sabiendo que es por mi causa. Si le pasa algo en la travesía... o se enferma... o muere, me ha de quedar un poco de escozor en el alma. Aunque ya no me inspira interés, no quisiera hacerle daño... Porque en el fondo no es malo; ¿sabes? No tiene más que mucha fantasía en la cabeza. En cuanto se le quite será un buen hombre... Francamente, sentiría mucho que le sucediese algo malo... ¡Pobre Velázquez!
—Sí, ¡pobre Velázquez! Ni supo querer ni supo ser querido—expresó Uceda poniéndose serio y dirigiendo sus ojos al horizonte.
Soledad le clavó una mirada de sorpresa y admiración. Y a su sabor, en silencio, largo rato estuvo contemplando a aquel hombre tan noble, tan firme, tan sufrido. Un remordimiento punzante le atravesaba el alma. Sintió deseos de arrojarse de cabeza al mar.
La tripulación terminaba los preparativos. El capitán prescindía ya enteramente de los convidados y, diligente y afanoso, recorría el barco de proa a popa fijando sus ojos escrutadores en el aparejo y cambiando rápidas palabras con el piloto y contramaestre. Los amigos de Velázquez, comprendiendo que era llegado el momento de partirse, quedaron otra vez graves y taciturnos. Un mismo sentimiento de tristeza oprimía sus corazones. Sólo Antoñico se atrevió a decir alegremente a Paca:
—Vamos a ver, niña, suéltanos una copliya de despedida. Hace un siglo que no te oigo.
La esposa de Pepe de Chiclana respondió mirándole con severidad:
—Hijo mío, cuando un amigo tan apreciado como éste se marcha, nadie que tenga corazón siente ganas de cantar... ni tampoco de oir cantar.
Y los convidados aprobaron todos con la cabeza las palabras de aquella profunda mujer.
Sonaron las cinco en el reloj de la cámara. El capitán se acercó a ellos y les dijo cortésmente:
—Señores, vamos a levar anclas. Siento mucho privarme de tan buena compañía, pero es preciso... A no ser—añadió sonriendo—que quieran ustedes venirse al Perú conmigo y con este buen mozo.
Nadie respondió. Silenciosamente se fueron acercando uno por uno a Velázquez y le abrazaron con emoción. El procuraba disimular la que sentía bajo una sonrisa forzada. Vinieron después las mujeres y le estrecharon la mano. “Buen viaje. Buena suerte. ¡Que Dios te traiga pronto!” Paca le entregó un escapulario de la Virgen del Carmen rogándole que se lo pusiese. El majo le dió las gracias llevándolo a los labios.
Cuando llegó el turno a Mercedes, Velázquez la retuvo las manos entre las suyas un momento y la dijo por lo bajo, viéndola sonreir:
—¡Qué contenta estás, Mercedes! ¿Te alegras de que me vaya, verdad?
—Ni me alegro ni me entristezco. Pues que nadie te obliga a marchar, debe de ser un viaje de recreo el que haces—respondió ella sin dejar de sonreir.
—Sí, te alegras, lo estoy viendo en tu semblante... Haces bien; yo no he servido más que para darte jaqueca. Perdóname y que Dios te haga muy feliz, como deseo.
—¡Adiós!—repuso lacónicamente la joven.
Se estrecharon la mano con fuerza y se apartaron. Pero el rostro de la niña al hacerlo empalideció, dió unos pasos atrás como si estuviese mareada y se dejó caer sobre un cable enrollado; tapóse los ojos con las manos y comenzó a sollozar fuertemente.
Quedaron estupefactos todos. Hubo unos momentos de silencio. Varios acudieron al fin solícitos preguntándole:
—¿Qué te pasa, Mercedes? ¿Te has puesto mala? ¿Qué te pasa, hija, qué te pasa?
—¡Qué le ha de pasar!—exclamó su hermana Isabel roja de ira—. ¡Que se ha caído de tonta!
Y su madre y su prima se lanzaron al mismo tiempo indignadas y enfurecidas sobre ella.
—¡Cómo!... ¿No te da vergüenza? ¡Llorar por un hombre que se burla de ti! ¡Loca!, ¡más que loca! ¡Vaya un paso chistoso!
La joven, sin responder a tales invectivas, seguía llorando con el rostro entre las manos.
Entonces Velázquez avanzó hasta colocarse entre ella y las que la injuriaban, y dijo gravemente con voz temblorosa:
—Si lo que ustedes dicen es cierto, si las lágrimas de esa niña se vierten por mí, sólo puedo demostrarles que no he querido burlarme ofreciéndoles casarme mañana mismo con ella... Ya sé que no la merezco, pero juro por mi salud que haré cuanto pueda por merecerla.
Al oir estas palabras, un grito de júbilo estalló en la reunión. Todos palmoteaban; todos chillaban dirigiéndose exclamaciones de asombro y de gozo.
—¡Tiene gracia! ¡Venir a un duelo y salir un casorio!...—A mí me daba el corazón que los dos se querían...—¡Y a mí!—¡Y a mí!
El señor Rafael, loco de alegría, gritaba:
—¡Vivan los novios! El día qué os caséis prometo emborracharme..., lo que no hice en los días de la vida.
Y empujando al mismo tiempo a Velázquez contra Mercedes, añadía:
—¡Anda! ¡Abrázala, cobarde!... ¡Hazte cuenta que no somos nadie!
Pepa y Paca alzaban a su vez a Mercedes y la empujaban hacia su novio. Este la abrazó con efusión.
—Ya no hay viaje, capitán—dijo luego volviéndose al de la corbeta.
—La primera vez que me alegro de separarme de ti, Velázquez—repuso éste estrechándole la mano.
Acometidos de un vértigo, todos hablaban y nadie se entendía. Mas he aquí que el prudente Frasquito se acerca a Velázquez y le dice misteriosamente:
—Oye, chico, pero ¿vas a perder el dinero del pasaje?
El majo suelta una ruidosa carcajada y exclama dándole afectuosas palmadas en la espalda:
—¡Sí que lo pierdo! ¿Quieres aprovecharlo tú?
El señor Rafael había oído la carcajada y se acercó para saber lo que se trataba. Velázquez le informó riendo. Dió el viejo un paso atrás y, mirando fijamente a su sobrino, se santiguó diciendo con gravedad:
—Sobrino, no nos separamos. Yo no deshago la sociedad. Eres el único sabio que hay en Cádiz. Déjame, por Dios, que cuente este golpe a todo el mundo para honra de la familia.
—¡Tío, no la enredemos ahora que estamos todos alegres!—exclamó Frasquito exasperado.
—¿No quieres que lo cuente? Está bien: te guardaré el secreto. Pero de aquí en adelante hazte cuenta que no eres mi sobrino... ¡Quiero que seas mi tío!
Velázquez atajó la disputa llevándose a Frasquito. Todos se despidieron del capitán afectuosamente y de nuevo bajaron la escala, acomodándose como mejor pudieron en las dos lanchas que los habían traído. Una vez en ellas, como el día continuase sereno y el mar sosegado, a uno de ellos se le ocurrió acompañar a la corbeta algún trecho. Se aceptó con regocijo la idea. El capitán hizo al instante levar anclas y el buque, arrastrado penosamente por sus dos botes, emprendió una marcha lenta hasta llegar a paraje abierto donde pudiera desplegar las velas. Las lanchas le daban escolta.
Reinaba el júbilo en éstas, cambiándose entre unos y otros mil bromas y donaires. El blando movimiento de las olas y la fresca caricia de la brisa excitaban más su alegría. Velázquez no se había sentado al lado de Mercedes. Por un sentimiento de delicadeza prefirió colocarse entre sus futuros suegros. Cuando el bullicio se hubo calmado un poco, les habló en voz baja de este modo:
—Un sueño me parece lo que está pasando. Me encuentro sentado entre ustedes; veo allí a Mercedes, con la cual no tardaré en casarme, y apenas puedo creerlo. Dios no ha querido que fuese a morir en tierras extrañas, sino que viva entre mis amigos al lado de una esposa que no merezco. Después de Dios a ustedes se lo debo. Quisiera poder demostrarles mi agradecimiento no con palabras, sino con hechos. Creo que la mejor manera será haciendo a su hija feliz y a esto me comprometo... Aquel Velázquez calavera, mujeriego y pendenciero se marcha en ese barco para el Perú. El que aquí queda es un hombre decente que sabrá mientras viva querer a su esposa y respetarles a ustedes.
El viejo Cardenal aprobó con la cabeza las palabras del majo; pero la madre replicó con acento en que se traslucía aún la cólera:
—No creas que te entrego a mi hija de buena voluntad. Lo hago porque la conozco y sé que si la contrariase enfermaría. A mí no se me olvidan los desaires que la has hecho y si estuviese en su lugar puedes estar seguro de que no volverías ahora tan satisfecho a Cádiz.
—¡Silencio, mujer!—interrumpió el padre con energía, y volviéndose a Velázquez añadió gravemente:—Las mujeres perdonan mejor los agravios que las hacen que los que hacen a sus hijos. Eres nombre de juicio y sabrás disimular el resentimiento de una madre. Yo te doy mi palabra de que haciendo feliz a Mercedes no tardará en desaparecer.
Llegaron al fin a la mar libre. La Esperanza izó algunas velas y su tripulación dejó los botes para subir a bordo. Los remeros de las lanchas recibieron orden de mantenerse quietos. Todos se despidieron con mucha gritería del capitán e inmediatamente pusieron proa a la ciudad.
El sol iba a ocultarse. El firmamento azul se teñía de púrpura en Occidente con viva incandescencia que ascendía hasta el cenit, fundiéndose gradualmente en tintas de grana y oro hasta perderse en suave y maravilloso rosicler. El vasto Océano llameaba recibiendo en su seno con misterioso temblor el disco del sol, grande, rojo, resplandeciente. Todos se alegran contemplando este sublime espectáculo. La fresca brisa de la tarde baña su rostro. Vuelven los ojos a tierra y su gozo aumenta viendo a Cádiz surgir de las aguas con su ceñidor de espumas, con su crestería que los rayos del sol doran como la corona gigantesca del dios de los mares.
En aquel momento, Soledad preguntó a Uceda en voz baja:
—¿Sigues en tu idea de marcharte a Sevilla?
—Yo también me voy.
—¿A qué?—dijo el caballero fingiendo sorpresa.
—No lo sé—replicó la joven pugnando por no llorar.
Guardaron silencio unos instantes. Uceda le dijo al fin con sonrisa benévola tomándole una mano:
—Escucha, Soledad. ¿Ves ese hermoso sol que va a desaparecer? Tú sabes que mañana volverá a lucir en el cielo tan hermoso como hoy. Así sabía yo que tu amor volvería. Porque en este mundo el amor engendra al amor, pero el capricho sólo engendra al hastío. A pesar de tus locuras te he seguido queriendo porque adivinaba en ti un espíritu infantil a quien no se puede exigir la responsabilidad de sus actos y también porque respetaba en mí el primer amor que tú habías logrado inspirar. Aun hoy te quiero con toda mi alma, pero...
—Sí, ya sé que no puedo ser tu esposa. Seré tu criada..., tu esclava—interrumpió Soledad con ímpetu.
—¡Silencio! Para el hombre de corazón nada hay más imposible que la maldad. Una voz interior me dice que he nacido para protegerte, para salvarte de la infamia. Confíame tu suerte. Ignoro lo que serás con el tiempo para mí, pero puedes estar segura de que nada haré que pueda rebajarte. Sin tregua ni descanso trabajaré desde hoy por elevarte, por dignificarte, para sacar de ti el ser inocente y noble que mi cariño me ha dicho siempre que existe.
Así habló el caballero de Medina. La joven escucha estas palabras con alegría, y sus bellos ojos se nublan de lágrimas.
Las lanchas bogaban apresuradamente hacia el puerto envueltas en rojizos resplandores. La Esperanza izaba a lo lejos todas sus velas, que se hinchaban al soplo de la brisa. Su casco negro, robusto, se inclinaba suavemente para hender el cristal de las aguas. El capitán, desde lo alto del puente, saludaba con su gorra blanca.
ERA lógico que esta novela produjese escándalo. El título mismo predispone a ello. Luego, un sacerdote que duda de las verdades de la religión. Cierto había motivo para escandalizarse y no han dejado de hacerlo algunas almas timoratas, más timoratas que instruídas.
Si lo estuviesen suficientemente sabrían que es de hombres el dudar, no de bestias. Y si hubieran leído las admirables cartas de San Francisco de Sales podrían comprobar que a su juicio “pocos marchan con más rapidez en el camino de la perfección que aquellos a los que la duda combate.”
Verdad que existen almas privilegiadas para las cuales la duda es imposible. Han entrado en el cielo y nada ni nadie puede arrancarlas de él. Admirémoslas y envidiémoslas. Pero no menospreciemos a las que luchan y sangran para que sus puertas se les abran.
Compláceme el saber que mi novela ha dado consuelo a otras personas, y que gracias a ella han logrado el sosiego de su alma. Esto no obstante, repito aquí lo que he dicho en el prefacio de la última edición: “Si la única autoridad que yo acato en esta materia juzgase que hay en la presente obra algo que necesite corrección, corregido y borrado queda desde ahora mismo, pues yo no pretendo dar a este ni a ningún otro de mis escritos, más alcance que el que pueda ajustarse con las doctrinas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.”
La acción se desarrolla en Peñascosa puerto de mar secundario de la costa cantábrica. Don Alvaro Montesinos era un mayorazgo a quien una educación austera y un temperamento enfermizo habían hecho huraño y sombrío. Muerto su padre había venido a Madrid. Dotado de claro entendimiento se había entregado con ardor a la lectura lo cual terminó de arruinar su salud. Se hizo un sabio incrédulo y pesimista. Al cabo se enamoró ciegamente, como suele acaecer a los hombres estudiosos y retraídos, de una joven elegante y sin dinero llamada Joaquina Domínguez. Esta le aceptó como esposo no porque compartiera su amor sino por interés, pues Don Alvaro era rico. Transcurridos algunos meses Joaquina se dejó enamorar por un joven aristócrata y propuso a su marido hacer un viaje por el extranjero. Don Alvaro cedió a este capricho. En Marsella la infiel esposa le abandonó escapándose con su amante y robándole todo el dinero que llevaba. Entonces Montesinos se refugió en su viejo palacio de Peñascosa y allí vejetó tres años devorando su humillación y entregado al más negro pesimismo. Al cabo de este tiempo su perversa mujer sintiéndose en cinta, viene a Peñascosa con pretexto de pedirle perdón, pero en realidad, para dormir una noche en la casa conyugal y obtener de este modo por la ley la legitimación del fruto adulterino que llevaba en sus entrañas. Busca al P. Gil para que le introduzca cerca de su marido.
AL tirar del cordel grasiento, el mismo tañido lúgubre que tanto había impresionado al P. Gil la vez primera que puso los pies en aquella casa, produjo a ambos un estremecimiento de temor y ansiedad. No tardó en oirse la voz cascada de Ramiro.
—Gente de paz.
—¿Quién es?—tornó a preguntar.
—Soy yo, Ramiro. Abre—respondió el sacerdote.
La puerta giró pausadamente sobre sus goznes y apareció la silueta del viejo, débilmente esclarecida por la luz de la lamparilla que ardía sobre el dintel.
—Pase usted, señor excusador—dijo sin percibir a la dama, que se había ocultado detrás de éste. Pero viéndola al fin, dió un paso atrás y, abriendo los brazos en actitud de impedir la entrada, exclamó:
—¡Ah! ¿Vuelve usted acompañada?... Pues ni por esas... ¡No entrará usted, no!
—Vamos, Ramiro—dijo con dulzura el sacerdote, poniéndole una mano sobre el hombro,—déjanos paso, que este es un asunto delicado y que no te concierne.
—Pase usted cuando quiera, pero esa mujer no puede pasar.
—¿Por qué no puede pasar?—preguntó con entereza el sacerdote, alzando la cabeza.
—Porque aquí no entran p... ni ladronas.
Ante aquella injuria bárbara la dama se tapó el rostro con las manos y dejó escapar un gemido. El P. Gil se puso rojo, y tomando al viejo por un brazo, le sacudió con violencia.
—Sea usted más comedido, y ya que no respete la sotana que visto, guarde los miramientos que se deben a las señoras. Ante Dios y ante los hombres ésta es la esposa legítima de su amo de usted. Déjeme el paso franco, que a usted no le toca en éste asunto más que oir, ver y callar.
Y dando un empellón al viejo, se volvió diciendo:
—Venga usted, señora.
Pero Ramiro, agitado, convulso, como si fuera a caer presa de un síncope se puso a correr delante de ellos, gritando:
—¡Alvaro, Alvaro! ¡Que entra la z... en tu casa!
Dos criadas se asomaron a la escalera y contemplaron con estupor la escena. El viejo se detuvo en el principal; subió hasta el segundo, dando los mismos gritos. El P. Gil, que le seguía con Joaquinita, dijo a ésta al llegar al piso primero:
—Quédese por ahora aquí; yo subiré solamente.
Cuando llegó al segundo tropezó con D. Alvaro que salía a punto de su habitación. Su rostro, siempre pálido, lo estaba ahora tanto que daba miedo. En cuatro palabras Ramiro le había enterado de lo que ocurría. Por la tarde, cuando por primera vez había venido la esposa infiel a la casa, no lo había hecho. D. Alvaro no pronunció una palabra. Cogió con mano convulsa por un brazo al sacerdote y le hizo entrar en su gabinete. Luego cerró con cuidado la puerta.
—¿A qué viene esa mujer?—preguntó haciendo inútiles esfuerzos por aparecer sosegado. La voz salía de su garganta débil y ronca.
—Viene a implorar su perdón.
—Se equivoca usted; viene por dinero—repuso sonriendo ya forzadamente.
El P. Gil permaneció un instante silencioso y dijo al cabo:
—No me atrevo a asegurar a usted nada. Parece que está arrepentida... Su acento es sincero y ha llorado con verdadero dolor en mi presencia.
Un relámpago de ira pasó por los ojos del hidalgo. En aquel tropel de emociones que se agitaban en su espíritu, la indignación logró vencer a todas las demás y profirió con acento despreciativo:
—Estoy perfectamente convencido de que no viene más que por cuartos... pero de todos modos, me importa un bledo su arrepentimiento y su sinceridad... Si está arrepentida, que pida a un cura la absolución. El figurarse por un instante que yo puedo perdonarla es un nuevo insulto, es una idea que sólo cabe en un alma tan miserable como la suya.
—El perdón jamás degrada. Es la virtud que más ennoblece al ser humano—manifestó el clérigo, sorprendido.
D. Alvaro le clavó una larga mirada colérica. Después alzó los hombros con desdén y dijo:
—Está bien: dejemos eso. Lo que importa es que, ya que la ha traído, se lleve usted inmediatamente a esa señora.
—Me atrevería a suplicarle que, aunque no la perdone, le permita al menos hablar con usted... Quizá tenga algunas revelaciones que hacerle.
—No soy curioso. Puede guardarse sus revelaciones o confiarlas a quien se le antoje... Por mi parte (escuche usted bien lo que voy a decirle)—al mismo tiempo le cogió con mano crispada la muñeca,—por mi parte, ni ahora ni nunca cruzaré con ella la palabra... Puede usted decírselo.
El P. Gil bajó la cabeza y permaneció silencioso, mientras el mayorazgo comenzó a pasear agitadamente por la estancia con las manos en los bolsillos. De vez en cuando se dibujaba en su rostro una sonrisa sarcástica y dejaba escapar por la nariz un leve resoplido que acusaba la tensión de su espíritu, como el pito revela la tensión de la caldera de vapor.
—Ya que eso no pueda ser—manifestó al cabo de un rato con suavidad el sacerdote,—usted comprenderá, D. Alvaro, que esa señora no puede irse a dormir fuera de esta casa sin dar pábulo a las malas lenguas, sin renovar conversaciones que no deben renovarse. Por egoísmo, ya que no por caridad, debe usted consentir que su esposa duerma hoy en esta casa, pues no creo que le convenga a usted escandalizar a la población.
D. Alvaro prosiguió sus paseos agitados sin responder palabra, como si no hubiese oído la proposición del sacerdote. Al cabo de un rato se plantó delante de él y, mirándole fijamente, dijo:
—Está bien. Dígale usted que, si es su gusto, no hay inconveniente en que duerma en esta casa... aunque se necesite bien poca dignidad para aceptarlo—añadió bajando la voz y recalcando las sílabas.—Y si quiere dinero para el viaje de vuelta, Osuna se lo proporcionará.
—Le doy las gracias por esta deferencia, pero me voy muy triste—replicó sonriendo el P. Gil.—Cualquier sacrificio haría por borrar de su memoria la ofensa recibida y soldar de nuevo la cadena de su matrimonio. ¡Cuánto daría en este momento por ser un hombre elocuente!...
—La elocuencia, señor excusador, ha servido en este mundo para que se cometiesen grandes vilezas; pero creo que ninguna lo sería mayor que la que usted me propone.
—Para usted es una vileza lo que para mí sería un acto noble y generoso, propio de un imitador de Cristo. No nos entendemos en lo que se refiere a lo que es dignidad o indignidad...
—Lo siento por usted, padre—repuso el mayorazgo, tendiéndole la mano.
—Y yo por usted, D. Alvaro. Buenas noches.
Al quedarse solo éste siguió paseando todavía unos momentos; luego se paró delante del cordón de la campanilla y tiró con fuerza. No tardó en presentarse Ramiro.
—Esa mujer está ahí... ¿Quieres que la eche?—preguntó el viejo, sin aguardar las órdenes de su amo.
—No. Condúcela a la sala, enciende todas las lámparas y avisa a Dolores que suba.
El criado permaneció inmóvil, mirándole con sorpresa.
—¿Y vas a consentir que esa...
—¡Silencio!—exclamó el mayorazgo con energía, llevando el dedo a los labios.—Haz inmediatamente lo que te mando.
El viejo se alejó gruñendo. Al instante se presentó la doncella.
—Dolores, di a la cocinera que prepare cena para la señora que está abajo, y que haga todo lo que sepa. Ilumina el comedor, saca la vajilla fina, arregla el gabinete azul y toma del armario la ropa mejor para ponerla en la cama... Que no le falte absolutamente nada. Ayúdala a desvestirse: cualquier cosa que ordene la hacéis inmediatamente. ¿Estás enterada?
—Sí, señorito; pierda usted cuidado, que se la tratará como quien es.
D. Alvaro dirigió una mirada oblicua a la doncella y se apresuró a decir, algo acortado:
—Despáchate pronto y enséñale el gabinete azul. Si desea dormir en otro lado, puedes mostrarle también el que llamáis cuarto del obispo.
Otra vez quedó solo y otra vez emprendió su paseo nervioso de un ángulo a otro de la cámara. A pesar de la fortaleza y sosiego que había mostrado para rechazar las súplicas del P. Gil, su cerebro trabajaba agitado, febril. Aquella visita tan inesperada removió los recuerdos felices y aciagos que se habían depositado en el fondo de su ser, y que ya no le molestaban. Su vida matrimonial, que en aquellos tres años se había ido alejando de su memoria como un sueño que la claridad de la aurora desvanece, surgió de pronto delante de sus ojos, tan próxima que la tocaba con la mano. Ni un pormenor faltaba al cuadro. Y ante aquella visión sentíase turbado, como si los sucesos acabasen de efectuarse.
Después de pasear algunos minutos a grandes trancos, comenzó a detenerse a menudo, prestando oído a los ruidos que llegaban del piso primero. Adivinaba más que percibía los preparativos que la servidumbre estaba ejecutando en obsequio de aquella vil mujer que le había revelado toda la negrura y todo el dolor de la existencia: “Ahora bajan la lámpara del comedor... Ahora sacan la vajilla... Deben de estar haciendo la cama... Ha salido gente: será Rufino a buscar a la tienda alguna cosa... Parece que están hablando en el gabinete azul...”
Ya no paseaba. Con el oído pegado a la cerradura, recogía ávidamente todos los rumores que llegaban de abajo. Y como llegaban demasiado confusos, concluyó por abrir la puerta, avanzar cautelosamente hasta el pasamanos de la escalera y escuchar desde allí, inmóvil, recogiendo el aliento. Había imaginado vagamente que su esposa, una vez sola y libre, subiría hasta su cuarto para hablarle. Lo hubiera deseado, para darse el gozo de arrojarla con algunas frases despreciativas que le llegasen hasta el fondo del alma. Hubo un instante en que pensó que este deseo se realizaba. Sintió pasos en la escalera: toda su sangre fluyó al corazón: se apresuró a dejar el pasamanos y a meterse de nuevo en el cuarto. Era Dolores que subía a pedirle una llave. Cuando se fué tornó a su espionaje: permaneció en la escalera larguísimo rato sin saber por qué hacía aquello. Escuchó el rumor confuso de la conversación de Dolores y su mujer. La doncella era charlatana: Joaquinita también tenía un temperamento expansivo: la plática se animaba cada vez más. Hasta se le figuró percibir algunas alegres carcajadas de su esposa, que le sorprendieron más que le indignaron. Por fin notó que se ponía a cenar. Dolores iba y venía con los platos. Terminó la cena. La doncella se detuvo en el comedor y prosiguió la charla. Cansado de estar en pie, se sentó en uno de los peldaños de la escalera. Al hacerlo sintió vergüenza y comenzó a darse alguna cuenta vaga de las emociones que embargaban su espíritu. Una hora larga esperó de aquel modo, percibiendo el rumor confuso de las voces, en el cual nada podía distinguir, ni siquiera cuál era la de su esposa y cuál la de la criada. Al cabo observó que salían del comedor. Todavía se figuró que su mujer aprovecharía aquella ocasión para subir a visitarle. Se puso en pie vivamente y se preparó a meterse en su cuarto tan pronto como sintiese pasos en la escalera. Pero esperó en vano. La señora se dirigió con Dolores hacia el gabinete azul. Sintió cerrarse la puerta tras ellas: luego notó que se abría de nuevo y salía la doncella y tomaba el camino de su cuarto. Sin duda había ayudado a desnudarse a la señora y la dejaba en la cama.
Con la cabeza entre las manos, los codos apoyados sobre las rodillas, permaneció inmóvil, abstraído, escuchando ya solamente la voz de su pensamiento y los latidos de su corazón. Un vivo despecho, del cual no quería darse cuenta, le mordía cruelmente las entrañas. Sentía la necesidad de avistarse con su mujer, de injuriarla, de escupirla, de abofetearla. ¿Por qué hacía unos instantes se había negado a recibirla, y ahora ansiaba de aquel modo tenerla delante? El mayorazgo creía que era porque su odio y su indignación habían crecido. No supo el tiempo que permaneció en aquella postura. El deseo de verse frente a su esposa ardía cada vez más vivo en su pecho, le ponía inquieto, excitado; se iba convirtiendo en una fiebre, en una rabia intensa que le devoraba. ¡Oh, tenerla entre sus manos, apretarla hasta hacerla gritar de dolor, hacerla padecer en el cuerpo lo que él había padecido en el alma! Puntas de hierro candentes le pinchaban por la espalda; las manos le temblaban como si le pidieran una estrangulación con que calmar sus ansias. Un calor insoportable le subía de las piernas al cerebro. Las tinieblas se espesaban, le envolvían en una atmósfera tibia, sofocante, como si se hallase en un subterráneo. Hubo un instante en que pensó que no podía moverse: los miembros entumecidos se negaban a obedecer a su voluntad. Hizo un esfuerzo, sin embargo, como si tratase de romper una tela que le sujetara, y se puso en pie.
Se dirigió con paso vacilante a su cuarto. La luz del quinqué que ardía sobre la mesa le hirió de tal modo que estuvo a punto de caer ofuscado. Apagóla de un soplo, buscó a tientas la ventana y la abrió de par en par. Una ráfaga viva de viento y agua le azotó el rostro y penetró rugiendo por la estancia, echando a volar los papeles de la mesa. D. Alvaro aspiró con delicia el aire frío y húmedo, asomóse a la ventana y expuso su frente ardorosa a la inclemencia del chubasco. Las mil agujas de la lluvia se le clavaron en las mejillas y convertidas en lágrimas las bañaron completamente. Por algunos minutos gozó con voluptuosidad de aquel frío, apeteciendo que le penetrase en el cerebro y sosegase su desordenada actividad. La noche no era tenebrosa. A pesar del espeso toldo de nubes, la luz de la luna conseguía cernirse y esparcía una débil y triste claridad. Sólo cuando algún nubarrón más espeso y más negro pasaba por delante de ella descargando su fardo de agua, la luz se extinguía casi por completo. Las olas se estrellaban contra los peñascos que sirven de baluarte al Campo de los Desmayos. El viento silbaba entre las grietas de la torre de la iglesia. La música lúgubre de los elementos embravecidos calmó un poco la fiebre del hidalgo.
Consolado por aquel refresco, respiró con libertad: se creyó dueño de sí. Sin embargo, a los pocos instantes el mismo deseo agudo, candente, volvió a pincharle el cerebro. ¡Oh, tener delante a la infame, vomitarle en el rostro las injurias que su dolor y su indignación habían acumulado durante tres años; luego cogerla así por el cuello y retorcérselo! Aquel instante de placer compensaría los tormentos que había experimentado. Un minuto que valía por toda una existencia de dolor. ¿Y por qué no gozarlo? ¿No tenía en su poder al verdugo de su dicha? ¿No estaba allí debajo, durmiendo tranquilamente, mientras él se agitaba todavía entre crueles torturas? Apartóse un poco de la ventana y se secó el rostro con el pañuelo. Sintió que era impotente para luchar con aquel apetito de venganza. Toda su filosofía despiadada, indiferente, se había ido a pique. El mundo dejó de ser pura representación; se convertía en realidad innegable; la vida adquiría el valor absoluto que tiene para todo ser finito. Era forzoso, a despecho de la razón, satisfacer los instintos animales que gritan en el fondo de nuestro ser. En vano, para calmarse, se decía que todas aquellas emociones nada valían ni significaban en el curso eterno de las cosas, que dentro de muy poco todo sería humo: en vano se representaba la imbecilidad del ser humano, luchando y padeciendo en holocausto de una fuerza que se burlaba de él. Todos sus pensamientos se estrellaban contra un anhelo poderoso, irracional, que le dominaba. El bruto, como sucede siempre, podía más que el filósofo.
Buscó a tientas la salida, y apoyándose en las paredes llegó hasta la escalera. Al bajar el primer peldaño, sus botas rechinaron en el silencio de la casa. Sentóse y se despojó de ellas. Luego se deslizó hasta abajo sin hacer el menor ruido. Sin tropezar, por el conocimiento perfecto de la casa, avanzó por los corredores hasta llegar a la puerta del gabinete azul. En aquel momento el gran reloj del comedor dió una campanada. No supo a qué hora pertenecía esta media. Acercó el oído a la cerradura y estuvo un rato escuchando sin percibir ruido alguno. Indudablemente Joaquina estaba ya durmiendo. Entonces se deslizó hasta la puerta de escape que la alcoba tenía en el pasillo y volvió a poner el oído. Al cabo de un momento pudo oir una respiración igual y serena. Un vivo estremecimiento corrió por todo su cuerpo al percibirla. Sintió un nudo en la garganta, pero un nudo de fuego; el corazón quería saltarle del pecho: apoyó las manos sobre él para apagar el ruido de las palpitaciones. La traidora dormía tranquilamente sin curarse de él. ¿Aquel deseo de reconciliación era, pues, una farsa? ¿Venía a buscar dinero solamente? ¡Qué miserable! ¡Qué mujer tan odiosa!
Empleando todas las precauciones imaginables, levantó el pestillo de la puerta y empujó. Tenía el pasador echado por dentro. Entonces se fué a la puerta del gabinete. Aquélla estaba abierta. Avanzó por la estancia sobre la punta de los pies conteniendo la respiración, llegó hasta la alcoba y levantó las cortinas. Dió un paso más y chocó con la cama: puso la mano sobre ella y la deslizó hacia la cabecera. Sintió la presión del cuerpo de su esposa al hincharse con la respiración. Acercó el rostro hacia el sitio donde debía de estar la cabeza de la dama, y dijo muy quedo:
—Joaquina, Joaquina.
No despertó.
—Joaquina, Joaquina—repitió.
Tampoco hizo movimiento alguno. Entonces la sacudió levemente por el hombro, llamándola de nuevo.
La dama dió un grito y despertó despavorida.
—¡Jesús! ¿Quién es? ¿Quién va?
—No te asustes, soy yo—dijo con voz débil el mayorazgo.
—¿Quién? ¿Quién?—replicó la dama, con señales de terror en la voz, echándose hacia la pared.
—Soy yo, soy Alvaro... Mira—añadió con voz temblorosa,—sé que has venido a hacer las amistades... Has hecho bien... Olvidémoslo todo, comencemos una nueva vida...
La dama no respondió. Metida contra la pared, escuchábase su respiración aún anhelante por el susto.
—Hice esfuerzos sobrehumanos para olvidarte—prosiguió con la voz misma temblorosa, apagada por la emoción,—pero fueron inútiles... Estás metida a hierro y fuego dentro de mi pecho... Has sido mi primero, mi único amor en este mundo... Me has hecho mucho daño, ¡mucho! pero aunque me hicieses mil veces más, no se borrarán de mi alma los momentos de dicha embriagadora que te debo... ¡Te quiero, sí, te quiero, te adoro!... Aunque me llamen cobarde, indigno, lo repetiré a la faz del mundo entero... ¡Si supieses cuánto he sufrido! No ha sido mi dignidad, mi orgullo destrozado, lo que me ha hecho padecer... Mi corazón es el que ha sufrido... ¡Qué desconsuelo! ¡Qué tristeza tan honda! Parecía como si una mano helada me arrancase suavemente las entrañas... Pero ya pasó todo... ¿Verdad que ya pasó?... Comenzaremos a amarnos de nuevo, como aquella tarde en que te estreché entre mis brazos por primera vez, en una calle de árboles de los jardines de Aranjuez...
El mismo silencio por parte de Joaquinita.
—Contéstame... ¿Te he asustado, vida mía? Perdóname... ¿Por qué no has salido luego que se fué ese cura?... ¿Pensabas que iba a arrojarte?... No, preciosa mía... no... Te quiero, te adoro...
Al mismo tiempo, alargando las manos, tropezó con una de su esposa, la cogió y la llevó a sus labios con entusiasmo. La dama la retiró prontamente.
D. Alvaro quedó sobrecogido.
—¿Por qué me retiras tu mano?... ¿No te tiendo yo la mía, y soy el ofendido?... ¿No has venido a reconciliarte conmigo?...
—Sí, sí, Alvaro—murmuró ella.—A eso he venido... Me has asustado...
—Perdóname, Joaquina... ¡Si supieses qué alegría me causa el oir tu voz! Pensé que nunca ya, ¡nunca ya! la volvería a oir. ¿Quieres ser mi esposa?—añadió bajando la voz, inclinándose para acercar la boca al rostro de la dama.—Déjame un sitio a tu lado, hermosa... Déjame ser una noche feliz...
—No, Alvaro, ahora no—volvió a murmurar la esposa infiel.—Mañana... Déjame, estoy muy cansada... Déjame hasta mañana...
—No te molestaré. Me estrecharé cuanto pueda y dormirás tranquila...
—No, ahora no puede ser... Mañana.
—¿Por qué no? ¿No quieres ser mi mujercita? ¿No quieres que seamos felices otra vez, como en aquellos primeros meses de nuestro matrimonio?
—Sí, lo quiero... Pero ahora estoy muy nerviosa... Deseo quedarme sola... Mañana será otro día, y te prometo ser tuya... Ahí tienes mi mano... Vete a dormir, Alvaro... Hasta mañana.
Montesinos buscó en la obscuridad aquella pequeña y hermosa mano, que tan bien conocía, y la apretó contra sus labios perdidamente, la devoró a besos. Joaquina la abandonó en su poder, esperando que al cabo se marcharía. Soltóla, en efecto, pero fué para echarle los brazos al cuello y apretarla contra su pecho, loco, perdido de amor, aplastando sus labios con besos brutales, frenéticos. La dama forcejeó rabiosamente para desasirse, y lo logró, haciendo tambalearse a su marido de un empellón.
—¡Te he dicho que no quiero, que no quiero!—le gritó con voz colérica.—Si vuelves a tocarme, me marcho desnuda como estoy por esas calles... ¡Vete! ¡Vete!
D. Alvaro quedó clavado al suelo por el estupor. No eran sus palabras las que le dejaban frío, horrorizado; era aquella voz aguda como la hoja de un puñal, que le llegaba hasta lo más hondo del pecho.
—¡Vete! ¡Vete!—repitió ella alzando aún más el grito.
En aquel momento ni un pensamiento cruzaba por el cerebro del mayorazgo: todas sus facultades quedaron aniquiladas, rotas por la sorpresa y el horror del golpe. No sentía más que una viva impresión de anhelo, como si se hubiese caído de algún sitio muy elevado y estuviese aún por el aire. El mundo desapareció en medio de aquella oscuridad: nada existía en las tinieblas que le envolvían, ni siquiera su pensamiento. Sólo quedaba una voz estridente, fatal, y un gran dolor, un dolor eterno.
Tropezando con los muebles, brincando como si escapase de una catástrofe, salió de aquella estancia. Se encontró en la escalera agarrado fuertemente al pasamanos para no caer. Allí se detuvo y quiso coordinar sus ideas. ¿Por qué corría? ¿Qué había pasado? No se daba razón de aquella huída repentina. Trató de volverse y penetrar de nuevo en la estancia de su esposa y entrar en explicaciones; pero las piernas se negaron a obedecerle. Un horror instintivo, como si hubiese delante un pozo negro y hondo, le detuvo. Avanzó, cogiéndose con ambas manos a la barandilla, y llegó hasta su cuarto. El huracán, penetrando por la ventana abierta, se había enseñoreado de él; los papeles volaban, los muebles a que se iba agarrando estaban mojados. Sus manos tropezaron en el sillón del escritorio, y se sentó sin intentar siquiera buscar las cerillas ni cerrar la ventana. Así permaneció inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos en la obscuridad, sin sentir el frío que le penetraba hasta los huesos ni el agua de los chubascos que le bañaba a intervalos la cabeza, no pudiendo determinar si el rumor que le ensordecía y le mareaba era realmente el de las olas o sonaba tan sólo en su cerebro.
Así le sorprendió la claridad del día, un día triste y sucio, como casi todos los del invierno en Peñascosa. Alzóse al fin, como un sonámbulo, entró en la alcoba y se dejó caer pesadamente en la cama. Ramiro no pudo despertarle a las nueve para tomar el desayuno. Era un sueño invencible, de aniquilamiento, semejante a la muerte. Dormía en una inmovilidad absoluta, con los ojos entreabiertos y el rostro densamente pálido. Cuando a las tres de la tarde salió de aquel profundo letargo, supo, sin asombro alguno, que su esposa se había marchado en la diligencia de Lancia.
LA Aldea perdida, que he titulado novela-poema, es en efecto tanto un poema como una novela. Y si Dios me hubiese dotado con la facultad de fabricar versos armoniosos como a Garcilaso de la Vega, seguramente la escribiría en verso.
Está empapada toda ella de los recuerdos de mi infancia. Su escenario es la pequeña aldea de las montañas de Asturias donde he nacido y donde se deslizaron muchos días, si no todos, los de mi niñez.
Para un niño aquellas peleas a garrotazos entre un puñado de rústicos, que a un hombre le causarían risa, tomaban proporciones colosales, homéricas. Quizá hoy si presenciásemos las luchas homéricas entabladas ante los muros de Troya, nos harían reir también.
Después he visto aquel amado valle natal agudamente conmovido por la invasión minera. Su encanto se había disipado. En vez de los hermosos héroes de mi niñez vi otros hombres enmascarados por el carbón, degradados por el alcohol. La tierra misma había también sufrido una profunda degradación. Y huí de aquellos parajes donde mi corazón sangraba de dolor y me refugié con la imaginación en los dulces recuerdos de mi infancia. De tal estado de ánimo brotó la presente novela.
Es la primera y única vez que dejé su nombre verdadero a esta región. La había ya descrito en El Señorito Octavio y en El Idilio de un enfermo con nombre supuesto. Aquí no sólo conservé los nombres de los sitios, sino también los de algunos personajes que en la acción intervienen. La casa de Entralgo es la mía solariega. Su dueño, D. Félix Ramírez del Valle era mi abuelo, a quien sólo guardé sus iniciales, pues se llamaba D. Francisco Rodríguez Valdés. Su criado Linón de Mardana, que lo fué después de mis padres y por último mío, murió hace cuatro años de más de noventa.
A nadie sorprenderá, pues, mi predilección por esta novela. Si hubiesen de perecer todas y se salvase una del olvido, quisiera que fuese ésta. La escribí para mí únicamente como el hombre que se divierte haciendo solitarios con una baraja. No pude imaginar que pudiera ser gustada más que por algunos viejos asturianos como yo. Sin embargo, contra todos mis cálculos, fué acogida con extraordinaria benevolencia, y es una de las que más se han popularizado. Algunos críticos, con razón o sin ella, la prefieren a todas las otras. Tan cierto es que en literatura nada hay mejor que dar gusto a sí mismo para dárselo a los demás.
Los mozos del valle de La viana se hallaban divididos en dos bandos. De un lado, los de las parroquias de Lorío y Condado; de otro, los de Entralgo y Villoria. En las romerías era donde especialmente estallaban las reyertas y donde se apaleaban lindamente; pero también en particular y en días ordinarios solía haber algunos choques. Jacinto de Fresnedo, mozo de la parroquia de Villoria, galantea a Flora que es de Lorío. Una noche va a visitarla. Saliendo de su casa, tropieza en el camino con Toribión de Lorío y otros mozos, que le arrancan el palo, le golpean y le torgan. La torga consiste en amarrar el propio palo a la espalda de un mozo con los brazos en cruz y luego soltarle los pantalones, para que, formando grillete, apenas le deje caminar. Jacinto con gran dificultad logra llegar a su casa. Su primo Nolo de la Braña, que por desabrimiento con sus amigos se hallaba hacía tiempo apartado de las peleas, indignado con la humillación infligida a un pariente tan cercano, se decide a vengarle.
CUANDO un mensajero enviado de Villoria anunció a Nolo la humillación que los mozos de Lorío habían infligido a su primo, en el primer momento se resistió a creerlo. Rendido, sin embargo, a la evidencia, fué acometido de un furor insano que puso en huída al zagal que le trajo la noticia. Se arrancaba los cabellos, pateaba el suelo como un potro no domado, batía contra las paredes de su casa los aperos de la labranza, lanzaba terribles imprecaciones y amenazas. Al fin cayó en una calma más terrible aún que su furor. Quedó pálido y profundamente sosegado. Subió a su cuarto para vestirse el traje de los días de fiesta, el calzón corto de paño verde con botones dorados de filigrana, el chaleco floreado, la blanca camisa de lienzo que la tía Agustina había hilado con sus manos primorosas; ciñó a sus pies los borceguíes de becerro blanco, cubrió su cabeza con la montera picuda de terciopelo, echó en seguida sobre sus hombros la chaqueta; tomó su palo. Así ataviado se puso en marcha y bajó a Fresnedo. Llamó en una de las primeras casas; preguntó por uno de sus amigos; le dijo algunas palabras al oído. El semblante del mozo se contrajo. Nolo le hizo una pregunta en voz baja. Respondió el mozo con un signo de afirmación. Nolo se despidió. En esta forma recorrió las casas de los más bravos guerreros de Fresnedo. Luego envió emisarios a las Meloneras, a los Tornos y a Navaliego. Después bajó a oir misa a Tolivia.
A las tres de la tarde se reunían en las afueras de esta aldea hasta cincuenta mozos de los altos de Villoria, la flor de la juventud montañesa del valle de Laviana, y emprendieron la marcha hacia la romería del Otero. ¿Por qué tan tarde? A la hora en que llegaréis, galanes, la romería estará muy cerca de deshacerse: las hermosas zagalas buscarán ya con la vista a sus parientes para reunirse a ellos y tomar el camino de su casa. No importa. Hoy no es día de festejar a las rapazas.
Marchaban fieros y graves, el rostro contraído, la mirada fija. Ninguna chanza alegre se escuchaba entre ellos como otras veces: ni una palabra salía de sus labios. Sus pasos sonaban huecos y lúgubres por la calzada pedregosa. ¡Así os ví cruzar por Entralgo con vuestras monteras sin flores, con vuestros palos enhiestos como una nube que avanza negra por el cielo para descargar su fardo de cólera sobre alguna comarca próxima! Mi corazón infantil palpitó y desde el corredor emparrado de mi casa os grité:
—Nolo, ¿vais a zurrar a los de Lorío? ¡Llévame contigo!
Yo te vi sonreir, intrépido guerrero de Villoria. Alzaste la mano y me enviaste un gracioso saludo.
En vez de cruzar la barca, subieron un poco río arriba y lo salvaron por un vado descalzándose previamente. A toda costa no querían llamar la atención y caer sobre la romería de improviso. Una vez en el camino de la Pola ascendieron por la montaña hacia el santuario del Otero, no siguiendo el camino trillado, sino por senderos extraviados.
El campo donde la fiesta se celebraba era un prado casi circular y llano sobre la misma colina. Más de la mitad de él, por la parte superior, estaba rodeado de un espeso bosque de robles. Los de Fresnedo se ocultaron allí sin ser vistos de la gente de la romería.
Hallábase ésta en todo su esplendor. Hervía el campo con rumor gozoso de cantos y risas y pláticas ruidosas. Una muchedumbre vestida de día de fiesta discurría por él entrando y saliendo de la iglesia, parándose delante de los puestos de bebidas, comprando frutas y confites o agrupándose en torno de los bailarines. Debajo de un hórreo próximo al templo sonaban la gaita y el tambor y allí más de dos docenas de mozos y mozas se entregaban con furor al baile. Más lejos, en paraje descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban cadenciosamente al compás de sus cantos.
—Florita, ¿dónde tienes a Jacinto?—preguntó una joven de la Pola a la gentil molinerita de Lorío.
Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.
—¡Madre! ¿Es algún gato Jacinto que se trae y se lleva en una cesta?—respondió Florita enseñando para reir las perlas de sus dientes.
—Si no lo es, alguna vez quisiera convertirse, aunque no fuese más que para saltarte sobre el regazo.
—¡Calla, tonta! Pronto le diría ¡zape! Los gatos dejan muchos pelos en la ropa—exclamó la zagala dando un cariñoso empujón a su amiga que por poco le hace caer de espaldas.
—¡Vaya, que antes ya le pasarías la mano sobre el lomo!... ¡Pobrecito! ¡Pobrecito menino!
—¡Fu! ¡fu! ¡Zape!—gritaba la niña emprendiéndola a pellizcos con la burlona y retorciéndose de risa.
Sin embargo, al cabo quedó seria. Estaba sorprendida y despechada al mismo tiempo de no ver a su novio en la romería. ¿Se iría a hacer el desdeñoso aquel zarramplín después de haberle arrancado la confesión de su amor? Esta idea inquietaba su orgullo y arrugaba su frentecita.
—¿Lo ves cómo te quedas seria?—le dijo su amiga con ojos maliciosos.—No puedes ocultar que estás chaladita perdida por Jacinto.
Hizo un mohín de desprecio la linda morenita.
—¡Yo perdida por ese cachorro!... No me conoces, Carmela.
Y para demostrar lo contrario llamó a uno de sus primos que por allí andaba y le invitó a bailar. Bailaba con sobrado coraje la molinera de Lorío para que no dejase sospechar que había en ello más jactancia que alegría.
Sin embargo, la romería iba cerca de su fin. El sol se acercaba lentamente a las cumbres de la Vara, encima de Canzana: pronto les daría el beso de despedida. Andaban por el campo de la fiesta bastantes mozos de Villoria y Tolivia y algunos de Entralgo, pero desparramados, mustios y con apariencia de huídos. Las repetidas victorias de los de Lorío los tenían acobardados y recelosos, sin gana alguna de emprender nueva quimera, aunque sus enemigos les daban para ello sobrado motivo. Es indecible el grado de orgullo y de insolencia a que éstos habían llegado. No sólo con miradas y gestos provocativos les quemaban la sangre, sino también con picantes indirectas y con insultos groseros les ponían en el trance a cada instante de perder la paciencia y experimentar una nueva y vergonzosa derrota.
Pero el más insolente, el más provocativo, el más fachendoso de todos era Toribión de Lorío. Imposible mirar solamente a aquel hombre sin sentir el corazón henchido de rabia. Por eso los de Entralgo y Villoria se apartaban cuanto podían de los parajes en que el jefe poderoso de Lorío relampagueaba de orgullo y de jactancia.
Jamás se le viera más alegre y fanfarrón que aquella tarde. Con la montera terciada y el garrote empuñado por el medio iba de un lado a otro sonriente, provocativo, embromando a unos, injuriando a otros, como si el campo de la romería fuese suyo o no hubiera en dos leguas a la redonda más rey ni más amo que él.
Y en verdad que no parecía en toda la comarca mozo más fornido... Su padre, labrador rico de Lorío, lo había criado no con nabos y castañas, sino con sabrosos torreznos de jamón y cecina, con pan de escanda y buenos tragos de vino de Toro que los arrieros de Castilla acarrean por el puerto de San Isidro. Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un carro de hierba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni partiendo leña. Llevaba aquel día envuelta la cabeza, por mayor gala, en un pañuelo floreado de seda y la montera encima; apretaba sus piernas membrudas de gigante fino calzón de Segovia; colgaban de la botonadura de su chaleco los cordones del justillo de Flora que había arrancado la noche anterior al infortunado Jacinto.
Cuando se hartó de caracolear por los diversos grupos decidióse a entrar en la danza. Su presencia causó disturbio y malestar entre los mozos. Porque Toribión, no sólo con los enemigos, sino con los suyos se mostraba intemperante. Ahora daba terribles empellones a los mozos que tenía más próximos haciéndoles vacilar cuando no caer de bruces, ora se gozaba en apretarles la mano hasta hacerles exhalar gritos de dolor. Reía, gritaba, cantaba y hablaba a destiempo.
—¿Dónde están los pollos de Entralgo y de Villoria?—profería riendo a carcajadas.—Hace ya mucho tiempo que no oigo su pío pío. ¿Andan de rama en rama los pajaritos o están todavía en el nido esperando a que su madre los cebe?... Dicen que los espanta el milano... ¡Cua! ¡cua! ¡Corred, corred, pollitos, que allá va el milano!... ¡Cua! ¡cua!
Y extendía los brazos y chillaba imitando el grito de las aves de rapiña. Y su risa era tan grande que el exceso de alegría bañaba sus mejillas de lágrimas.
—¡Ijujú!—concluyó gritando con su voz de bronce.—¡Viva Lorío!
Un hombre saltó en aquel momento en medio del corro y gritó con voz estentórea:
—¡Muera!
Aquel intrépido guerrero era el hijo del tío Pacho de la Braña.
—¡Muera!... ¡muera!... ¡muera!
Tres veces repitió el mismo grito. Su voz poderosa llegó hasta los últimos confines de la romería produciendo en ella un estremecimiento de terror. Corrieron los niños a refugiarse entre las faldas de sus madres, desbandáronse los hombres, chillaron las mujeres, volcáronse las mesas de confites y las cestas de fruta. Un miedo pánico se apoderó de aquella muchedumbre tan alegre momentos antes.
Toribión de Lorío empalideció también; pero reponiéndose presto se lanzó sobre su rival soltando espumarajos de cólera. Alzó su garrote enorme como una tranca que sólo él era capaz de manejar y lo descargó con tal ímpetu sobre la cabeza de Nolo que se la hubiera partido si éste no hubiera evitado el golpe esquivando el cuerpo.
—Has errado el golpe, Toribión—profirió con voz entera el héroe de la Braña.—Si tuvieses las manos tan ligeras como la boca pronto darías buena cuenta de mí. Pero confío en que ahora vas a pagar tu fachenda de siempre y la marranada de ayer. ¡Muera el cerdo de Lorío!
Ambos combatientes se arrojaron el uno sobre el otro con el corazón henchido de un furor salvaje. Nolo, aunque de la misma estatura que el caudillo de Lorío, era menos corpulento; mas lo que le cedía en cuerpo se lo ganaba en flexibilidad y ligereza. Se habían arrollado la chaqueta al brazo izquierdo para que les sirviese de escudo. El palo de Nolo era corto, de acebuche, pintado al fuego y sujeto a la muñeca por una correa. El de Toribio largo y pesado de roble.
Los mozos de Lorío se habían aproximado de una parte, los de Entralgo y Villoria de otra. Pero los dos bandos se mantuvieron apartados por tácito acuerdo, dejando amplio trecho para que sus héroes más famosos saldasen solos y cara a cara la cuenta que tenían pendiente.
Toribión, así que hubo errado el golpe, levantó de nuevo la tranca; pero antes que tuviese tiempo a descargarla se le anticipó con increíble presteza el de la Braña y le atizó un estacazo en la cabeza que le obligó a tambalearse. Reponiéndose instantáneamente volvió sobre su adversario como un león hambriento o un jabalí que necesita abrirse paso. Nolo pudo parar el golpe con el brazo izquierdo que aun con la almohada de la chaqueta se resintió bastante. Lanzó un rugido de dolor el guerrero de la Braña y acometido por la rabia homicida comenzó a brincar en torno de su enemigo como un tigre sediento de sangre, atacándole por todas las partes con incansable furor. Temblaba la tierra bajo los pies de tan formidables guerreros, crujían sus palos al chocarse, escuchábase de lejos su resuello temeroso. Todo el campo de la fiesta se estremecía pendiente de aquella descomunal batalla.
Por fin el hijo del tío Pacho alcanzó el brazo derecho de su contrario con un garrotazo. Saltó el palo de la mano de Toribión y quedó inerme frente a su adversario. Entonces viéndose perdido, no halló otro recurso que volver la espalda y darse a correr moviendo con ligereza sus piernas. Pero el valiente Nolo le seguía de cerca lleno de confianza en sus pies rápidos. Dos veces dieron la vuelta entera al campo de la romería. Como un galgo persigue al través de la verde llanura a la liebre que acaba de levantar entre la maleza, así el héroe de la Braña seguía y apretaba cada vez más al ilustre guerrero de Lorío. Los de uno y otro bando se mantienen suspensos y anhelantes contemplando la carrera de sus jefes, el uno fugitivo, el otro corriendo sobre sus pasos.
La mala ventura de Toribión quiso que al hacer la tercera vuelta se le enredasen los pies entre un helecho y cayese de bruces. Alzóse rápidamente, pero antes que pudiera emprender de nuevo la carrera un garrotazo de Nolo le hizo dar con su pesado cuerpo en el suelo. Entonces el irritado mozo sació sobre él su furor descargando sobre sus espaldas algunos garrotazos, mientras le decía lanzándole una mirada feroz: “¡Echa roncas ahora, pelele, echa roncas! ¿Te creíste que porque Dios te ha dado mucha fuerza los demás somos de manteca? Si ayer noche fuera yo con Jacinto no lo hubierais torgado, gran cerdo. ¡Toma por ladrón! ¡Toma por cerdo!”
Los de Lorío, viendo a su compañero así caído y golpeado, volaron al fin a su socorro. Mas los de Entralgo y Villoria, animados con la presencia de Nolo y su buen suceso, les salieron al encuentro. Cuando los de uno y otro bando se hubieron encontrado, sonó un formidable clamor. Los hombres chocaron con los hombres, los palos con los palos. Escucháronse a la vez gritos de triunfo y lamentos, imprecaciones y vivas. Como dos ríos impetuosos que caen de la montaña y sus aguas se tropiezan en el valle con fragoroso estruendo que se oye a lo lejos, así los dos ejércitos rivales cayeron el uno sobre el otro. Igual furor los anima: el mismo deseo de gloria agita sus corazones.
Sin embargo, los de Entralgo eran menos numerosos, y ante la avalancha formidable de sus enemigos no tardaron en ceder terreno. Entonces Nolo de la Braña se salió un instante del sitio de la lucha y lanzó un silbido penetrante. Los cincuenta guerreros de Fresnedo, Meloneras y Navaliego, al oir aquella señal, surgieron de improviso del bosque donde se hallaban ocultos y cayeron como buitres hambrientos lanzando gritos horrísonos sobre los mozos del Condado y Lorío. ¿Quién pudiera resistir el ímpetu de aquella juventud magnánima? Una tromba de agua y pedrisco no causaría más daño en un sembrado: la mar alborotada arrojando sobre la tierra sus espumas amargas no infundiría más espanto. Todo cae, todo huye, todo grita delante de su furor indomable. Los de Lorío, aterrados, apenas pueden resistir breves instantes. En vano el valeroso Firmo de Rivota los anima con grandes voces al combate y dando el ejemplo se arroja con temerario coraje en medio de la pelea. El mísero sucumbe al fin bajo el garrote de Jacinto de Fresnedo; cae aturdido y es pisoteado.
¡Musas, decidme los nombres de los guerreros que allí cayeron o salieron descalabrados bajo los garrotazos de los hijos magnánimos de Entralgo, porque yo no acierto a contarlos! Tú, bizarro Angelín de Canzana, tumbaste de un estacazo en medio de la cabeza al esforzado Luisón de la Granja, hijo del tío Ramón, famoso domador de potros. Confiado en sus fuerzas extraordinarias, quiso hacerte frente; pero lograste pronto volcarle y fué pisoteado. El valeroso Ramiro de Tolivia midió varias veces las espaldas con su garrote a Juan de Pando, afamado en todo el valle, no sólo por su valor, sino por la habilidad en el baile. Ninguno con más primor ejecutaba las mudanzas y saltaba delante de su pareja: en esta ocasión no le valieron sus ágiles piernas: aunque corría como un gamo por el monte abajo, Ramiro le alcanzó repetidas veces con su palo. Froilán de Villoria desarmó y apaleó sin piedad a Pin de Boroñes, sobrino del cura del Condado, a quien su tío estaba enseñando latín para enviarlo al Seminario de Oviedo y ordenarlo in sacris por la carrera abreviada. Antes que el obispo lo consagrase, Froilán logró hacerle un buen chichón en la corona. Pero más que todos éstos se distinguió en aquella jornada memorable Tanasio de Entralgo. Su cayado fulminante, cortado en el monte Raigoso, abatía cuanto encontraba delante. Imposible contar el número prodigioso de bollos y tolondrones que aquel mortífero instrumento causó en breve tiempo. No era un arma en sus manos, sino rayo fragoroso, resonante, que sembraba el terror y la alarma por doquiera que pasaba.
¿A quién sacrificaste tú, impetuoso Celso, honor y gloria de mi parroquia? Bajo tus acometidas invencibles cayeron muchos y bravos guerreros de Lorío y cayó también el más ilustre de los hijos del Condado, el famoso Lázaro, que después de Toribión y Firmo era tenido por el más esforzado de los enemigos de Entralgo. No le valió su garrote nudoso de acebuche ni le valieron sus saltos prodigiosos. Tú derribaste de un garrotazo su montera adornada de claveles y luego le tentaste varias veces la cabeza y las costillas. ¿A quién inmolaste tú, industrioso Quino, el más galán y más prudente de los hijos de Entralgo? Bajo tu palo gimieron muchos bravos en aquella aciaga jornada y por fin tuviste el honor de ver huir delante de ti al valeroso Lin de la Ferrera. Si no le diste alcance no fué porque te faltasen piernas, sino porque no quisiste que los mozos del Condado te cortasen la retirada.
Pero en aquella ocasión por su fuerza y por su audacia se distinguió Nolo, el hijo del tío Pacho de la Braña, entre todos los hijos de Villoria y Entralgo y ganó gloria imperecedera. Parecido a una llama impetuosa penetra entre las filas de los contrarios sembrando en ellas el pavor. Tan pronto está en un sitio como en otro; aquí tumba a un mozo, más allá desarma a otro, en otra parte persigue a un fugitivo. Imposible averiguar a qué campo pertenecía, si peleaba del lado de Lorío o de Entralgo. Como un río impetuoso se despeña en el invierno sobre el valle y rompe los diques que las manos del hombre le han puesto y arrastra los árboles y las casas y destruye las más florecientes heredades, de tal modo el hijo del tío Pacho penetra en las espesas falanges de los de Lorío introduciendo en ellas el desorden y el espanto.
¿Dónde estabas tú, belicoso Bartolo, dónde estabas tú en aquel momento de perdurable memoria para nosotros? Habías llegado tarde a la romería y te habías acercado al hórreo donde los zagales y zagalas se entregaban al baile. Allí tropezaste con un amigo que te invitó a beber unos vasos de sidra. Y descuidadamente, sin pensar que los de Entralgo iban a necesitar pronto de tu invencible brazo, te entretuviste alegremente narrando amores y combates. En vano te dijeron: “Bartolo, parece que hay palos en la romería.” Tú no hiciste caso, acostumbrado como estabas a despreciar los peligros, y enardecido por la plática y la sidra seguiste relatando la historia maravillosa de tus hazañas. Cuando al cabo algunos fugitivos vinieron a refugiarse bajo el hórreo y pudiste cerciorarte de que la bulla no era niñería, con terrible calma cubriste tu cabeza con la montera, pediste otro vaso de sidra, lo bebiste y después de haberte limpiado repetidas veces los labios con el dorso de la mano dijiste con sosiego aterrador: “Vamos a ver lo que quieren esos pelafustanes.” Y saliste arrojando miradas homicidas a todos lados.
Pero ya la victoria estaba declarada por los de Entralgo. Los de Lorío y Condado corrían desbandados y seguidos de cerca por los primeros. Las mujeres, los niños y los hombres pacíficos se habían refugiado en el pórtico y en los alrededores de la iglesia. El campo de la romería estaba poco menos que desierto. Sembrados por él y aturdidos por los garrotazos yacían algunos guerreros. Uno de ellos se levantó y derrengado, sin palo y sin montera enderezó sus pasos trabajosamente hacia la iglesia. Era el famoso Toribión, el caudillo ilustre de Lorío. Bartolo lo vió y animado de un valor intrépido saltó sobre él como un león y de un par de estacazos le hizo de nuevo medir el suelo.
—Ya caíste entre mis uñas, Toribión—exclamó con sonrisa diabólica—. Mucho tiempo hacía que tenía gana de verme cara a cara contigo. Cuando te levantes marcha a Lorío y cuenta a tus compañeros cómo te ha hecho morder la tierra el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.
Después, sereno, majestuoso, semejante a un dios recorrió el campo de la fiesta sin que nadie se opusiera a su marcha triunfante.
Hartos de apalear y perseguir a los de Lorío, no tardaron en llegar los zagales victoriosos de Entralgo y de Villoria lanzando gritos de triunfo. De nuevo se puebla el campo de romeros y por algún tiempo reina la misma animación. Los mozos vencedores, ebrios de alegría, quieren depositar su triunfo a los pies de las rapazas y les ofrecen sus monteras llenas de confites y avellanas tostadas. Sonríen ellas, se hacen las melindrosas; insisten ellos y a pesar de su fuerza indomable se muestran ruborosos y humildes como niños.
Jacinto se acerca a Flora. Su rostro aún está contraído, sus manos tiemblan, todo su cuerpo manifiesta extraña agitación.
—¿Qué mosca te ha picado, Jacinto?—le pregunta la linda morenita mirándole con una risa maliciosa.
—¿Sabes lo que han hecho ayer noche conmigo tus vecinos?—exclama rudamente el mozo.
Flora le mira sorprendida.
—Pues en cuanto salí de tu casa, antes que llegase a Rivota, entre Toribión y otros tres me torgaron.
Un relámpago de ira pasó por los ojos de la zagala.
—¿No te dije que no te fiases de ellos, Jacinto? ¡Que eran muy burros! ¡muy burros!
Demetria, hija natural de una señora de elevada alcurnia de Oviedo, fué entregada al nacer a unos labradores de Canzana, el tío Goro y la tía Felicia. Se crió como hija suya y llegó á los diez y seis años sin conocer el secreto de su nacimiento. Su verdadera madre, arrepentida del abandono en que la había tenido, se presenta un día en Canzana reclamándola. Demetria estaba en relaciones amorosas con Nolo de la Braña. Tanto por esto, como por el intenso cariño que profesaba a sus padres y hermanos putativos, experimenta un profundo pesar.
ASÍ fué como los de Entralgo lograron el desquite, ganando inmensa gloria. Pero el hijo intrépido del tío Pacho de la Braña no pudo saborearla porque no halló en la romería a Demetria, aunque largo tiempo la buscó por todas partes. Nadie le daba noticia de ella, ni del tío Goro ni de Felicia. Preguntó a Flora y ésta tampoco sabía por qué su amiga dejara de asistir a fiesta tan renombrada. Con el corazón lleno de tristeza el héroe de la Braña iba y venía de un grupo a otro, siempre con la esperanza de hallar en alguno a su dueño bien querido. Cuando se llegó la noche y aquella muchedumbre se fué dispersando tomó la resolución de ir a Canzana y así lo comunicó a sus compañeros. Pero el prudente Quino le habló de esta manera:
—Yo no dudo, Nolo, que vayas a Canzana esta noche, aunque bien sabes que los de Lorío no dejarán de esperarte en el camino. Si todos los hemos agraviado ahora, a nadie más que a ti guardarán rencor. Grande alegría les darías si pudiesen saciar en ti su venganza, porque tú fuiste quien les preparó la garduña en que cayeron. Mi parecer es que dejes la visita hasta mañana y que la hagas a la luz del día, cuando todos esos mozos estén en el trabajo. Y si es que no quieres dejarla, entonces nosotros te acompañaremos después hasta Villoria.
El hijo del tío Pacho lanzándole una mirada feroz le respondió:
—Pasmárame a mí que no salieses con alguna de las tuyas. ¿Quién sino tú pudiera meterme miedo con esos mamones que todavía están corriendo y no pararán hasta esconderse debajo del escaño de su casa? Tienes el corazón de liebre y vales más para comer la torta y la leche al pie del lar que para sacudir garrotazos en las romerías. Guárdate, guárdate en casa esta noche, que yo no necesito que nadie me dé escolta.
El industrioso Quino sintió que el calor subía a sus mejillas y replicó encolerizado:
—Nada te he dicho, Nolo, que merezca que me insultes de ese modo, y no es de mozos criados en ley de Dios hacer ofensa a los amigos que se han portado bien. Si yo como la torta al pie del lar, tú la comes también, porque no te mantienes del aire, y si tú das garrotazos en las romerías, garrotazos sacudo yo cuando se tercia. Vete solo si quieres, que no será Quino de Entralgo quien te lo estorbe.
Iba a contestar Nolo con otras pesadas palabras; pero el intrépido Celso de Canzana, temiendo que la disputa llegase a pelea, se apresuró a intervenir.
—Ya que lo veo necesario, Nolo, voy a decirte lo que sé y que según las trazas nadie ha querido contarte hasta ahora. Esta mañana se presentó en Canzana una gran señora y preguntó por el tío Goro y la tía Felicia. Entró en su casa, habló con ellos y también con Demetria y se fué en seguida. Allí se dice que esta gran señora es la madre de tu rapaza y que se la lleva para Oviedo o Gijón. Ahora ya sabes por qué no ha venido esta tarde a la romería. Si quieres ir a Canzana puedes hacerlo, y si a la Braña lo mismo. De todos modos, los mozos de Entralgo estamos siempre para lo que gustes mandar.
Quedó Nolo suspenso y acortado al escuchar estas palabras. Una gran tristeza inundó su corazón y empalidecieron sus mejillas. Apenas pudo murmurar las gracias. Repuesto un poco, al cabo se despidió de sus amigos manifestando que iba derecho a su casa.
Se acostó en la cama, pero no pudo gozar de las dulzuras del reposo. Todas sus ilusiones se huían. Aquel amor profundo, el primero y el único de su vida, se disipaba como un sueño. Lo que tenazmente se susurraba hacía tiempo y había llegado varias veces a sus oídos resultaba cierto. Demetria no era hija de aldeanos, sino de señores, y señora ella misma por lo tanto. ¿Cómo se acordaría en las alturas de su nueva posición de la bajeza de aquel aldeano que la amaba? ¡Oh, cuánto la amaba! El pobre Nolo daba vueltas en su lecho cual si tuviese espinas.
Por la mañana pensó en comunicar con su madre tan tristes noticias, pero no pudo hacerlo. La voz no quiso salir de su garganta; temía echarse a llorar como un niño. Salió a trabajar, pero en vez de hacerlo dejóse caer bajo un árbol, y así se estuvo toda la mañana inmóvil, con los ojos extáticos. Un deseo punzante le acometió, el de ver por última vez a Demetria y despedirse. Quizá no se hubiese marchado aún. Si se había marchado, quería ver siquiera aquella casa en que ella respiró y sentarse en la misma tajuela y hablar con los que siempre había tenido por padres. Comió apresuradamente y salió con disimulo sin decir una palabra.
Bajó a Villoria. Una vez allí, en vez de tomar el camino real de Entralgo, a la derecha del riachuelo, siguió la margen izquierda, por la falda de la montaña, a la altura de Canzana.
Tampoco Demetria logró dormir aquella noche. Había pasado todo el día sumida en profunda tristeza, llorando a ratos amargamente, haciendo, sin embargo, penosos esfuerzos para mostrarse serena a fin de no aumentar el dolor de la buena Felicia que estaba inconsolable. Lo que más entristaba a la zagala era que ésta perdiera aquella confianza maternal para tratarla y reprenderla. Se mostraba, a par que afligida, un poco confusa en presencia de la que ya no podía llamar hija.
Esperó con ansia la noche para ver a Nolo, pues no dudaba que éste, no hallándola en la romería, viniese a Canzana. Amargo desengaño experimentó al observar que se llegaba la hora de irse a dormir sin que el mozo de la Braña llamase a su puerta. Y el mismo punzante deseo que a Nolo le acometió a ella: el de despedirse y darle testimonio de su constante amor.
Al día siguiente toda la mañana empleó en los preparativos de su viaje. Efectuáronse éstos en silencio y tristemente. La casa estaba como si hubiera muerto alguno. Después de comer manifestó que iba a Lorío a despedirse de Flora; la avergonzaba mucho manifestar su verdadero designio. Bajó la calzada de Entralgo, pero antes de trasponer el puente siguió la margen izquierda del río, pasó por el cimero de Cerezangos y se dirigió a Villoria.
Los caminos eran de montaña: unas veces senderos en los prados, otras en los bosques de castaños, otras, en fin, calzadas estrechísimas entre paredillas recubiertas de zarzamora y madreselva. En el recodo de una de estas calzadas se encontró de improviso con Nolo. Ambos quedaron sorprendidos y sonrieron avergonzados sin pronunciar palabra. Fué Demetria quien primero rompió con franqueza el silencio:
—Iba a la Braña, Nolo.
—Y yo a Canzana, Demetria.
—Tenía que hablarte.
Demetria le miró sorprendida.
—¿Sabes algo?—le preguntó vacilante.
—Sí... Ayer me dijeron lo que había pasado por la mañana en tu casa.
Los dos guardaron silencio. Se habían arrimado a la paredilla, el uno al lado del otro. Demetria arrancó un retoño verde de la zarza y lo deshizo entre los dedos con la mirada fija en el suelo. Nolo con los ojos abatidos igualmente daba golpecitos con su nudoso garrote sobre las piedras del camino.
—Nunca estuve más descuidada y alegre que ayer por la mañana—profirió al cabo en voz baja la joven—. Había lavado y vestido a mis hermanos y tenía mi ropa extendida sobre la cama para ponérmela cuando volviese de la fuente... Pensaba en la romería... Pensaba en bailar hasta caer rendida... Pensaba en ver a Flora... Cuando bajé la escalera encontré a mi madre llorando. Delante estaba una señora tan alta como yo, seria, con el pelo casi blanco. Llevaba pendientes que relucían como si tuviesen fuego dentro y en las muñecas unos anillos grandes con piedras verdes que relucían también... Cuando mi madre me dijo: “Demetria, esta señora es tu madre; yo no lo soy”, pensé que me venía el techo encima. Quedé sin gota de sangre. Después me dijeron que iban a llevarme a Oviedo y vestirme de señora...
—¿Y no te alegras de eso?—preguntó Nolo sin levantar los ojos.
—No—respondió secamente la zagala.
Hubo una pausa. Nolo volvió a preguntar tímidamente:
—¿Será por el tío Goro y la tía Felicia? Te han criado como padres y tú los quieres como si lo fuesen...
—Sí, por ellos es... y por ti también—añadió rápidamente y en voz más baja.
Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña.
—¡Oh, por mí!... ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones!
—Calla, Nolo, calla—profirió ella con acento severo—. No me obligues a decir lo que no debo. Ya pueden ponerme los vestidos que quieran: debajo de ellos siempre estará Demetria, la misma rapaza para quien hacías zampoñas y buscabas nidos allá en el monte, la misma que acompañaste en las romerías tantas veces.
El mozo de la Braña escucha estas nobles palabras con alegría y guarda silencio paladeando su sabor delicioso.
—Si en Canzana hubieran querido—añadió la joven después de un rato con acento no exento de amargura—nadie me sacaría de casa.
—¡Qué iban a hacer los pobres, si no son tus padres!—murmuró Nolo.
Ellos nada, pero dejarme a mí que lo hiciera.
—Bien sabes, Demetria, que eso no puede ser. Ni tenían razón para ello, ni se habrán atrevido a aconsejártelo.
Calló la zagala, comprendiendo que Nolo tenía razón, que su queja era injustificada.
—De todos modos—profirió después con resolución—, si ahora me marcho, algún día volveré. Nadie me quitará de venir a ver a mis padres... Y si me lo quitan, ya sabré lo que he de hacer.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana. Regalado, el mayordomo de don Félix, quedó encargado de llevarme.
Acerca del viaje y sus preparativos, de la aflicción de sus padres y de sus pequeños hermanos departieron todavía un rato. Ni una palabra volvieron a hablar de sí mismos. La plática corría lánguida y apagada. Debajo de sus palabras indiferentes se transparentaba una tristeza profunda. Ambos tenían la voz levemente enronquecida y temblorosa. Al cabo, después de una larga pausa, Demetria dejó escapar un suspiro y como si saliese de un sueño exclamó:
—Bueno, Nolo: es hora ya de separarnos. No sé si tendré tiempo de ir a Lorío a despedirme de Flora y volver antes de la noche.
—Sí lo tienes. Mira; el sol está muy alto todavía.
Demetria guardó silencio y permaneció inmóvil mirando por encima de la paredilla a las altas montañas de Mea. Y sin apartar de ellas los ojos profirió:
—¿Vendrás mañana a despedirme?
—No—respondió el mozo con firmeza.
—Haces bien. ¿Para qué llamar la atención de la gente?
Y después de una pausa añadió tendiéndole la mano:
—Adiós, Nolo, que Dios te proteja como hasta ahora, que proteja a tus padres y a tus hermanos y al ganado que tenéis en la cuadra.
—Adiós, Demetria. El te guarde tan buena como eres y te traiga pronto por acá.
Se estrecharon las manos, se miraron con amor a los ojos unos instantes y se apartaron con el corazón desgarrado, pero grandes, serenos como la Naturaleza que los rodeaba, hermosos y castos como dos mármoles de la antigüedad.
—Oye, Demetria—dijo él volviéndose repentinamente.
Demetria también se volvió.
—Toma esos claveles—añadió quitándose la montera y arrancando de ella los que llevaba prendidos—. Si pasas por la iglesia de Entralgo déjalos a la Virgen del Carmen. Es nuestra madre y ella nos juntará otra vez.
Tomólos la zagala sin decir una palabra. Ambos se alejaron con paso rápido. Ella lloraba. El con los ojos secos y la mirada altiva marchaba erguido y arrogante, aunque llevase la muerte en el alma.
En vez de seguir el mismo camino y pasar a Entralgo por el puente del Campo de la Bolera, Demetria bajó al río, lo atravesó por unas grandes piedras pasaderas que debajo de Cerezangos hay y siguió la margen derecha hasta dar pronto en la iglesia de Entralgo. Empujó con mano trémula la puerta y entró. Se hallaba el templo solitario en aquella hora. La zagala se postró ante la sagrada imagen de la Virgen, y sollozando, con palabras fervorosas pidió protección para ella y para Nolo: besó repetidas veces el ramo de claveles que éste le había dado y lo dejó a los pies de la Madre de los desconsolados.
Al salir tropezó cerca del pórtico con la tía Brígida y la tía Jeroma, aquellas venerables hermanas que tuvieron la dicha de dar al mundo al prudente Quino y al pernicioso Bartolo, de fama inmortal. La habían visto desde un prado próximo entrar en la iglesia y picada su curiosidad bajaron rápidamente a esperarla. Ambas quedaron fuertemente sorprendidas al hallarla con los ojos enrojecidos por el llanto.
—¡Quién diría, hermosa, al verte con los ojos llorosos, que ha caído sobre ti la bendición de Dios!—exclamó la tía Brígida poniéndole cara halagüeña—. Todos los vecinos estamos alegres más que las pascuas al ver cómo la fortuna te ha entrado por las puertas. Porque no hay ninguno que no te haya estimado por la rapaza más guapa, más limpia, más honrada de nuestra parroquia. Tú sola eres la triste, Demetria. ¿Cómo es eso?
—¡Bah! lágrimas de un día—exclamó la tía Jeroma—. Bien se acordará de llorar cuando mañana se vea en Oviedo sentada en un sillón que se hunde, tomando chocolate con bizcochos y con una criada detrás para que le espante las moscas.
Demetria permaneció grave y silenciosa. Las comadres trataron de tirarle de la lengua, pero fué inútil. Sus esfuerzos se estrellaron contra la actitud fría y reservada que siempre había caracterizado a la hija del tío Goro de Canzana.
Despidióse presto y se encaminó velozmente a Lorío. Flora lloró primero, rió después, volvió a llorar y trató de consolarla. ¡Cuánto habló aquella vivaracha criatura en poco tiempo! Pues aún no pareciéndole bastante resolvió acompañar a su amiga hasta Entralgo, dormir allí y despedirla al día siguiente. Y así se efectuó y no hay para qué decir que durante el camino no cerró la boca. Demetria la escuchaba embelesada y de vez en cuando aplicaba un sonoro beso en sus mejillas de rosa.
No fué mucho tampoco lo que pudo dormir la zagala aquella noche. Aguardó, sin embargo, a que su padre la llamase y se vistió como si fuesen a conducirla al suplicio. Cuando se asomó al corredor vió delante de la casa a todas sus compañeras, quince o veinte zagalas de Canzana que habían resuelto bajar a despedirla. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos. Su padre, el irreprochable Goro, la tomó de la mano y le dijo:
—Paréceme, Demetria, que llegó la hora de decirte algunas palabras instruídas; porque la sabiduría, no lo olvides, hija, es la mejor cosecha que un hombre puede recoger. Vale más que el maíz y que el trigo y si es caso vale más que el mismo ganado. Ahora que vas a Oviedo y tratarás con señorones de levita, instrúyete, hija, aprende lo que puedas, lee por todos los papeles que se te ofrezcan y si se tercia agarra también la pluma. Pero luego que estés bien aprendida no desprecies a los pobres ignorantes, porque buena desgracia tienen ellos. Además, el orgullo no sienta bien a ningún cristiano. Yo que comí más de una vez a la mesa con los clérigos te lo puedo certificar. Y el Espíritu Santo ha dicho: “Si te ensalzas te humillaré, y si te humillas te ensalzaré.”
Así habló el hombre más profundo que guardaba entonces el valle de Laviana y quizá las riberas todas del Nalón caudaloso.
—¡Padre, padre! ¿por qué me dice usted eso?—exclamó Demetria angustiada.
Sin embargo, pronto se llega la hora de partir. La desdichada Felicia no tiene fuerzas para acompañar a su hija y queda en casa exhalando gemidos. Un grupo numeroso de zagalas y en medio de él Demetria desciende por la calzada de Entralgo. Detrás marchan también algunos hombres que rodean al tío Goro.
En Entralgo los esperaba ya Regalado con los caballos enjaezados. Demetria abraza a todas sus amigas y sube al que tiene las jamugas. El mayordomo monta en el suyo brioso.
—¡Adiós, adiós!
El tío Goro, pálido como la cera, se acerca todavía a su hija, le estrecha las manos, se las besa y le vierte al oído estas memorables palabras:
—Aprende, hija, aprende a leer por los papeles, que la persona que no sabe semeja (aunque sea mala comparanza) a un buey.
Luego se retira demudado como si fuera a caer.
ESTA es la novela entre las mías que ha logrado mayor popularidad en España. Lo que entretiene es lo que primero se difunde, y esta narración goza opinión de divertida. Algunos críticos, harto indulgentes, han querido ver en ella una obra representativa, un bosquejo de la sociedad andaluza. No he aspirado a tanto. He narrado una aventura de amor y la he hecho florecer en el país del amor y de las flores; la he prestado el aliciente del contraste sin llegar al pecado; este es el secreto de su éxito lisonjero. El amor nos interesa a los viejos y a los jóvenes, a los grandes y a los pequeños. Todas las otras religiones tienen sus adeptos y sus herejes; pero en este favorable dios todos creemos; sus hazañas y prodigios constituyen la historia del linaje humano.
¿Cómo un hombre del norte, un casi gallego, ha podido lanzarse a la empresa de escribir la novela de la Andalucía? Alguien quizá lo explique por la facultad que nos atribuyen a poetas y novelistas de transmigrar por momentos y vivir la vida de los demás seres. Yo lo explico más humildemente, admitiendo que aquello que vemos por vez primera nos hiere con más eficacia y queda más impreso en nuestro espíritu que lo que presenciamos a diario desde nuestra niñez. Pocas semanas en Sevilla me han bastado para libar la deliciosa dulzura de aquella vida original, inspiradora, y saturarme de ella.
He averiguado que no pocos andaluces leyendo esta novela me han creído su compatriota. Aunque este error me honre en cierto modo no me enorgullece. Asturiano soy y quiero ser. Aunque lo duden mis buenos amigos de Sevilla, en la húmeda y frígida región donde he nacido también hay poesía.
No todos son buenos amigos míos en Sevilla a lo que pude entender. Hay allí personas que no han visto con buenos ojos la aparición de esta novela y se manifiestan descontentos de la pintura que de su ciudad he trazado. No me sorprende. Están tan acostumbrados a verse pintados en panderetas guarnecidas de madroños, que cualquier retrato suyo les sobresalta. Les pasa como a nuestros frailes de principios del siglo XIX, a quienes cualquier libro escrito en lengua francesa daba tufo de herejía.
Quisiera tranquilizarles. El que una población tenga carácter no la excluye del concierto de las demás civilizadas que no lo tienen. Sevilla es una ciudad culta, amable, hospitalaria. Nada ganará en cultura y decoro el día en que tenga calles anchas y casas de seis pisos y campos de foot-ball y los jóvenes enseñen las pantorrillas y las cigarreras vayan a la fábrica con sombrero. En cambio habrá perdido mucho de su atractivo.
Creo haber hecho en obsequio de su ciudad más de lo que esas personas recalcitrantes se figuran. Léase en el apéndice de este libro lo que dice Emilio Faguet de La Hermana San Sulpicio. Y como éste son muchos los extranjeros que por mi novela aman a Sevilla sin conocerla. Otros han venido a visitarla. Hace ya bastantes años, a un oficial de Artillería paisano mío le dieron a elegir por guarnición entre Barcelona o Sevilla. Estaba ya decidido por la primera ciudad, cuando acertó a leer La Hermana San Sulpicio. Así que la terminó pidió destino para Sevilla, allá se fué y allá se casó.
Desechen, pues, sus resquemores esos buenos sevillanos, no se avergüencen de lo típico y pintoresco de su ciudad natal, no ambicionen el transformarla en una ciudad moderna y rectilínea. La regularidad no es la belleza. Lo que ganamos en disciplina lo perdemos en iniciativa. En esas ciudades de calles tiradas a cordel no pocas veces, ¡ay!, los habitantes suelen estar también tirados a cordel.
Ceferino Sanjurjo conoce a Gloria en las aguas de Marmolejo. Era monja dedicada a la enseñanza. La sigue a Sevilla. Ella deja el convento y se traslada a su casa. Sanjurjo logra enamorarla. Se hablan por las noches a la reja. Sanjurjo tiene un rival llamado Daniel Suárez que también había conocido a Gloria en Marmolejo. Como Sanjurjo frecuentaba la casa y la tertulia de Anguita, Suárez le calumnia haciendo creer a Gloria que tiene amores con Joaquina Anguita. Gloria celosa y enfurecida cita a Suárez para la reja a la misma hora en que solía hablar con Sanjurjo. Este cuando vino como siempre a «pelar la pava» experimentó la cruel humillación de ver su puesto ocupado. La calumnia y la intriga del malagueño quedan deshechas en el presente capítulo.
DEMASIADAMENTE confiado dormí yo aquella noche y dejé transcurrir el día siguiente. Por la tarde, poco antes de oscurecer, me fuí a situar en el puente de Triana, donde Paca me había dicho que la esperase para darme cuenta del resultado de la carta y de sus gestiones. Era la hora de más animación en aquel paraje. Los obreros y obreras de Triana que trabajaban en Sevilla tornan a sus casas. Los de Sevilla que trabajan en Triana y en la Cartuja hacen lo mismo. Unos y otros se encuentran en el puente, que hierve de transeuntes.
Arriméme perezosamente al pretil, de espaldas al río, y contemplé con ojos distraídos aquel ir y venir mareante. El atractivo de mi contemplación eran las caras saladísimas de las cigarreras y trabajadoras de la Cartuja que allí suelen verse. Unas en grupos resonantes de gritos y risas, otras solitarias, preocupadas, caminando a paso largo, todas con vistosos trajes de percal y flores en el cabello, pasaban por delante de mí, dirigiéndome alguna vez breves miradas de curiosidad y sorpresa, como si pensasen:
—¿Qué hará aquí este desaborío, que ni siquiera nos dise: ¡Ole la muheres castisas! ¡Viva tu mare, mi niña!
¡Para oles estaba yo! A medida que se acercaba el momento de la conferencia con Paca parecíame más grave y decisivo. Un germen de duda había entrado en mi espíritu después de almorzar, y en pocas horas se había desarrollado, crecido, se hallaba en completo florecimiento. ¿Por qué me parecía tan natural antes que Gloria me hubiese desairado en virtud de una intriga de Suárez, y no por libre y espontáneo movimiento de su voluntad? No acertaba a explicármelo. Por más esfuerzos que hacía para volver otra vez a aquella mi anterior convicción, no lo lograba. Oscuro y temeroso se me ofrecía lo que poco antes veía claro y risueño. Pues, a pesar de eso, no observaba en mi alma aquel sentimiento de furor y rabia que me había acometido al saber mi derrota. Una extraña laxitud la invadía, un desfallecimiento que me inclinaba a la tristeza, no a la cólera. La memoria de la ofensa se deshacía, se disipaba entre las brumas del cerebro. Sólo quedaba el tierno recuerdo de un amor feliz y el vivo pesar de no haber podido preservarlo de desgracia. Testimonio irrecusable era éste, si lo supiera entender, de que continuaba enamorado y más que nunca. Llegó a parecerme que lo que me habían concedido había sido por pura merced y bondad, y que era natural privarme ahora de lo que no merecía. Hacia Gloria, dando por supuesto que me había engañado, no sentía rencor alguno. El malagueño seguía inspirándome aversión y repugnancia, pero no deseaba vengarme de él.
Cuando, a impulso de mis imaginaciones melancólicas, se huyó el deseo de recrear la mirada en los rostros peregrinos de las cigarreras, volvíme para derramarla por el río y sus pintorescas márgenes. El sol acababa de ponerse. Un resplandor rojizo que se extendía desde el horizonte por el firmamento, esfumándose en lo alto y transformándose en rosicler de tintas puras, nacaradas, indicaba el paraje por donde el astro del día se había ocultado. A mi izquierda, no muy lejos, alzábase la Torre del Oro, que bañada por los reflejos del horizonte rojizo parecía fabricada, en efecto, con el metal que le da su nombre. Más a la izquierda, asomando sólo la cabeza sobre las azoteas del caserío de la ciudad, veíase también la Torre de la Plata, con su blanca corona de almenas. Más allá, el palacio de San Telmo, envuelto en la masa verde de sus naranjos, asomando las agujas de sus torrecillas de pizarra. El Guadalquivir corría bajo mis pies. Sus aguas revueltas, amarillentas, gracias a los reflejos del crepúsculo, semejaban un espejo tembloroso donde brillaban mil tintas de ópalo y plata y carmín. A lo largo de él, acostados al muelle, había gran número de buques, cuyos mástiles y enredada jarcia parecían surgir del gran bosque de naranjos que se extendía por la margen izquierda. A la derecha, las casas del barrio de Triana tocaban en la orilla del río, el cual seguía su curso majestuoso hasta unos dos kilómetros del puente, donde, al hacer un recodo, parecía detenido por la muralla de verdura que los jardines de las Delicias le oponían.
El sosiego melancólico de aquel espectáculo formaba contraste con la baraúnda que tenía a mi espalda. El aire caldeado no recogía del río ninguna humedad. Sentíase igualmente abrasador, insufrible, que en medio de la ciudad. La luz, al huirse, cambiaba poco a poco los colores del cielo, repartiendo sobre él infinitos matices imposibles de nombrar. Sobre la tierra derramaba una triste palidez que tornaba las cosas incoloras y las confundía y las borraba. Allá, debajo del muro verde de las Delicias, se amontonaban las sombras formando una masa espesa que se iba dilatando rápidamente. Sobre Triana, de lo alto de la suave colina donde se asienta Castilleja de la Cuesta, descendía igualmente la noche. El aire resonó con un ronco silbido prolongado. Era un vapor que salía. Vi su masa negra apartarse lentamente de la orilla, oí el ruido estridente de las cadenas, algunas voces lejanas. Luego su quilla rompió silenciosa el acerado espejo del río, y no tardé en perderle de vista a lo lejos, al penetrar en el espeso montón de sombras que los bosques de naranjos dejaban caer sobre el agua.
Placíame por las tardes ir a aquel sitio, a presenciar la puesta del sol. La vista del paisaje que por lo variado y recogido, parecía un gran lienzo panorámico, me infundía siempre un sentimiento de bienestar, cierta deliciosa plenitud de vida, que sólo las grandes ciudades meridionales poseen y saben transmitir al alma. Mas ahora sentíame triste y solo. Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de la gracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto. El espíritu de belleza vivo y ardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo. Yo, que guiado por el amor había penetrado de golpe en lo más íntimo y profundo de aquella naturaleza ardorosa, perfumada, palpitante, dejando perderse en ella mi ser antiguo, grave y soñador, de hombre del Norte; yo, que aspiraba y recogía por todos los poros la vida andaluza, como si aquélla fuese mi patria verdadera y a la cual fuera restituído después de muchos años de ausencia, me encontraba ahora despegado, solitario. Faltaba el lazo que nos unía. Entre aquel río, aquella Torre del Oro, aquellos bosques de naranjos, aquel horizonte diáfano de tintas brillantes, y yo, no había nada ya de común. No era frente a estas cosas más que un curioso, un touriste, como ahora se dice, pero no tardaría en partir, acaso para siempre. ¡Partir! ¡ay! No se rían ustedes. Viendo centellear suavemente en lo alto del cielo una estrellita azulada, sentí correr por las mejillas dos lágrimas.
Después de enjugarlas cuidadosamente, volví de nuevo el rostro hacia los transeuntes, buscando distracción a mi tristeza. Apenas lo había hecho, enfilando la vista por el puente en dirección a la ciudad, veo a lo lejos una colosal nariz que se oculta detrás de la gente, y vuelve a ocultarse, y vuelve a aparecer, aproximándose siempre. Aquella nariz no podía pertenecer lógicamente a otro que a Eduardito. Esta fué mi convicción instantánea, que tuve el gusto de ver confirmada. Cruzó por delante de mí con el sombrero en la mano, el paso desigual y precipitado, más que nunca pálido y las facciones desencajadas.
—¡Eh! ¡eh! Eduardito.
Detúvose un instante, miró y vino hacia mí.
—¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios?
—No lo sé, don Ceferino—me respondió, posando sobre mí sus ojos vidriosos.
—¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto para llegar a la cita?
—¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!... ¡Me están pasando unas cosas!... ¡Unas cosas!
La voz del sensible joven era temblorosa, apagada. Hacía tiempo que se hallaba en un estado de debilidad extrema. Ahora parecía que hablaba como si no hubiese tomado alimento desde hacía ocho días.
Miréle sorprendido y con curiosidad.
—¡Si supiera usted lo que me está pasando en este momento!
—¿Qué hay?
—Pues nada... Verá usted... Mi hermana acaba de darme un golpe terrible... Fuí a casa... Verá usted... Por la mañana le dije que no podía continuar de este modo... que era necesario resolver uno u otro... Más de veinte veces quise pedirle a Fernanda la conversación... pero cuando iba a hacerlo, se me ponía un nudo aquí en la garganta... Usted no sabe... aunque me matasen, no podía... vamos, no podía... Si yo tuviese tanto pico como mi hermana... ¡Maldita sea!... Le dije que me hiciese el favor de decírselo a Fernanda de mi parte, y que me la diese o me desengañase de una vez... Pues bien, verá usted... quedó en decírselo esta tarde... ¡Yo no puedo continuar así, don Ceferino, crea usted que no puedo continuar!... Pues bien, quedó en decírselo. Esta tarde debía venir Fernanda a casa. Matilde me dijo después de almorzar que saliese y no volviese hasta el oscurecer... y que cuando volviese estaría todo arreglado, o poco había de poder. Mi hermana se pinta para estas comisiones. Obedecí. Dí más de mil vueltas por Sevilla, y cuando vi que oscurecía me fuí a casa. Crea usted, don Ceferino, que me temblaban las piernas. Cuando llamé a la puerta estaba más muerto que vivo. Salió Matilde a la cancela, y al verme se puso hecha una hiena: “¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Márchate! ¡Vete ahora mismo!” Creí que el mundo caía sobre mí... No sé cómo pude salir del portal, ni sé cómo he llegado hasta aquí...
—¿Y no es más que eso?... Pues se apura usted por bien poco. Es que las ha sorprendido usted en el momento de la conferencia. Estoy seguro de que nada malo le sucederá... Fernanda le quiere a usted... Me consta.
—¡Oh, no!—exclamó el apasionado joven.
—Sí; le quiere a usted, hombre... Ya verá usted.
Estuve por decirle: “¿Cómo no ha de quererle, siendo vieja y fea y no teniendo a nadie que la mire a la cara?” Pero me contuve.
—¡Ay, don Ceferino, qué bien me está usted haciendo!—exclamó, dándome un abrazo y rozando con su estupenda nariz mi oreja izquierda.
—Nada, váyase usted tranquilo. Dé usted algunas vueltas por ahí, y luego, dentro de una media horita, cuando ya Fernanda se haya ido, entra usted en casa. Estoy seguro de que Matildita tiene para usted una buena noticia.
Eduardito me contempló un momento con sus ojos pequeños, insípidos; y algo avergonzado, con ansioso acento, me dijo:
—Si usted quisiera, don Ceferino, dar una vueltecita antes por allí... y luego salir a avisarme...
—Amigo mío—le respondí con tono triste y desengañado—, en este momento me hallo en igual caso que usted... Dentro de unos momentos voy a saber también si mi novia me quiere o me manda con la música a otra parte... Esto último será lo más probable. Conque ya puede usted dispensarme.
—Pero ¿cree usted que Fernanda?...—replicó con egoísmo feroz, sin tomar en cuenta para nada mi confidencia.
—Sí, hombre, sí; váyase usted tranquilo.
No se habían pasado diez minutos desde que el mancebo y su gran cartílago se alejaron, cuando apareció, por la boca del puente, Paca. En la primera mirada que me dirigió comprendí que todo se había perdido.
—No ha querido contestar, ¿verdad?—le pregunté sin saludarla, esforzándome por sonreir.
—¡Uf! ¡Cómo está con uté, señorito! Ni por un Señor Crucificao ha querío tomar la carta. Me ha dicho: “Paca, si no quieres que riña contigo, no vuervas en tu vía a hablarme de ese...”
—¿De ese qué?—pregunté, viendo que se detenía.
—De ese tío—agregó avergonzada—. Uté dispense, señorito.
—Está bien, Paca—dije, aparentando sosiego, pero con voz alterada por la emoción—. Muchas gracias por el interés que se ha tomado usted por mí...
Hubo unos instantes de silencio.
—Lo siento de too corasón, señorito. Yo creo que ustedes dos pareaban mu bien...
Pocas palabras más hablamos. No podía ocultar mi tristeza y desaliento. Los consuelos de la cigarrera no penetraban siquiera en mis oídos. Antes de despedirse quiso darme la carta, que no había podido entregar. Yo la tomé, y sin rasgarla la arrojé al río, sonriendo tristemente.
Lo primero que se me ocurrió caminando a casa fué marcharme al día siguiente sin ver a nadie ni despedirme. Pero después consideré que debía hacerlo, cuando menos, de Isabel y su padre, a quienes debía hartas atenciones, y me decidí a ir a esperarlos al día siguiente a la estación. Además, abrigaba todavía esperanza de que la condesita interviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos. Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a dar explicaciones de su conducta.
Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos de Eduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su nariz indómita. Mi profecía se había cumplido. Matildita obtuvo un éxito tan satisfactorio en su dificilísima gestión diplomática, que Fernanda había concedido a su enamorado trovador el permiso de ir a hablarla por la reja los martes, jueves y sábados. Eduardito osaba esperar que, andando el tiempo, obtendría el mismo señalado favor los lunes, miércoles y viernes. Llegó a la sazón Matildita, y Eduardito, presa de un rapto de amor fraternal, se abrazó a ella y la restregó el rostro con la nariz repetidas veces en testimonio de gratitud eterna. El Colibrí, con aquel éxito se había crecido, y entornaba la cabecita a un lado y a otro con más petulancia, si cabe. Decía que la indiscreción del chinchoso de su hermanito, llegando justamente en el momento en que estaba tratando con su amiga los puntos más delicados, por poco hace fracasar las negociaciones. El hermanito empalidecía escuchando aquel horrible peligro que había corrido sin saberlo.
Aquella noche tuve la flaqueza, que acaso el lector encuentre perdonable, de irme a eso de las once y media hacia la calle de Argote de Molina. Cuando emprendí el camino, no sabía fijamente qué es lo que allí iba a hacer. Muy pronto quedó determinado en mi cerebro. Avancé cautelosamente por ella, y al llegar al recodo desde donde podía verse la casa de Gloria me detuve. El corazón me daba saltos. Estiré el cuello, asomé la cabeza como un miserable espía y... nadie. A la reja no había nadie. Un goce intensísimo bañó todo mi ser como un bálsamo celestial. A este goce sucedió ansia indefinible de cerciorarme de que los ojos no me engañaban, que a la reja no había nadie, absolutamente nadie. Marché resueltamente por la calle y pasé por delante de la casa a paso lento, y hasta me parece que me detuve un instante frente a ella. Era verdad; ¡qué verdad tan sublime! Allí no estaba el malagueño. La calle desierta, las ventanas herméticamente cerradas. Pero era necesario que me convenciese bien, que gozase plenamente de aquella grande y sabrosa verdad. Y para eso estuve dando paseos por las calles hasta las dos de la madrugada, y cada poco tiempo pasaba por aquélla con toda lentitud y me detenía algunos instantes a ver si la ventana se abría y el aborrecido rival llegaba. No fué así. Me consideré dichoso, como si fuese gran fortuna. Una de las veces que por allí crucé me sentí tan tiernamente apasionado y aun agradecido, que me acerqué a la reja, y después de convencerme de que nadie me observaba, besé los hierros donde mi saladísimo dueño había puesto tantas veces sus manos.
Retiréme contento a casa. Aquel feliz estado de espíritu me hizo de nuevo ver las cosas de color de rosa. Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fuí a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices. Era la hora del oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista. Mientras llegaba el tren, paseamos y departimos alegremente, riendo bastante con las ocurrencias de Pepita. Cuando el cuerno del guardaagujas anunció la llegada, nos abalanzamos presurosos al borde del andén, y tuvimos el gusto de ver a la ventanilla de un coche a la condesita, que nos saludó con el pañuelo, muy regocijada y agradecida. Antes de salir de la estación, ya las de Enríquez la invitaron a ir con ellas aquella noche al teatro. Isabel manifestó que estaba cansada; pero no cedieron, y tanto empeño formaron, que al fin consintió en que la viniesen a buscar después de comer. El coche del conde y el de las de Enríquez los esperaban. Mas antes de que entraran en ellos tuve ocasión para quedarme un momento detrás con Isabel, y explicarle en cuatro palabras lo que sucedía. Maravillóse en extremo, e hizo sin vacilar la misma afirmación de Paca; esto es, que debía de haber una intriga o mala inteligencia. No pudimos hablar más, porque llegamos a la puerta de salida y era preciso montar en carruaje. Yo no quise hacerlo, aunque me invitaron con insistencia. La condesita me dijo al darme la mano:
—Váyase usted esta noche por el teatro, ya hablaremos.
Comí con premura, me vestí y me eché a la calle en el momento que entraba Villa.
—Hombre—le dije con imperdonable ligereza y egoísmo (lo mismo que Eduardito conmigo)—, ¿cómo no ha ido usted a esperar a Isabel?
Le vi inmutarse, y me respondió turbado que había tenido que hacer en el cuartel.
Llegué al teatro de San Fernando cuando sólo había dentro de la sala dos docenas de personas a lo sumo. Aún tardó, en poblarse, larga media hora. Se representaba una función extraordinaria, a beneficio de no sé qué desgraciados, por la compañía de ópera que había actuado en Cádiz y regresaba a Madrid. La sala del teatro es amplia, elegante, bien decorada. Pero el verdadero adorno de ella son los rostros expresivos de las niñas indígenas, que allí pueden verse con más comodidad y espacio que en ninguna otra parte. Es el teatro aristocrático de Andalucía. Las damas que allí asisten, vestidas con esplendidez y gusto, pueden mirar sin bajar la cabeza a las abonadas del teatro Real de Madrid. Los hombres, por el afectado descuido de su persona y por su desmedida afición al flamenquismo, no son dignos de figurar al lado de ellas.
Isabel y sus amiguitas las de Enríquez fueron de las últimas en llegar, y se acomodaron en un palco bajo. La condesita estaba radiante de belleza y elegancia. Observé que todas las miradas, lo mismo de los hombres que de las señoras, se volvían hacia ella con frecuencia, al tenor de lo que había pasado en la tertulia de Anguita la noche en que la conocí. Y como entonces, la joven recibía aquel homenaje con perfecta naturalidad, sin ruborizarse ni envanecerse, sonriendo franca y bondadosamente, lo que prestaba a su rostro encanto irresistible. Si aquella expresión era hija del cálculo, hay que confesar que Isabel había ascendido a lo más delicado y exquisito del arte de agradar. Saludóme graciosa y familiarmente con la mano, con lo cual todos los ojos que estaban fijos en ella se tornaron hacia el sitio donde yo estaba. En cualquiera otra ocasión esto me hubiera halagado. Ahora me hallaba tan inquieto por el resultado de mis amores, que me fué indiferente, y aun me pesó de la distinción, por la curiosidad de que fuí objeto. Seguro estoy de que muchos me diputaron, sin más, por su novio.
En cuanto el segundo acto terminó, un acto larguísimo de I Puritani, me levanté para ir a saludarla. Pero al cruzar el pasillo de butacas, sentí que me llamaban por mi nombre.
—¡Qué encandilao va, hermano!
Era Raquel, la dama de Ecija, que se alojaba en la misma casa que yo. Teníamos gran confianza. Estaba con su esposo, quien cada día simpatizaba más conmigo.
—¿Dónde va usted tan escapao?
—A saludar a unas señoritas ahí a un palco.
—Bien, pues antes salúdeme usted a mí. Siéntese un ratito.
Me indicó una butaca desocupada a su lado, y, por no parecer grosero, me senté.
La belleza “en colosal” y llamativa de la dama había atraído hacia aquel sitio a algunos pollastres que la miraban fijamente. Ella, comprendiendo el efecto que en los tales causaban sus grandes ojos de ternera y enérgico seno, se esponjaba y hablaba alto, para decir, por supuesto, mil simplezas, que el bueno de Torres escuchaba sin pestañear, aletargado en su butaca bajo el peso de la peluca, impuesta como un castigo. No tardé en ver entre aquellos admiradores a Oloriz, atusándose, por variar, la barba y dirigiendo miradas lánguidas a Raquel. Se conoce que luchó un poco con el temor, pero que al fin se decidió a saludarla. Llegóse, pues, y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su magnífica cabellera rubia, peinada cual si viniese directamente de la peluquería. Preguntóle por la salud, y luego hizo lo mismo con su esposo. Pero éste, sea porque se hallase distraído, o bien por la aversión concentrada que le tuviese, no contestó al saludo. El estudiante quedó acortado. Raquel entonces, no pudiendo disimular la indignación, o por mejor decir, la rabia que la conducta de su esposo le produjo, tomó la palabra, y ¡aquí fué ella!
—Pepe, que te está saludando el señor Oloriz... Yo pensé que era una regla de buena educación contestar a los saludos que nos dirigen.
—Mujer, no le he visto—manifestó Torres con dulzura.
—La verdad es que ya tienes tiempo para haber aprendido un poco de crianza... ¡Cuidado que se necesita no tener un adarme para quedarse hecho una estaca cuando una persona decente, cuando un caballero, nos hace el favor de preguntarnos cómo estamos!
Yo, viéndola tan irritada, traté de calmarla con algunas frases de disculpa. Mas ella, aturdida y excitada como siempre por sus propias palabras, cada vez se iba poniendo más encrespada, hasta el punto de que algunas personas que se sentaban en las butacas inmediatas lo observaron.
—¡Es una grosería, Sanjurjo... una indignidad!... Usted es persona de buena educación, y en su interior se está escandalizando, segura estoy de ello. Y si él solo se pusiera en ridículo, no me importaría nada... pero me pone a mí, y esto no puedo tolerarlo... ¡No quiero tolerarlo!... ¿Qué se figuraría una persona desconocida que presenciara este lance?... ¡Se figuraría cualquiera cosa mala, indecente!... ¿Es esto dar consideración a su señora? ¿Es hacer que se la respete?
—¡Si no le he visto, mujer! ¡si no le he visto!—repetía dulcemente el anciano.
Oloriz, en pie delante de nosotros, pálido, silencioso, hacía una figura verdaderamente desgraciada, tirándose con mano convulsa de la barba hasta arrancarse algunos pelos.
Tomé el partido de dejarla desahogarse. Cuando hizo una pausa, le dije en son de broma:
—Vaya, Raquel, no sea usted tan nerviosilla.
Y antes que de nuevo se exaltase, me levanté y le dí la mano. Oloriz vió el cielo abierto, y aprovechó mi marcha para retirarse también, haciendo un reverente saludo.
Isabel me estaba esperando con impaciencia, según me dijo. Había pensado bastante en mi situación, y quería a todo trance deshacer “los monos”, que dependían sin duda de alguna mala inteligencia, de algún embuste. Oyéndola llamar “monos” a las tremendas calabazas que Gloria me había propinado, alegróseme el alma. Había encontrado un medio de que nos tropezásemos y pudiésemos hablarnos. En su casa no quería que fuese. Quizá su prima se ofendería de que la llevasen engañada. Lo mejor era ir de excursión a la Palmera, una casa de campo que tenían del otro lado del río. Allí, estando todo el día juntos, no podía menos de operarse la reconciliación, para lo cual ella pondría de su parte lo que pudiera.
—Por supuesto, no invitaremos a ese malagueño antipático—añadió, guiñándome el ojo con gracia—. Usted campará todo el día por sus respetos.
Mi pecho se inundó de gratitud. Era adorable aquella chica.
Quedó en ir a la mañana siguiente a invitar a Gloria, y en avisarme por medio de carta el día y hora de la excursión, y en general todo lo que sucediese. Mis esperanzas, tan pronto vivas como muertas, renacieron ahora más frescas y lozanas que nunca. Parecíame imposible que dejándome un rato a solas con mi ex novia no la conmoviese y redujese a quererme otra vez. Tal fe tenía en mi elocuencia. Además, era dificilísimo suponer que tanto amor como aquella gentil muchacha me había demostrado en el tiempo que duraron nuestras relaciones se hubiese desvanecido en un instante, sin quedar entre las cenizas rescoldo alguno. En resumen, que dormí bastante bien aquella noche, y pasé el día siguiente tranquilo. Por la tarde recibí carta de Isabel. No la esperaba tan pronto. Decíame que la partida de campo se haría mañana. Como tenía muchas cosas que decirme, esperaba que fuese aquella noche a comer a su casa.
Según costumbre, el conde comió fuera de ella. Lo hicimos solos Isabel, la tía Etelvina y yo. En verdad que con las muchas y graves noticias que la condesita me comunicó, no hice más que picar de los platos, sin comer realmente de ninguno. Por la mañana había estado en casa de su prima a visitarla. Hablaron de mí, y Gloria se mostró enojadísima, mejor dicho indignadísima conmigo. Le dijo que le constaba de un modo evidente que yo estaba ¡qué horror! en amores con Joaquina Anguita. Todo lo que Isabel hizo por disuadirla fué inútil. Sabía el tiempo que todas las noches hablaba con ella, y que todos en la tertulia tenían conocimiento de tales relaciones. Preguntó si yo era de la partida, y respondiéndole que sí, negóse a formar parte de ella. Sólo a fuerza de ruegos cedió, y eso con la condición de que se invitase también a Daniel Suárez.
—Mire usted, Sanjurjo, la impresión que yo he sacado es que mi prima tiene celos, ¡unos celos que la comen el alma!... y una mujer celosa es una mujer enamorada.
—Pero ¿ese Daniel?...
—No haga usted caso... Lo ha escogido como instrumento para dárselos a usted... Por lo demás, entre usted y él ninguna muchacha puede vacilar—añadió sonriendo.
—Mil gracias.
Pero después que ambas primas hubieron resuelto este punto, quedó otro más difícil. La cuestión de permiso. Doña Tula se negó a darlo. Gloria estaba haciendo en su casa una vida conventual. Desde que se descubrió el galanteo de Marmolejo, sobre todo, la tenían terriblemente sujeta. Isabel acudió a su padre, quien mandó a doña Tula una cartita, diciéndole que no era aquello lo convenido, que se había prometido sacar al mundo a su sobrina para averiguar su vocación, y que se la tenía prisionera, peor que en el colegio; que aquello daría mucho que hablar en Sevilla, y que la rogaba, para evitar murmuraciones, que la concediese alguna libertad. Dos horas después vino una cartita con la autorización. La excursión se efectuaría, pues, al día siguiente, y los convidados partirían de la casa de los condes a las dos de la tarde.
—Invite usted de nuestra parte al amigo Villa. Dígale que es un ingrato... Hasta ahora no le he echado la vista encima—me dijo al tiempo de despedirme.
¡Pobre Villa!, exclamé para mí, observando el tono ligero con que pronunció estas palabras su ídolo. Y desde allí me fuí derecho a la cervecería, para darle el encargo. Cambió un poco de color al escucharme; pero me dijo con sosegada energía:
—Ya sabe usted, amigo Sanjurjo, que yo con esa mujer no puedo tener decentemente ni siquiera relaciones de buena amistad. Si me hubiese dado calabazas... nada... hubiéramos quedado tan amigos; pero el pregonar mis cartas y el consentir que se haga chacota de ellas, no lo olvidaré en mi vida... La saludaré cortésmente, le dirigiré la palabra con respeto, pero ser su amigo, ¡nunca!
Entendí que tenía razón, y no quise insistir. Aquella noche tampoco fuí a casa de Anguita. Hacía tres noches que no iba por no encontrarme de frente con Suárez. A las altas horas dí algunos paseos por la calle de Argote de Molina, y volví a sentir un placer intenso viendo la reja de Gloria cerrada.
Amaneció, al fin, el día 20 de Agosto, memorable en el curso de esta verídica historia. Amaneció brillante, como todos los anteriores, más que los anteriores a mi juicio. Pasé agitadísimo la mañana. Me puse un traje apropiado al caso, ligero, claro y holgado. Fuí a comprar un sombrero que había visto en un escaparate, muy adecuado para el sol y elegante, me afeité hasta dejar las mejillas suaves y tersas como las de un niño, también me puse un calzado de becerro blanco muy lindo; en una palabra, me preparé convenientemente para la gran batalla que por la tarde iba a librar. Observé que Villa no salía de casa y daba vueltas en torno mío, con cierta inquietud, y como si desease hablarme. Por fin, cuando nos avisaron para almorzar, me dijo desde la butaca donde estaba sentado en mi habitación, chupando un cigarro puro y envolviéndose en una nube de humo:
—¿Sabe usted, amigo Sanjurjo, que me voy de excursión con ustedes esta tarde?... Sí; voy—añadió en voz baja y con acento rápido—para que Isabel no se figure que me estoy muriendo de pena.
—Me alegro muchísimo. Hace usted perfectamente—respondí, y exclamé otra vez para adentro—: ¡Pobre Villa!
Durante el almuerzo estuvo alegre y jovial, como hacía muchos días no le veía, como si acabase de recibir una grata nueva.
A las dos en punto nos personamos en casa de Padul. Estaban ya allí casi todos los convidados: las dos chicas de Enríquez, con su mamá y el novio de una de ellas, Pepa y Joaquina Anguita (Ramoncita no había podido venir por estar con jaqueca), Daniel Suárez y el presbítero don Alejandro. Poco después llegaron Elena y su tío, y luego otro chico a quien no conocía. No estaba Gloria en el patio, donde se hallaban reunidos; pero tampoco vi a Isabel, y supuse que las dos se habían juntado en las habitaciones interiores. Tardaron poco, en efecto, en presentarse.
No me dirigió una mirada. Estaba grave contra su costumbre. Vestía un traje de color rojo con encajes blancos, ligero y de poco valor, que le sentaba de perlas. (¿Qué es lo que no le sentaba a aquella admirable criatura?) Saludé primero efusivamente a Isabel, porque la actitud de Gloria me imponía. Luego me aventuré a dar la mano a ésta, que me alargó la suya con marcada frialdad, mirando hacia otro lado. Isabel me hizo una mueca para indicarme que no tuviese miedo. Parecióme lo más prudente observar una conducta reservada, digna, esperando los acontecimientos, y me retiré hacia otra parte. Don Jenaro nos manifestó que se le había ofrecido un quehacer perentorio y sentía no poder ser de la partida, que íbamos bien autorizados por la señora de Enríquez, su prima Etelvina, don Mariano (tío de Elenita) y don Alejandro.
—Ya sé cuál es el quehacer del conde... Una juerga—me dijo Pepita por lo bajo.
—¿Cree usted?...
—¡Uf! Como si lo viera.
Las señoras en coche y los hombres a pie, nos trasladamos todos al muelle, donde nos esperaba una espaciosa falúa entoldada, con cuatro remeros sentados en la proa. El calor en aquel sitio era estupendo. El reflejo de las piedras abrasaba el rostro. Parecía que estábamos envueltos en una atmósfera de fuego. Ni los quitasoles, ni los sombreros de paja, ni los trajes de dril podían librarnos de la ardiente saña de aquel sol que desde lo alto del cielo amenazaba secar los árboles, el cauce del río y hasta la vida de nuestros cerebros. Las señoras nos aguardaron un rato sentadas a la popa. Cuando llegamos, nos acomodamos como pudimos. Daniel Suárez fué a sentarse ¡el miserable! al lado de Gloria, que le recibió con afectado regocijo. Villa y yo nos retiramos hacia la proa, pero al instante fuímos llamados por las damas, que se apresuraron a dejarnos sitio.
—Villa, aquí tiene usted asiento—dijo Isabel, con sonrisa dulce y como avergonzada, señalándole un puesto a su lado.
El comandante vaciló un momento, pero fué a ocuparlo. Joaquinita también me llamó. Hice como que no la oía, y fuí a sentarme entre la señora de Enríquez y Etelvina, un par de setentonas.
Los remos, como grandes antenas, comenzaron a maniobrar sobre el agua amarillenta. Pasamos al lado de grandes vapores, cuyos vientres colosales, pintados de rojo, parecían que iban a aplastarnos. De lo alto de ellos, algunos marineros nos miraban con curiosidad, y se decían sonriendo frases que no llegaban a nuestros oídos. Detrás dejábamos el gran puente de Triana, cuyos ojos se iban achicando lentamente. Pronto salimos del atracadero de los barcos, y llegamos al recodo que guarnecen los naranjos del jardín de las Delicias. El río hace una gran ese, revolviendo hacia Triana. Las orillas están orladas de mimbres, en primer término. Por detrás de ellos asoman algunas filas de álamos blancos, cuyas hojas plateadas, heridas por la luz y agitadas por el soplo blando de la brisa, despiden hermosos destellos. La falúa se deslizaba suavemente, aguantando imperturbable los rayos solares. El aire reseco había perdido sus condiciones de sonoridad. Sentíase en los oídos un suave zumbido constante, al través del cual los ruidos llegaban amortiguados y confusos. La vista no gozaba siquiera la voluptuosidad de posarse en el agua, porque el río mismo despedía un aliento cálido. El sol implacable lanzaba de una vez, en apretado haz, todos sus rayos sobre nosotros, cual si quisiera aplastarnos, reducirnos a la nada, de donde su calor vivificante nos había sacado. ¡Qué hermoso, qué vivo, y qué omnipotente sol! Sólo en el Mediodía se siente su fuerza augusta y acometen deseos de adorarle.
En los primeros momentos hablóse poco en la lancha. El calor era tan intenso que aturdía. Todos los rostros estaban encendidos y sudorosos. Los brazos no tenían brío para abanicarse. Pero la alegría no tardó en renacer. Aquella insufrible molestia que sentíamos sirvió de pretexto para bromear y reir. Uno de los pollos proponía un baño general, que nos echásemos todos juntos al agua así que llegásemos a San Juan, cosa que escandalizaba y hacía reir a un mismo tiempo a las damas. Elenita sostenía que su tío no sudaba agua como los demás, sino café con leche; y como todos los ojos se volvían, sonrientes, a mirarle, el buen señor no podía ocultar su despecho. Cada cual comenzó a hablar con los que tenía al lado. Isabel y Villa empezaron una conversación animada. La de Enríquez y su novio, lo mismo. Elenita y el pollo desconocido, que ya se habían saeteado bastante con los ojos, comenzaron a charlar por detrás de la cabeza de jabalí del presbítero don Alejandro, que tenía las enormes cejas temerosamente fruncidas, y el rostro contraído por una expresión de dolor y de ira que ponía espanto. Finalmente, y esto era lo que verdaderamente me interesaba, Gloria y Suárez no cerraban boca. La infiel reía alegremente, harto alegremente quizá para que no hubiese en ello cierta afectación, de los chistes (¡estúpidos, claro está!) del malagueño. No quise disimular mi tristeza. Al contrario, forcé la nota lúgubre, permaneciendo silencioso y cabizbajo, a pesar de los esfuerzos que las dos viejas que tenía al lado, y Joaquinita, hicieron por sacarme de mi éxtasis doloroso. Todos allí estaban ya al tanto de lo que me ocurría.
Sentía, en verdad, una viva y profunda pena que me apretaba el pecho y la garganta. Deploraba amargamente el haber venido. Las esperanzas que Isabel me había dado, parecíanme ahora infundadas, ridículas, engendradas sólo por su deseo frívolo de agradar a todo el mundo. Presa de una angustia indecible, sofocado también por aquel ambiente abrasador, al cual no estaba acostumbrado como los demás, me veía desfallecer. Los oídos me zumbaban, y pasaban a menudo por delante de mis ojos gasas negras flotantes, como si fuera a caerme. No suspiraba, ni me movía, sin embargo. No sólo no temía perder el sentido, pero lo apetecía, por huir de aquella amargura que inundaba mi alma. Deseaba que el poderoso sol se filtrase por la lona del toldo y me abatiese, aniquilase mi conciencia, me transformase en una piedra, en una planta, en algo que no pensase ni sintiese.
Comprendía que mi actitud y mi semblante denotaban demasiado claro lo que pasaba en mi espíritu, que me estaba poniendo en ridículo. Nada me importaba. Allá, después de un cuarto de hora, cuando aún no estábamos a mitad del camino, observé que Gloria me dirigió con el rabillo del ojo una rapidísima mirada, como si tuviese curiosidad de ver lo que yo hacía. No sé lo que pasó por mí. Sentíme de pronto revivir, como un hombre medio ahogado a quien sacasen la cabeza fuera del agua. Erguíme y aspiré con ansia el aire, dando un largo suspiro que hizo sonreir a la señora de Enríquez y puso seria a Joaquinita. No tardó en venir otra mirada igual, que me hizo el mismo bien. La mano invisible que me apretaba cruelmente la garganta aflojaba los dedos. Luego vino otra, y pude sacar el pañuelo y limpiarme el sudor. Luego otra, y tuve ya fuerzas para sonreir. Aquellas miradas, aunque serias y rápidas, penetraban hasta mi corazón y reían allí alegremente y sonaban como una armonía celeste, y hasta pienso que olían como un perfume embriagador. Cuanto más nos acercábamos al término de nuestro viaje, más frecuentes eran, y si no me equivoco, más duraderas también. No dejaba por eso de hablar con Suárez, pero cualquiera podía notar que no era con la misma animación, que una leve sombra de gravedad y preocupación se había esparcido por su rostro.
El cauce del río nos conducía hacia la loma que cierra el contorno de Sevilla por la parte del Sudoeste. A la falda de esta loma se encuentra un pueblecillo llamado San Juan de Aznalfarache, adonde tardamos poco en atracar, saltando a un tabladito que hace de muelle. Es una aldehuela irregular, triste y de ruin caserío. Desde la ciudad ofrece vista muy grata aquel blanco grupito de casas posado como una gaviota a la orilla del río; pero una vez dentro de él, la ilusión se desvanece. Mirado desde Sevilla, parece asentado en la falda misma de la colina, sin terreno llano donde esparcirse. Después que se está en él, se observa que hay en torno muy llanas y muy hermosas huertas de naranjos y olivos.
El malagueño dió la mano, para saltar, a Gloria, y esto me contrajo el corazón fuertemente; pero apenas los diminutos pies de ésta se posaron en el suelo, me lanzó una ojeada firme y rápida como un latigazo, y volvió a dilatarse. Se descansó algunos minutos delante de una taberna, y nos refrescamos con agua azucarada. Las damas se sentaron en las sillas que sacaron del establecimiento. La mayor parte de los hombres permanecimos en pie, sirviéndoles los panalitos. La verdad es que todos estábamos necesitados de un rato de sombra verdadera, porque la del toldo de la falúa dejaba mucho que desear. Joaquinita, que, por lo visto, tenía ganas de mortificarme, me demandó un vaso de agua. Sintiendo, más que viendo, que Gloria me observaba, fuí a buscarlo, pero en la taberna se lo di a don Alejandro, diciéndole:
—Haga el favor de llevar este vaso a Joaquinita.
El presbítero se apresuró a cumplir el encargo, y yo salí después, harto satisfecho de no dar pretexto a que pudiera pensarse que la segunda de Anguita me inspiraba el más mínimo interés. Como diese algunas vueltas por delante de las damas, dirigí distraídamente la mirada a los pies de Pepita, y observé que traía las botas rotas. Al instante lo advirtió.
—¿Qué, se fija usted en mis botas rotas?
—¿Se le han roto a usted al saltar?—repliqué.
—No, señor. Las traigo ya rotas de casa.
—¡Ah! No lo ha notado usted al ponerlas.
—Sí, señor, sí; lo he notado hace días. Las he puesto con todo conocimiento.
No quise insistir, porque entendí que, si proseguía, iba a decirme que no tenía dinero para comprar otras, con la poca aprensión, vecina de la desfachatez, que la caracterizaba.
Isabel dió la señal de marcha. No sé a quién se le ocurrió subir al monasterio antes de ir a la Palmera, y emprendimos, en efecto, la ascensión. La comitiva se repartió en parejas. Yo, para hacer méritos a los ojos de Gloria, viéndola emparejada con Suárez, me fuí solo delante. El camino es corto, pero bastante agrio.
—Sanjurjo—me gritó Joaquinita, con el sano propósito de desconcertarme,—muy melancólico anda usted hoy.
Me volví, y respondí sonriendo:
—Hay motivos.
—Cuéntenoslos usted.
—Nunca.
Y seguí adelante, muy contento de haber enviado a Gloria delicadamente un testimonio de mi amor. No tardamos en llegar al monasterio. Está situado en una meseta o cornisa que forma la falda de la colina, a una altura bastante considerable ya sobre el nivel del río. El edificio no es grande ni ofrece mucho de particular en el estado de abandono en que se halla; pero delante de él hay una especie de terraza desde donde se divisa uno de los paisajes más hermosos que pueden verse en ninguna parte del mundo.
Todos nos quedamos extasiados en su contemplación. Lo que primero atraía la vista era la ciudad. La hermosa sultana del Mediodía reposaba del lado de allá del río, con blancura deslumbradora que le da carácter africano. Eran las cuatro de la tarde. El sol la bañaba con sus rayos oblicuos, pero vivos aún y ardorosos. Sus innumerables torrecillas mudejares de pizarra y azulejos brillaban como diamantes, y sobre todas ellas descollaba la formidable y esbelta Giralda, el antiguo y severo alminar de los árabes, con fuerte color anaranjado. El espacio que ocupa en la vega donde está asentada es grande. Todavía detrás de ella, sin embargo, nuestros ojos percibían extensa llanura verde y dorada, cerrada por una leve ondulación del terreno. “Allí está Alcalá de Guadaira, me dijeron; allí Carmona.” No conseguí verlas. Del lado de acá, por la parte del Sur, la gran ese del río brillaba a los rayos del sol, desarrollándose entre huertas de naranjos y olivos. A cierta distancia éstas cesaban, y la campiña se extendía llana, desnuda, con un color dorado, hasta tocar en el cielo en los confines del horizonte. En aquel espléndido paisaje mis ojos no veían la riqueza infinita de matices de mi Galicia. El esplendor irresistible de la luz los borra y los confunde todos. La impresión, a pesar de eso, o por eso quizá, era más viva. A falta de colores, había destellos. El suelo y el aire ardían como una iluminación universal. Luego los contornos de los objetos, lo mismo los próximos que los lejanos, eran tan puros, tan claros, que algunos, como la Giralda, parecían dibujados en un gran lienzo con mano dura. Los mismos bosquecillos que rodean la ciudad no formaban masas verdes o manchas, sino que veíamos los árboles separados con admirable precisión. Por una atracción de que no me daba cuenta, mi vista se fijaba con persistencia en el espacio azul. La luz ejercía sobre mí en aquel momento la misma fascinación que sobre las mariposas. Sentía un placer inmenso, un deleite casi sensual en sumergir la mirada en aquel aire transparente y límpido, y me acometían vagos anhelos, ansias indefinibles que me producían una especie de desvanecimiento. Por un instante se me borró hasta la noción de la existencia, hasta el pensamiento de Gloria, que tenía a cuatro pasos de distancia. Si hubiera tenido alas, me hubiese lanzado al infinito luminoso, sin acordarme de ella, aunque esto parezca una contradicción inverosímil. Esta especie de enajenación desapareció cuando oí la voz de Pepita a mi espalda.
—¡Considera, alma cristiana, en esta primera estación!...
Volví la cabeza riendo, y mis ojos tropezaron con los de Gloria, que los apartó al instante. No cabía duda; me estaba mirando.
Bajamos de nuevo al pueblo, y advertí que Suárez, por más que hizo, no consiguió emparejarse con ella. Se había cogido al brazo de su tía Etelvina, y hablaba animadamente sin hacer caso de él, hasta que, despechado al fin, se acercó a acompañar a una de las de Enríquez. “Bueno va”, dije para mí, con viva alegría que me brotaba a la cara. Isabel y Villa no se habían separado. Consideré con tristeza al pobre comandante preso de nuevo en las redes de aquel amor imposible, cuando Joaquina se me acercó diciendo:
—¿Mira usted a Villa? ¿Verdad que parece imposible que un hombre formal se ponga en ridículo hasta ese punto?
Me encogí de hombros y sonreí. ¡Ponerse en ridículo! ¿Qué le importa al que ama de veras ponerse en ridículo? Quien se admire de esto, ni ha amado nunca, ni sabe lo que es amor. A riesgo de parecer grosero, alejéme de Joaquinita. Su compañía en aquel momento podía echar a perder un fausto suceso que veía en lontananza.
Atravesamos de nuevo el pueblo, y salimos por la parte del Sur a las huertas y jardines que lo circundan. Al través de las puertas enrejadas, veíamos las casitas de campo, con persianas verdes cuidadosamente echadas, enteramente solitarias. Sus habitantes, si es que los había, debían de estar resguardados del calor hasta la hora en que el sol se pusiese. Próxima ya a la falda de la colina, estaba la Palmera. Era la más amplia en territorio y la que poseía casa más grande y suntuosa. Desde la puerta de salida hasta el edificio había una ancha avenida orlada de palmeras, en suave declive. A entrambos lados se extendía un bosque inmenso de naranjos. El jardín de la casa estaba ya tallado en la colina. Para subir a aquélla había tres escalinatas adornadas con macetas. En los tres decansos se veían jardinillos bastante descuidados, pero que tenían ese encanto misterioso y poético que la naturaleza presta a los lugares que el hombre la abandona. Los arbustos habían crecido desmesuradamente y tejían sus ramas formando bosquecillos impenetrables. Las flores eran escasas y crecían donde los arbustos no les quitaban la luz.
A la puerta nos recibieron los criados, que habían ido por la mañana con los víveres. El que estaba al frente de la finca nos acompañaba desde la puerta de hierro. Era una casa del siglo pasado, espaciosa, fresca, y un poco desmantelada. Hacía tiempo que los dueños no iban allí sino por un día o dos. Excitada la curiosidad de todos, quisimos recorrerla luego que hubimos descansado unos minutos, y lo hicimos en tropel entrando y saliendo por las vastas habitaciones solitarias, turbándolas con nuestros gritos y risas. En la planta baja había un gran salón, de techo elevadísimo, con pavimento de azulejos colocados en caprichoso mosaico. Los muebles eran severos; el damasco encarnado de las sillas y cortinas había empalidecido extremadamente. Los muros tenían pintado al fresco un gran zócalo que llegaba hasta la mitad; de allí arriba, enjalbegados como la casa de un menestral; pendían de ellos varios retratos al óleo, de caballeros y damas del siglo diez y ocho. Estos retratos, que eran los de los antepasados de Isabel, llamaron poderosamente la atención de los convidados. Particularmente las damas, no acababan de asombrarse de que se gastasen tales tocados y vestidos, como si no pudiera ponerse un pero a los que ellas llevaban. Había además un comedor espacioso, con grandes armarios de caoba, bien provistos de vajilla. En el piso alto nos llamó la atención un gabinete muy lindo, en cuyos balcones habían puesto por capricho cristales de todos colores. Nos detuvimos bastante rato contemplando la campiña al través de cada uno. Aquellos paisajes azules, rojos, amarillos, que alguna vez se ven en sueños, hacían prorrumpir en exclamaciones de alegría o disgusto a mis compañeros.
—Voy a enseñarles a ustedes la salida del manantial—nos dijo Isabel.
Bajamos, guiados por ella, a la planta baja, atravesamos un patio, abrió un criado una puertecita verde y entramos en un recinto semejante a una gruta. La atmósfera estaba impregnada de humedad. Escuchábase el rumor del agua, pero no la veíamos, porque estaba oscuro. Cuando los ojos se fueron acostumbrando, observamos allá en el fondo, brotando de la peña, un raudal enorme, verdadero río que caía en un estanque cerrado toscamente por piedras. El sitio era el más grato que pudiera hallarse en tal instante. La frescura singular que se sentía dilató nuestros pechos, harto oprimidos, y nos hizo prorrumpir en exclamaciones de bienestar. Nadie quería salir de allí. Sin embargo, fué preciso al fin, porque se llegaba la hora de confortar los estómagos. Isabel había dejado a Villa y tenía abrazada a Gloria por la cintura. Ambas fueron quedando rezagadas a la salida. Cuando iba a trasponer la puerta, Isabel me llamó.
—Oiga usted una palabrita, Sanjurjo.
Al mismo tiempo se retiró hacia el fondo de la gruta, arrastrando a Gloria. El corazón me dió un vuelco, y las piernas me flaquearon. Llegaba el momento crítico que había de resolver de mi suerte. Haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, acerquéme sonriente a las jóvenes. Debía de estar, o muy rojo, o muy pálido. Isabel no me dejó pronunciar una palabra. Si me hubiese dejado, no sé si hubiera sido capaz de hacerlo.
—Sanjurjo, mi opinión es que debe concluir eso que hay entre Gloria y usted. Ustedes se quieren. ¿Por qué han de pasar el tiempo en monerías?
¡Pasar el tiempo en monerías! Declaro que nada me ha parecido, ni antes, ni después, tan lógico, tan convincente como esta sencilla proposición.
Y como nos quedásemos turbados, ella roja, yo rojo también, mirándonos con ojos brillantes, la condesita nos dijo en tono protector:
—Vamos, dense ustedes la mano, y no haya más regaños.
Me apresuré a coger la mano de mi adorada, y la aprisioné entre las mías largamente, pero sin acertar a decir palabra. La presencia de Isabel me estorbaba ya terriblemente. Al fin, la emoción venció a la vergüenza, y comencé a verter una serie de frases incoherentes, apasionadas, estúpidas, protestando de mi cariño. Estaba loco. Tantos disparates debí decir, que Gloria soltó su mano bruscamente y echó a correr hacia el fondo. Isabel me hizo con los ojos seña de que la siguiese.
—Gloria—le dije en voz baja, acercándome suavemente—, ¿sigues enfadada conmigo?
Por toda contestación se llevó el dedo a los labios, diciéndome con fingido enojo:
—Cargante, ¿no tenías tiempo de desirme esas guasitas cuando estuviéramos solos?
No pude contenerme. Me acerqué más a ella y la estreché fuertemente contra mi corazón. Una tosecilla seca de Isabel, cuya figura tapaba la puerta, nos avisó de que nos veía y que juzgaba aquello un poco descomedido. Gloria me rechazó; pero yo, tomándole las manos, preguntéle con acento conmovido:
—¿Por qué me has hecho sufrir tanto?
—También yo he sufrido; calla.
Y se dirigió a la puerta llevándome a su lado. Isabel dió algunos pasos hacia nosotros, y sonriendo maliciosamente nos dijo:
—Veo que la reconciliación ha sido completa.
Luego abrazó a Gloria y le dijo al oído algunas palabritas. Esta soltó una carcajada y la besó con efusión repetidas veces. Después, sin saber cómo, la risa se tornó en llanto: ocultó el rostro en el pecho de su prima y comenzó a sollozar perdidamente. Comprendí que aquellas lágrimas no eran de dolor, pero me apresuré a preguntarle:
—¿Qué te pasa, Gloria? ¿Te sientes mal?
Sin levantar la cabeza me hizo seña con la mano de que me fuese. Yo, sin hacer caso, volví a preguntar:
—¿Estás indispuesta?
Entonces, levantando la frente, con los ojos nublados de lágrimas y sonrientes a la vez, exclamó con rabia:
—¡Vete, payaso, vete! No quiero que me veas llorar.
Muchas veces después me he oído llamar payaso por Gloria, y siempre se lo he agradecido; pero nunca este calificativo me hizo experimentar una sensación más feliz, un transporte tan delicioso como entonces. Salí por la puertecita en un estado de turbación que hubiera hecho reir a cualquiera. Llegué al comedor, y no comprendí por qué Suárez me dirigía una mirada tan glacial. Yo de buena gana le hubiera abrazado como a todo el mundo. Si no abrazos, por lo menos empecé a repartir sonrisas a todos, porque me parecía que todos habían contribuído a mi felicidad. Lo único que me sorprendió, al cabo de algunos momentos, fué que no me preguntasen por Gloria. Dios mío, ¿cómo se podía vivir sin Gloria? Pero Gloria no tardó en llegar, las mejillas inflamadas, los ojos enrojecidos y brillantes. No me miró al entrar. Comprendí que sin mirarme me veía, y esperé.
—A la mesa, a la mesa—dijo Isabel.
Vi que el malagueño se acercaba a Gloria y le decía algunas palabras, y vi que ella hacía una mueca de indiferencia y le volvía la espalda. ¡Qué criatura tan inteligente! Vi que, como quien no quiere la cosa, se iba acercando hacia el sitio donde yo estaba; y vi que se llevaba las dos manos al pelo y se daba unos toquecitos nerviosos para arreglárselo; y vi que cogía una silla y la separaba para sentarse; y vi que apoyaba su mano en la contigua... Y no quise ver más. Fuí allá, y me senté resueltamente a su lado.
No recuerdo los manjares que nos sirvieron, ni creo que los recordaría entonces, después de haberlos comido. Me parece que eran la mayor parte fiambres de fonda, y que había gran profusión de confites. Lo que retengo en la memoria admirablemente es que Gloria me sirvió almíbar de azahar, diciéndome que era cosa exquisita, y que yo no lo encontré tanto y que ella se enfadó y me dijo que era un simple y un desaborío, y que yo, para cortar la discusión, le dije que si me la sirvieran a ella en ese almíbar, la comería, pero otra cosa no, y que ella me respondió, riendo, que yo “era un gaditano con más conchas que un galápago”. En cambio, cinco yemas de San Leandro, que me hizo comer una tras otra, me parecieron deliciosas, y alabé las manos de las monjas, y a Dios que las había criado.
Después de merendar nos fuimos al salón. Elenita se puso a teclear en el piano antiquísimo, de voces cascadas y metálicas; un verdadero trasto. Temblé que comenzase a cantar alguna de sus romanzas sentimentales, y más cuando vi acercarse al presbítero y decirle algunas palabras al oído; pero no fué así. La vivaracha joven tocó una tanda de valses, y llamó al pollo desconocido, nombrado Lisardo, según creo, para que le volviese las hojas. Don Alejandro, mientras tanto, paseaba a grandes trancos por el salón, con aspecto sombrío.
—¿Qué, no se baila?—preguntó la chica al terminar, haciendo girar el asiento para ponerse frente a nosotros—. Pues yo voy a dar el ejemplo... Isabel, ven aquí, tócanos una mazurka.
Y sin más preámbulo se cogió a Lisardo y comenzaron a bailar, dando fuertes taconazos sobre los azulejos, sin reparar en la mirada furiosa, pulverizante que su maestro de música la dirigía.
Yo estaba sentado en uno de aquellos viejos sofás al lado de Gloria. Le pregunté si quería bailar, y me respondió que no sabía. En Andalucía casi todas las jóvenes saben los bailes del país, porque se les toma maestro o maestra para enseñarles; pero a menudo ignoran los de sociedad con ser mucho más fáciles.
—No importa, yo te enseñaré.
Y sin aguardar su respuesta, la cogí de las manos, obligándola a levantarse, y la abracé por el talle.
—Uno... dos... Ahora con el izquierdo. Uno... dos... Vuelta con el derecho...
Perdíamos el compás a cada momento, pero ¡qué importa! Cada traspié nos hacía reir alegremente. Una vez Gloria me pisó.
—¡Uy! ¡uy!—exclamé fingiendo gran dolor—. ¡Cómo pesa la carne de monja!
—¡Vaya una grasia mohosa!... Pero, hombre, ¿tienes la desvergüensa de quejarte? ¿De cuándo acá el pie de una andalusa puede haser daño al de un gallego?
Y era verdad. Aunque sus pies diminutos hubieran bailado sobre los míos, creo que no me harían daño.
Por otra parte, nadie reparaba en nosotros, y podíamos bailar lo mal que quisiéramos sin llamar la atención. Todos brincaban por el salón, acometidos de un vértigo en el cual debían de tener alguna parte el manzanilla y el amontillado que nos habían servido. Cuando nos cansamos, fuimos de nuevo a sentarnos. Cogí su abanico, le dí aire fuertemente, tan fuerte, que lo rompí, lo cual fué ocasión de nuevas bromas y risas. No habíamos hablado nada de nosotros mismos. Nuestra conversación sólo tenía por tema las cosas y los sucesos exteriores. No sé si era porque el placer de hallarnos de nuevo juntos y enamorados nos bastaba en aquel momento, o por el temor de hablar de asuntos en cuya apreciación pudiéramos no estar de acuerdo.
Por supuesto, en cuanto el baile de sociedad fué cansando, vinieron a escape las seguidillas. Gloria fué la primera invitada, porque Isabel afirmó en voz alta que no había en Sevilla quien las bailase como ella. No se hizo de rogar. Formáronse cuatro parejas, comenzó a sonar la guitarra, chasquearon los palillos (en Andalucía la guitarra y los palillos aparecen siempre, como si brotaran de la tierra), y el baile, aquel baile animado, vibrante, gracioso, que produce escalofríos de dicha y hace bullir el alma del más linfático, dió comienzo al son de una copla cantada por el clérigo don Alejandro. Costó gran trabajo reducirle a que lo hiciese.
Confieso que, aun placiéndome mucho, no me causó la impresión que en Marmolejo. Gloria en hábito de monja, no diré que estaba mejor que ahora con su vestido rojo, pero desde luego era aquello más original.
Cuando salimos a tomar el fresco a los jardines, el sol ya se había puesto y andaba cerca de llegarse la noche. La sociedad se diseminó por el gran bosque de naranjos. Gloria, en cuanto vió un columpio, se empeñó en subirse, y me pidió que le moviese, lo cual hice, como debe suponerse, con extremado placer. Por entre los árboles vi reunidos a Suárez y Joaquinita, que nos miraban con sonrisa despechada y maligna. No hice caso; pero Gloria, que también acertó a divisarlos, se puso seria repentinamente y no tardó en bajarse. Volvimos a reunirnos al grupo mayor. Observé que mi novia procuraba, por cuantos medios podía, demostrar a Daniel el mayor desprecio, como si tuviese contra él algún grave motivo de odio. Yo era tan feliz que compadecía sinceramente a mi enemigo, y hallaba la conducta de ella demasiado cruel. Nos sentamos al fin sobre el césped, no lejos de Isabel y Villa, que charlaban animadamente. Hubo un rato de silencio. Temía, por lo que ya he dicho, volver a las conversaciones íntimas, y no se me ofrecía en aquel instante objeto de que tratar. Noté que Gloria me miraba con frecuencia, sonreía levemente, bajaba la vista y otra vez volvía a mirarme y sonreir, moviendo los labios un poco, cual si le viniesen deseos de decirme algo y no se atreviese. Una de las veces sus ojos chocaron francamente con los míos, y los dos sonreímos sin saber por qué. Bajólos al fin, y mostrando vergüenza, dijo en voz baja:
—Ya sé que me has llamao... (aquí pronunció a medias la palabra fea que yo había dicho a Suárez en la memorable conferencia de la taberna).
Debí empalidecer terriblemente, y murmuré rechinando los dientes:
—¡Infame!
—No te apures, hijo—se apresuró a decirme, sin caérsele la sonrisa avergonzada de los labios.—Ya ves qué enojada estoy. ¿No te he dicho que a mí me gusta que me peguen en los nudiyos?... Además, eso me ha probao que no se te pasea el alma por el cuerpo, como yo creía. Cuando me has llamao tal cosa, es que me quieres.
Algún reparo podría ponerse en buena lógica a esta conclusión; pero la verdad es que entonces era legítima.
—Sí que te quiero... ¡Más de lo que tú te figuras!
—¡Mira que me figuro mucho!
—Pues más aún... pero el decirte semejante porquería es una indignidad que ese canalla me ha de pagar.
—Déjalo de mi cuenta, tonto. Vosotros no sabéis castigar esas cosa... Ya verás cómo yo sé tocarle en lo vivo.
Y tenía razón, porque supo tan bien manifestar su desdén, que a ninguno de la partida se le ocultó la vergonzosa derrota del malagueño.
Volvió a quedar silencioso mi dueño, y volvió a dirigirme rápidas miradas y a sonreir, esta vez con malicia.
—Te he visto—me dijo al cabo—pasear de noche por mi calle.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Estas noches pasaas, mientras hemos estao regañaos... y te he visto además hacer una cosa...
—¿Qué cosa?—pregunté, poniéndome ya colorado.
—Besar las rejas de mi ventana... Vamos, no te pongas colorao, porque estuvo muy bien hecho.
—¿Dónde estabas tú?
—Pues detrás de las cortinas.
—¡Ah, cruel! ¡Y no has tenido siquiera corazón para abrir y darme las gracias!—exclamé con tristeza.
—¡Qué quieres, hijo!—respondió ruborizándose a su vez—. Bien me apetesió... pero la honrilla... la negra honrilla... ¿sabes?... No vaya a creerse ese tío lila, dije para mí, que le estoy asechando los paso.
—Pues no te lo perdono.
—¿Que no me lo perdonas?—dijo propinándome un soberano pellizco en el brazo.
—No—repetí riendo y quejándome a un mismo tiempo.
—¿No?—preguntó de nuevo, intentando darme otro.
—No—repuse con firmeza, levantándome y echando a correr por el bosque.
Ella me siguió, jugamos un rato al escondite entre los árboles. A cada instante me preguntaba: “¿No?”—“No” respondía yo, cada vez con más decisión. Observé que se iba impacientando, y que su voz estaba ya alterada. Por fin se quedó inmóvil y silenciosa. Entonces me acerqué, y vi que sus ojos estaban nublados de lágrimas. Me recibió con una granizada de denuestos. Después, como yo procurase templarla mostrándome arrepentido, cambió repentinamente, y mirándome con ojos suplicantes... tornó a repetirme:
—¿Me perdonas?
Costóme trabajo impedir que se pusiera de rodillas. Había llegado a persuadirse de que lo que había hecho era un grave delito.
La noche estaba ya encima. Se trató de partir, pero la mayoría de los jóvenes decidió, contra la minoría de los viejos, que nos estuviésemos aún otro ratito. Se jugó todavía al “escondite”, a “la gallina ciega”, y nos divertimos en ver furioso al tío de Elenita, que a todo trance quería marchar. Cuando lo hicimos se veía muy poco: cuando saltamos a la falúa, en el pequeño embarcadero de madera de San Juan, era ya noche cerrada.
Yo, que no me había separado un instante de Gloria después de nuestra reconciliación, tampoco lo hice entonces, como es fácil de presumir. Sentéme a su lado en la popa, teniendo cerca a Isabel y Villa, que tampoco habían andado muy apartados durante la excursión. Frente a nosotros estaba la de Enríquez con su novio, más allá la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca.
Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos. Lo cierto es que el malagueño soportaba su derrota con más filosofía que yo lo había hecho.
El firmamento se había poblado de estrellas. La luna aún no parecía. Apartámonos de la orilla y los remos comenzaron a chapotear dulcemente sobre el agua. El calor había cedido, pero no cesaba. El aire, inflamado por los rayos del sol, nos envolvía como una onda tibia, acariciando nuestras sienes y penetrándonos de una languidez invencible. Los mimbres y álamos esparcían por las orillas sombras flotantes que temblaban y desaparecían a nuestro paso. Impresionados todos por el silencio de la noche, el blando vaivén de la barca sobre la superficie elástica del río y el suave rumor de los insectos que cantaban en las praderas de las márgenes, comenzamos, sin darnos cuenta, a bajar la voz. Al poco rato no se oía en la falúa más que cuchicheos y rumor de risas comprimidas.
Nuestros ojos sonreían, cambiando largas miradas impregnadas de pasión; nuestros labios murmuraban frases de amor; nuestras manos se buscaban en la oscuridad y se oprimían, tan pronto viva como débilmente. Gloria me preguntaba aún muy bajito si la perdonaba. Yo respondía que sí y que la adoraba. Ella replicaba que sólo se adora a Dios y a los santos, que le bastaba ser querida, pero muy querida, y que la única ambición de su vida era ser mi mujercita, que yo la tomase y la llevase donde bien quisiera, “aunque fuese a Galicia”. Viendo sus ojos posarse sobre los míos anhelantes, escuchando su dulce acento enternecido, cualquiera diría que estaba profundamente enamorada de mí. Yo no lo digo, por modestia.
La luna apareció por encima de las azoteas de la ciudad cuando ya estábamos próximos al muelle. Inicié un aplauso a la diosa de la noche, y todos me secundaron con vivo palmoteo. Isabel manifestó que era lástima meternos en casa, y nos propuso dar la vuelta y pasearnos un rato, lo cual hicimos, contra la voluntad expresa del tío de Elenita. Otra vez perdimos de vista la negra silueta de Sevilla y nos hallamos en medio del río, mecidos entre sus riberas sombrías, sobre la faja de plata que extendía la luna en el agua. Esta faja nos servía de camino. Era un sendero soñado, glorioso, que se prolongaba a lo lejos, se perdía entre los negros contornos de las orillas, conduciéndonos en apoteosis al través de la noche desierta. Brillaban sobre la espalda del río mil escamas argentadas, mil ampollitas lucientes, que parecían estrellas caídas del alto cielo dormido. Sumergí los dedos en el agua, y la hallé tibia. Se lo dije a Gloria, y se inclinó para hacer lo mismo. Después nuestras manos mojadas cambiaron un dulce y corto apretón que nadie vió. Volvimos a sentirnos acariciados por la onda silenciosa de la noche. Las palabras que nos murmurábamos volvieron a tener un sentido íntimo, un sabor secreto que nos inundaba de alegría. Los acentos de Gloria, al salir de sus labios húmedos, no quedaban en el oído, sino que corrían por mis venas con dulzura infinita, y sus negros ojos brillantes me interrogaban sobre aquel misterioso y divino sabor que ella notaba también sin saber de dónde venía. Escuchábase el glu glu cristalino del agua; la falúa oscilaba dejando escapar una suave queja monótona. Los marineros habían levantado los remos, a nuestra instancia, y nos dejaban marchar arrastrados por la imperceptible corriente.
Duró poco aquel sopor lánguido y voluptuoso, que a todos nos había embargado. Pepita, después de rasguear primorosamente la guitarra tres o cuatro veces, se la pasó a Gloria, diciendo:
—Hija mía, basta de pichoneo... A ver si nos cantas alguna copliya salaíta de esas que tú sabes.
Quiso resistirse, pero todos la instaron, afirmando que estábamos lejos ya del muelle, que nadie, más que nosotros, la oiría, y se vió precisada a ceder. Observé siempre que Gloria estaba más dispuesta a bailar que a cantar.
Punteó y rasgueó la guitarra un momento, y de improviso lanzó el grito prolongado, vibrante, apasionado, con que comienzan los cantos andaluces. El aire dormido se estremeció, y sobre sus alas invisibles arrastró aquel grito al través de la campiña desierta. Yo sentí un vivo escalofrío, un fuerte estremecimiento, como si hubiera tocado en el botón de una máquina eléctrica. Aquella nota se fué apagando, apagando, hasta que murió en su garganta como un blando suspiro. Luego cantó rápidamente y con brío los dos primeros versos de la copla, y guardó silencio.
—¡Ole, mi niña! ¡Bueno! ¡Viva tu salero!—gritaron algunas voces.
Gloria, sin pestañear, la mirada fija y abstraída, los rasgos de su fisonomía levemente alterados, como le acontece a quien pone en el canto buena parte de su alma, concluyó la copla, bajando la voz hasta convertirla en murmullo vago, gorjeo suave que, al morir, semejaba un sollozo.
Por qué en aquel momento, en que mi amor por Gloria se convertía en delirio y embriaguez, en que todo me sonreía y tocaba al logro de mis deseos, sentí el alma inundada de tristeza y apetecí la muerte, no puedo explicarlo; pero así fué. Quizá tengan razón los que creen que el amor y la muerte son dos cosas que se identifican y confunden allá en el centro misterioso de la vida universal. Dejé resbalar mis lágrimas por las mejillas, sin cuidar si me miraban. Gloria volvió a entonar otra copla, y luego otra, y luego otra. No se cansaban de pedirle más y ella de complacerles.
Un suceso inesperado vino a destruir el arrobamiento en que todos estábamos. Los marineros, que también participaban de él, se habían descuidado, y la falúa, abandonada a sí misma, se acercó a la orilla y embarrancó. En vez de susto, lo que aquel lance produjo fué risa y algazara. Los marineros se remangaron los pantalones y se echaron al agua, y al momento nos pusieron a flote. Pero la paciencia del tío de Elenita había tocado a su fin. Tropezando de ira, nos dirigió frases de mal gusto, verdaderos insultos, que nosotros acogíamos con ¡bravos! y palmadas. Sin embargo, las señoras se pusieron de su parte, y no hubo más remedio que dar la vuelta.
La barca siguió de nuevo el argentado sendero del río, que fulguraba como el éter. Todo dormía, lo mismo la sombra que la luz, con un sueño profundo y sosegado. El aire tibio nos traía de las márgenes vagos aromas de frutos maduros, de flores marchitas, de musgo y tierra, que eran el hálito de la naturaleza dormida. La profunda negrura de las riberas, donde las sombras se acumulaban, hacía más brillante y glorioso nuestro camino. Parecía que marchábamos, suspendidos en las tinieblas, sobre un rayo de luna. Del firmamento caía una lluvia de estrellas que no llegaban al suelo jamás, y las praderas elevaban hacia él su voz suave y monótona, formada por los suspiros de millones de insectos que en el fondo de sus pequeños agujeros también se estremecían como yo de amor y de dicha.
¡Hermosa noche andaluza, mientras me quede un soplo de vida vivirás impresa en mi corazón!
Don Germán Reynoso, nacido en el Escorial, había labrado una fortuna inmensa en América. A su llegada a España se había enamorado de Elena, hija del farmacéutico del Escorial y se casó con ella. Elena era una joven bellísima, buena, inocente, pero bastante aturdida. Reynoso un hombre de cuarenta años, inteligente, noble, generoso. Fué un matrimonio feliz. Poseían un magnífico hotel en el Escorial y otro en el paseo de la Castellana de Madrid. Reynoso tenía una hermana, Clara, mucho más joven que él, casada recientemente con Tristán Aldama. Sus amigos más íntimos eran Escudero, rico banquero, tío de Tristán, y Barragán, hombre estrafalario de terrible y fea catadura pero de gran corazón. Como la fortuna de los esposos les había hecho entrar en relación con la sociedad elegante de Madrid, Elena conoció en ella a un distinguido pintor llamado Núñez, hombre ingenioso, mordaz y escéptico. Este comenzó a galantearla asiduamente. Elena se resistió mucho tiempo porque amaba a su marido en realidad, pero debido a su temperamento ligero y sobre todo empujada por algunas perversas amigas, concluyó por sucumbir.
ELENA se mostraba reacia aquel verano para ir al Escorial. Con el pretexto de esperar la terminación de unos muebles que había encargado para su salón iba retrasando días y días el traslado definitivo, por más que solía pasar allá uno que otro. Reynoso ya no podía más. Su amor y su prudencia le retenían de tomar la iniciativa, pero empezaba a mostrar en su semblante la impaciencia que le dominaba. Elena lo comprendió y le propuso que se fuese antes que ella, aguardándola allí los pocos días que faltaban ya para que el ebanista y el tapicero dejasen terminada la reforma del salón. Aceptó gustoso contando que solamente una semana tardaría su esposa en juntarse con él. Transcurrió la semana, corrían ya los últimos días del mes de Julio y Elena no daba aviso de su partida. Pensaba ya D. Germán en volverse a Madrid y renunciar a sus placeres campestres cuando recibió un telegrama urgente de Tristán concebido en los siguientes términos: “Vente en el primer tren. Urge mucho tu presencia aquí.”
Justamente acababa de almorzar; eran las doce y media y el primer tren para Madrid salía a la una. Mandó enganchar a toda prisa y se trasladó a la estación. El telegrama le había trastornado. No sabía lo que pensar, pero sentía una zozobra inmensa. Lo primero que le había venido al pensamiento era que Elena estuviese enferma, le hubiese ocurrido cualquier accidente. Sin embargo, no parecía natural que le avisasen en aquella forma enigmática. Luego pensó en Clara, en el niño. Tampoco imaginaba que era forma adecuada de darle la noticia. Al fin, presa de la mayor congoja, llegó a Madrid. Cuando puso el pie en el andén y vió a Tristán acompañado de Escudero y de Barragán le dió un salto terrible el corazón. Se dirigió corriendo a ellos.
—¿Qué pasa? ¿Elena está enferma?... ¿Clara?
—Las dos están buenas—respondió Tristán gravemente—. Vamos a tomar el coche y allí te hablaremos del asunto que me ha obligado a telegrafiarte.
Estas palabras causaron un frío singular en el corazón de Reynoso. Vagamente adivinó una desgracia mayor que la enfermedad, mayor que la muerte misma, y quedó paralizado sin osar decir otra palabra. Siguió dócilmente a sus amigos, cuyas caras largas, contristadas, eran aún más inquietantes que las palabras de Tristán. Fuera de la estación les esperaba el landau de Escudero.
—A la Moncloa—dijo Tristán al lacayo.
La mayor estupefacción se pintó en los ojos de Reynoso, pero guardó silencio. Prontamente el coche dejó las cercanías de la estación del Norte y se internó en el largo y umbroso paseo de la Moncloa, que se hallaba en aquella hora completamente solitario. Tristán, con los ojos bajos y voz levemente enronquecida, principió al cabo a hablar.
—He vacilado mucho, muchísimo, antes de darte el susto que te he dado y hacerte pasar por una prueba bien triste... Hubiera querido, aun a costa del sacrificio más grande, ahorrártela. Conozco tu corazón confiado, noble, afectuoso y sé perfectamente la herida profunda que ha de abrir en él un desengaño... Pero... yo no puedo olvidar que eres mi hermano, que mi mujer lleva tu nombre y que tengo el sagrado deber de velar por que este nombre no sea arrastrado por el suelo... Yo no quiero—añadió exaltándose—que este nombre, que ha de llevar también mi hijo, sirva de burla y escarnio a la gente. Antes que eso suceda estoy resuelto a hacer justicia por mi propia mano...
Reynoso horriblemente pálido le contemplaba atónito, sin pestañear.
—Antes de dar este paso he consultado con tus amigos más fieles, con los que te quieren como un hermano, y ellos han visto como yo que era de todo punto necesario esta operación dolorosa. Ten valor, pues... Prepárate a saber que se ha hecho befa de tus sentimientos más íntimos, que se ha olvidado infamemente tu nobleza y tu generosidad, que se ha pisoteado tu corazón y tu nombre... Elena...
Un grito áspero y extraño mezcla de rugido y de lamento salió de la garganta de Reynoso.
—¡La prueba! ¡la prueba!
Tristán, Escudero, Barragán quedaron aterrados viendo la palidez cadavérica de aquel hombre, su mirada centellante de fiera acorralada.
—¡La prueba! ¡la prueba!—repitió apretando el brazo de su cuñado.
—Dentro de pocos momentos la tendrás.
Reynoso paseó su mirada anhelante por el rostro de sus amigos, y viendo que los dos bajaban la cabeza confirmando las palabras de Tristán, se llevó ambas manos crispadas a los cabellos mesándoselos con furor. Fué un acceso de loca desesperación. Gritos, sollozos, interjecciones, movimientos convulsivos. Sus amigos turbados y confusos hacían vanos esfuerzos por calmarle. No duró mucho tiempo, sin embargo, aquel ataque. Dejó al cabo caer la cabeza contra el rincón, se tapó con una mano los ojos y extendiendo la otra hacia Tristán dijo con voz débil:
—Habla. Quiero saberlo todo.
—Todo está dicho ya—repuso Tristán visiblemente afectado—. ¿Para qué necesitas más palabras? Ahora mismo te llevaremos a un sitio donde puedes quedar bien persuadido... ¡Manuel!—añadió sacando la cabeza por la ventanilla—da la vuelta y llévanos a la calle de Atocha. Para delante de la iglesia de San Sebastián. ¡Vivo!
Obedeció el cochero, entrando en la ciudad y llegaron al punto designado en pocos minutos. Se apearon allí y dieron orden de que el carruaje les esperase. Dejaron la calle de Atocha y se internaron por una de sus travesías laterales. Tristán marchaba delante con Escudero, detrás Barragán con Reynoso. Este no había despegado los labios, pero pocos momentos después de caminar los acercó al oído del paisano.
—¿Quién es?
—Núñez—murmuró Barragán apretando al mismo tiempo con afectuosa ternura la mano de su amigo.
Tristán y Escudero se detuvieron delante de una taberna, abrieron la puerta e invitaron a los otros a entrar con ellos. Reynoso se dejaba conducir dócilmente. Tristán, que parecía haber estado ya allí algunas veces, hizo ademán de sentarse a una mesa próxima al escaparate. Tenía éste doble cierre de cristales y a su través se veía perfectamente la calle, que era estrecha. Enfrente había una casa de reciente construcción que hacía contraste con las del resto de la calle, casi todas viejas.
—¡Ahí dentro están!—dijo en voz baja apuntando hacia ella.
Reynoso levantó los ojos y volvió a bajarlos rápidamente. Barragán pidió unos vasos de vino. El chico de la taberna los sirvió prontamente mirando al mismo tiempo con temor y curiosidad las barbas insólitas y el rostro espantable del paisano. Nadie más que él llevó a los labios el vaso. Aguardaron allí largo rato. Reynoso con los ojos en la mesa y la mano en la mejilla permanecía en una actitud de indiferencia desesperada. Barragán, Escudero y Tristán hablaban en voz baja espiados por la tabernera y el chico que mostraban en su rostro inquietud. Aquella conferencia misteriosa de cuatro señores en su tienda y sobre todo la traza de bandido que uno tenía les intrigaba. Quizá se les pasara por la mente que estaban fraguando un crimen.
Al cabo de una hora, lo menos, Tristán, que no cesaba de echar ojeadas impacientes a la casa de enfrente, exclamó:
—¡Ya salen!
Reynoso levantó la cabeza y su faz se puso lívida viendo salir del portal a su esposa en compañía de Núñez. Dieron unos cuantos pasos precipitadamente por la calle y se metieron en un coche de punto que un poco más allá les esperaba. El rostro de Elena en aquel instante parecía turbado y pálido y sus ojos miraban con espanto a todos lados. Esta fué la impresión que les produjo. Reynoso quiso levantarse de la silla al verla, pero cayó de golpe otra vez en ella y metió la cabeza entre las manos. Tristán se llevó la suya al bolsillo y dejando asomar la culata de un revólver profirió con reconcentrada ira:
—¡Mátalos! ¡Mata a esos traidores!
Reynoso no se movió. Se oyó el ruido del coche que se alejaba. Nadie habló una palabra en algunos minutos. Al fin Escudero puso una mano sobre el hombro de aquél y dijo con voz conmovida:
—¡Germán! ¡amigo mío! ¡valor!
Y por el rostro de aquel hombre que no parecía sensible más que a los cheques y talones rodaban dos gruesas lágrimas. Reynoso se alzó y tambaleándose como un beodo salió de la taberna seguido de sus amigos. Cuando estuvieron en la calle se volvió hacia su cuñado y apretándole la mano dijo:
—¡Tienes razón, Tristán, la vida es un asco!
Guardaron todos silencio y caminaron hacia el sitio en que habían dejado el coche. Don Germán manifestó su resolución de volverse al Escorial. Todos ellos se brindaron a acompañarle, particularmente Tristán, pero opuso una enérgica negativa a sus instancias. Tampoco aceptó el coche de Escudero que hablaba de añadir otros dos caballos a los que llevaban. Nada, sólo pedía que le dejasen en la estación. Salía un tren a las siete y sólo faltaba una hora. Acataron su voluntad aunque de mala gana.
—Os suplico que os volváis a vuestras casas y me dejéis ya—les dijo cuando hubieron llegado—. Y llamando aparte a Tristán—: Cuida mucho de Clara. Conozco su corazón y sé que este golpe puede hacerle mucho daño. Os espero dentro de cuatro o cinco días. Hasta entonces dejadme solo.
Tristán le miró con asombro.
—Pero ¿qué piensas hacer?
—Nada.
—¿No quieres castigar a ese miserable?
—No.
—Entonces voy yo a provocarle.
—Nada. No hagas nada, Tristán. En este mundo todo es nada, ¡nada, nada!
Y diciéndoles adiós con la mano y haciéndoles al mismo tiempo seña de que no le siguiesen, se metió en la estación uniéndose a la multitud que en aquella hora la llenaba.
—¡Nada! ¡nada! ¡nada!—murmuraba reclinado en el fondo de un coche mientras la locomotora le arrastraba velozmente al través de los campos adustos, melancólicos que cercan a Madrid. El humo se esparcía delante del paisaje ocultándolo por momentos. El sol moría a lo lejos entre resplandores carmesíes. Una dulce serenidad se desprendía del cielo pálido. Reynoso dejó el rincón y puso su rostro enardecido al golpe violento de la brisa que se iba haciendo más fresca según se aproximaban a la sierra. Con los ojos atónitos sentía más que veía el raudo cruzar de los objetos por delante. Todo huía, todo se escapaba causándole una extraña impresión de desquiciamiento universal. El mundo se deshacía, se evaporaba, rodaba vertiginosamente a los abismos de la nada.
—¡Todo es nada! ¡nada! ¡nada!—repetía sin cesar con voz ronca.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Escorial, salió del coche sin darse cuenta de ello y emprendió como un autómata el camino del Sotillo. Estaba anocheciendo. En el cielo brillante e inmóvil centelleaban algunas estrellas. A su espalda la mole de la sierra se ocultaba entre cendales de un violeta profundo. Delante el inmenso horizonte de los campos parecía cerrarse fundiéndose todo en un tenue vapor gris.
Alcanzó su casa y penetró en ella sin ruido, casi furtivamente como si fuera un intruso. Uno de los criados se asombró de verle al cruzar un pasillo y se excusó de no haber prevenido a los demás. Don Germán ordenó que todos permaneciesen tranquilos. Se encerró en su despacho, sacó legajos y papeles y estuvo trabajando largo rato. Llamaron a la puerta humildemente y una doméstica preguntó si el señor bajaba a cenar. Respondió que le subiesen a la habitación contigua caldo y algunos fiambres y siguió trabajando. Al cabo se alzó del sillón y pasó al saloncito contiguo donde ya le habían preparado la mesa. Ordenó en seguida que todos se acostasen y volvió a su trabajo que aún duró mucho tiempo. Cuando terminó eran las altas horas de la noche. Descansó unos instantes y escribió una carta de pocas palabras que depositó sobre la mesa en sitio visible. Luego sacó de uno de los cajones un revólver, lo examinó con detenimiento, lo cargó con nuevas cápsulas, lo colocó sobre la mesa y echó de nuevo la llave al cajón. Abrió la puerta del salón, abrió la de la habitación contigua, que era el dormitorio matrimonial, encendió un cigarro y se puso a pasear a lo largo de la crujía con aparente calma.
Allá en el fondo entre las camas de los esposos pendía un crucifijo. En uno de los paseos los ojos de D. Germán tropezaron con él. Quedó inmóvil, clavado al suelo, los ojos fijos en aquella imagen sangrienta. ¿Cuánto tiempo estuvo así? ¿Una hora? ¿Un minuto? Jamás pudo él mismo saberlo. Al fin dejó escapar un suspiro, se tapó el rostro con las manos y cayó de rodillas sollozando.
Cuando se puso en pie había recobrado el sosiego, todo el sosiego del alma. Su resolución estaba tomada. Se dirigió con paso firme a su despacho, guardó de nuevo el revólver y se puso a escribir algunas cartas. Una larga para Tristán, otra para Cirilo. La última para su mujer.
“Elena: Perdona que por última vez me dirija a ti. Es de absoluta necesidad para tu futura existencia. Cuando recibas ésta me hallaré lejos y jamás volveré a importunarte con mi presencia. Te dejo toda mi fortuna: sólo me llevo lo necesario para vivir. Gasta todas las rentas que te entregará Cirilo. Es el último favor que te pido y también que disculpes mi ausencia. Puedes decir que estoy en América, donde tenía comprometidos algunos intereses. Nada más. Que Dios te proteja y que a mí no me abandone.”
Cerró la carta y lo mismo que las otras la guardó en el bolsillo para enviarlas al correo en la oportuna ocasión. Hizo después pedazos la que había dirigido al juez y sacó otro cigarro y de nuevo se puso a pasear, esta vez no con calma aparente sino bien verdadera. Por fin abrió el balcón y salió a una pequeña terraza, recostándose de bruces sobre el antepecho de mármol. La noche era caliente y poblada de estrellas. El paisaje severo, erizado, dormía bajo su dosel alargando la sombra inmensa de sus collados. Reynoso abría los ojos sin ver, tendía los oídos sin oir, no viendo ni oyendo más que los latidos de su corazón desgarrado. Este corazón latía y hablaba. ¿Qué importa todo? ¿Qué vale cuanto existe en el mundo? Riqueza y miseria, grandezas y humillaciones, desgracia o ventura todo cambia, todo se hunde al fin en los abismos de la noche eterna... ¿También se hundirá el amor? ¿Nada quedará de esta emoción incomprensible que parece transformarnos por momentos, arrebatarnos de la tierra a otras esferas más altas? Don Germán contempló el cielo largo rato, escrutando con avidez sus abismos azulados, sus millones de luminarias maravillosas. Al fin los bajó de nuevo murmurando: “¡No; el amor no se hundirá porque el amor es Dios!” Paseó después su mirada por el campo. Allá, hacia el oriente, en los confines del horizonte un tenue reflejo del firmamento señalaba el sitio donde se asentaba Madrid. Apartó los ojos con horror. Del cielo viene el rayo que nos abate, del mar viene la ola que nos traga, del campo la dentellada de la fiera o la puñalada del bandido. ¡Pero de allí!... ¡ah, de allí viene el daño que no puede explicarse, la agonía sin muerte, el dolor increíble!
Permaneció algún tiempo perdido enteramente en una meditación profunda. Era un torrente de pensamientos graves, de sensaciones confusas que atravesaba su cerebro y su corazón. Apenas guardaba la conciencia de que fuesen suyos. Una ola de olvido le envolvía poco a poco; una voz bien alta subía invitándole a mirar hacia arriba y a despreciar lo de abajo. Después haciendo un esfuerzo alzó sus codos de la baranda, contempló todavía con distracción el horizonte oscuro, sacó del bolsillo su llavero, del llavero un lápiz y escribió tres palabras sobre el mármol. Entró en sus habitaciones, se dirigió a su armario y tomando de allí la ropa y los objetos más indispensables los empaquetó en una maleta. Cuando la tuvo hecha bajó cautelosamente hasta la puerta del jardín y salió de casa. Atravesó el parque, atravesó el bosque y en pocos minutos se encontró a campo raso. Emprendió por los senderos el camino de Zarzalejo para montar allí en el primer tren que le alejase de Madrid. Cuando hubo caminado algún tiempo se detuvo y volvió los ojos hacia su casa. Allí quedaba, silencioso, tranquilo, el que había sido su paraíso en la tierra. Jamás, jamás volvería a entrar en él. ¡Cuánta felicidad deshecha en un instante! Tomó la maleta que había dejado caer al suelo y emprendió de nuevo la carrera. Los sollozos le rompían el pecho, las lágrimas le cegaban. Así marchaba aquel hombre al través de la noche desierta en busca de Dios.
HAY personas que no pasean jamás sino por calles céntricas. Hay otras que gustan de las excéntricas y solitarias, en los barrios extremos de Madrid, lindantes con la campiña. Las hay, por fin, que no pasean ni por unas ni por otras, y sólo encuentran alegría midiendo el pasillo de su casa a trancos, y acercándose de vez en cuando a la estufa para calentarse las manos.
Pues bien; declaro que yo pertenezco a la segunda categoría, aunque también me agrada recorrer una y otra vez mi pasillo con las manos en los bolsillos, particularmente cuando llueve, y dar unas cuantas vueltas por las calles de Alcalá y Sevilla a las horas de más tránsito. Cuando esto último acaece, procuro que mi rostro vaya fruncido y aborrascado para adaptarse al medio ambiente; pero es contra mi gusto, bien lo sabe Dios, porque mi fisonomía, por naturaleza, es plácida y sentimental.
Así, que experimento más placer en pasearme por las afueras, donde encuentro rostros alegres que me miran sin hostilidad. Sólo allí me desarrugo y soy exteriormente lo que Dios quiso hacerme. Y he pensado algunas veces que si trasladásemos las caras de las afueras al centro, y las del centro las enviásemos a paseo, Madrid ofrecería a los ojos de los extranjeros un aspecto más hospitalario, más risueño y, sobre todo, más humano que el que ahora tiene.
No sucede lo mismo con los perros. Encuentro, generalmente, los del centro apacibles y corteses; los de los barrios extremos, agresivos, quimeristas y mucho más descuidados en el aseo de su individuo. Sin duda, la cultura, que ejerce una influencia tan triste en la raza humana, suaviza y mejora la canina.
Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día en una de las calles más extraviadas del barrio de Chamberí era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.
Flaco, lanudo como esos bohemios que no se recortan jamás la barba y la dejan crecer por donde salga, cubierto de polvo y con un pegote de barro en cada pelo, se acercó a mí este repugnante animal moviendo el rabo y mirándome con ojos humildes.
Yo dí un salto atrás, porque la experiencia me ha enseñado que se puede mover el rabo humildemente y ser en el fondo malísimo sujeto. Pronto me convencí de que no había nada que temer. Aquel pobre perro había venido tan a menos, se hallaba tan desamparado y abatido, que los últimos rescoldos de su carácter agrio, si alguna vez lo había tenido, se habían apagado por completo.
Hice sonar con los dedos una leve castañeta, correspondiendo al meneo vertiginoso de su rabo, y me dispuse a proseguir mi camino. Pero él agradeció aquella fría castañeta como nadie me agradeció en la vida el saludo más cordial y cariñoso. Comenzó a brincar delante de mí, y a retorcerse, y a lanzar suaves e insinuantes aullidos, expresando tanto gozo como gratitud.
No se agradecen así los saludos en este bajo mundo—me dijo nuevamente la experiencia—si no se teme o se espera algo. Este perro no tiene amo, o ha sido arrojado por él de su casa. ¡Pobre animal! Me interesó su desgracia, y de nuevo hice sonar la castañeta con alguna mayor efusión, y él con esto renovó las señales de gratitud hasta querer descoyuntarse.
Inmediatamente tomó la resolución de seguirme hasta el fin del mundo.
Yo le veía detrás varias veces, dándome escolta; otras, delante, sirviéndome de heraldo. Por momentos se detenía, levantaba hacia mí su hocico peludo, y me miraba con afectuosa sumisión, cual si me quisiera decir que estaba dispuesto a obedecerme como amo y señor. La desgracia de aquel animal me conmovió. Era tan feo, que no había motivo para admirarse de que su dueño le hubiese abandonado.
Y, sin embargo, yo he visto algunas señoras ricas que acariciaban y mimaban con apasionados transportes de amor a otros perros más feos que éste, y he visto también a algunos jóvenes elegantes acariciar y mimar a estas mismas señoras, más feas aún que sus perros.
Me representaba a aquel pobre animal, arrojado ignominiosamente de su casa, volviendo a ella a demandar gracia, aullando tristemente a la puerta; le veía marchar errante y hambriento por aquellas calles solitarias, introducirse en alguna tienda en busca de una piltrafa, salir de ella molido a palos, seguir a los transeuntes hasta que éstos le despedían a puntapiés o pedradas.
La compasión se filtraba en mi pecho, y cuando el animal se paraba a mirarme, le hacía una seña de afectuosa consideración. Entonces se acercaba a mí rebosando de agradecimiento, y yo, sin temor a mancharme las manos, como los santos caritativos de la leyenda, le acariciaba la cabeza.
Pero a medida que transcurría el tiempo, se apoderaba de mí un vago malestar. ¿Qué iba a hacer de aquel desdichado? A un perro no se le puede dar una limosna, ni recomendarle a un concejal amigo para que le coloque de peón en los trabajos de la villa. Necesitaba llevármelo a casa. Esto era grave. ¿Qué diría el portero, qué dirían los vecinos, qué diría, sobre todo, mi familia al ver entrar aquel bicho feo y asqueroso? ¡Vaya unas protestas, vaya una zambra, vaya una risa que se armaría en mi casa! Se me puso la carne de gallina.
Comprendí inmediatamente todo lo falso de mi situación.
Entonces hice con el perro lo que conmigo hacen los amigos cuando mi presencia les molesta; me hice el distraído. Cuando me miraba con sus ojos afectuosos, volvía la cara hacia otro sitio; si se acercaba a mí, fruncía el entrecejo como si no le viese, y seguía mi camino. En fin, adopté un continente tan glacial como significativo. Pero él no vió la significación, o no quiso verla. Sin darse por enterado, persistía en sus muestras de adhesión incondicional, teniéndose siempre por mi protegido.
Una de las veces que mi mirada se cruzó con la suya, vi en sus ojos una expresión de sorpresa y de súplica tal, que el corazón se me apretó. Sin embargo, lo que pedía no era posible.
Mi inquietud iba en aumento, y ya pensaba en la barbarie de arrojarlo de mi lado violentamente, cuando observo que viene hacia nosotros un tranvía. Entonces, cautelosamente me agarro a él y monto. Desde la plataforma veo a mi perro que camina tranquilo y confiado, vuelve de pronto la cabeza, queda sorprendido, olfatea el aire con desesperación, y, por fin, baja de nuevo su cabeza hacia la tierra, resignado, como los seres que han conocido todo el dolor de este mundo y saben lo que se puede esperar de la existencia.
Jamás pude olvidarlo. Y al acordarme de él, no puedo menos de pensar que cuando algún día me vea ante el supremo tribunal de Dios, y se juzguen todos los actos de mi vida, y se cuenten mis faltas y desaciertos, he de verle aparecer, con su hocico peludo y su aspecto dolorido, a dar fe de mi cruel egoísmo.
LAS ideas de mi tío don Sebastián acerca del ascetismo de los canónigos eran mucho más decididas que las de Pachón de la Quintana de Arriba. Nada de vacilaciones en este punto: ya sabía a qué atenerse. Para él la imagen de un canónigo evocaba un sin fin de representaciones cómodas, deleitosas y suculentas.
No es extraño. Si se hablaba de un vino añejo bien confortable, le oía llamar “vino de canónigo”; si se trataba de un chocolate exquisito, “chocolate de canónigo”; si de un colchón blando y relleno, “colchón de canónigo”; etc.
Toda su vida había sentido una envidia ruin por el alto clero, y deploraba amargamente que su padre no le hubiese dedicado al estado eclesiástico, en vez de dejarle al frente del comercio de ferretería que tenían en la planta baja de la casa. Porque si le hubiese enviado al Seminario, tal vez a estas horas sería canónigo. ¿Por qué no? ¿No lo era su primo Gaspar, que pasaba por un zote en la escuela? ¡Y nada menos que arcediano de la santa iglesia catedral de León!
Verdad era que el trato que sus hermanas le daban no era a propósito para ahuyentar de su carne los apetitos concupiscentes. Eran feroces aquellas dos hermanas que su padre le había dejado con el comercio de ferretería. No se sabe si se habían propuesto hacerse ricas a costa de las susodichas carnes de su hermano, o es que pensaban con terror en la muerte de éste y en la necesidad de traspasar el comercio, o, ¡quién sabe!, tal vez en su matrimonio. Porque, si bien mi tío don Sebastián no había mostrado jamás veleidades matrimoniales, el día menos pensado podía atraparle cualquier pelafustana. La mujer que se casa con un hombre que tiene dos hermanas solteronas, siempre es una pelafustana. De todas suertes, estas dos hermanas le escatimaban el pan, la carne y el vino, el betún para las botas, las toallas para secarse, y hasta el agua para lavarse.
Y así habían traspasado los tres la edad de cuarenta años. Don Sebastián, a quien la Naturaleza había dotado de un temperamento muelle y voluptuoso, se autorizaba cuando podía, a escondidas de aquellas dos fatales euménidas, algunos regalos. Un día se iba con don Hermenegildo el piloto al Moral para comerse una cesta de percebes y beberse algunos litros de sidra, otro se colaba bonitamente a las once en la tienda de la Cazana y tomaba una rosquilla rellena y media botella de vino de Rueda, o bien entraba por la tarde en el café Imperial y pedía un sorbete de fresa.
Pero de todos estos atentados tenían noticia al día siguiente las dos vírgenes agrias. Su policía era más exacta y más fiel que la del Sultán de Turquía. ¡Cielos, qué escándalo!, ¡qué pataleo!, ¡qué imprecaciones temerosas! En cierta ocasión, una de ellas llegó a darle un formidable escobazo en la cabeza.
De todos estos ultrajes supo vengarse bien y de una vez mi tío don Sebastián. No tenéis más que preguntarlo a cualquier viejo de la población, y os lo contará medio sofocado por la risa. El caso fué como sigue:
Un día subió don Sebastián de la tienda con una carta en la mano. Era del primo Gaspar. En ella le decía que se hallaba en Oviedo pasando una temporada con el señor obispo, que antes de ser preconizado, había sido su compañero y amigo íntimo en León; al mismo tiempo le hacía saber que en la diligencia del día siguiente iría a hacerles una visita y pasar un par de días con ellos.
La turbación que esta noticia produjo en las dos solteronas fué indescriptible. ¡Tener por huésped al arcediano de León, a un amigo íntimo del señor obispo, a cuya mesa se sentaba y a quien tuteaba en secreto, según se decía! Ya no se acordaban de aquel primo Gaspar a quien recosían los pantalones para que su madre no le zurrase la badana si llegaba con ellos rotos a casa, y a quien habían dado bastantes pescozones llamándole animal. Para ellas ya no existía más que un personaje eminente rebosando de teología y respetabilidad.
Pasada la primer impresión de estupor, hizo explosión en ambas solteronas una cantidad imponente de actividad doméstica. Se quitaron el corsé, se liaron un pañuelo a la cabeza, y dieron comienzo por sí mismas a la limpieza y arreglo del “cuarto de respeto”. La gran cama de palosanto, con pabellón y colcha de damasco encarnado, fué objeto de un minucioso reconocimiento. Se batió bien el colchón de miraguano y las almohadas de pluma, se le pusieron sábanas de fina batista, bordadas, que jamás de memoria de hombre habían salido del armario, y a su lado un hermoso tapiz que les había traído de Manila otro primo ya fallecido.
La criada fué expedida en diferentes direcciones. A la confitería de Nepomuceno, para encargar una tarta, mitad de almendra y borraja, a casa de Facunda, la pescadera, para que buscase algunas docenas de ostras y se las llevase a las once en punto de la mañana, a la fábrica de vidrios, para recabar de don Napoleón, el contramaestre, que saliese de madrugada a cazar unas arceas; etc., etc.
Mi tío don Sebastián seguía estos preparativos con respetuosa atención, pero sin osar emitir ninguna palabra. Bastaría la más corta frase para oirse llamar ganso, y no tenía deseo alguno de servir de pretexto a este símil zoológico.
Al día siguiente por la mañana se acicaló convenientemente, y a las once y media salió a esperar la diligencia de Oviedo, que llegaba siempre a las doce. La mesa estaba ya puesta; una mesa deslumbrante, con antigua y rica vajilla atestada de confites y frutas en almíbar.
A las doce y cuarto llegó don Sebastián con la cabeza baja, diciendo que el primo Gaspar no había llegado en la diligencia de Oviedo. El abatimiento más profundo se pintó en el rostro de las dos hermanas. Transcurrieron algunos instantes de silencio doloroso. Al cabo, don Sebastián profirió con tono fúnebre:
—Yo pienso que habrá perdido la diligencia de la mañana. Seguramente, llegará en la de la tarde.
Bastaron estas sencillas y razonables palabras para que sus dos hermanas se encarasen con él como dos fieras y le llamasen... ¿A qué decir cómo le llamaron?
De todos modos, no hubo más remedio que sentarse a la mesa y comer. Don Sebastián lo hizo lindamente. Sus hermanas charlaban como dos cotorronas que eran, haciendo sobre el caso los más disparatados comentarios. El engullía en silencio, pausada y sabiamente, alegrando los bocados exquisitos con un trago de vino de las Navas. Después de los postres se levantó de la silla como si hubiese cumplido con un penoso deber, y salió, como siempre, para el Casino. Así que dió la vuelta a la esquina de la calle, encendió un cigarro puro de los que había comprado para el arcediano, y chupándolo voluptuosamente, se fué a jugar su partida de tresillo.
En la diligencia de las siete tampoco llegó el canónigo. Don Sebastián comunicó la infausta nueva a sus hermanas con la misma cara que si les leyese la sentencia de muerte. La consternación les paralizó a todos la lengua. No hubo comentarios, no hubo protestas y lamentaciones. Un silencio funeral cayó sobre aquella afligida familia.
Pero la mesa estaba puesta. Salmón, arceas estofadas, riñones al jerez, pechuga de gallina a la besamela, compota de membrillo, bizcochos borrachos, fresas con crema. Don Sebastián dirigía miradas furtivas y ansiosas a tales riquezas. Las hermanas, presas de muda desesperación, no daban señales de acercarse a ellas.
—Vaya, vamos a cenar... De todos modos, el gasto está ya hecho...
Estas palabras provocaron una crisis de lágrimas, pasada la cual se sentaron los tres a la mesa. Ellas comían a la fuerza y exhalando suspiros dolorosos. El comía con fuerza y absorbiendo tragos exquisitos.
Cuando se levantaron, don Sebastián se tambaleaba. El dolor suele producir estos efectos deprimentes. Para esparcirlo un poco, dijo que iba a dar una vuelta por el muelle. Cuando dobló la esquina, volvió a encender otro de los magníficos habanos destinados al arcediano, y fué a sentarse en uno de los bancos del parque, donde se estuvo hasta que el fresquecillo le echó hacia casa.
Sus hermanas se habían encerrado ya en el dormitorio. La casa estaba silenciosa y triste, como si se hallase bajo el peso de una desgracia.
Mi tío don Sebastián se desnudó lentamente, pero en vez de meterse en su cama, tomó la palmatoria en la mano, se asomó con ella al pasillo, y después de cerciorarse de que nadie le veía, salvó con gran sigilo la distancia que le separaba del “cuarto de respeto” y se deslizó dentro del gran lecho de palosanto.
¡Oh dulce y blando colchón!, ¡oh tiernas almohadas!, ¡oh sábanas finísimas!
Mi tío don Sebastián se sentía inundado de una felicidad celestial. Dió un soplo a la luz, cerró los ojos, y murmuró sonriendo a las tinieblas:
—Ya no me muero sin saber lo que es la vida de canónigo.
EN las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltaicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.
¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como un depósito sagrado.
Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.
El tumulto crece por momentos. Todo se agita, todo se mueve. Los caballos piafan de impaciencia, y las mamás, más impacientes aún, quisieran estar ya delante de la mesa, donde humea la sopa confortable. El río de la vida serpentea por las calles.
Súbito me lanzo sobre la plataforma de un tranvía que pasa. Este tranvía me conduce al extremo oriental de la ciudad. Doy unos cuantos pasos más, y me encuentro en plena campiña obscura y silenciosa. Mi alma se había alejado de mí en la agitación febril de la vida, y allí se acerca para decirme al oído algunas palabras misteriosas debajo de la gran bóveda estrellada. Me siento sobre una piedra, y mis ojos se pasean por el firmamento, escrutando sus profundos senos.
Allá va la Lira a ocultarse en las lejanías del Poniente. ¡Oh dulce Vega de inmarcesible luz; tú fuiste el astro virginal de mis ensueños infantiles! ¡Cuántas veces, al regresar a casa de la mano de mi padre, mis ojos se levantaban hacia ti! Tú me decías algo divino e inexplicable; mi pequeño corazón palpitaba, mi alma se llenaba de blanca claridad como la tuya, y algunas lágrimas temblaban en mis pupilas. Ahora con velocidad desciendes, arrastrada por tus corceles azulados, y pronto desaparecerás. Mi infancia, ¡ay!, largo tiempo ha que se ha ido. Pluguiera a Dios que al morir volase directamente a ti, y en alguno de los mundos que iluminas volviese a hallar los dulces sueños que me agitaban cogido de la mano de mi padre.
En lo alto del cenit brilla la hermosa Capella, la estrella de mi adolescencia. Esparce su luz tranquila sobre la tierra, y, vestida de rayos luminosos, lleva en su seno tesoros de amor. Mi frente pálida se alzaba hacia ti en otro tiempo bien lejano, y allí ansiaba ir con la niña de ojos azules, de cabellera de oro, que levantaba la punta de la cortina de su ventana cuando yo venía de mi cátedra con los libros debajo del brazo. Allí quisiera también ir cuando me muera.
Aldebarán famoso avanza con rapidez y despliega su cabellera resplandeciente entre las Hiadas. Su ojo fogoso placía a mi juventud, porque le prometía las emociones cambiantes y violentas que ansía un espíritu altanero. Yo amaba entonces las armas y la lucha, y soñaba con la corona del vencedor. Ardiente como tú, avanzaba por la vida arrebatado y sorprendido de mí mismo. ¿De dónde venía aquella embriaguez que me impulsaba a destruir y crear al mismo tiempo? ¿Por qué temblaba de ira, y un minuto después temblaba de amor? Quizás tú, desde lo alto del espacio, enviabas a mi alma esa divina inquietud, ese tormento delicioso que consumía mi corazón y lo hacía florecer. Entonces las crestas azuladas de los montes murmuraban alegrías para mí, los rumores del bosque y el silencio de la noche me infundían ansias locas de voluptuosidades desconocidas, ardores insensatos de amor y de muerte. Allí quisiera también ir.
Descansando sobre el horizonte, el gigante Orión, amo del cielo, ostenta con calma el tesoro de sus luces. Invencible y generoso Orión, tú fuiste la envidia de mi edad viril: a ti demandaba el valor y la abundancia, la paz y la sabiduría de que estaba sediento. Opulento y feliz, gozas de la afluencia gloriosa de tus astros, posees todos los bienes del cielo y conduces tu carro cargado de riquezas, alumbrando la obscuridad de los espacios insondables. Tú eres el primero entre los gigantes que cruzan el firmamento, y tus brazos poderosos se extienden a una distancia que la mente humana apenas puede imaginar. Naces y brillas en diferentes hogares, desarrollas tu inmortal poderío entre millones de globos, y, animado siempre del mismo vigor, eres el símbolo de lo que ha sido mi más constante anhelo en este mundo, eres el símbolo de la fuerza en el reposo.
Pero ya se huyó también mi edad viril. Mi frente fatigada se inclina hacia la madre tierra, mis fuerzas decaen, las luces de este mundo palidecen, mis ojos se preparan a dormir. ¿Qué debo esperar cuando despierte? Un sol mucho más grande, más santo, más luminoso que el que nos alumbra, un sol maestro de pureza que no ilumine la traición, que desvanezca la mentira, que acaricie al inocente y abrase al malvado, un sol de amor y de justicia cuyo aliento envíe a sus hijos una eterna primavera que derrita los hielos del egoísmo y de la envidia. ¡Helo allí ese sol en la región lejana enganchando ya sus corceles para subir! Debajo de Orión, el claro Sirio comienza a rasar con sus fuegos el horizonte. Allí quisiera ir, por fin.
Pero la noche agita ya sus alas rápidas, y a las sublimes emociones que me embargan sucede el gozoso recuerdo de mi hogar. Me levanto y busco de nuevo el tranvía, que me conduce rápidamente a él. Subo la escalera de mi casa y abro silenciosamente la puerta; entro en mi gabinete de trabajo, y en medio de él me detengo, contemplando con profundo sentimiento de piedad el retrato de mis padres. Voy al dormitorio de mi hijo, y le veo dormir, y escucho con placer el soplo sosegado de su pecho. Después me dirijo al comedor. Mi esposa inclina su dulce rostro infantil sobre la costura debajo de la lámpara. Por algunos momentos la contemplo en silencio. En ella reposa mi corazón, y la paz serena del amor me inunda de alegría en su presencia. Entonces me acuerdo de aquellos astros suspendidos en el espacio, donde mi espíritu ansiaba volar. Un estremecimiento de horror agita mi cuerpo. ¡Oh, no; no quiero peregrinar solo por esos mundos resplandecientes, no quiero pasar a vuestro lado, seres adorados, sin amaros, tal vez sin conoceros, no quiero otras vidas siderales, no quiero ser el favorito de los dioses! A vuestro lado he gozado horas felices que me envidiarían todas las estrellas del cielo. ¡O con vosotros, amados de mi alma, o a la negra fosa, y dormir allí para siempre!
MÁS de una vez me aconteció penetrar en la vieja catedral gótica a la caída de la tarde. Allá en el fondo hay una obscura capilla solitaria, y allá en el fondo un Cristo solitario abre sus brazos doloridos entre dos cirios que chisporrotean lúgubremente.
En pie frente a Él, le contemplo, le imploro y muchas veces también le interrogo: “¿Quién te ha enseñado esas dulces palabras que salieron de tus labios? ¿Por qué te has dejado matar? ¿Por qué no has luchado, por qué no has herido y triunfado? ¿Eres Dios, o eres un iluso? ¿Por qué no has sido egoísta y vano y cruel como yo lo he sido?”
El me escucha y murmura palabras de consuelo, y algunas veces sus ojos se clavan en mí con severidad, y alguna vez me sonríen.
Una tarde, de rodillas, apoyé la frente sobre el pedestal de la cruz. Ignoro el tiempo que así estuve. Al cabo sentí que una mano se apoyaba sobre mi hombro. Alcé la cabeza, y vi la figura blanca y radiosa de un hombre por cuya frente corrían algunas gotas de sangre. El Cristo había desaparecido de la cruz.
—Sígueme—me dijo con voz que penetró hasta lo más profundo de mi corazón.
Al mismo tiempo, por detrás del altar surgieron otras figuras de hombres y mujeres, y en un momento se pobló la capilla. La capilla era pequeña, pero la muchedumbre era grande.
—Seguidme todos—dijo el Señor.
Y nos lanzamos a la puerta en pos de Él los que allí estábamos.
—¡Vamos al cielo!, ¡vamos al cielo!—oía murmurar a los que tenía cerca.
Salimos al campo. La luna bañaba con su luz tibia los árboles, las mieses, las praderas. La figura blanca del Cristo se destacaba más pura y más bella que la de la luna. Marchaba delante, y sus pies parecía que no tocaban la tierra. Cercanos a Él caminaban algunos hombres y mujeres cuyas figuras creía reconocer. “Ese es Agustín, ése es Bernardo, ésa es Teresa”, me decía. Pero tan cerca de Él como éstos marchaban otros hombres y mujeres completamente desconocidos para el mundo.
La campiña era de plata; el cielo, de oro. Los árboles inclinaban sus penachos al paso del Señor, murmurando plegarias. El viento dormía. Nada se escuchaba, ni el ladrido de un perro, ni el canto de un gallo, ni el rumor lejano de la mar. La procesión caminaba en silencio.
Trasponíamos las colinas, trasponíamos los valles. La campiña era cada vez más amena. Una brisa suave se alzaba del suelo cargada de aromas. Las rosas abrían sus cálices fragantes; las estrellas dejaban caer sobre ellos sus luces temblorosas.
Pero algunos íbamos quedando rezagados.
De vez en cuando el Señor se detenía, volvía su rostro hacia nosotros, y nos hacía seña para que nos diéramos prisa. Los demás cumplen sus órdenes; pero yo cada vez voy quedando más atrás. El cansancio se apodera de mi cuerpo, y me place detenerme a menudo para contemplar la belleza de una flor, para escuchar el canto de un pájaro.
Voy quedando solo. Entonces me salen al encuentro hombres guerreros, de labios blasfemos, de ojos sarcásticos, que me cierran el camino. Lucho con ellos; logro vencerlos. La procesión se aleja, y pienso con horror que muy pronto la perderé de vista.
Pero el Señor no se olvida de mí. A menudo se detiene, se empina sobre sus divinos pies para verme, y, por encima de las cabezas de la muchedumbre, me insta con la mano para que camine.
—¡Maestro—le grité—, te sigo de lejos, pero te sigo!
Entonces una sonrisa bondadosa iluminó su rostro. El Señor sonreía de mi petulancia y me hizo con la cabeza un signo de aprobación, permitiéndome seguirle del modo que pudiera.
NUESTROS ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.
He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles..., menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias. Pero ésta es una historia que dejo para otra ocasión.
Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.
Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.
—Señor Baranda—le decía uno cortésmente,—tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.
—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.
El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.
Parece que le veo también en la clase de Psicología, Lógica y Etica disparando saetas de papel y haciéndonos reir con sus muecas. El profesor era un hombrecillo redondo y bondadoso que gustaba de los símiles.
—Señor Baranda, a la manera que la manzana podrida se separa de las otras para que no las contamine, me hará usted el favor de apartarse de sus compañeros y sentarse en aquel rincón de la derecha.
Perico no se movía una pulgada de su puesto.
—Señor Baranda, hágame usted el favor de separarse—repetía el profesor.
—¡Que se separen las manzanas sanas!—respondía Perico alzando los hombros con ademán desdeñoso.
El profesor insistía, trataba con razones y amenazas de persuadirle. Todo era en vano. Al cabo nos decía, un poco avergonzado:
—Vaya, vaya; tengan ustedes la bondad de separarse y dejarlo solo.
Y henos aquí a los treinta o cuarenta muchachos que componíamos la clase levantándonos de nuestros asientos y apartándonos algunos metros del rebelde.
Por supuesto, estoy en fe de que no se le formaba consejo de disciplina y se le arrojaba para siempre del Instituto por respetos a su padre, don Pedro Baranda. Este señor era un industrial que poseía una fábrica de ladrillos en las afueras de la población, excelente persona y, además, uno de los jefes del partido republicano. Como nos hallábamos en plena revolución, ningún profesor osaba malquistarse con él.
Perico sufría horriblemente cada vez que se oía llamar el Bueno. Rechinaba los dientes, y si era algún chico de su edad quien le injuriaba de este modo, se arrojaba sobre él y le hinchaba las narices. Porque es de saber que Perico era bravo, y, aunque no muy fuerte, prodigiosamente ágil y diestro en toda clase de ejercicios. Nadie le aventajaba en la carrera ni en el salto, ni nadie jugaba como él a las puentes y al pido campo. Recuerdo en que una tarde en que por instigación suya hicimos novillos, y en vez de asistir a la clase de Retórica y Poética, nos fuimos a poetizar al campo, como nos alejáramos demasiado y se llegara el crepúsculo, tuvimos miedo de no estar al Angelus en casa, como nuestros padres nos tenían prevenido. Nos hallábamos cerca del puente por donde cruzaba la vía férrea. Perico ve llegar el tren a toda marcha y, sin decirnos palabra, se encarama sobre la barandilla y se arroja sobre una de las plataformas, logrando ganar sano y salvo la población en pocos minutos.
¿Por qué no he de confesarlo? Yo le admiraba, y fuí su amigo sincero. El me mostró siempre también particular predilección, y desahogaba conmigo sus penas. Una de las mayores era aquel ridículo apodo que sobre él pesaba. Le parecía el colmo de la degradación.
—¡Mira tú—me decía algunas veces sonriendo con amargura—que llamarme a mí Perico el Bueno, cuando soy más malo que un dolor a media noche!
No podía sacarse esta espina del ojo.
Cuando nos hicimos bachilleres le perdí de vista. Yo me vine a Madrid, y él se quedó en el pueblo. Algunos años después le hallé completamente transformado. Había muerto su padre, y se había puesto al frente de la fábrica, y se había metido en política. Era un hombre grave, silencioso, pero siempre enérgico y dispuesto a encolerizarse por cualquier bagatela. Sus ideas políticas, exageradamente radicales, casi anarquistas, y cuando llegaba el momento, las expresaba con una violencia y un cinismo que ponía en suspensión y espanto a los pacíficos habitantes de nuestra villa. De religión no había que hablar: Perico se había declarado enemigo nato del Supremo Hacedor, y al final de cualquier francachela con sus amigos hablaba, como cosa natural y sencilla, de beber la sangre del último rey en el cráneo del último sacerdote.
¡Y, sin embargo, en la población seguía nombrándosele Perico el Bueno! Claro está que era por la espalda, pues cara a cara nadie hubiera osado darle este apodo infamante.
Pronunciaba conferencias en el Centro Obrero y arengaba a las masas en todas las manifestaciones republicanas con mucho más calor que elocuencia. Su espíritu no se nutría más que de los artículos de fondo de los periódicos radicales y de los libros de los filósofos materialistas de última hora. El de Büchner Fuerza y materia era su evangelio. Pero en los últimos tiempos, poco antes de llegar yo al pueblo, habían caído en sus manos algunas obras de Federico Nietzsche y las había devorado con verdadera glotonería, y sin digerirlas muy bien, hacía uso de ellas para aterrar a sus convecinos. Todas las virtudes eran para él objeto de feroces sarcasmos: la bondad no significaba más que impotencia; la humildad, bajeza; la paciencia, cobardía. Exaltaba, en cambio, la crueldad, la astucia, la audacia temeraria, el carácter agresivo, como instintos preciosos que aumentan nuestra vitalidad y hacen la vida más bella y más intensa. “¡Es menester decir “sí” al mal y al pecado!”, repetía a cada instante en el Casino, en medio de la estupefacción de los burgueses que le escuchaban. Hablaba de demoler los hospitales, los asilos y hospicios, como centros de putrefacción donde se guarda con esmero la podredumbre humana, que luego se esparce y nos envenena a todos; se entusiasmaba con la costumbre espartana de despeñar a los niños mal configurados, y hasta hallaba razonable la de sacrificar a los viejos e impotentes... En fin, un verdadero horror.
Si alguno de los circunstantes quería atajarle y responder a tales atrocidades, Perico se encrespaba, y chillaba tanto y tan alto, que había que dejarle.
Cierta tarde, en el Casino, se complacía en atacar y burlarse de la santidad, repitiendo las paradojas del filósofo que le había sorbido el seso:
—Existen ciertos hombres—decía—que sienten una necesidad tan viva de ejercitar su fuerza y su tendencia a la dominación, que, a falta de otros objetos, o porque han fracasado siempre, concluyen por tiranizar alguna parte de su propio ser. La santidad, en último término, es cuestión de vanidad.
Un ilustrado profesor del Instituto tuvo la mala ocurrencia de replicarle:
—Pero, señor Baranda, ¿hay hombre alguno sobre la tierra tan desprovisto de fuerza, que no pueda hacerla sentir de algún modo a sus semejantes? Yo he conocido mendigos tullidos, enfermos, seres sumidos en la más profunda abyección, que dejaban cerillas encendidas en los pajares y ponían cristales en los caminos para que se hiriesen los transeuntes.
Perico reprimió con trabajo su cólera y trató de hablar con calma.
—Le digo a usted que es cuestión de vanidad y, además, de pasión. Bajo la influencia de una emoción violenta, el hombre puede determinarse, lo mismo a una venganza espantosa, que a un espantoso aniquilamiento de su necesidad de venganza. En un caso o en otro, sólo se trata de descargar la emoción.
—Pero la pasión no es más que la exaltación del sentimiento—manifestó el catedrático—. Para que exista la emoción religiosa capaz de producir el ascetismo, es necesario que haya existido antes el sentimiento religioso. No es, pues, la pasión religiosa la que usted nos debe explicar, sino el sentimiento de donde procede. Que el hombre, acometido y dominado por una excesiva emoción, puede determinarse a obrar de un modo monstruoso y hasta contrario, no ofrece duda. Pero el “porqué” y el “cómo” se ha producido tal emoción es lo que debemos investigar. Si en algunos casos los efectos del amor y del odio pueden ser los mismos, porque el fuego de la exaltación consuma y borre las diferencias, no por eso dejarán de ser radicalmente sentimientos distintos y contrarios.
—Bien; pues aunque no fuese cuestión de vanidad y de pasión, yo no puedo menos de despreciar profundamente a esos castrados—repuso con tono y gesto despectivos Perico—. Después de todo, esos eunucos, incapaces de gozar de la vida, sólo tratan de hacerla más llevadera sometiéndose vilmente a una voluntad extraña o a una regla. Son en el fondo unos epicureístas, aunque bien ridículos.
—¡Rara manera de hacer la vida dulce el obedecer a un superior caprichoso, colérico o estúpido!—exclamó el profesor—. Y aunque por un esfuerzo de la voluntad lograsen no sentir el resquemor de las humillaciones, ¿cómo evitar el sufrimiento que producen las incomodidades físicas? ¿Es más ligera la vida para el que no tiene un instante suyo, a quien se obliga a comer manjares que le repugnan, velar cuando tiene sueño, dormir cuando no lo tiene, viajar cuando se halla fatigado y reposar cuando siente necesidad de movimiento, que quien dispone libremente de su actividad? El filósofo Epicuro se maravillaría, ciertamente, de que considerasen discípulos suyos a San Antonio y San Francisco. Porque si para él la serenidad intelectual y moral significaba el placer más grande de la vida, juzgaba igualmente el bienestar físico como condición para la tranquilidad moral, y los placeres del cuerpo, sobre todo el del vientre, como raíz de los placeres del alma.
Los tertulios se pusieron de parte del catedrático, y con esto Perico se enfureció y comenzó a disputar a gritos y a soltar interjecciones soeces, como tenía por costumbre desde niño. De tal modo, que su interlocutor, impacientado, al fin, alzó los hombros con desdén y no quiso continuar la discusión.
Pocas semanas después de esto, hallándose bastante gente paseando por la acera de la plaza de la Constitución, se declaró un violento incendio en el Círculo Tradicionalista. Ocupaba éste en la misma plaza una casa que constaba de un solo piso. A esta hora, que era la del crepúsculo, había pocos socios, que se echaron a la calle prontamente. El conserje había salido a un recado. La multitud se apiñó delante del edificio y comenzaron los trabajos de extinción, que se redujeron a que subiesen algunos a los tejados contiguos con cántaros de agua para impedir que el fuego prendiese a las otras casas. Se esperaba a los bomberos, pero no acababan de llegar.
El fuego era terrible, y las llamas salían ya por las ventanas. De pronto se escuchan lamentos desgarradores en la calle. Una mujer desgreñada, pálida como una muerta, corría hacia la casa, gritando:
Era la esposa del conserje, que habitaba en los altos de la casa. Nadie se había dado cuenta de que en ella había encerradas cuatro criaturas, la mayor de siete años. Quiso lanzarse a la puerta, pero la sujetaron algunas manos: la escalera estaba ya invadida, y marchaba a una muerte cierta.
—¿Dónde están sus hijos?—le preguntó Perico Baranda, que la tenía agarrada por un brazo.
—¡Allí!, ¡allí!—gritaba la infeliz mujer, señalando a la derecha del edificio—. ¡Soltadme, por Dios!
Perico Baranda la soltó, pero fué para lanzarse a las ventanas enrejadas del cuarto bajo y escalar con la agilidad de un mono los balcones del primero. Se le vió desaparecer: un minuto después aparecía con una niña entre los brazos. De la muchedumbre partió un grito de alegría. Se arrimó una escala, y varias manos recogieron a la criatura.
Perico se lanzó de nuevo intrépidamente al interior. Poco después salía con otra niña. Se le vió con la ropa chamuscada, el rostro ennegrecido.
—¡Refrescadme, voto a Dios! ¡Refrescadme, refrescadme!—gritó con voz ronca.
Desde los tejados contiguos se le arrojaron algunos cubos de agua, pero no llegaron a él. Un hombre subió por la escala con una herrada, y se la vertió sobre la cabeza.
Perico se lanzó otra vez al interior, a pesar de que las llamas salían ya por todas partes y era inminente el derrumbamiento del techo.
Poco después asomaba con otro niño.
—¡Refrescadme, refrescadme!
Esta vez venía tan desfigurado, que apenas se le podría reconocer. A simple vista se notaba que tenía heridas las manos y el rostro. Parecía que iba a caer exánime.
—¡Refrescadme, refrescadme!
—¡Basta, Perico, basta!—gritaron algunos.
—¡No basta, mal rayo que os parta, que hay un niño dentro todavía!—rugió Perico.
Y en cuanto le echaron otra herrada de agua sobre la cabeza, se lanzó de nuevo al interior.
¡Terrible momento de angustia! Todos los corazones latían con violencia. Un segundo más...
Se escuchó un ruido espantoso. El techo se había venido abajo, y Perico no volvió a parecer. Un grito de dolor salió de todos los pechos, y las lágrimas corrían por todas las mejillas.
Al día siguiente se encontró su cadáver carbonizado abrazado al de una criatura de pocos meses.
Se depositaron aquellos preciosos restos en un ataúd dorado. La población entera, viejos y jóvenes, mujeres y niños, lo siguieron al cementerio.
El ataúd, cubierto de coronas, marchaba deteniéndose a cada instante, porque los hombres se disputaban el honor de llevarlo sobre los hombros aunque fuese un minuto.
Cuando llegó, quedó literalmente sepultado entre flores.
El instinto popular no se había engañado. El alcalde de la villa, interpretándolo, hizo grabar sobre su tumba estas sencillas palabras:
“AQUÍ YACE PERICO EL BUENO.”
Un hombre puede obrar como un
insensato en los desfiladeros de un
desierto, pero todos los granos de
arena parecen verle.
EMERSON.
EL guapo Curro Vázquez, de tierra de Jaén, tuvo ocasión de comprobar estas palabras del filósofo americano hace ya bastantes años.
Curro Vázquez, aunque no tenía corazón, estaba enamorado. Es ésta una paradoja que se repite con frecuencia, gracias a la confusión lamentable en que al Supremo Hacedor le plugo dejar lo físico y lo moral.
Pepita Montes, su novia, estaba completamente engañada respecto a él. Le veía joven, hermoso, sonriente, humilde, rendido; y de esto deducía que era un ángel sin alas. Le amó a despecho de sus padres, que apetecían para ella un labrador acomodado, y no un mísero dependiente de un chalán. Porque Curro era un pobrecito muchacho que hacía tiempo había tomado a su servicio Francisco Calderón, el famoso tratante de caballos de Andújar. Lo recogió, se puede decir, del arroyo cuando sólo tenía catorce o quince años, le hizo su criado, y últimamente había llegado a ser su hombre de confianza. Le pagaba con verdadera esplendidez, le hacía frecuentes regalos, y gustaba de que vistiese con elegancia y fuese bienquisto de las bellas.
Curro se aprovechaba de estas ventajas y las enamoraba, y las abandonaba después de enamorarlas. Mas al llegar a Pepita Montes, quedó preso de patas como una mosca en un panal de miel. ¿Cómo hacer para casarse con ella, dada la oposición violenta del bruto de su padre? Este era el objeto de sus meditaciones más profundas desde hacía tres o cuatro meses.
Al cabo de ellas, no pudo sacar otra cosa en limpio más que la necesidad imprescindible de hacerse rico, salir de su estado de criado más o menos retribuído, negociar por su cuenta, etc.
Cuando un hombre siente la necesidad imperiosa de hacerse rico pronto y no tiene corazón, está expuesto a hacer lo que hizo Curro Vázquez.
Era una tarde lluviosa de primavera. Francisco Calderón y su criado regresaban de la feria de Córdoba y atravesaban la sierra sobre sus jacos, envueltos en capotes de agua. Calderón estaba de alegrísimo humor porque había vendido cinco caballos a buen precio. De vez en cuando desataba el zaque que llevaba pendiente del arzón de la silla, bien repleto de amontillado, bebía largamente, y daba de beber a Curro. Como la lluvia arreciase, y pasasen cerca de una concavidad de la peña, determinaron detenerse allí unos momentos y esperar a que escampase. Descendieron de sus monturas, guareciéndolas también del mejor modo posible. Curro desató su carabina de dos cañones y la puso cerca.
—¿Para qué has bajado la carabina?—le preguntó su amo sorprendido.
—Ya sabe usted que el Casares y su partida merodean por aquí.
—¡El Casares, el Casares!... El Casares merodea muy lejos de aquí, y en su vida se le ha ocurrido venir por estos sitios.
Calderón rió a carcajadas del miedo de su criado.
Se sentaron, y fumaron tranquilamente un cigarro. Cuando Curro tiró la colilla, se puso en pie, tomó la carabina, se la echó a la cara, y apuntando a su amo, le dijo tranquilamente:
—Señor Francisco, prepárese usted a morir.
Calderón respondió que no le gustaban bromas con las armas de fuego.
—Rece usted el credo, señor Francisco.
—¿Qué estás diciendo?—exclamó tratando de alzarse.
Un tiro en el pecho le hizo caer de espaldas.
—¡Me has matado, miserable!
—Todavía no; pero voy a hacerlo—profirió Curro avanzando hacia él.
—¡Asesino, a ti te matarán también!
—Si hubiese testigos, no lo dudo.
—Las burbujas del agua serán testigos de este...
Otro tiro le cerró la boca para siempre.
Curro le registró los bolsillos y se apoderó de todo el dinero que llevaba, cargó de nuevo su carabina, montó a caballo y se alejó al galope.
Cuando hubo llegado a un sitio conveniente, se apeó de nuevo y enterró cuidadosamente el dinero, dejando señal para encontrarlo. Después atravesó su sombrero de un tiro, se descerrajó otro en la parte blanda del muslo, y se presentó en el primer pueblo con señales de terror. La partida del Casares los había sorprendido cuando descansaban y se disponían a emprender otra vez el camino. El estaba ya montado, y gracias a eso había podido escapar. Su amo estaba aún a pie: no sabía si le habían matado: había oído muchos tiros: a él mismo le habían herido en su huída, etc.
Todo aquello dió que sospechar al juez, y después de curado en el hospital, se le encarceló. Pero como no se le halló ningún dinero y no había testigos, al cabo se le puso en libertad.
Pidió prestada una cantidad a un chalán de Sevilla, según dijo, y se puso a trabajar en el mismo trato que su amo, y comenzó a prosperar. Algo se murmuraba, y no faltaba quien sospechase la verdad; pero esto acontece muchas veces en los pueblos, sin que tenga transcendencia.
Y como, en realidad, ya no había motivo que justificase la oposición, el padre de Pepita Montes consintió al fin en la boda. Se celebró con pompa, y la esplendidez del novio concluyó de captarle la benevolencia pública.
El comercio marchó viento en popa. En poco tiempo Curro se hizo un chalán de importancia, porque era inteligente y activo; pero, saciada su pasión bestial, fué con la hermosa Pepita lo que era en realidad, un perfecto infame. Sin motivo alguno, comenzó a maltratarla cruelmente de palabra y de obra.
La pobre niña soportó aquel cambio más sorprendida que indignada. Como estaba perdidamente enamorada de él, los cortos momentos de buen humor y de expansión conyugal la indemnizaban de sus amarguras.
Pero estos momentos fueron cada vez más cortos, y la vida de Pepita se hizo al cabo insoportable. En uno de ellos pasó lo que sigue:
Curro había hecho una magnífica venta de un jaco. Había engañado como a un chino a un inglés. Estaba de alegrísimo temple, aunque el día fuese de los más tristes que pueden verse en Andalucía, encapotado y lluvioso como si estuviésemos en Santiago de Galicia. Había hecho traer dos botellas de manzanilla, y habían almorzado, y habían retozado y charlado por los codos. Curro encendió un tabaco y vino a apoyarse en el alféizar de la ventana. Pepita, enternecida y mimosa, vino a apoyarse junto a él. Ambos, con los ojos brillantes y el rostro inflamado, miraban caer la lluvia pausadamente. Del techo de la casa corrían fuertes goteras, que formaban ampollitas en el pavimento de la calle.
Curro dejó escapar resoplando una risita burlona.
—¿De qué te ríes?—le preguntó su mujer.
—De nada—respondió con el mismo semblante risueño.
—Sí, sí, guasón; te estás riendo de mí.
Y al mismo tiempo le dió con mimo un pellizquito cariñoso.
—Escucha, Pepa—siguió él, riendo—. ¿Te parece que las burbujitas del agua pueden ser testigos en algún asunto?
—¡Qué ocurrencia!
—Pues el señor Francisco Calderón lo creía.
—¡El señor Francisco! ¿Qué tiene que ver aquí el señor Francisco?
—Sí; antes de rematarlo de un tiro, me dijo que las burbujitas del agua serían los testigos que me acusaran.
—Pero ¿has sido tú?...
—Debiste de haberlo presumido, hija. ¿Piensas que las monedas que están en el bolsillo de un hombre pasan al bolsillo de otro por sí mismas, como en las funciones de escamoteo?
Y, acometido de súbito e irresistible deseo de confesión, narró a su esposa el crimen con todos sus detalles.
La mujer estaba horrorizada; pero supo disimular su turbación. Por un lado el miedo, por otro la pasión frenética que aquel hombre todavía le inspiraba, lograron acallar los gritos de su conciencia.
Curro describía la escena de su horrible crimen con la misma tranquilidad que si refiriese los incidentes de una cacería.
Transcurrieron los días, y Pepita hacía enormes esfuerzos por olvidar aquel terrible secreto, que semejaba para ella una pesadilla. Era imposible. Curro, por su parte, pesaroso de haberlo dejado escapar, la miraba receloso y sombrío. Un abismo parecía abierto entre los dos.
La cortísima afición que por ella conservaba se había huído con el temor. Llegó a aborrecerla cordialmente. Sin embargo, se abstuvo desde entonces de maltratarla.
Una noche, estando en la cama, sacó la navaja que tenía debajo de la almohada, le puso la punta en el cuello, y le dijo:
—Si se te escapa una palabra de aquello, puedes estar segura de que te siego el cuello como a una gallina.
Pepita no pensaba en semejante cosa.
Pero el odio hizo al cabo su tarea. Cierto día, por un pormenor insignificante de la comida, Curro se arrojó sobre su esposa, la apaleó bárbaramente, y tal vez hubiera acabado con su vida (lo que en el fondo de su alma sin duda deseaba), si la desgraciada no hubiera logrado escapar de sus manos, lanzándose a la calle y refugiándose en casa de su cuñado.
Este, al verla en tal estado, no pudo menos de exclamar:
—¡Pero ese bandido quería matarte!
—¡Sí; quería matarme, como al señor Francisco Calderón!
—¡Ah! ¿Le ha matado él?
—Sí, sí; le ha matado...
Y narró puntualmente la escena, tal como se la había descrito. Después quiso volverse atrás; pero ya no era tiempo. Su cuñado, que aborrecía de muerte a Curro, la dejó encerrada en su habitación y se fué desde allí a ver al juez.
Se le encarceló de nuevo.
El juez, cuyas sospechas, nunca desaparecidas, se trocaban ahora en certidumbre, trabajó el asunto con tanto celo y energía, que al fin le obligó a cantar de plano.
Algunos meses después subía al patíbulo en la plaza de Sevilla. Cuando se le puso al cuello la corbata fatal, murmuraba sin cesar:
—¡Las burbujas! ¡Las burbujas!
Los que le rodeaban creían que el terror le hacía desvariar.
OBRAS DE A. PALACIO VALDES
Y
O P I N I O N E S
DE LA
CRÍTICA ESPAÑOLA Y EXTRANJERA
OBRAS DE PALACIO VALDÉS
4 PESETAS TOMO
El Señorito Octavio, un tomo.
Marta y María, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al sueco, al ruso y al tcheque.
El Idilio de un enfermo, un tomo. Traducida al francés y al tcheque.
Aguas fuertes (novelas y cuadros, un tomo). Traducidas al francés, al inglés, al alemán, al holandés, al sueco y al tcheque. Edición española con notas y vocabulario en inglés.
José, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al alemán, al holandés, al sueco, al tcheque y al portugués. Edición española con notas en inglés para el estudio del español en Inglaterra y E. U. A.
Riverita, un tomo. Traducida al francés.
Maximina (segunda parte de Riverita), un tomo. Traducida al inglés.
El cuarto Poder, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al holandés.
La Hermana San Sulpicio, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al holandés, al ruso, al sueco y al italiano.
La Espuma, un tomo. Traducida al inglés.
La Fe, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al alemán.
El Maestrante, un tomo. Traducida al francés y al inglés.
El Origen del pensamiento, un tomo. Traducida al francés y al inglés.
Los Majos de Cádiz, un tomo, Traducida al holandés.
La alegría del Capitán Ribot, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al sueco y al holandés. Edición española con notas y vocabulario en inglés.
La aldea perdida, un tomo.
Tristán o el pesimismo, un tomo. Traducida al inglés.
Semblanzas literarias (Los oradores del Ateneo, Los novelistas españoles, Nuevo viaje al Parnaso), un tomo.
Papeles del Doctor Angélico, un tomo. Traducidos al alemán.
La alegría del capitán Ribot, la última novela de Armando Palacio Valdés, es toda una obra de arte, de arte dominado con maestría; composición delicada y graciosa, de un espiritualismo natural, sencillo y sobrio. En este libro se ve al maestro dueño de sí mismo y del instrumento, tan admirable por lo que dice como por lo que calla, por lo que economiza.
CLARIN
La Hermana San Sulpicio es una novela honrada y alegre. Es una novela picaresca y de buena compañía. Es una novela llena de incidentes y admirablemente compuesta. Los episodios, infinitamente múltiples y variados, se hallan tan bien ligados a la aventura principal y como entrelazados con ella que no la hacen olvidar jamás; hacen, al contrario, que se experimente más placer cuando se la vuelve a encontrar e ilustran el margen de la narración sin sobrecargarla ni oscurecerla. Además, la parte pintoresca es excelente. Leyendo este libro se vive en Sevilla de día y de noche como si allí se estuviese y se desea de todo corazón habitar allí realmente. Se experimenta tristeza al terminar el libro, como si en realidad tomásemos el billete a fin de Octubre para volver a Francia.
Y a gran diferencia de la mayor parte de nuestras novelas francesas, leyendo ésta no nos aburrimos en compañía perpetua de tres o cuatro personajes, siempre los mismos, que conocemos a fondo desde la quinta página, y de los cuales el autor parece que nos repite sin cesar: “¡Miradlos bien, estudiadlos todavía; estáis muy lejos de conocerlos; son inmensos!” En La Hermana San Sulpicio se ven pasar y repasar cerca de cuarenta personajes que son todos, o por lo menos casi todos, muy precisos, muy de relieve.
EMILE FAGUET,
De la Academia Francesa.
Palacio Valdés es una de mis grandes admiraciones literarias, y todo cuanto signifique homenaje al hombre y su obra, tiene por adelantado mi adhesión.
Le conocí al través de sus libros, hace muchos años, cuando era yo estudiante en la Universidad de Valencia, y a las horas de clase aprendía el Derecho en un verde ribazo de la huerta o sentado en la arena del Mediterráneo, con una novela sobre las rodillas. Palacio Valdés fué el autor de texto que estudié con más ahinco, en aquella época feliz de ingenuos entusiasmos y sinceras admiraciones.
Han pasado los años: vientos de destrucción han soplado sobre mi fe juvenil: muchas de mis antiguas admiraciones ruedan por el suelo; pero la imagen del artista creador de Marta y María y La Hermana San Sulpicio sigue en pie, firme, cada vez más adornada con votos de adoración.
Después he conocido al hombre. Nos hemos visto pocas veces. El es un solitario por reflexión: yo comienzo a huir de las gentes por miedo a la expansión. Pero declaro que el hombre vale tanto como la obra.
Palacio Valdés es un verdadero artista. Tengo la certeza de que no lleva escrita ni una sola página por industrialismo literario. Ni busca elogios, ni adula a nadie para sostener su fama. Durante algunos años, la Prensa, que dispone de columnas para todas las necedades que se vierten en el Congreso, no tuvo más que silencio y olvido para su obra literaria. Ahora llegan tiempos de justicia, y el gran novelador recibe merecidos homenajes.
¡Salud, maestro!
Al admirar su serenidad de artista, su desprecio por el éxito circunstancial y momentáneo, su trabajo firme mirando al porvenir, pienso en Esquilo, insensible a las amarguras y las injusticias, escribiendo al frente de sus obras, como suprema apelación, esta dedicatoria que muy pocos se atreven a trazar: “Al tiempo.”
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
Esta indiferencia del público español hacia la literatura, la cual ha hecho decir a un novelista vivo que una persona de buena posición en Madrid gasta con más gusto su dinero en fuegos artificiales o en naranjas que en un libro, ha sido al cabo vencida hasta cierto punto por un escritor que no solamente es admirado y distinguido, sino positivamente popular, el cual, sin sacrificar su estilo, ha logrado conquistar al desdeñoso público español. Este escritor es Armando Palacio Valdés.
EDMUND GOSSE,
Vicepresidente de la Sociedad Real
de Literatura del Reino Unido.
Vive Palacio Valdés en un discreto apartamiento. No busca el aplauso ni lo rehusa; no abomina del trato humano ni se exhibe en tertulias y fiestas. Contempla plácida y serenamente cómo se desliza la vida. Su prosa es clara y limpia; ni la prosa incolora de los escritores desarraigados de la tradición, ni la empalagosamente afectada de los falsos puristas. Ama y siente el paisaje; escudriña las delicadezas psicológicas. En el arte literario ha llegado al arte supremo; a la sencillez, a la simplicidad de expresión, a la evocación de una realidad tenue, inefable, ideal, que está por encima de la realidad violenta y vulgar que todos ven.
Las novelas de nuestro poeta son extraídas de la realidad. Pinta a los hombres tales como son, tales como él los ve con sus ojos penetrantes que descubren las alturas y las profundidades de la sociedad, a sus caudillos y a sus bestias de carga. No es un escritor melindroso. Sus personajes no sólo tienen la parte anterior, sino también la posterior, que a algunos parecerá escandalosa. Sin embargo, no es un disecador naturalista de la vida y de la sociedad, sino un artista. En todas sus novelas brilla el sol del ideal.
De este realismo poético unido al genio filosófico del novelista se deduce su tendencia a plantear en sus obras problemas morales y religiosos. Pero esta tendencia no implica prejuicios ni sectarismos; no confunde la religión y la ética, la moralidad y la vida social como un impertinente maestro de escuela. Palacio Valdés es católico; no oculta su modo de pensar y sentir. Sin embargo, su catolicismo nada tiene que ver con la Inquisición y los autos de fe. Es un catolicismo leal, intrépido: no vacila en esgrimir el látigo de su sátira sobre los extravíos de la pasión religiosa y sobre las flaquezas del clero. “Es necesario—ha dicho él mismo—que las ideas salgan de los hechos y no se añadan a ellos como reflexiones abstractas.”
Una cosa hace aún sus obras superiores a las de sus colegas españoles, y es una cierta jovialidad preciosa como el oro que refresca el corazón.
Palacio Valdés se llama modestamente en el círculo de sus amigos “novelista de ocasión”. Este novelista de ocasión, no obstante, es el escritor español, después de Cervantes, más traducido a lenguas extranjeras.
Su última obra, Papeles del Doctor Angélico, es un libro original y precioso; no es una novela; es un libro poético-filosófico, un breviario escrito para los hombres que no viven en el barranco, sino en las alturas del espíritu. Se compone de luminosos artículos filosóficos, novelitas y bocetos. Profundísimas meditaciones científicas sobre las grandes cuestiones políticas, sociales y religiosas alternan con deleitosas producciones poéticas. Voy a leeros un boceto titulado La procesión de los Santos, que es una especie de visión religiosa verdaderamente encantadora. Quizá sea lo más grande en materia de poesía religiosa que haya aparecido desde los días de la Edad Media.
La poesía no está muerta, sino viva, en la patria de Cervantes. El campo de la literatura española no es ningún páramo desierto, sino tierra fecunda, jardín fértil y ameno. El carácter más notable en la moderna literatura española es Armando Palacio Valdés. Grande es el número de sus admiradores en Inglaterra, Francia y América. Alemania tiene que reparar su yerro. Que no tardemos mucho en oir hablar de una Sociedad constituída en nuestro país para honrar al amable poeta y pensador español.
AUSTIN TRAPET
(Discurso pronunciado ante la Sociedad Científica de Coblenza.)
Desde mis tiempos de estudiante, mucho antes de soñar con ser literato, profeso por D. Armando Palacio Valdés una profunda admiración, cada día más grande, porque con los años le comprendo mejor. Pero con ser tanta mi admiración al escritor, casi la supera mi admiración al hombre grave y esquivo ante el frágil y adocenado aplauso de la crítica y de la Prensa.
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN
Desearíamos tenerle en nuestro país, y podría nombrar varios novelistas americanos por los cuales alegremente le cambiaría y aun daría de buen grado encima dos o tres poetas. Pienso que encontraríamos en él algo semejante a nuestro decantado humor americano y además otras cosas que no podemos con justicia reclamar, como una cierta dulzura, una amable espiritualidad, un amor de la pureza y la bondad por sí mismas y un conocimiento profundo de los misterios del alma.
Nosotros los americanos imaginamos que porque hemos hecho pedazos a los barcos españoles somos superiores a los españoles; pero aquí en este terreno, donde reina la paz, ellos son superiores a nuestros maestros.
WILLIAM DEAN HOWELLS,
Presidente de la Academia Americana.
En sus novelas y en las de Pérez Galdós aprendí lo que en mí puede haber de gusto literario a la moderna. De uno y otro escritor me sería imposible dar al público un juicio razonado; son para mí de los escritores que han penetrado más hondo que en la inteligencia y las cosas del corazón no se discuten ni se razonan.
JACINTO BENAVENTE
Se sabe que Palacio Valdés, el más reputado y difundido de los novelistas españoles que ha compendiado en una monografía definitiva, es el autor de obras pintorescas, emocionantes o cómicas, cuyas ediciones se cifran por centenares de miles, y entre las cuales basta citar José, La Fe, El idilio de un enfermo, El origen del pensamiento, La Hermana San Sulpicio, Marta y María y la maravillosa historia Tristán o el pesimismo. Este admirable escritor, del cual una reputación mundial aureola los cabellos blancos, es, no obstante, el más modesto de los hombres.
EMILE MOREAU
(La Liberté.)
Después de haber gustado el goce de esas lecturas, tuve el de conocer y tratar a Palacio Valdés, y entonces, al conocer al hombre, encontré al escritor. Como que éste depende en este caso más aún que en otros, de aquél. Al conocer y tratar a Palacio Valdés, comprendí el encanto de sus escritos y el aroma de honradez de propósito y de bondad de corazón que de ellos se desprende.
En nuestra literatura no abunda, ni mucho menos, la nota íntima y recogida, el tono de apacible entrañabilidad. Casi todo es exterior, y casi todo, en el fondo, violento. Y así me explico que Palacio Valdés sea uno de nuestros escritores más gustosos, de los de hoy el más gustado tal vez, en países donde es una verdad efectiva la vida del hogar y donde los hombres saben recogerse en él mejor que nosotros.
MIGUEL DE UNAMUNO
Considerando la popularidad que la novela rusa ha adquirido entre nosotros en los últimos años, es extraño que los novelistas españoles no hayan sido igualmente acogidos. Por lo menos uno de ellos, nombrado Valdés, es digno de un lugar entre Turgueneff, Dostoievsky y Tolstoi. La razón de habérsele negado tanto tiempo se hallará en que no ha querido adoptar una pose. El público se deja generalmente seducir por la pose, y Valdés ha renunciado a ella.
Su estilo es equilibrado, sencillo y espontáneo. Es un novelista vaciado en el molde más amplio. Su observación se extiende a todo y la vida se ofrece ante él como un libro abierto. Demostraría menos valor si no se atreviese a describir todas las escenas que a su imaginación se ofrecen.
Que los noveles escritores estudien a Armando Palacio Valdés. Este escritor se halla en la primera media docena de los grandes novelistas.
(Daily Chronicle.—10 Agosto de 1894.)
Palacio Valdés es un gran observador, no ya de las costumbres españolas de su tiempo, sino también de lo que hay de íntimo en el alma de nuestros contemporáneos. Así se explica que el insigne novelista tenga tan alta personalidad en nuestra patria como en el extranjero.
En la rica literatura española Armando Palacio Valdés ocupa un puesto preeminente como autor de novelas. Posee una vasta erudición. Escribe novelas de costumbres llenas de intuición y de verdad, aborda temas religiosos y filosóficos, ofrece pinturas excelentes de la vida aristocrática en España. Su estilo es de una perfección extremada; jamás traspasa la medida; nos recrea al mismo tiempo que despierta nuestra reflexión. Sus obras se han traducido a varios idiomas, y, sin duda, Palacio Valdés ha contribuído más que ningún otro escritor español a dar a conocer la literatura española fuera de su país y a hacerla estimar. Es un hombre de mundo espiritual e irónico, es un filósofo serio que se interesa por las cuestiones vitales y añade a un espíritu penetrante un gusto excelente. Maneja su hermosa lengua magistralmente, y bajo una forma elegante se encuentra siempre el contenido de un sentido profundo.
CARL DAVID AF WIRSÉN,
Secretario de la Academia Sueca.
La literatura española está de enhorabuena. Después de cinco años de mutismo, el maestro de la novela contemporánea acaba de publicar una nueva obra, Papeles del Doctor Angélico, que se aparta por su índole de las demás producciones de su autor ilustre.
Me cabe la honra—y de ello me envanezco—de haberme anticipado al entusiasmo que hoy despierta el autor de Riverita. Mucho antes de que se desbordase la admiración acumulada en largos años de silencio, y los rotativos propalasen la excelsitud de la labor de Palacio Valdés, yo había publicado en Nuestro Tiempo un extenso estudio asombrándome de que en el extranjero tuviesen más perspicacia que nosotros otorgando al maravilloso novelador el puesto preeminente que le corresponde dentro de nuestra literatura.
La novela española atraviesa por un período de extraordinario brillo, y han nacido en la patria de Cervantes escritores que merecen ser conocidos y estudiados por nosotros. Entre ellos es preciso citar en primer lugar a Armando Palacio Valdés, que es realmente un novelista del más alto mérito y de la más intensa originalidad.
PH.-EMMANUEL GLASER
(Le Figaro.)
Palacio Valdés, después de Cervantes, es el novelista más notable que ha producido España.
FRANCISCO GIRALDOS
(Labor Nueva. Revista internacional. Barcelona.)
De toda esta pléyade de novelistas españoles aquel que más me ha agradado y más me ha enseñado acerca de la vida de España es Armando Palacio Valdés. Por la finura de observación, por su fidelidad a la naturaleza, por su espíritu equilibrado, se puede afirmar que ningún novelista en España ni fuera de ella ha escrito media docena de otras que sobrepujen a la media docena mejor que ha salido de su pluma. Leerlo en inglés con mucho de su aroma perdido es un exquisito placer, como la venta de doscientas mil Maximinas testifica.
GRANT SHOWERMAN
(The Sewance Review.)
En esto de concebir un argumento y madurarlo bien sometiéndolo a lenta incubación cerebral y desarrollarlo después con número, peso y medida, no alargando demasiado los episodios ni hinchando a fuerza de aire los personajes, ni desmadejando el diálogo en fruslerías e insulseces, creo que no tiene Palacio Valdés competidor entre todos nuestros novelistas. Hay que reconocerle primado indiscutible de la novela española.
FR. GRACIANO MARTINEZ,
Agustino. Director de España y América.
Podemos afirmar que Valdés posee las primeras cualidades de un gran novelista, en el sentido moderno, porque es un revelador y un intérprete de la vida, porque tiene el poder de identificarse con la vida de los otros. Cuando dice de su carácter que es vago e indefinido no debe entenderse como algo sombrío y enfermizo. Es más bien el de un espíritu que se oculta y gusta de sumergirse en la vida universal. Resplandece en sus obras la más alta sinceridad y firmeza, y al mismo tiempo se encuentra en todas ellas una profunda y delicada simpatía por todas las cosas; una clara visión que penetra en las más oscuras profundidades y lo eleva a las alturas más luminosas. El nos ofrece los acontecimientos vulgares de la vida ordinaria como son en realidad, pero nos vemos obligados a mirarlos con el sentido que él les presta; y mientras reconocemos estos sucesos como algo que ya habíamos visto, observamos que él les dota de un interés que no sospechábamos en ellos, y revela su carácter oculto con una gran riqueza de detalles aclaradores.
SYLVESTER BAXTER
(The Atlantic Monthly.)
¿Por qué gusta tanto en Inglaterra y en los Estados Unidos el autor de El Idilio de un enfermo? ¿Es casualidad; es suerte? No; es conjunción de ciertas cualidades fundamentales en el arte de nuestro novelista con las tradiciones y el gusto literario de una gran parte del público de aquellos países. Hay cierta serenidad y cierta suavidad en su arte y en los aspectos de la vida que más le agrada pintar, que no pueden menos de seducir a los lectores enemigos de las grandes explosiones trágicas y de las fiebres pasionales naturalistas, y que casan muy bien con el tono de una gran parte de la producción literaria inglesa. La misma sátira a que antes me he referido contribuye poderosamente a imprimir ese sello a las obras de Palacio Valdés. No es agria, épica, como en Zola y sus discípulos, sino humorista, como lo fué en nuestra literatura picaresca, y luego lo ha sido, con admirable manejo de la sonrisa del idioma, en Thackeray y Dickens.
RAFAEL ALTAMIRA
El ilustre escritor no es de aquellos que al prestigio del talento añaden el prestigio del reclamo: cuando viene a Francia no provoca, como otros autores extranjeros bien conocidos, los artículos de periódicos y las interviews de los reporters; y cuando publica un libro deja a su obra el cuidado de hablar por sí misma en su favor. El éxito le ha llegado ya, un éxito de buena ley, que le han valido los méritos de la forma y los del fondo.
Cuidadoso de la composición y del equilibrio, no se distrae en episodios y digresiones; no cuenta por contar, no describe por describir. Paisajista, evita ese defecto, tan familiar a los paisajistas, que consiste en colocar a la Naturaleza en el primer plano y concederle un desarrollo excesivo y absorbente. No le da más importancia que la que conviene a una decoración, y reserva, por el contrario, un lugar preponderante a lo que es esencial, al estudio de las costumbres, de los caracteres y de los problemas morales.
F. VÉZINET
(Le Parthénon.)
Cuando, hará pronto un año, lamentaba yo aquí (El Universo) el ocaso del gran novelista que anunció el término de su obra con La aldea perdida, estaba muy lejos de pensar en que el autor de Riverita y Maximina preparaba un nuevo libro, y, sin embargo, no podía avenirme con la idea de que la musa de Valdés hubiese callado para siempre.
Afortunadamente, no ha sido así.
Decía yo entonces que él era el novelista de nuestra literatura contemporánea y que no había cuerda en la moderna épica que no hubiese pulsado con arte exquisito el creador de José, La Hermana San Sulpicio y La Aldea perdida.
ROGERIO SANCHEZ
Palacio Valdés ocupa un sitio completamente singular entre los modernos autores españoles. Y no es la corriente de la moda la que hace que se le lea más que a los otros, sino porque sus novelas tienen una base muy distinta de las de sus colegas. Aunque no pueda negarse la influencia de la escuela francesa (influencia muy grande en España), sin embargo, un estudio profundo de los clásicos y de la filosofía alemana han prestado a sus obras el sello de una independencia innegable. Sus vistas estéticas son distintas de las que ahora dominan y su realismo (porque Palacio Valdés es realista) tiene su raíz más en los tiempos grandes de Cervantes, Mateo Alemán y Vicente Espinel que en el culto desapoderado de la verdad y en la oscuridad místico-espiritual de la escuela moderna.
H. KELLER-JORDAN
(Allgemeine Zeitung.)
Si alguien me preguntara qué opino de Armando Palacio Valdés, le contestaría sin pérdida de momento que le juzgo por el primer novelista de nuestros tiempos.
J. GIVANEL MAS
(La Vanguardia, Barcelona.)
Tiene horror al reclamo. Es un caso bastante raro en la literatura universal para que merezca ser señalado al público francés. Todos los libros de este escritor excepcional han aparecido en silencio, sin levantar clamores de entusiasmo y de triunfo, que acogen alguna vez entre nosotros a las más auténticas medianías. Se ha impuesto únicamente por su mérito personal a la atención pública. Por lo demás, toca en sus escritos cuestiones de tal modo apremiantes, que nadie puede evitar su urgencia indubitable. El filósofo más escéptico no podrá menos de sentirse conmovido leyendo La Fe.
El héroe de esta novela idealista es un joven sacerdote, el padre Gil, vicario de la iglesia de Peñascosa, villa situada en el fondo de una pequeña ensenada del golfo cantábrico. El primer capítulo de La Fe es un cuadro encantador de su primera misa. Ferdinand Fabre, si viviera, quedaría celoso de estas páginas sobrias y pintorescas. Es una empresa difícil el describir una ceremonia religiosa. Zola, en la Faute de l’abbé Mouret, no ha estado en ello afortunado. Enumerar como lo hace, complacientemente, el jefe de la escuela naturalista todos los detalles y todos los accesorios del culto es hacer maquinalmente un inventario sin comprender el profundo significado de la liturgia. El sentido interior le escapa. Palacio Valdés, en vez de detenerse en el aspecto superficial de las cosas, nos inicia en todos los secretos de las almas sencillas que se han reunido para asistir a la primera misa de aquel joven sacerdote.
La Fe es un libro leal y fuerte, animado desde el principio hasta el fin por un gran soplo de humana piedad.
GASTON DESCHAMPS
(Le Temps.)
En la suma de las admiraciones al gran novelista Palacio Valdés continúo siendo uno más.
MANUEL LINARES RIVAS
Palacio Valdés no necesita que hablemos de él. Hace treinta años que se encerró en su casa con sus recuerdos, con sus lecturas y sus meditaciones, y desde ella nos habla con sus libros. Es él quien habla; a los demás nos toca agradecérselo en silencio.
Palacio Valdés ha tardado diez años en triunfar de la indiferencia del público y de la Prensa. Hoy sus obras son leídas en el mundo entero. Se comprende que esté orgulloso de una victoria tan noblemente ganada.
La sinceridad absoluta del artista, su cuidado profundo de la verdad, su horror de lo que él llama el efectismo, y que no es más que la caza del efecto en lugar de la emoción verdadera, esparcen por todos sus libros un encanto penetrante.
El tiempo no está lejos, yo lo creo así, en que el amor de lo grandioso y exagerado desaparecerá. Las grandes frases vacías se harán viejas y serán reemplazadas por palabras menos sonoras, quizá más modestas, pero más llenas de sentido, más precisas y más puras. Ese día, ciertamente, la España quedará reconocida al escritor de este siglo que más ha contribuído a hacer amar lo sencillo y lo natural.
L. BORDES
(Revue des Lettres Francaises et Etrangères.)
De la lectura de las novelas modernas solemos salir entristecidos, con tedio en el corazón y hasta con náuseas en el estómago. “Siempre que vengo de entre los hombres—dice Kempis—me siento peor...” Lo mismo me acontece a mí cuando vengo de entre esos libros.
En cambio, cuando leo las novelas de Palacio Valdés, la vida, sin perder para mí su melancólica gravedad, me parece noble y buena; el autor no sólo me inspira admiración, sino cariño; en vez de deprimirme, me vigoriza; en lugar de desalentarme, me da esperanza; lejos de hacerme sentir vergüenza de ser hombre, me parece que reanima en las profundidades de mi ser el soplo divino que Dios infundió en el pobre barro humano.
Páginas. | |
Confidencia preliminar | 7 |
Marta y María | 23 |
Una excursión a la Isla | 27 |
José | 55 |
La desesperación de un hidalgo | 57 |
Aguas fuertes | 71 |
Lloviendo | 73 |
Polifemo | 81 |
Los Puritanos | 91 |
¡Solo! | 115 |
Riverita | 137 |
Una corrida de toros | 139 |
Maximina. El primer hijo | 155 |
Los majos de Cádiz | 179 |
Despedida | 181 |
La Fe | 199 |
Cruel desengaño | 201 |
La aldea perdida | 219 |
El desquite | 223 |
Adiós | 239 |
La hermana San Sulpicio | 251 |
Paseo por el Guadalquivir | 255 |
Tristán o el pesimismo | 305 |
Papeles del doctor Angélico | 317 |
Un testigo de cargo | 319 |
Vida de canónigo | 325 |
Una mirada a lo alto | 333 |
La procesión de los Santos | 339 |
Perico el Bueno | 343 |
Las burbujas | 355 |
Opiniones de la crítica española y extranjera | 363 |
End of Project Gutenberg's Páginas escogidas, by Armando Palacio Valdés *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK PAGINAS ESCOGIDAS *** ***** This file should be named 39444-h.htm or 39444-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/3/9/4/4/39444/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (from scans available at Google Books) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. 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