The Project Gutenberg EBook of Dulce y sabrosa, by Jacinto Octavio Picón This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Dulce y sabrosa Author: Jacinto Octavio Picón Release Date: October 27, 2008 [EBook #27064] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DULCE Y SABROSA *** Produced by Chuck Greif
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII |
Si creyera que el publicar un escritor sus obras completas implica falta de modestia, no reimprimiría las mías. Lo hago porque están casi todas agotadas; pensando que es deber de padre no consentir que mueran sus hijos, aunque no sean tan buenos ni tan hermosos como él quiso engendrarlos; y también porque considero que el hombre tiene derecho a despedirse de la juventud recordando lo que durante ella hizo honradamente y con amor.
Otra disculpa pienso que atenúa mi atrevimiento. Porque ser partidario del arte por el arte, y yo lo soy muy convencido, no puede amenguar ni estorbar, aun cultivando esta que se llama amena literatura, el entusiasmo por ideas de distinta índole; las cuales unas veces veladamente se transparentan y otras ostensiblemente se muestran en la labor de cada uno; pues no es posible, y menos en nuestra época, que el literato y el artista sientan y piensen ajenos al ambiente que respiran. Quien carece de fuerzas para conquistar la costosa gloria de adelantarse a su tiempo, tenga la persistente virtud de servirle: así lo he pretendido; mas él ha caminado tan deprisa, que hoy acaso parezcamos tímidos los que ayer fuimos osados. De éstos quise ser: de los que al estudiar lo pasado y observar lo presente procuran preparar lo porvenir y se esperanzan con ello. Por eso rindo tributo de constancia y firmeza a las ideas de mi juventud, algunas hoy tan combatidas, reuniendo estos pobres libros, sin que me arredre el recuerdo de cómo unos fueron censurados, ni espere que retoñe la benevolencia con que otros fueron alabados. Discurro al igual de aquel gran prosista que decía: «No es temor, como no es vanidad».
Bien quisiera, lector, que pensáramos a dúo y que mi conciencia hallase siempre eco en la tuya: si por torpe desespero de lograrlo, por sincero creo merecerlo.
No busques en mis cuentos y novelas lección ni enseñanza: quédese el adoctrinar para el docto, como el moralizar para el virtuoso: sólo tienes que agradecerme el empeño que puse en divertir y acortar tus horas de aburrimiento y tristeza.
Sea cual fuere tu fallo, hazme la justicia de reconocer dos cosas: la primera, que he procurado entender y practicar el arte literario con aquel criterio y temperamento español más atento a reflejar lo natural que a dar lo imaginado por sucedido: nunca quise hacerte soñar, sino sentir; la segunda, que soy de los apasionados de esta hermosa y magnífica lengua castellana, si huraña y esquiva para quien la desconoce o menosprecia, en cambio agradecida y espléndida para los que, haciendo de ella su Dulcinea, aunque no lleguen a lograrla, tienen honra en servirla y placer en amarla.
J. O. P.
Madrid, Abril de 1909.
Figúrate, lector, que vuelves a tu casa mohíno y aburrido, lacio el cuerpo, acibarado el ánimo por la desengañada labor del día. Cae la tarde; el amigo a quien esperas, no viene; la mujer querida está lejos, y aún no te llaman para comer. Luego el tiempo cierra en lluvia; y tú, apoyada la frente en la vidriera del balcón, te aburres viendo la inmensa comba de agua que se desprende de las nubes. Llegada la noche, el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la mano a la melancolía?
Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso, dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa de las horas.
JACINTO OCTAVIO PICÓN.
Madrid, 1891.
Figúrate, lector, que vuelves a tu casa mohíno y aburrido, lacio el cuerpo, acibarado el ánimo por la desengañada labor del día. Cae la tarde; el amigo a quien esperas, no viene; la mujer querida está lejos, y aún no te llaman para comer. Luego el tiempo cierra en lluvia; y tú, apoyada la frente en la vidriera del balcón, te aburres viendo la inmensa comba de agua que se desprende de las nubes. Llegada la noche, el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la mano a la melancolía?
Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso, dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa de las horas.
JACINTO OCTAVIO PICÓN.
Madrid, 1891.
Donde se traza el retrato de don Juan y se habla de otro personaje que, sin ser de los principales, influye mucho en el curso de este verídico relato
Dijo uno de los siete sabios de Grecia, y sin ser sabio ni griego pudo afirmarlo cualquier simple mortal, que todo hombre es algo maníaco, y que la índole de su manía y la fuerza con que es dominado por ella, determinan o modifican cuanto en la vida le sucede.
Admitiendo esto como cierto, fácilmente puede ser comprendida y apreciada la personalidad de don Juan de Todellas, caballero madrileño y contemporáneo nuestro, cuya manía consiste en cortejar y seducir el mayor número posible de mujeres, con una circunstancia característica: y es, que así como hay quien se deleita y entusiasma con las ciencias, no en razón de las verdades que demuestran, sino en proporción del esfuerzo que ha menester su estudio, así don Juan, más que en poseer y gozar beldades, se complace en atraerlas y rendirlas; por donde, luego de lograda la victoria, viene a pecar de olvidadizo y despegado, entrándosele al alma el hastío en el punto mismo de la posesión.
En cuanto al origen de su apellido no cabe duda de que Todellas es corruptela y, contracción de Todas-Ellas, alias o apodo que debió de usar alguno de sus ascendientes, y que, andando el tiempo, se ha convertido en nombre patronímico. De casta le viene al galgo ser rabilargo, y a don Juan ser enamoradizo.
Como otros hombres se enorgullecen por descender de Guzmanes, Laras y Toledos, él se precia de contar entre sus abuelos al célebre Mañara, y si no dice lo mismo de Tenorio, es por no estar demostrado que en realidad haya existido: en cambio alardea de que, a no impedírselo las parejas de agentes de orden público, los serenos, el alumbrado por gas y otras trabas, hubiera sido cien veces más terrible que aquellos dos famosos libertinos.
Sin embargo, no es don Juan tan perverso, o no está tan pervertido como se le antoja, para vanidosa satisfacción de su manía; porque cuando algún mal grave engendran sus hechos, antes es en virtud de la fuerza de las circunstancias y de las costumbres modernas, que como resultado de su voluntad.
En una palabra: no carece de sentido moral, pero instintivamente profesa la doctrina de aquellos cirenaicos griegos que fundaban la vida en el placer. A ser posible, quisiera burlar a las mujeres sin deshonrarlas ni perderlas, aspirando el perfume sin ajar la flor, bebiendo en el vaso sin empañar el cristal; limitándose a enseñar a sus queridas lo que es amor, sin que luego en brazos ajenos tengan que sonrojarse por lo que hayan aprendido en los suyos. No es un seductor vulgar, ni un calavera vicioso, ni un malvado, sino un hombre enamoradizo que se siente impulsado hacia ellas, para iniciarles en los deliciosos misterios del amor, semejante a los creyentes fanáticos, que a toda costa pretenden inculcar al prójimo su fe.
Imitando al borracho que dividía los vinos en buenos y mejores, por negar que los hubiese malos, don Juan clasifica a las mujeres en bellas y bellísimas, y añade que las feas pertenecen a una raza inferior, digna de lástima, cuya existencia sobre la tierra constituye un crimen del Destino, por no decir un lamentable error de la Providencia. Sin embargo, antes de calificar de fea a una mujer, la mira y remira despacito, madurando mucho la opinión, pues sabe que aun las menos favorecidas de la Naturaleza se hacen a veces deseables, como acontece verse las almas empecatadas súbitamente favorecidas por la gracia divina.
Don Juan vive exclusivamente para ellas, o, hablando con mayor propiedad, para ella, pues cifra su culto a la especie en la adoración a la individua, en singular, porque jamás persigue, enamora ni disfruta dos mujeres a la vez, ni simultanea dos aventuras; diciendo que el amor es compuesto de estrategia y filosofía, y que jamás ningún gran capitán entró en campaña con dos planes, ni hubo verdadero filósofo que fundase sistema en dos ideas.
La existencia de don Juan es continuo pensamiento en la mujer: si duerme, sueña con ella; si vela, medita enseñorearse de alguna; si come, es para adquirir vigor; si bebe, para que la imaginación se le avive y abrillante, inspirándole frases apasionadas; si gasta, es por ganar voluntades; si descansa, es para aumentar el reposo de que nace la fuerza.
Según el estado de su ánimo y la índole de la conquista que trama, don Juan lee mucho, y siempre cosas o casos de amor. Conoce perfectamente la literatura amatoria, desde la más espiritualista, casta y platónica, hasta la más carnal, pecadora y lasciva. De cuantos autores han escrito sobre el amor, sólo a Safo rechaza; de cuantas tierras han sido teatro de aventuras eróticas, sólo muestra horror a Lesbos; de cuantas ciudades fueron en el mundo aniquiladas, sólo le parece justa la destrucción de Sodoma; y es tal y tan ferviente su adoración a la mujer, que, atraído por todas con igual intensidad, aun ignora cuál sea su tipo favorito, si el de la bacante desnuda, voluptuosa y medio ebria, que convirtió en lechos de placer los montones de heno recién segado, o el de la virgen cristiana que entregaba el cuerpo a la voracidad de las bestias antes que acceder a sentirlo profanado por caricias de paganos.
Circunscribiéndose a la época en que vive, no repara en diferencias sociales: siendo limpia y bonita, requiebra con igual placer a una menestrala que a una dama, y posee arte tan exquisito para lograrlas, que la más arisca y desabrida se convierte con sus halagos en complaciente y mimosa, infiltrándoles a todas en el alma, como veneno que voluntariamente saborean, aquel consejo de la Celestina: «Gozad vuestras frescas mocedades; que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente.»
Posee don Juan la envidiable cualidad de hablar y pedir a cada una según quien ella es, y con arreglo al momento en que solicita y suplica. La que reniega de la timidez, le halla osado, y comedido la que desconfía de su atrevimiento; con las muy castas observa la virtud de la paciencia, esperando y logrando del tiempo y la ocasión lo que le regatea la honestidad; a unas sólo intenta seducir con miradas y palabras; a otras en seguida les persuade de que los brazos del hombre se han hecho para estrechar lindos talles. Es religioso con la devota, a quien obsequia con primorosos rosarios y virgencillas de plata; dicharachero y juguetón con la coqueta, a quien agasaja con adornos y telas; espléndido con la interesada, y aquí de las alhajas; adulador con la vanidosa, romántico con la poética, mañoso con la esquiva; y se amolda tan por completo al genio de la que corteja, que sentando con ella plaza de mandadero, luego queda convertido en prior. Mientras ejerce señorío sobre una, la hace dichosa. Su cariño es miel, su amor fuego, sus deseos un continuo servir, sus manos un perpetuo regalar; y además de estas fecundas cualidades, que le abren los corazones más cerrados y le entregan los cuerpos más deseables, emplea dos recursos, en los que funda grandes victorias. Consiste uno en murmurar y maldecir de todas las mujeres mientras habla con la que codicia, y estriba el otro en ser o parecer tan discreto y callado, que la que peca con él le queda doblemente sujeta con el encanto del amor y la magia del misterio.
En las rupturas es donde mejor demuestra su habilidad. Lo primero que intenta, cuando quiere renunciar a una mujer, es persuadirla de que a ella no le conviene seguir en relaciones con él: ya invoca el temor a la murmuración y el respeto al decoro de quien le ha hecho feliz; ya, si ve pretendiente que la persiga, alardea de sacrificarse dejándola en libertad para que otro pueda hacerla dichosa. Si esto no basta, simula reveses de fortuna que le apartan de la que le cansa, con lo cual el hastío toma forma de delicadeza; o miente celos, fomenta coqueteos, tiende lazos, acusa de traiciones, provoca desdenes, y fingiéndose agraviado, se aleja satisfecho. Con las pegajosas recalcitrantes emplea, si son tímidas, la amenaza del escándalo; y si son de las feroces y bravías, lo arrostra valerosamente, cortando el nudo, como Alejandro, cuando no puede desatarlo. Finalmente, muchas veces acepta el cobarde pero seguro recurso de la fuga; asiste a la última cita, mostrándose tan rendido como en la primera, y desaparece groseramente, dejando tras sí la humillación y el despecho, que cierran las puertas a la reconciliación.
Los que conocen poco a don Juan creen que es un libertino vulgar, empeñado en jugar al Tenorio: en realidad, es un hombre que ha puesto sus facultades, potencias y sentidos al servicio de sus gustos, con el entusiasmo y la tenacidad propios del que consagra a un invento la existencia. Visto en la calle o el teatro, es un caballero elegante sin afectación, un buen mozo que parece ignorar la gentileza y gallardía de su persona; a solas con ellas, tan pronto resulta conquistador irresistible como villano medroso que desea rendirse. Dice que no es más diestro quien sabe vencer, sino quien acierta y aprovecha el instante de darse por vencido: y llegado aquel momento que, según un Santo Padre, sirve para renovar el mundo, no hay mujer que no le reconozca por señor, gozándose él en hacerles creer que le poseen cuando acaban de hacerle entrega de lo mejor que poseían.
Don Juan tiene treinta y tantos años, es soltero, por lo cual da gracias a Dios lo menos una vez al día, y vive solo, sin más compañía que la de sus criados. Uno entre ellos es digno de elogio: Benigno, el ayuda de cámara, que es listo, discreto, trabajador y hasta fiel, porque le trae cuenta la honradez. Nadie sabe como él llevar una carta a su destino, y, según los casos, dejarla precipitadamente o lograr en seguida la contestación. Es maestro en negar o permitir oportunamente la entrada a las visitas, y en cuanto a intervenir y ser ayudante y, tercero en aventuras e intrigas amorosas, no hay Mercurio ni Celestina que le aventaje.
Pero de quien conserva don Juan recuerdo gratísimo es de Mónica, cocinera que guisó para él durante muchos años. No era una fregatriz vulgar, sino una sacerdotisa del fogón. Instintivamente tenía idea de la alteza de su misión; nació artista, y sin haber leído a Ruperto de Nola, ni a Martínez Motiño, ni a Juan de Altimiras, ni a la Mata, ni a Brillat-Savarin, ni a Carême, sabía que quien da bien de comer a sus semejantes merece que se le abran de par en par en este mundo las puertas del agradecimiento y en el otro las del Paraíso.
En las épocas en que don Juan tenía buen apetito, Mónica se lo satisfacía con escogidos platos, que jamás le proporcionaron indigestión ni hartazgo; cuando desganado, le excitaba el hambre comprándole y condimentándole moderadamente lo que mejor pudiese regalarle el paladar. Si el calor del verano o los excesos amorosos le debilitaban, aquella mujer incomparable le preparaba caldos sustanciosos, asados nutritivos y sabrosos postres. Si, por el contrario, sabía que su amo gozaba de perfecta salud y traía conquista entre manos, guisaba para él, con abundancia de vinos generosos, especias y estimulantes que contribuyesen a su vigor, a su alegría y a sus triunfos. Mónica era ecléctica, es decir, no trabajaba con sujeción a la rutina de ninguna escuela, sino que las cultivaba todas. Con igual maestría guisaba los delicados y finos manjares franceses que los suculentos platos de resistencia a la española; tan ricas salían de sus admirables manos, por ejemplo, las chochas a la Montmorency o las langostas a la Colbert, como la castiza perdiz estofada o la deliciosa empanada de lampreas. Don Juan decía que apreciaba a su cocinera más que a su médico, porque éste le curaba las enfermedades a fuerza de pócimas y drogas, y aquélla le conservaba la salud con exquisitos bocados.
Dos o tres años antes de comenzar la acción de este relato tuvo don Juan que ausentarse de Madrid, y queriendo dar a Mónica una prueba del cariño que le profesaba, le regaló unos cuantos miles de reales, que ella invirtió en poner una casa de huéspedes, mas sin envilecerse guisando para ellos; antes al contrario, tomó cocinera que lo hiciese: de este modo se improvisó señora y no puso mano en cazuela a beneficio de quien acaso no supiese saborear su trabajo. Por supuesto, la generosidad de don Juan halló eco en el corazón de Mónica, la cual prometió a su amo volver a servirle cuando tornase a la corte.
La casa de don Juan está alhajada con cuantos primores pueden allegar el buen gusto y el dinero. El principal adorno de sus habitaciones es una preciosa colección de estatuillas, dibujos, aguasfuertes, fotografías y pinturas, en que se refleja la pasión que le domina. Allí todo habla de amor. Hay reproducciones de las Venus más célebres, efigies de santas que amaron, como Magdalena y María Egipciaca; copias de las cortesanas y princesas desnudas, inmortalizadas por los pintores del Renacimiento italiano; miniaturas y pasteles de damas francesas, deliciosamente escotadas; mujeres adorables, que fueron hermosas hasta en la vejez, ruinas de la galantería, mártires de la pasión y sacerdotisas de la voluptuosidad; pero sin que figure en aquel precioso conjunto de obras artísticas ninguna que sea de mal gusto, o tan libre que haga repugnante el amor, en vez de presentarlo apetecible. No: don Juan aborrece la obscenidad y la grosería tanto como se deleita en la belleza y en la gracia. Ni en los más recónditos secretos y escondrijos de sus muebles podrá encontrarse una fotografía desvergonzadamente impúdica; pero en cambio le parece honesta sobre todo encarecimiento aquella ninfa que, sorprendida desnuda y acosada por un sátiro, se escondió... tras el tenue y plateado hilo que formó una oruga entre dos ramas de árbol.
Don Juan es deísta, pues dice que sólo la Divinidad pudo concebir y crear la belleza femenina: y es bastante buen cristiano, recordando que Cristo absolvía a las pecadoras y perdonaba a las adúlteras: mas al propio tiempo es por sus gustos artísticos e inclinaciones literarias, algo pagano; lo cual le ha hecho colocar a la cabecera de la cama una estatuilla de Eros, muy afanado en avivar con sus soplos la llama de una antorcha que sustenta entre las manos. Y si alguien manifiesta sorpresa al verlo, don Juan declara que, no pudiendo hallar imagen auténtica del Dios omnipotente, y pareciéndole un poco tristes los crucifijos, ha colocado en su lugar aquella representación del amor, que es delicia y mantenimiento del mundo.
En cuanto al retrato de las prendas físicas de don Juan... mejor es no hacerlo; a los lectores poco ha de importarles la omisión, y en cuanto a las lectoras, preferible es que cada una se le figure y finja con arreglo al tipo que más le agrade. Baste decir que es simpático, y, aunque sin afeminación ni dandysmo, cuidadoso de su persona, tanto que se ha preocupado mucho de cómo debe llevar repartidos los pelos en el rostro quien se consagra a perfecto amante.
Algún tiempo anduvo lampiño, como dicen los arqueólogos que están las estatuas de Paris, a quien amó Elena, y el busto del famoso Antinóo; luego lució bigote a la borgoñona, a semejanza de aquellos galanes españoles del siglo XVII, que fueron regocijo de damas, monjas y villanas; por fin resolvió dejarse barba apuntada, según es fama que la tuvo el duque de Gandía cuando amó a Isabel de Portugal, y bigotes largos, como aquel conde de Villamediana que murió por haber puesto en otra reina los ojos.
Bien quisiera don Juan vestir de manera que la ropa favoreciese su buen talle; alguna vez imaginó verse engalanado con capotillo de terciopelo negro, esmaltado por la venera roja de Santiago, gregüescos acuchillados de raso, calzas de seda, zapatos de veludillo, chambergo de plumas, con su joyel de pedrería, guantes de ámbar, espada de taza y lazo, y escarcela, bien preñada de doblas: pero no siendo carnaval todo el año, se ha resignado a usar prosaicos pantalones de patén, levitas de tricot y americanas de chiviot, conservando como único elemento práctico de otros tiempos las monedas de oro que lleva en el bolsillo del chaleco, por cierto en abundancia, aunque parezca inverosímil. Los billetes de banco no le gustan, porque dice que las damas no deben tocar más papeles que cartas de amor y cuentas pagadas, y que con las criadas oros son triunfos.
De todo lo dicho se deduce que la amatividad de don Juan no le domina y absorbe tan por entero, que llegue a cegarle; antes por el contrario, él la dirige y encauza de modo que, en vez de quedar esclavo de sus pasiones, las ordena con arreglo a sus deseos.
Pero puede afirmarse que extrema la filantropía en lo que a la mujer se refiere, hasta la exageración, y aun sostiene que con ser tan sublime y adorable virtud la caridad, le lleva ventaja el amor; porque la caridad alegra un solo corazón, y el amor regocija dos almas y dos cuerpos.
En que, para satisfacción del lector, aparece una mujer bonita
Estaba don Juan hacía pocos días de regreso en Madrid, tras una ausencia de dos años y medio, semana más o menos, cuando una tarde, después de almorzar como debe hacerlo quien vive en servicio del amor, no pudo resistir a la tentación de abrir el balcón de su despacho y asomarse a dar, apoyado en la barandilla, las primeras chupadas a un buen veguero. Dos ideas ocupaban su imaginación: la primera mandar que buscasen y avisasen a la célebre Mónica para que estuviese dispuesta a volver a su servicio si la cocinera provisional no cumplía bien su sagrada obligación; y la segunda, no permanecer ocioso en materia de amores, para evitar lo cual, entre cada dos bocanadas de humo, dirigía unas cuantas miradas a la casa de enfrente, donde vivía una viuda de peregrina belleza, pero de tan fresca y reciente viudez, que don Juan no juzgaba cuerdo empezar todavía su conquista. A pesar de ello, miró discretamente varias veces hacia los visillos medio levantados, tras cuya muselina se dibujaba la figura de la viuda, entretenida en hacer labor. Acaso aquellas miradas fuesen estériles, mas también podían dar resultado; porque hay galanterías, homenajes y aun simples demostraciones de agrado, que son como letras de cambio a muchos días vista.
Luego se vistió don Juan con su habitual elegancia, tomó de sobre una mesa el sombrero, los guantes de piel de perro avellanados, con pespuntes rojos, el bastón con puño de plata labrada, y se echó a la calle deseoso de pasear, andando a la ventura y a lo que saliere, porque a la sazón no tenía mujer determinada que le ocupase el ánimo.
Al cabo de media hora llegó a una de aquellas alamedas del Retiro que empiezan junto a la Casa de fieras y terminan en el estanque llamado Baño de la elefanta.
El sol iba cayendo lentamente hacia la parte de Madrid, cuyas torres, puntiagudas y negruzcas, aparecían envueltas en una atmósfera de polvo luminoso, y a lo lejos se oía el rumor confuso de muchos ruidos juntos, que semejaban la turbulenta respiración de la ciudad. La temperatura era grata y el paseo estaba muy lucido, como si aquella tarde se hubiesen citado allí las madrileñas más lindas y elegantes, al contrario de otros días, en que parece que se congregan las cursis y feas para amargarnos la vida, atormentarnos los ojos y hacernos dudar del Todopoderoso.
Don Juan miraba sin descaro, pero con bastante detenimiento a cuantas pasaban cerca de él, y las miraba comenzando por abajo, es decir, procurando verles primero los pies, luego el talle, y últimamente la cabeza. Si aquéllos eran feos o muy grandes, no proseguía el examen; si el cuerpo no era airoso, desviaba la vista: mujer en quien llegase a investigar con la mirada el color del pelo, la forma del cuello o el encaje de la cabeza sobre los hombros, podía mostrarse orgullosa de sus pies y su cintura. Acaso resultara demasiado minucioso y rigorista en estos exámenes; pero él los disculpaba diciendo que si a un caballo de carrera se exigen innumerables cualidades para ser calificado de bello, muchas más deben desearse reunidas en la mujer, que es lo principal de la vida para todo hombre de mediano entendimiento.
En esta ocupación iba gratamente entretenido, cuando acertó a pasar a su lado una señora elegantísima. Comenzó don Juan el examen.
Los pies de la dama eran de forma irreprochable, finos, algo elevados por el tarso, ni tan largos como de bolera, ni tan cortos como de china, y no calzados, afectando descuido, con zapatones a la inglesa, sino con medias de seda roja y zapatos de charol a la francesa, de tacón un poquito alto y sujetos con lazo de cinta negra. (Dicho sea de paso, don Juan maldecía con sagrada indignación de la pérfida Inglaterra que, no contenta con habernos robado a Gibraltar, ha hecho adoptar a nuestras mujeres la aborrecible moda de los zapatos grandes.)
Aquella mujer no llevaba ridícula y dañosamente apretada la cintura; su talle, sin que nada le oprimiera, resultaba en perfecta armonía de líneas con las curvas que hacia arriba dibujaban el pecho y con las que hacia abajo modelaban las caderas. El traje no podía ser más elegante. Componíanlo falda negra y plegada en menudas tablas con primoroso arte, abrigo corto de rico paño gris muy bordado, que se ajustaba perfectamente a su hechicero cuerpo, y gran sombrero, también negro, guarnecido de plumas rizadas, y velo de tul con motas que, fingiendo lunares, sombreaba dulcemente su rostro. Vista de espalda, descubría por bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora. Don Juan se dio en seguida a pensar en lo bonita que estaría aquella mujer envuelta en una bata lujosa, lánguidamente tumbada en una butaca, o vestida de baile con los brazos desnudos, ceñido el cuerpo en sedas y encajes, o mejor aún, en el momento de lavarse y peinarse, que es el instante más favorable para saber si la belleza femenina está en aquel punto de sazón y frescura que la hace ser la obra maestra de Dios.
Aquella mujer era de las que resisten el más minucioso análisis, de las escogidas entre las hermosas, de las que redimen perversos o pervierten santos, según se les antoja. Luzbel se hubiera hecho humilde por una sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano.
Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella para verla mejor. Entonces se quedó parado, cual si le hubiesen detenido poniéndole una mano sobre el hombro, porque creyó conocerla, o, mejor dicho, reconocerla. Su memoria le trajo al pensamiento un nombre en que iban compendiados muchos recuerdos, pero la desconfianza le hizo decirse en seguida: «No, no es ella..., con esa ropa... ¡imposible!». Sin embargo, no se rindió a la duda, y tornó a mirarla. Ella ni aceleró ni acortó el paso; la insistencia casi descarada de don Juan no descompuso su tranquilo caminar de diosa vestida a la moderna; pero a la segunda vez que le sintió pasar a su lado, alzó el manguito en que llevaba metidas las manos, y se oprimió el velillo contra el rostro, como queriendo recatarse, lo cual avivó en el hombre la curiosidad y la sospecha. De pronto, ella, casi gritando, dijo:
—¡Ten cuidado, monín!
Hasta entonces no había notado don Juan que a pocos pasos delante de la dama marchaba un pequeñuelo, de dos años a lo más, y una muchacha vestida a lo niñera, cuyas ropas mostraban estar sirviendo en casa rica. El niño iba hecho un pimpollo, cubierto todo el vestidito de cintas y encajes, y la criada rodaba, para divertirle, un aro con cascabeles, hacia los cuales él tendía las manecitas. Hubo un momento en que por abalanzarse al juguete vacilaron sus pies, aún no hechos al ingrato contacto de la tierra; estuvo a punto de caer, y entonces la madre (porque debía de ser su madre), repitió sobresaltada:
—¡Cuidado, monín!
«¡Su voz!», pensó don Juan; mas en seguida, fijándose en el costoso sombrero de la dama (harto sabía él lo que cuesta un sombrero de mujer), añadió mentalmente: «¿Se habrá casado?» y esta suposición le hizo sonreír, como burlándose de alguien. Después se puso serio, diciéndose: «rara es la fruta que llega a los labios de su legítimo poseedor sin que la hayan picoteado los pájaros».
Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara. Cruzáronse entonces las miradas de ambos; ella permaneció impasible, serena, y con voz que denotaba perfecta tranquilidad de ánimo, dijo a la niñera:
—Haga usted seña a Manolo para que arrime.
Entre mirarla y oírla no le quedó duda a don Juan; y fue tal la impresión que le produjo ver confirmada su sospecha, que, parándose involuntariamente, murmuró: «¡Cristeta!»
Tan claro pronunció este nombre, que ella no pudo menos de oírle; pero no se le inmutó el semblante. Avanzó hacia la berlina que venía siguiéndola, esperó a que se detuviese, y sin volver el rostro, abrió la portezuela; en seguida dejó que montase la niñera, después levantó al pequeñín en brazos para que aquélla lo acomodara sobre sí, y, por último, subió ella, descubriendo algo más que el pie, con lo cual don Juan quedó maravillado y suspenso, experimentando una impresión parecida a la que debió de sentir Moisés cuando le enseñaron de lejos la tierra prometida.
En el instante de arrancar el carruaje, la desconocida se alzó el velillo.
Don Juan pudo dudar mientras vio el rostro al través del tul; pero toda perplejidad quedó desvanecida al mirarlo libre de aquel adorno. ¡Qué cara! Los ojos eran azules, oscuros, hermosísimos; la boca un poquito grande, como hecha adrede para que se admirasen bien los dientes; el color trigueño claro; las facciones delicadas; las orejas chicas; la expresión de la fisonomía entre seria y picaresca; en conjunto, un tipo popular realzado por una elegancia y dignidad exquisitas.
Se había perdido ya de vista el coche, y don Juan seguía inmóvil pensando: «Esto es increíble. ¿Estará con alguno? Pero ¿y el niño?». Y volvió a sonreír, porque aquellos grandes ojos de azul sombrío, aquella graciosísima boca y airoso talle los había él contemplado muchas veces de cerca, tan de cerca que se los sabía de memoria, como se saben las cosas aprendidas a gusto. En un principio dudó por ver tales hechizos rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros. Una voz íntima le había dicho, poco más o menos: «Zapatos, siete duros; abrigo, setenta duros; medias de seda, seis duros; sombrero, veinte duros; manguito de legítima nutria, qué sé yo cuántos duros»... etc., etc., y estas etcéteras ascendían a mucho; por lo cual se decía don Juan: «Sí, ella todo lo vale; cualquiera que tenga buen gusto se gastará en contentarla el oro y el moro; pero ¿y el chiquillo?»
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Don Juan volvió a su casa muy pensativo. Por la noche fue al teatro, a una tertulia, al club, y con nada logró distraerse. En los palcos, en los salones, en el cuarto del tresillo, en todas partes creyó tenerla delante de los ojos. Unos momentos le miraba cariñosa, otros le sonreía burlona; de pronto se le borraba de la imaginación y surgía su propia figura, la del mismo don Juan, en actitud de ir a coger amorosamente las manos de Cristeta, que ella retiraba esquiva. A la fingida visión que así gozaban los ojos, sucedía luego la ilusión de voces y palabras confusamente recordadas: promesas, juramentos, ternezas; todo el interminable repertorio de frases deliciosas que el diablo inspira a los que van a pecar, están pecando o acaban de pecar.
Casi de madrugada se acostó con un periódico en la mano, según su costumbre. Leyó y no entendió: letras, líneas, párrafos y columnas bailaban trocando sus puestos y componiendo estupendos disparates. «Ha sido detenido por blasfemo... el santo del día. CULTOS: en las Calatravas... la Traviata» y otras incongruencias por el estilo. De pronto, extendiendo el brazo, mató de un periodicazo la bujía; después su espíritu fluctuó largo rato entre vigilia y soñolencia, y comenzaron a borrársele las ideas, sustituyéndose los antojos de lo soñado a las impresiones de lo real.
E imaginó ver una figura de mujer hermosísima, que surgía de entre un macizo de plantas tropicales, intensamente iluminadas por la batería del gas de un escenario, y envuelta en humo rojizo de bengalas. Estaba medio desnuda y circundada de resplandor vivísimo, destacando las gallardas líneas y el blanco bulto de su cuerpo sobre un amplísimo manto rojo que le pendía de los hombros. Era ninfa de apoteosis zarzuelesca, profanada por el carmín barato, los polvos de arroz y el arrebol; aprisionadas las formas en lascivas mallas; pero en su rostro no se dibujaba la sonrisa forzadamente sensual de la comiquilla aventurera. No estaba provocativa y desapudorada, sino bellísima y muy seria. De pronto comenzó a sonar una música suave y mortecina, a intervalos interrumpida por reminiscencias de giros canallescos. Luego un caballero en quien don Juan se reconocía, salía precipitadamente de un palco proscenio, bajaba una escalera ancha, atravesaba un patio, subía otra escalera muy estrecha, cruzaba un pasillo lleno de mujeres, unas sudorosas, otras tiritando, todas casi desnudas, y sin hacer caso de ellas ni de sus dicharachos y sus risas, se detenía ante una puerta, sobre la cual estaba escrito este letrero:
Señorita Moreruela.
El caballero daba en la puerta unos golpecitos con el puño del bastón; oíase una voz que decía: «Espera...»
Don Juan quedó profundamente dormido.
Donde el autor dice quién es la mujer bonita
El padre de Cristeta fue covachuelista a la antigua, con poco sueldo, menos consideración, gorrito de pana y mangotes[1] de percalina negra: la madre fue encajera de primorosas manos, que así componía, dejándolo nuevo, un entredós de Malinas, como restauraba un cuello de Alençon. Durante muchos años vivieron amantes y felices con el producto de su trabajo; pero llegó un día en que él quedó cesante, porque fue preciso emplear al sobrino del querido de la querida de un ministro, y a ella le faltó labor porque pasaron de moda los encajes. Entonces comenzaron a sufrir adversidades, escasez, pobreza, y hubieran llegado hasta verse miserables, si la muerte, que esta vez llegó a tiempo, no atajara sus desdichas. Ambos murieron con pocas semanas de diferencia, dejando en el mundo una niña de diez años, fruto de su amor, la cual tuvo por única herencia el despejo y la hermosura de su madre. Recogió a Cristeta una tía, casada, hermana de aquélla, que tenía estanco en uno de los sitios más céntricos de Madrid; y aunque las malas lenguas del barrio dijeron que el amparar a la huérfana fue arbitrar medio de tener persona de confianza que ayudase al despacho, es lo cierto que no sólo no sufrió malos tratos la niña, sino que hasta fue acogida con cariño y enviada a la maestra, donde aprendió a leer, escribir, contar, bordar y coser, pasando luego a encargarse del mostrador, hecha ya una mocita muy mona, y tan lista, que jamás se equivocaba en dar las vueltas, ni recibía moneda falsa, ni trabucaba los sellos de las cartas. Sus tíos no la mataban a trabajar; antes al contrario, le concedían permiso para salir de paseo los domingos con sus amiguitas, y la tenían limpia y decentemente vestida; limpieza y decencia que, según Cristeta fue creciendo, comenzaron a convertirse en extraordinario aseo y primoroso gusto.
[1] El autor había escrito manguitos. La Academia dice mangotes. ¡Paciencia! (N. del E.)
Mientras ella despachaba sellos y cigarros, su tía permanecía junto al mostrador, en invierno haciendo calceta con el gato en la falda y puestos los pies en la tarima del brasero; en verano dormitando o abanicándose, y en todo tiempo celosa de que ningún comprador sostuviera conversación larga o palique peligroso con la chica, que ya exigía aquella vigilancia, porque según se iba desarrollando, aumentaba el número de los que la echaban chicoleos y flores, no siempre de aroma muy puro. Así llegó a tener fama de bonita, sin que nadie pudiera jactarse de haber conseguido de ella una mirada cariñosa.
Era lista y comprendía perfectamente, de un lado, que no le convenía incurrir en el desagrado de sus tíos ni desacreditarse a fuerza de coqueteos; y de otro, que no podía encontrar con facilidad, entre los hombres que frecuentaban el estanco, quien honrosamente mejorase su suerte. No le gustaban los jornaleros, y con instinto superior a sus años, adivinaba que los señoritos eran peligrosos.
Como crecida a puerta de calle, sabía mucho más de lo que debe ignorar la pureza; pero esto que, a ser ella tonta, hubiera constituido un escollo, dado su natural despejo se trocaba en ventaja. Las doncellas ricas que despiertan a la vida entre muebles lujosos y en casas suntuosas, conocen las sirtes donde naufraga la virtud por la torpe murmuración de las visitas y el grosero lenguaje de ayas y criadas; pero lo inmoral y pecaminoso llega a su entendimiento desfigurado, incompleto y hasta poetizado con cierto aroma de encanto prohibido que acrecienta el peligro. En cambio, las pobres como Cristeta, desde pequeñas se codean simultáneamente con lo vedado y lo lícito, aprenden a defenderse por sí mismas, se acorazan contra los hombres, y con perfecto conocimiento de causa se esfuerzan en conservar lo que tanto les importa no perder.
Cristeta vendía con amabilidad, sin hablar más de lo necesario; y en cuanto despachaba lo que le pedían, se ponía a leer, apoyada de codos en el mostrador, siendo su lectura favorita la de dramas y comedias.
Apenas se estrenaba en cualquier teatro una obra, ya la tenía entre las manos: y como los ejemplares cuestan dinero y ella no lo gastaba, claro está que alguien se los prestaba.
Sus tíos eran muy cariñosos, pero no podían vigilarla con igual interés que lo hubieran hecho sus padres, así que le dejaban leer cuanto quería; de modo que, a fuerza de devorar escenas de apasionamientos románticos y exageraciones realistas, llegó la chica a saber, teóricamente, mil cosas de amor que fueron aleccionándola en tan peligrosa y dulce enseñanza. Pero ¿quién proveía a Cristeta de dramas y comedias?
En el piso principal de la misma casa del estanco vivía un editor, quien, por ser pequeña su habitación, tenía arrendado en la planta baja un cuarto, convertido en almacén de las obras que administraba. Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía. Además, el cuarto—almacén tenía la entrada por un patio, que era de los estanqueros, y éstos cuidaban de que sólo entrasen allí los dependientes del editor, con lo cual él, seguro de robos, pagaba la custodia con billetes de favor para los teatros, a que de ese modo asistía Cristeta gratis y a menudo.
Por último, los dependientes, que frecuentaban el estanco, habían puesto a Cristeta al corriente de quiénes eran los autores de las más de las obras que tenía leídas: así que la chica, merced a lo céntrico del sitio y a la mucha gente que allí entraba, llegó a conocer de vista y por sus nombres a casi todos los actores y poetas dramáticos y cómicos de Madrid.
Entre semejantes lecturas y el roce de tales parroquianos, Cristeta fue cobrando desmesurada afición al teatro. Aquella mujercita sería, hasta parecer esquiva con la generalidad de los compradores, reservaba las sonrisas y el agrado para los escritores y cómicos, a quienes en el fondo de su imaginación no veía según la realidad, sino que pensaba en ellos como en seres superiores, de cuyos cerebros surgían y en cuyos labios tomaban vida todos los lances, intrigas, amores y aventuras que le encantaban el ánimo.
Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un poeta sucio, grosero y malhablado: «Ése es quien ha escrito La vida por el amor». Ella en seguida le confundía con su obra, le limpiaba con la poesía de sus propias frases, acabando por figurárselo y verlo, no tal cual era, sino ennoblecido, pulcro y elegante. Venía al estanco un comicastro, injerto en payaso, rodeado de amigos tabernarios; pedía entre ternos y tacos una cajetilla de las más baratas, pagaba mostrando puercas las manos, sebosa la ropa, y apenas Cristeta le servía y veía marchar, ya no era su figura real la que conservaba en la imaginación, sino la de algún apuesto y enamorado caballero que le vio representar en las tablas.
Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les enviaba un par de butacas de tifus en las últimas filas de cualquier teatro que andaba mal. Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.
En medio del contento que Cristeta experimentaba viendo así halagados sus gustos, aún le quedaba una gran curiosidad por satisfacer. Conocía a muchos actores y poetas, músicos y danzantes, pero nunca había hablado con una cómica, dama joven o graciosa, ni siquiera característica, a quienes ella se fingía poco menos que como criaturas extraordinarias, completamente felices, que no tenían tiempo de sufrir ni padecer, perpetuamente ocupadas en ser grandes señoras, reinas y hasta diosas, cuya misión única en el mundo consistía en escuchar frases bonitas y estar preparadas para raptos de esos que, según los casos, terminan en muerte violenta, o boda y perdón de padre bondadoso.
Para Cristeta una actriz era una mujer que nunca deja de tener a sus pies un hombre arrodillado, y en su camarín un mueble lleno de doblas con que pagar albricias por los mensajes de amor. Ignoraba que muchas veces la que en las tablas hace de princesa es en su casa criada de sí misma. Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de pesetas.
Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas, entró tras él. La conversación que sostuvieron fue larga, y mientras duró pudo Cristeta contemplar a su sabor la elegantísima figura de aquella mujer a quien tantas veces había visto en la escena. Llevaba un primoroso traje negro con lunares blancos, el cuerpo del vestido cortado con tal arte que, sin formar la más leve arruga, dibujaba un busto de hermosas líneas; iba coquetamente calzada y sobre sus guantes grises, muy altos, brillaban tres o cuatro aros de plata y de oro. El sombrero era de ala ancha y estaba guarnecido con una pluma grande y rizada. Sus ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a dominar y vencer.
Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las mujeres... Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con canastillas de flores y chucherías de regalo... Durante unos instantes soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció rumor de aplausos.
Al marcharse la cómica, el poeta dijo a Cristeta que aquella mujer ganaba una onza de oro diaria; pero la estanquerita no dio señal de envidioso asombro ni de cosa que denotase codicia. No; lo que le parecía realmente envidiable era el constante triunfar, el bien vestir, el hablar y oír cosas bonitas, el vivir, aunque fuese con existencia fingida, en un mundo más poético y extraordinario que el de la realidad.
Cuando Cristeta cumplió los dieciocho años, ya estaban en ella perfectamente desarrolladas la hermosura y la afición al teatro. Respecto a la primera, su belleza era indiscutible; y en cuanto a la segunda, que tanto había de influir en su vida, aquellas lecturas dramáticas y diálogos con poetas y cómicos, tanto ir a ver comedias y admirar a las actrices, concluyeron por entusiasmarla y sorberla el seso en tal grado que, aun sin atreverse todavía a comunicárselo a sus tíos, formó propósito de dedicarse a la escena.
La casualidad o la Providencia, que acaso sean hermanas según la semejanza de sus obras, vino al poco tiempo en ayuda de Cristeta.
Una mañana, mientras se peinaba, comenzó a cantar coplas de cierta zarzuela que a la sazón estaba en moda. Era verano y los balcones de la vecindad que daban al patio aparecían entornados. De repente, sin que ella lo advirtiera, se asomó a uno de ellos el editor, acompañado de otro caballero, y, suspendiendo ambos la conversación, escucharon a Cristeta, que siguió cantando con agradables modulaciones, ajena de toda pretensión vanidosa, como pájaro incapaz de sospechar que nadie se detenga a oírle. Su acento era gracioso y picaresco; su voz escasa, pero argentina, juvenil, y no viciada por los esfuerzos ni la mala enseñanza. No era voz potente ni de gran extensión, pero sí dulcísima, alegre y fresca, como debieron de ser las de aquellas ninfas que en la antigüedad jugueteaban llamando a su compañera Eco, corriendo y ocultándose tras los troncos de los bosques sagrados.
—¿Oye usted eso?—preguntó al editor su amigo.
—Sí; es la chiquilla de los estanqueros.
—¿Bonita?
—Un primor.
—¿Se convence usted—añadió el caballero—de que si uno se propusiera buscarlas, encontraría mujeres para el teatro?
—Hombre, no sea usted niño. Desde que no sé quién encontró un tenor en una herrería, todo el mundo se maravilla de cualquier voz que escucha en cualquier parte. Pero, en fin, si quiere usted hacerle proposiciones... Yo le ayudaré a usted. Me consta que la muchacha tiene la querencia de las tablas; vamos, que se pirra por el teatro.
Poco después Cristeta, que sin saberlo acababa de probarse la voz, calló, concluyendo de peinarse con su acostumbrada gracia; hecho lo cual salió al estanco y comenzó a vender.
Aquella misma noche, casi en el momento de cerrar, entró a comprar cigarros el dependiente mayor de la casa editorial y, trabando conversación con Cristeta, le dijo sin rodeos ni ambages:
—¡Ni que lo hubiera usted hecho adrede! ¡Vaya una vocecita que ha sacado usted esta mañana mientras se peinaba! En fin... ¿quiere usted salir al teatro?
—¿Yo?—repuso en el colmo del asombro.—¡Usted sí que se quiere quedar conmigo!
Estaban solos: el dependiente, que no era viejo ni feo, tenía las manos apoyadas en el mostrador; ella estaba turbada, recelosa, esforzándose por sonreír, y agitada por un presentimiento incomprensible. El sota—editor se había puesto muy serio; a la chica un sudor se le iba y otro se le venía; de pronto, en un momento en que ella alzaba con cierta coquetería una mano para retocarse el peinado, dijo el hombre:
—Vamos a ver: ¿le parece a usted que se han hecho esos dedos para pegar sellos y contar calderilla? Vaya, me ha dicho don Pedro, mi principal, que suba usted mañana con su tío, que tiene que hablar con ustedes.
—¿Para qué?
—Para saber si quiere usted ser cómica.
—¡Yo artista!—exclamó Cristeta con indefinible sorpresa.
—La misma que viste y calza. Es usted joven, guapa, tiene talento, voz, afición.
—Lo que es afición sí que tengo.
—Bueno, pues con estudiar un poco... En fin, suban ustedes mañana.
Y se fue.
Cuando Cristeta quedó sola, tuvo que apoyarse en la anaquelería para no caerse. Acostose sin cenar casi, ni hablar con nadie; permaneció largo rato sentada en la cama, tardó mucho en desnudarse, lloró sin saber por qué, se le olvidó rezar y, por fin, al deslizarse entre las sábanas sintiendo las frías caricias del lienzo, tornó a sus pasadas ilusiones, antojándosele que el ruido de los coches que pasaban por la calle era estrepitoso rumor de aplausos y que las voces de los vendedores de periódicos eran bravos frenéticos.
En el cual queda demostrado que la virtud, como el agua, brota donde menos se espera
A las pocas semanas de lo narrado estaba Cristeta contratada como otra tiple cómica en un teatrillo de tercer orden, cuyo empresario era el amigo del editor que la oyó cantar mientras se peinaba. Los tíos de Cristeta, engolosinados con la oferta de dos duros diarios, consintieron en el ajuste. Convínose en que al principio no representaría la niña sino papelitos cuya parte musical pudiese aprender al oído, y también en que, sin pérdida de tiempo, comenzase a tomar lecciones de canto. Ella se puso loca de contento y los estanqueros, imaginando que su sobrina tenía una mina en la garganta, transigieron en pagar maestro.
El teatro donde quedó Cristeta escriturada era de los que dividen por horas las funciones, y en él se representaban cuatro cada noche. A la primera apenas iba gente; a la segunda asistían familias de los barrios cercanos cansadas de jugar a la perejila, jovenzuelos sin permiso para retirarse tarde, matrimonios de larga fecha que iban a pasar el rato para no verse solos, y forasteros deseosos de olvidar los sofiones recibidos en los ministerios con la agradable perspectiva del coro de señoras. Provinciano de éstos había capaz de renunciar a la esperada credencial con tal de poder contar en su pueblo que había sido dueño de cualquiera de aquellas infelices, condenadas a estar siempre haciendo muecas voluptuosas con la cara pintada y trenzados con las piernas presas en las desvergonzadas mallas. El público que frecuentaba la tercera y cuarta función se componía casi exclusivamente de hombres aficionados a comprar hecho el amor, y de pecadoras elegantes. A última hora se ponían las piezas y zarzuelitas más verdes, y cual si esto les sirviese de aperitivo, era de ver cómo a la salida muchos caballeros, o vestidos de tales, esperaban en la calle la salida de bailarinas, coristas y figurantas: por fin, cuando terminado el espectáculo comenzaba la puerta del escenario a vomitar mujeres envueltas en mantones y con toquillas de estambre a la cabeza, cada hombre se llevaba su prójima, que solía ser ajena; alguna, envidiada de las demás, subía en coche, y ya formadas las parejas, que a veces en realidad eran tercetos, todos se iban contentos; ellas haciéndose las conquistadas, y ellos imaginando triunfo lo que, a lo más, era compra.
A llevar y recoger a Cristeta iba el tío estanquero, no sin repugnancia y protestas de su cónyuge, la respetable y añosa doña Frasquita.
Las primeras noches intentaron algunos chuscos divertirse a costa suya; pero advertidos de que tenía mal genio, le dejaron en paz; en cambio, los señoritos que pretendían acercarse a Cristeta solicitaban su conversación, llamándole don o señor de; y él, no acostumbrado a que gente tan bien vestida le tratase de igual a igual, acabó por creer que para codearse con personas finas era necesario andar entre bastidores.
El día en que trabajó Cristeta por primera vez, estuvo mal servido el estanco. Nadie pensó sino en hacer viajes o enviar recados a casa de la modista, autora del traje que había de sacar a escena, en peinar y repeinar a la nueva artista, y en prepararle una banasta para las ropas y una caja para los untos, cosméticos, polvos, mano de gato y otros afeites.
Por la mañana, un asturiano que tenía en la esquina inmediata puesto de café económico, vulgo de a cuarto, entró en el estanco a comprar pitillos y dijo a la criada, especie de Maritornes a medio desbastar, que el nombre de Cristeta estaba en el cartel del teatro con todas sus letras; y la palurda, aunque no sabía leer, salió corriendo a que se lo mostrasen; luego cruzó la calle con el mismo objeto la estanquera, sin lograr nada, porque se le habían olvidado los espejuelos, y, por último, fue también el tío, permaneciendo largo rato en contemplación de aquella línea del reparto donde decía:
«CHULA PRIMERA-SEÑORITA MORERUELA»
Tal fue la emoción del pobre hombre, que señalando con el bastón las letras, dijo enfáticamente a un cochero de punto que allí estaba: «¡Es mi sobrina!», y la frase salió de sus labios con aquella entonación de noble orgullo que debía de emplear la romana Cornelia cuando dijera: «¡Yo soy la madre de los Gracos!»
Cristeta se estrenó (debutó, dijeron los periódicos) en un papel de chula, y lo hizo con mucha gracia y desparpajo, luciendo un mantón gris de ocho puntas, que por la mañana costó setenta reales en la calle de Toledo, vestido de lanilla oscura con dibujitos claros, y a la cabeza un vistoso pañuelo de seda, a listas azules y amarillas, entre cuyos pliegues aparecía su bonitísima cara de madrileña picaresca. Iba calzada con medias rayadas y zapatos bajos, mostrando en cada movimiento las enaguas muy blancas. Sin que incurriese en desvergüenza ni descaro, su figura resultaba tan gallarda y airosa como encantador era su rostro. Se presentó en escena con los ojos turbados del miedo; pero en la segunda salida, al terminar una tirada de redondillas, sonaron unos cuantos aplausos y perdió el temor. En el resto de la zarzuelita estuvo saladísima, y en la única pieza que cantó, también la aplaudieron. Moviéndose y accionando parecía cómica veterana.
Cuando al retirarse a casa salió acompañada de su tío, había en la puerta una manada de caballeretes esperando para verla de cerca; don Quintín, que así se llamaba su Argos, puso cara feroz y ella, esforzándose por reprimir la alegría, procuró estar seria.
Nadie durmió sosegadamente aquella noche en el estanco. La tía, porque a pesar de la edad de su marido, estaba solevantada con lo peligroso que era, según dijeron las vecinas, que el bueno del hombre fuese a pasar las noches entre bailarinas y coristas; el tío porque, asombrado de la facilidad con que Cristeta se ganaba sus cuarenta reales, pensaba ya en el cobro de la quincena, y la muchacha porque aún le zumbaban en los oídos las palmadas. Mas su verdadera satisfacción fue a la mañana siguiente, cuando en la sección de espectáculos de un periódico leyó que la señorita Moreruela era de agraciada figura y tenía brillantes disposiciones, y estaba llamada a conquistar grandes triunfos en el difícil arte a que se dedicaba.
Hasta final de temporada trabajó en otras dos obras, y por una de ellas experimentó la primera contrariedad de las muchas a que había de estar sujeta.
Citáronla para asistir a la lectura, y acabada ésta le entregaron su papel, de poco más de un pliego, en cuya primera hoja estaban manuscritas las siguientes palabras:
NINFA ELÉCTRICA
La obra era una revista, manojo de desvergüenzas mal escritas, adornado con música populachera de aires franceses disfrazados a la chulesca.
La esperanza del éxito estaba fundada en media docena de decoraciones y en los trajes de las actrices, o, más claro, en la poquísima ropa que habían de ponerse. Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiño liso, muy escotado, de raso azul eléctrico, zapatos de lo mismo, nada en los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir, desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote y brazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban de manifiesto.
Cuando una de sus compañeras se lo explicó detalle por detalle, la pobre muchacha se puso como la grana y su primer impulso fue decir que renunciaba a ser cómica, pero le dio vergüenza avergonzarse. Volvió a su casa malhumorada, se encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta la hora de tornar al teatro.
Seguramente hubo por fuerza de ocurrírsele mucho tiempo antes que aquello había de llegar, mas no lo imaginó para tan pronto; así que su sorpresa fue terrible. Si al menos hubiese salido a escena un día muy de corto y otro muy escotada... pero así, de repente, sin preparación... ¡y casi desnuda! Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las piernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernas en la Venus del Tannhauser? En realidad, lo que le enfadaba extraordinariamente no era ostentar sus encantos, porque estaba cierta de no hacer gesto, ademán ni movimiento indecoroso: la causa principal de su enojo era el tener que salir entre otras mujeres desapudoradas y venales que alardeaban de su desnudez, y con quienes había de alternar y confundirse. Esto la sacaba de sus casillas. En vano tenía ya acostumbrados los oídos al grosero lenguaje usado en lo interior del teatro y a las frases soeces con que algunos gomosos la perseguían; su mirada severa y su ceno adusto ponían a todo el mundo a raya; pero ahora, obligada a circular por entre bastidores de aquel modo, ¿cómo evitar las bromas insolentes, los dicharachos lascivos? Y luego, al salir a escena, ¡cómo caerían sobre su cuerpo las miradas! ¡Qué vergüenza!... En cambio, no se reirían de ella, cual les acontecía a algunas de sus compañeras que tenían los brazos flacos, las piernas torcidas, las caderas desconcertadas y el escote huesoso. Segura estaba de obtener un triunfo la noche en que se estrenase la revista, porque el espejo y la comparación de sí misma con aquellas desdichadas le habían dicho que su cuerpo era un prodigio de hermosura.
En tales dudas y vacilaciones dejó pasar días y días, hasta que se echó encima la víspera del estreno. Entonces tuvo miedo del ridículo, pensó que aquello no era más que una contrariedad inherente a su profesión, y cuando al concluir el ensayo general le preguntó la sastra que a qué hora podría ir a probarla el traje, la citó sin oponer resistencia para la misma tarde, sumisa e indiferente como si se tratase de un asunto zanjado.
Llegó la hora convenida, fue la sastra a su casa, entró en el cuartito de Cristeta y comenzó ésta a desnudarse, dejando por fin caer sobre la estera de cordelillo las ropas y prendas dichosas que llevaba más inmediatas al cuerpo. Entonces la encargada de vestir y desnudar cómicas, según los casos, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa y, haciendo ademán de santiguarse, dijo:
—¡Bendito sea Dios! ¡Ay, señorita; mujeres hermosas tengo vistas, pero como usted, ninguna!
Cristeta se sintió halagada y su pudor murió a manos de su vanidad.
Letra y música de la revista fueron estrepitosamente silbadas, contribuyendo esto a realzar el triunfo de Cristeta porque cuando mayores eran las muestras de desagrado, salió ella a las tablas y, lo mismo fue verla el público, que acallarse el bastoneo y los chicheos. En seguida cantó bien dos o tres coplas, de esas que luego alcanzan los honores del organillo, y aquella música, que por sí sola no hubiese arrancado una palmada, fue aplaudida. Al terminar hizo la artista una pirueta, dio un saltito muy mono, y se metió entre bastidores.
Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el público quiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamente a Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor y aún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Qué harán estas bribonas para ponerse tan guapas?» Los hombres se la comían con los ojos.
A partir de aquella noche, no hubo trapero literario de los que surten de majaderías propias y ajenas a los teatros de último orden, en cuyas cavilaciones no entrasen como elemento dramático los encantos corporales de Cristeta.
El empresario recibió muchas obras, donde se adjudicaban a la nueva artista papeles que requerían poquísima ropa, con lo cual la pobre muchacha se persuadió de que no eran su voz y su talento los que la iban sacando a flote, sino su belleza.
Esta fue su primera desilusión.
Los pretendientes cayeron sobre Cristeta como moscas sobre pastel fresco; mas por ninguna de aquellas conquistas se sintió halagada. Cuantos hombres se le acercaban traían imaginado que era cosa de llegar y besar el santo, con tal de echar antes alguna limosna en el cepillo. Un banquero riquísimo, y muy conocido en Madrid por la protección que dispensaba a las chicas de vida alegre, le propuso descaradamente amueblarle un entresuelito y ponerle coche; un caballerete trapisondista y jugador intentó llevársela una noche a cenar, imaginando que cuatro copas de Champaña y un gabinete de fonda le asegurarían la conquista; un autor le ofreció un papel de gran lucimiento a cambio de una cita, y hasta el director de escena se brindó a solicitar para ella un beneficio, a condición de que ensayasen a solas lo que hubiera de cantar. A ser ella interesada o de temperamento fácilmente inflamable, pronto hubiera sucumbido: su salvación estuvo, por entonces, en que ni la deslumbraba el brillo del oro, ni la imaginación se le exaltaba hasta poner en peligro su castidad; antes al contrario, aquella larga serie de acometidas bruscas, en que sin poesía ni delicadeza trataron de comprar barata su belleza, concluyó por darle asco. No se le exacerbó la virtud, pero vio claro el peligro.
Alguna vez, al refugiarse en el cuarto del teatro, contemplando a solas su gallarda figura ante el espejo, sintió deseo de riqueza; quizá, ebria de adulaciones, resplandores y músicas, soñó despierta con la realidad del amor, mas ni el fantasma del lujo ni la tentadora voz de la Naturaleza lograron rendirla, porque se sentía humillada de no despertar en los hombres más que la misma impureza que les inspiraban aquellas de sus compañeras, viciosas o hambrientas, que se vendían por un traje o se prostituían por una joya. ¿Era esto castidad ingénita, frío cálculo, tibieza de sangre o señal de orgullo?
Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por lo ariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba su hermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, no disfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudiera tasarse su belleza. Era capaz de disimular el enojo y hasta de no enojarse contra un buen mozo que, atrayéndola con exquisito arte o por sorpresa, la besase, imprimiendo al beso aquella deliciosa ingenuidad del niño que se apodera de una golosina; pero a cuantos se atrevieron a propasarse con ella ofreciéndole dinero, les recibió como se recibe a un perro en un juego de bolos. En su corazón tenían entrada libre la impremeditada flaqueza que vence el ánimo más fuerte, la voluptuosidad que a veces flota en el ambiente y se desliza suavemente por los sentidos hasta lo más recóndito del alma, la ocasión traidora que llega cuando menos se piensa; en una palabra, todos los estimulantes del amor; en cambio, su pensamiento estaba cerrado al interés. Un día de campo, un rayo de sol o cuatro frases dichas a tiempo, podían hacer que Cristeta cayese trémula en los brazos de un hombre; pero quien se arriesgase a proponerle crudamente la compra de sus labios, los vería trocados en manantial de indignación; el enojo de Lucrecia fuera pálido comparado con el suyo.
Sí: Cristeta era romántica, como casi todas las mujeres españolas; y de igual suerte que en un aduar de negruzcos gitanos se puede descubrir un niño sonrosado de pelito rubio y rizoso; a semejanza del grano de oro que corre arrastrado entre el légamo y las toscas piedras del río, así en aquel teatrucho donde toda obscenidad tenían su asiento, vivía ella cercada de ex—vírgenes andariegas y mamás alquiladizas, esperando, no el chocar de los centenes ni el crujir de las sedas, sino la voz de un hombre que murmurase en su oído: «¡Quiéreme!»
Mujer que así pensaba no podía transigir con la perspectiva de quedarse sin flor, exponiéndose a dar fruto que acaso no tuviese dueño conocido.
Su entereza estaba además cimentada en otra base de resistencia, acaso más salvadora que la misma castidad romántica.
A poco de ingresar en el teatro observó Cristeta que a cuantas compañeras suyas pecaban y se envilecían por codicia, les salía errado el cálculo. Hoy se entregaban a un calavera rico, mañana a un señorito achulado, tal noche a un marido ajeno, tal otra a un pollancón estúpido; y total, alguna cena, algún traje, desempeñar a costa de uno lo que había de lucir con otro, y a la postre el rostro ajado y la juventud malbaratada: vida de moza mesonera, trajín constante, pocas propinas y vejez: mendiga.
Tales fueron, durante algún tiempo, sus pensamientos.
La maledicencia y la calumnia se cebaron en ella. Quién dijo que no era buena, sino pecadora a escondidas; quién que por avariciosa se hacía deseable, para venderse cara; quién, llegando hasta el colmo de la infamia, afirmó que Safo había retoñado en ella: lo cierto fue que nadie pudo probar acusación alguna.
Por fin, cierta mañana circuló en el ensayo una noticia estupenda. Díjose que la noche anterior Cristeta no había salido del teatro acompañada sólo de su tío; que con ellos iba un caballero de treinta y tantos años, buen mozo y elegante; añadiose que Cristeta se apoyó en su brazo para llegar desde su cuarto a la calle, que luego siguieron juntos, ella bien arrebujada en su abrigo, él subido el cuello del gabán de pieles, y detrás, a dos pasos, como guardia de respeto, el tío estanquero. La fiera debía de estar domada y el domador se llamaba don Juan de Todellas.
Que puede dejar dudas sobre la compatibilidad del amor y la virtud
Pocos días antes de nacer aquellas murmuraciones, paseaba don Juan por los pasillos del teatro con un amigo, que le decía así:
—No recuerdo dónde afirma Cervantes que los alcahuetes son gentes útiles a la república, y que debieran ser muy considerados. Bueno: pues escudado en tan autorizada opinión, no tengo inconveniente en presentarte a la incorruptible.
—¡No sabes la impresión que me ha causado esa mujer! ¿Y tú crees que nadie ha...?
—Eso dicen, aunque también le quitan mucho el pellejo. Yo creo que es honrada. Veremos hasta dónde llega tu buena suerte..., y te advierto dos cosas: primera, que no te propases a ciertos atrevimientos, como cerrar la puerta del cuarto estando solo con ella, y segunda, que te congracies con el tío. Háblale de Espartero, elogia a la milicia nacional, quema incienso en honor del difunto partido progresista. Por último, aunque te parezca ridículo, enamórala por lo fino.
Cuando el que hizo la cita cervantesca y dio estos consejos a don Juan entró con él en el cuarto de Cristeta, estaba ella vestida a lo gitana, con falda de percal de mucho vuelo, pañuelo de espuma al talle, rizos en las sienes y moño bajo, hecho un jardín a puras flores. El tío sentado en un sillón gótico de guardarropía, leía un periódico.
Luego de las frases usuales en toda presentación, el amigo dio tres o cuatro noticias de teatros y, pretextando saludar a una cómica, se salió al pasillo. Don Juan, fingiendo turbación, adoptó la postura más decente que pudo, como si estuviera en el salón de una gran señora. Frente a él Cristeta, recostada en un pequeño diván, se entretenía en hacer nuditos con el fleco de la pañoleta. El tío, como de encargo, no chistaba. Ya iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie:
—¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje?
—Muy característico, muy típico...
Y calló, sin terminar la frase.
—Hable usted con franqueza.
—Que no hay analogía entre usted y ese atavío.
Y como ella hiciese un mohín de sorpresa, continuó:
—Quiero decir que esa falda tan hueca, ese moño tan bajo, esos rizos tan... subversivos, todo tan... flamenco no está en relación con la belleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pide una cara más, enérgica, facciones duras...
—Gracias por la galantería—repuso ella secamente.
Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que la llamasen rica en el mundo o barbiana, y aquella era la primera vez que un hombre la galanteaba con finura.
—Vamos—siguió él—; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porte son demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaría usted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con un gran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies...; pero que no los ocultase... Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría más que el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiado señorita.
Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:
—Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.
—Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.
Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales; pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y, sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridad que amor propio:
—Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?
Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacer un juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.
—¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela, de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El día en que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina... se la comen a usted.
De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sin detenerse, dijo:
—Voy a empezar.
Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podía prendar de una mujer.
Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó por reconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que había dado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco. Por último, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: por ejemplo, el de la Princesa de Pan y Toros, el de la Magdalena de La Marsellesa, el de Aurora en Luz y sombra. Sí, sí; zarzuela seria. Y se durmió.
Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señorita Moreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejó pasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; de modo que al verle entrar en su cuarto no sospechó que fuese por visitarla, sino con ocasión de la obra nueva.
El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como de costumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cual no se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar». Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de gato.
Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa que se fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que más contribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la raya partida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía una colegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar la conversación que anteriormente tuvieron:
—Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapado usted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de la grandeza!
—Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel... también de esos que... en fin, véalo usted.
Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a don Juan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra revista, y en la escena en que se hacía referencia a la última Exposición de Bellas Artes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, la Pintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnica blanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la época del Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Escultura debía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudez posible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todo esto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:
—¡Y la estatua... soy yo!
Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre el diván:
—Da grima. ¡No haga usted eso!
Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos de sentir sorpresa.
¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ella saliese a escena más o menos ligera de ropa?
—No tengo más remedio—dijo—que conformarme. No estoy, ni acaso llegue a verme nunca, en situación de imponerme a una empresa.
—Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajará usted lo menos posible.
Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió a completarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo a entender, repuso:
—¡Pues buen modo de protegerme!
En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto de Cristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha que había producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tener que aceptarle ni rechazarle categóricamente.
Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que no le era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respecto de él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fuera grosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él la pusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndole claramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinó esperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto que sea, algún día se clareará, y según sus intenciones... veremos. Una cómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: lo otro no debe ser, no me conviene, no quisiera... Malo es que esté ya tan preocupada. En fin...¡Dios dirá!»
Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podía haber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella, el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo la empresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron el cuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútiles, como jarroncillos bomboneras, muñecos de loza y sortijeros. Cada uno de los que la regalaron, deseoso de mostrar su largueza o buen gusto, envió el obsequio al teatro. Una sola persona se lo mandó a casa; y consistió el regalo en un magnífico neceser de costura, formado por una gran caja de piel de Rusia, colocada sobre un precioso mueblecito, y provista de tijeras, pasacintas, devanaderas, carretes y dedal, todo de plata: nada faltaba de cuanto puede desear una mujer aficionada a hacer labores. Cristeta recibió el presente por la tarde, antes de ir al teatro, y abrió la caja con alegría infantil mezclada de sorpresa, como Margarita debió de abrir el estuche de las joyas. En uno de los casilleros destinados al hilo había una tarjeta de don Juan, y bajo su nombre estas palabras escritas con lápiz:
«B. L. P. a su amiga la señorita de Moreruela y le envía ese humilde recuerdo».
Cristeta lo apreció todo de una ojeada: amiga... señorita... humilde recuerdo... ¡Cuánta finura y qué poca ostentación!
La estanquera se quedó pasmada: el tío tomó las piezas del costurero una por una, pensando con respeto en el hombre que hacía regalo de tres o cuatro o seis libras, de plata. Cristeta se dio a reflexionar en aquello con más calma. Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación. Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar. Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo de dar puntada? Esto no podía explicarse.
El resultado de las anteriores y análogas cavilaciones fue que, llegada la noche, cuando don Juan entró a saludarla en su cuarto del teatro, apenas pudieron hablar a solas, le dijo ella sin disimular su pensamiento ni prever la respuesta:
—Muchas, muchísimas gracias; pero señor Todellas, ¿cómo diablo ha regalado usted eso a una infeliz que no tiene tiempo para coserse una cinta? ¡Y cuidado que es lujoso y bonito!... Sobre todo de buen gusto.
Entonces don Juan se puso muy serio, se aproximó a la cómica, como quien sacando fuerzas de flaqueza ha hecho propósito de osadía, y dijo con voz sabiamente turbada:
—Cristeta, perdóneme usted la torpeza; arrincónelo usted si no le sirve; pero mí regalo obedece a una idea que no puedo desechar.
—¿Qué idea es esa?—preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida turbación de don Juan.
—Pues bien, Cristeta, lo diré, aunque se ría usted de mí: cuando pienso en usted, cosa que me ocurre con muchísima frecuencia, no veo con los ojos de la imaginación esta mujer que ahora tengo delante, no me acuerdo de la actriz ni del teatro, ni me gusta figurármela a usted haciendo de ninfa, ni de chula, ni de paje...; me exaspera la idea de que todo el mundo pueda contemplar...; en fin, cuando yo la veo a usted con los ojos del alma, se me antoja que es usted una señorita que vive recogida en su casa, sin que nadie pueda saber todo lo hermosa que es, sin que nadie la profane con deseos ni miradas. Lo confieso; me hace daño... hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo... y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja.
Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo. La verdad es que en el fondo del alma sintió aquella satisfacción dulce y apacible que en las novelas románticas experimentan las zagalas galanteadas por grandes y poderosos señores. El diálogo terminó así:
—¡Válgame Dios, y qué formal se pone usted para decirme esas cosas! ¿No conoce usted que todo eso tan fino se despega de estos sitios?
—Pues para probar que hablo seriamente, me voy a permitir darle a usted un consejo.
—Diga usted.
—Haga usted una prueba... doble. La empresa está ya convencida de que usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese usted a hacer el papel de la pieza nueva... ese de la estatua. ¿A que no le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que no han de verla otra vez medio desnuda... y reflexione usted un poco sobre qué clase de sentimiento será el que me inspira para que yo piense todo esto.
—Pero... ¿qué diablos le importará a usted que salga así o de otro modo?—le interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar la situación, añadió—: ¿Imagina usted que voy a creer en esas delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este teatro?
No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro. Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:
—La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo, que seamos verdaderos amigos... y ¡quién sabe! tal vez para el otoño empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.
Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y encarándose con don Juan, repuso ásperamente:
—Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena, aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra... y yo...
—Es usted injusta, cruel y mal pensada—dijo don Juan, poniéndose en pie y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.
Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:
—¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!... ¡Imposible!... Además, tengo una contrata para salir fuera este verano.
—Pero no irá usted sola.
—Probablemente con mi tío.
—Y yo detrás.
—Veremos...; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le habrá quitado a usted eso de la cabeza.
—No vaya usted a creer que es un capricho.
Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:
—Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.
*
* *
Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin, una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás el estanquero.
Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le dijo:
—Pase... como extraordinario.
Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra entretejidas.
En el cual don Juan despliega su astucia, y don Quintín se hace la ilusión de que pueden volver «aquellos tiempos»
La noticia del viaje a provincias llenó al pronto de júbilo a don Juan, quedando luego su alegría algo mermada con la perspectiva de que Cristeta fuese bajo la guarda de don Quintín; así que resolvió evitar a todo trance dicha compañía, pero sin contar con la complicidad de aquélla.
Don Juan decidió poner en práctica uno de sus más profundos axiomas, que dice: «Conviene a veces, para lograr una mujer buena, utilizar los servicios de otra maleada». No se crea por esto que pensó en recurrir a ninguna corredora de alhajas, prendera a domicilio, o cualquiera otra congénere de la famosa vieja que perdió a Melibea: no buscó quien hiciese de demonio tentador, sino simplemente quien le despejase el camino.
Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he aquí cómo lo consiguió.
Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro, esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado generoso y conocerla bien, podía fiarse.
Iba la muchacha a entrar en el portal de su casa, cuando la detuvo llamándola por su nombre: volvió el rostro la chica, acercose el caballero y cambiaron unas cuantas frases, que denotaban gran confianza. Hablaron en broma de lo pasado, como quien revuelve cenizas sin temor a encontrar rescoldo, y, por fin, don Juan, con aquel tono autoritario, propio del hombre que tiene seguridad de haberse portado bien con la mujer a quien habla, le dijo:
—La verdad: ¿tienes algún lío? Porque no quiero comprometerte.
—¡No pasa un alma! Suba usted y hablaremos.
—¿Aún me llamas de usted?
—Ya sabe usted que nunca pude acostumbrarme a otra cosa. Vamos arriba.
Y comenzaron a subir la escalera, no con la impaciencia de antaño, sino como dos buenos amigos que traen entre manos un negocio. Media hora duró la conversación, y debieron de entenderse, porque al despedirse, don Juan decía:
—Marearle un poco, mucha conversación, nada de hacerle concesiones, de cuando en cuando una dedadita de miel... y, sobre todo, que lo sepa su mujer.
—Vaya usted descuidado: le voy a volver tarumba.
*
* *
Aquella misma noche, en un momento en que don Quintín salió del cuarto de Cristeta para que ésta se mudase de traje, y mientras estaba sentado leyendo el periódico bajo el mechero de gas que había en el corredor, se le acercó la corista a quien por la tarde habló don Juan.
Venía hecha la caricatura de una gran señora, con traje de baile muy escotado y guantes hasta el codo, uno de ellos sin abotonar.
—Vamos, don Quintín, hágame usted el favor de echarme estos botoncitos—dijo al estanquero, presentándole la mano y acercándosele mucho.
No tuvo más remedio que acceder: púsose en pie, y cruzando las piernas y sujetando entre ellas el periódico, comenzó a meter botones en los ojales.
Sus dedos eran demasiado gruesos y torpes para aquella operación: además, ojales y botones, aquéllos por chicos y éstos por grandes, parecían preparados con diabólica astucia; y entretanto sus miradas venían a caer precisamente en medio del escote de la corista, cuyos rizos le rozaban al menor movimiento, cosquilleándole en la frente.
Nunca había visto tan de cerca mujer engalanada de aquel modo. A lo que más se asemejaba era a las figuras de grandes damas que adornaban algunas novelas de las que él solía leer en sus ratos de ocio. Doña Frasquita fue en sus buenos tiempos una real moza; varias criadas que logró conquistar le dejaron recuerdos de índole picaresca; pero jamás soñó, en sus largos monólogos de estanquero aburrido, tener tan cerca de sí una señora como aquélla. Si Mariquita, que así se llamaba, no era pura ni a juzgar por su aspecto podía ceñirse justificadamente la corona de azahar, en cambio estaba guapísima. Sus ojos eran tan expresivos, que parecían habladores; su boca tenía sonrisas entre mimosas y burlonas; y en conjunto, por su talle y rostro recordaba los tipos de aquellas muchachas diabólicamente hermosas que algunos pintores han trazado en torno de los santos combatidos de voluptuosas tentaciones.
Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le antojaba efluvio de diosa.
Entre aspirar aquellas que le parecían suavísimas emanaciones y hacer esfuerzos por ajustarle el guante, lo menos tardó diez minutos en meter los catorce botones por sus correspondientes ojales; hecho lo cual se dejó caer sudoroso sobre la silla, diciendo:
—¡Qué trabajos!
A lo que ella repuso:
—Para otras fatigas tendrá usted más habilidad.
Y sentándosele de golpe en las rodillas, como niña juguetona, permaneció encima de él un instante: en seguida se levantó, y, alzándose la falda, echó a correr, mientras el pobre hombre se quedaba pasmado, semejante a devoto fanático que imaginase haberse visto favorecido por una aparición sagrada. En las manos sentía el calor de los brazos desnudos que acababa de tocar, ante los ojos creía tener aún el escote tentador, y el olorcillo a hembra le andaba escarabajeando en el olfato, como el dejo de una sensación gratísima. Hubo un momento en que enderezando el cuerpo sobre el asiento, soltó el periódico y se irguió, a modo de caballo viejo que ha guerreado mucho y se engalla y estira el pescuezo al percibir ruido de trompetas lejanas. ¡Oh, memoria, qué dulces recuerdos trajiste! ¡Oh, fantasía, cómo los poetizaste! Mozuela que allá en el pobre lugarejo le esperabas en el pajar; sabrosa luna de miel pasada con Frasquita; cocinerilla vencida en la trastienda, en una sofocante siesta de verano; dichosas y felices aventuras, ¡cómo y con qué fuerza surgisteis en la imaginación del estanquero, poblándola de halagadoras reminiscencias que le inspiraron deseos de nuevos triunfos!
El episodio del guante fue prólogo de otros conmovedores sucesos.
Al día siguiente la corista tuvo que ponerse, por razón de una de las obras en que cantaba, el más caprichoso traje que imaginarse puede. A modo de antenas, llevaba entre el revuelto peinado dos cuernecillos; el arca del cuerpo, encerrada en un corsé de terciopelo casi negro tornasolado, a listas pardas y de oro; y en lo restante de su persona, o, mejor dicho, personilla, porque era pequeña y traviesa, malla del color de la carne; las eternas mallas, que eran como el alma y principal aliciente de aquel templo de Talía. Así ataviada, y en todo semejante a una avispa, la gentil muchacha anduvo largo rato por un pasillo, hasta que, viendo a don Quintín sentado bajo el mechero de gas y enfrascado en la lectura, se le acercó y le dijo, aludiendo al periódico que tenía en las manos:
—Si ve usted en los anuncios que alguien busque casa para vivir en compañía, dígamelo usted, que tengo un gabinete muy mono.
Don Quintín no pudo reprimir el atrevido pensamiento, y repuso:
—Monina, ¿me quieres a mí de huésped?
—No, porque vivo solita; un señor mayor, sí; pero hombres de buena edad, así como usted... ¡nones!
¡De buena edad! ¿Qué cosa podía lisonjearle más? Una mujer joven y bonita le consideraba peligroso. Se atusó el áspero bigote, tosió con fuerza, se acordó de las asonadas del cuarenta y del cincuenta, de las formaciones en que lucía el gallardo cuerpo, hasta de las barricadas, y recobrando el pasado ardimiento, cogió a la hechicera avispa las manos, que ella tuvo buen cuidado en no retirar.
—Oye—le dijo—, gachoncita, pimpollo, ¿me tendrías miedo?
—Miedo no, porque no asustan más que los feos; pero no quisiera que nadie murmurase de mí...
Don Quintín creyó ver que el rostro de la chicuela se cubría de pudoroso carmín.
—¿Te gustaría más un joven, un mocito?
—No quiero nada con chiquilicuatros, que no tienen pizca de formalidad.
—¿Prefieres hombres serios..., por ejemplo, yo?
—Sí; pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.
En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo:
—Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila.
Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar guapo.
En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último, se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole:
—Pártalo usted y deme la mitad.
El estanquero no pudo más. Miró a uno y otro lado del pasillo, vio que nadie venía, y cogiendo a la avispa por el talle, a riesgo de quebrarle un ala, la atrajo hacia sí y le plantó en el cuello un beso como no se lo había dado a mujer alguna desde la regencia de Espartero, exclamando:
—¡Tú vas a ser mi perdición!
—¡Y usted la mía!—repuso ella con la voz trémula, como desposada que viera descorrerse las cortinas del tálamo.
El momento fue solemne. Los dedos del ex—miliciano oprimían la cintura de la corista, cuyo cuerpo temblaba como pájaro en poder de niño.
Mariquita murmuró con extraordinaria dulzura:
—¡Por Dios, don Quintín!
—Él, estrechándola con más fuerza, dijo:
—¡Llámame Quintín nada más!
—¡No, no quiero!—repuso balbuciente y medrosa—. ¡No sea usted malo... no quiero perderme... no me pierda usted!
*
* *
En los sucios pasillos del teatro comenzó a desarrollarse el idilio más conmovedor del mundo. ¿Dónde hay poesía tan intensa como la del tronco viejo que de improviso empieza a reverdecer y retoñar?
Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.
La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex—miliciano remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores goces. Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras, escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín, sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía bastante para seguir entusiasmado. No había cosa que no estuviera pronto a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna labor de calceta azul entre las manos! Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!
Porque sucedió que mientras don Quintín y Mariquita pudieron verse en el teatro, de nada se enteró la esposa engañada; pero luego, al terminar el año cómico, ni él tuvo pretexto para salir a callejear todas las noches, ni su enamoramiento quiso transigir con la ausencia del bien amado. La corista entonces, cumpliendo órdenes de don Juan, tan bien dispuestas como generosamente pagadas, empezó a enviar misivas a don Quintín.
En vano rogó éste a la que consideraba su amante que no le mandase chicos con recaditos, ni mozos de cordel con cartas.
Mariquita llegó a decirle:
—¡Eres un mandria; anda, bayeta, si me quisieras de veras, no tendrías miedo a la estantigua de tu mujer!
Por fin, la catástrofe se vino encima.
Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín acompañase a Cristeta en su campaña de verano. La carta interceptada estaba escrita con la peor intención del mundo; la fraguó don Juan, dijo luego a Mariquilla cuál había de ser su contenido, y después ella misma la redactó con espantables faltas de ortografía. Sus párrafos no dejaban lugar a duda. Doña Frasquita supo de un golpe que la querida de su marido era corista, que habían tenido sus diálogos pecadores en el teatro, y que, según ella le ofrecía, en el punto donde durante el verano había de trabajar Cristeta continuarían aquellos vergonzosos desórdenes. Para que nada faltase, la individua debía de ser una desuellabolsas y sacadineros, porque la epístola concluía de este modo:
Quintín mío, esta es para decirte que no se te olbide benir a buscarme pronto una noche, para yevarme a desempeñar el mantón, que me lo as ofrecido, y a ber si me traes o me compras, para trabajar afuera este berano, media dozena de pares de medias muy vistosos, mono mío. Adiós, pichón, y es tullo el corazón de esta que te quiere y verte desea y no te olbida.
Mariquita.
La cólera de Jehová cuando supo los retozos de Adán y Eva, fue cosa de risa comparada con el furor de la estanquera. No bastaron a torcer la resolución que adoptó ni el temor a que se malease la sobrina ni siquiera los cuatro duros diarios que llevaba de sueldo. Doña Frasquita era algo avara; pero antes de tolerar que su marido acabase de corromperse y perderse comprando medias a una sinvergüenza, consintió en que Cristeta saliese de Madrid acompañada de una doncella, costara lo que costara. Menos ruinosa resultaría la doncella que la pérdida de su marido. La escena que pasó entre los cónyuges fue trágica. Primero Frasquita rogó, suplicó y lloró, mientras don Quintín aguantó, cruzado de brazos, jurando y perjurando que el origen de aquello debía de ser una broma pesada de algún mal intencionado; por último, exasperada la esposa, empuñó un formón viejo que servía para desclavar cajones, y amenazó enérgicamente a su marido, diciéndole:
—¡Te mato cuando estés durmiendo, y luego me mato yo! ¡Vamos a salir en los papeles!
El pobre don Quintín cedió amedrentado.
La maquinación del conquistador estaba bien urdida. El mismo día y en el mismo tren en que partió Cristeta para Santurroriaga salió el utilísimo Benigno, el ayuda de cámara de don Juan, destinado por éste a servicios análogos a los que el padre de los dioses exigía de Mercurio. Benigno iba vestido a lo burgués, llevaba instrucciones reservadas, y Cristeta no le conocía.
En el cual hay viaje, separación, monólogo y principio de algo más grave
No queriendo don Juan que su amada viajase en compañía de los demás cómicos ni en coche de segunda, como correspondía a su categoría artística, le proporcionó para sí y la doncella un reservado y fue a despedirla a la estación, donde cubrió el asiento que debía ocupar con un precioso ramillete de flores y una cestilla llena de exquisitas provisiones de boca.
Cristeta se presentó en el andén vestida con elegante sencillez. Ya no era la chiquilla que años antes salía muy de mañana con un pañuelo a la cabeza y un vestidillo de percal a comprar buñuelos para que sus tíos tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro, como van al taller las oficialas de modista. Ahora parecía un figurín francés: llevaba un magnífico abrigo gris, largo y muy ajustado al talle; sombrero de anchas alas, adornado con lazos negros; en la mano un saquillo de piel de Rusia, y al subir al vagón mostró que, según su costumbre, iba primorosamente calzada. La doncella vestía con decencia, pero de modo que nadie pudiera dudar que fuese criada.
Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina.
—¿Qué día vendrás?—preguntó ella a su amante.
—Lo antes posible.
—Piénsalo bien—dijo luego Cristeta mirándole con severidad no exenta de cariño—. Te agradezco mucho todas tus finezas; pero..., no puedo adivinar qué fin va a tener esto. Conozco que te quiero, y éste es un mal... ¡sabe Dios! Ahora estamos a tiempo... Si te has de portar mal conmigo... déjame. Por lo menos, el recuerdo que conserve de ti no tendrá nada de rencor.
—¡Tonta mía! ¡Qué cavilosa eres!
—Es que... entiéndelo bien... nunca me resignaré a que mi amor sea cosa de juego. Yo podré no tener exigencias ridículas; pero tampoco me dejaré tratar como... ya me comprendes.
Don Juan, no sabiendo qué responder a tan sinceros avisos, se contentaba con mirarla rendidamente.
De pronto silbó la locomotora, lanzó tremendos resoplidos, crujieron los herrajes, arrancó el tren, dejando al galán en el andén con un «adiós, vida mía», en la boca y Cristeta permaneció asomada a la ventanilla hasta que le perdió de vista, agitando el pañuelo en la mano.
Durante el viaje adquirió el convencimiento de que aquel hombre se le había entrado al corazón más de lo que acaso conviniera. Todo el camino fue pensando en lo distinto que era Juan de cuantos pretendientes tuvo.
Echada en el fondo del vagón, sin dormir ni cambiar palabra con la doncella, se quedó como ensimismada. Unos ratos sus reflexiones semejaban examen de conciencia: mentalmente se hacía reproches por haber dado oídos al amor; otros momentos parecía complacerse en los recuerdos que su memoria iba evocando... En verdad que las galanterías de Juan habían sido de extraordinaria delicadeza: fue el único que, al dirigirse a ella, no tuvo en cuenta exclusivamente su belleza: no cabía duda de que le parecía, no hermosa, sino hermosísima; pero jamás se lo expresó con osadía ni se permitió atrevimientos de mal gusto... algún beso, eso sí; pero un beso casi respetuoso. Nunca mostró desconocer ni olvidarse del decoro debido a la mujer amada. Otros procuraron seducirla fingiéndose enloquecidos por su belleza, no elogiando más que sus encantos materiales: Juan le había dado a entender muchas veces que también apreciaba en ella el ingenio y la bondad: además, había hecho lo posible por despertar en su ánimo aversión a la vida teatral, en lo que tenía de peligrosa. Y sobre esto último pensó mucho Cristeta, porque el teatro y el arte que ella se había fingido leyendo dramas y comedias en la trastienda del estanco o apoyada de codos en el mostrador, no eran el arte y el teatro que la realidad le presentaba. Soñó con una vida toda poesía y encanto, y tropezó con una existencia llena de vulgaridad y desilusión. Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de menos cuando mueren o se retiran. Era aplaudida por elegante, picaresca, graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla: «¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y pierde a los vanidosos... y, además, recordaba que la única persona que había contribuido a promover estas ideas era Juan. Por supuesto, que sus indicaciones fueron hechas con exquisita discreción. Sí; aquel hombre lo tenía todo: galante, fino, cariñoso, espléndido, inteligente, bien educado... hasta guapo mozo, que es la última de las condiciones que debe exigir la mujer. ¡Vaya si era guapo! ¡Qué modo tenía de mirarla! Sus expresivos ojos sabían decir cuanto callaba su comedida lengua. Pero lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa. Indudablemente tenía celos del público, y por lo mismo que el seductor puso empeño en alejar del pensamiento de la mujer toda idea de pasión exclusivamente sensual, la mujer se obstinaba en persuadirse de que, no sólo con sus perfecciones morales, sino también con sus encantos físicos, le había enamorado.
Toda la noche soñó despierta con don Juan, experimentando dulzura inefable ante la idea de que él compartiese el sentimiento que había inspirado. El monólogo fue muy largo, e innumerables las ideas que mientras duró se encadenaron y sucedieron, quedando al término de todas evidenciada la existencia de un grave peligro para Cristeta. Don Juan era hombre de posición social muy superior a la suya; ella no lo ignoraba, y a pesar de esto le había rendido el albedrío. Don Juan no se aventuró a una sola demostración que indicase atrevimiento, ni dio un paso en el camino de la conquista material; nunca tuvo ella que decirle: «las manos quietas», pero ¿qué pasaría si llegasen las cosas a este terreno? ¿Cómo ponerle a raya, si tal aconteciera? Pensar en boda, sería bobada: don Juan no había de casarse con una comiquilla. ¿Qué quedaba, pues, en el fondo de aquella mutua inclinación sino la perspectiva de unas relaciones predestinadas a morir sin madurar o a convertirse en contrato pasajero?
Cristeta no quería acostumbrarse a la idea de que su pasión creciese fuera de la Iglesia y a espaldas del Registro civil; pero aún le repugnaba más la posibilidad de perder a don Juan.
Mirando tristemente el ramo que le había dado al salir de Madrid, imaginaba que a veces el amor tiene igual destino que las flores: se cortan con mimo, se les quitan las espinas con cuidado, se agrupan con arte, se aspira su aroma con delicia, se conservan artificialmente unas cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con desprecio.
En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo... tal vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser él.
*
* *
Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la Fonda de España. El criado de don Juan, que no la perdió de vista desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual llegó a las cuarenta y ocho horas.
Así urdida la trama, amo y criado se encontraron casualmente en la puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a quienes el azar reúne, hablaron de este modo:
El criado.—Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia... Yo me voy pasado mañana.
El señor.—Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego, dirigiéndose al encargado:
—¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?
El de la fonda.—Ninguno. ¿Qué más nos da?
Don Juan tomó posesión del cuarto inmediato al de Cristeta.
Un conquistador principiante o adocenado, hubiera incurrido en la inexperiencia de ir aquella misma noche al teatro de la villa en busca de la mujer asediada, para demostrarle su amor haciendo valer la presteza del viaje. Don Juan, con maquiavélica sagacidad, no se dejó ver. Salía de la fonda muy de mañana, comía fuera, paseaba lejos y regresaba tarde. No hubo compañero de Cristeta que tropezase con él.
Luego transcurrieron unos cuantos días sin que ella recibiese cartas de su amartelado caballero, lo cual estimuló su impaciencia, y ya comenzaba a darse casi por olvidada, cuando una noche el desasosiego se le trocó en alegría.
Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que, palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación. No pudo distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era don Juan.
«¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas. Haciendo un esfuerzo llegó a su cuarto, aguardó a que subiese la doncella, despidiola en seguida sin consentir en que la desnudase, y apenas se vio sola, cerró la puerta con llave y la aseguró con el pestillo.
No se había repuesto de la emoción sufrida, cuando una tosecilla seca y entrecortada confirmó sus sospechas. Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo.
Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse. Su turbación fue grande: estaba segura de que había de venir a pasar algún tiempo en la misma ciudad, y le aguardaba impaciente, no por días, sino por horas; pero no imaginaba que viniese a la misma fonda, ni que se alojase en el cuarto de al lado.
La sacudida nerviosa que experimentó fue indefinible mezcla de pudor alarmado y esperanza satisfecha. Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por mí!»
De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos. Acababa de fijarse en una puerta de que hasta entonces no hizo caso, o en que no reparó, por hallarse clavada en ella, según es frecuente en las fondas, una percha, de la cual su doncella había colgado varías faldas y otras ropas largas ocultando la entrada; y era lo terrible que esta puerta ponía en comunicación el cuarto de Cristeta con el inmediato.
Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero... ¿podrían abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por allí?
«No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar unos minutos, que le parecieron siglos.
¿Se habría equivocado? ¿Sería Juan, u otro cualquiera que se le pareciese en el modo de toser? Si fuese él, ¡qué dulcísimo miedo! Si no, ¡qué tranquilidad... y qué desilusión!
Era en verano, y el cuarto había permanecido todo el día cerrado; así que entre su propio sofoco y el calor de la habitación, Cristeta no respiraba a gusto.
Sin mover ruido fue al balcón y lo abrió.
¡Qué hermosa noche! La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.
De pronto oyó una voz suave y grata, que pronunciaba su nombre con sin igual ternura, y le pareció que ni antes, ni después, ni nunca en lo infinito del tiempo, se dijo ni dirá nombre de mujer con semejante acento.
En el balcón inmediato al que ocupaba Cristeta estaba don Juan. Alargando un brazo cada amante, pudieron estrecharse las manos.
—¡Imprudente!—dijo ella—. ¡Quieres comprometerme!
—Nadie sabe que he venido. Peor sería ir al teatro no habiendo aquí nadie de tu familia. Ni siquiera el bobalicón de tu tío.
—¡Pobrecillo! Bueno le dejé... El teatro le ha vuelto el juicio, o, mejor dicho, aquella corista... Mariquilla. Está loco. Pero el loco de atar eres tú. ¿Cómo te las has compuesto para que te den ese cuarto?
—El cómo, no lo sé; el para qué, figúratelo. Estoy harto de verte ante testigos. Tengo hambre de estar solo contigo, de cogerte una mano, nada más que una mano, ¿entiendes? y comérmela a besos.
—¿Me quieres?
—Más que tú a mí.
—¿Tú que sabes?
—¡Rica mía!
—¡Vida!
—¡Cariño!
Y así siguieron largo rato, dulcísimamente entretenidos en aquel estupendo y delicioso dúo que por primera vez tuvieron Adán y Eva, y que probablemente sostendrán, pareciéndoles original, el postrer hombre y la última mujer que queden sobre el haz de la tierra.
El poético canto de la alondra avisaba a Julieta y Romeo que era llegada la hora de la separación; mas como allí no había pájaros, el aire fresco de la madrugada fue quien impuso la separación a los amantes, recogiéndose ambos a sus cuartos al despuntar el día; y conste que, en obsequio al lector, el autor prescinde de describir la llegada de la aurora. Cristeta se sintió más enamorada que nunca, y don Juan más esperanzado con la victoria, a semejanza de los grandes capitanes que no arriesgan ni proponen batalla hasta después de haber irritado al enemigo en largos días de desear la lucha, porque de esta suerte queden la sangre fría y la calma triunfantes del entusiasmo y del coraje.
*
* *
Sabed ¡oh tímidas y pudorosas doncellas merecedoras del blanco azahar! que la puerta de comunicación no se abrió aquella noche.
Acostose Cristeta, y al apagar la bujía vio que por el ojo de la cerradura entraba un hilo de luz, al cual parecían dejar paso mal intencionadamente las prendas colgadas de la percha. Entonces, pensando que aquel agujerito podría convertirse en observatorio peligroso para su honestidad, se levantó a oscuras y lo tapó a tientas con la punta de una toalla, murmurando al meterse segunda vez entre las sábanas: «¡Válgame Dios lo que es la vida! ¡Todo Madrid me ha visto medio desnuda en el teatro, y ahora tomo precauciones para que no me vea el único hombre a quien quiero...!»
Lo que en éste sucede, mejor es para sentido que para escrito
Durante cuatro noches se hablaron de balcón a balcón. A la quinta descargó sobre la ciudad una tempestad horrible, y hubieron de suspender el diálogo. Tan fragorosos eran los truenos, tan frecuentes los relámpagos, que ambos amantes juzgaron prudente retirarse cada cual a su cuarto, don Juan maldiciendo de Júpiter y de Eolo, y Cristeta, que ignoraba la Mitología, renegando de su mala estrella.
Era la una de la madrugada, y acababan de recogerse cerrando persianas y vidrieras, cuando Cristeta oyó golpecitos dados en la puerta por donde comunicaban las dos habitaciones.
Aproximose al tabique, dio otros golpecitos, y acercando la boca al ojo de la cerradura preguntó:
—¿Eres tú?
Pasaron unos cuantos segundos, y de pronto vio caer al suelo la toalla, que pocos días antes colocara con pudorosa cautela, a modo de tapón, notando al mismo tiempo que por el agujerito destinado a la llave asomaba un mango de pluma, con el cual don Juan había empujado el lienzo hasta tirarlo. Venirse abajo el paño de manos, retirarse el mango de pluma y mirar ella por el agujerito, todo fue uno. Al pronto no distinguió nada; pero apartándose un poco hacia atrás, volvió a mirar, y entonces vio una ceja; luego se quitó la ceja, y en su lugar aparecieron los labios de don Juan, cuya voz entraba por aquel estrecho conducto casi silbando, y decía:
—¿Estás ahí, vida mía?
—Sí.
—¿Quieres que hablemos por aquí?
—Bueno; ¡pero me da una risa!...
—¡Qué angostos son a veces—dijo don Juan—los senderos que Dios nos deja para que caminemos hacia la dicha!
—Chico, parece que nos amamos por cerbatana.
—¿Oyes bien?
—Sí, pero tengo que pegar la oreja a la cerradura.
—¡Alma mía!
—¡Juan de mis ojos! ¡Monín!
A la media docena de exclamaciones melosas sonaron simultáneamente dos carcajadas, y en seguida dijo don Juan:
—Cristeta, vida mía, esto me parece el colmo de la ridiculez.
—A mí también: tu voz suena como silbido de mirlo.
—Pues abre la puerta.
—¡Calla, loco!
—Nada más que entornada.
—¿Para qué?
—Tú lo has dicho: para no ponernos en ridículo ante nosotros mismos.
—Sí, pero, ¿y luego? Tengamos juicio.
—No seas tonta.
—¿Quieres que sea loca?
—¿No estoy yo loco por ti?
—Sí, pero tu locura buscará alivio en mi perdición, y para la mía no habría remedio.
—¡Vaya un discreteo, y cómo se conoce que eres mujer de teatro!
—Y tú hombre de mucho mundo, que es uno de los tres enemigos del alma.
—Vamos, abre, paloma.
—¿Y qué prometes?
—Cerrar cuando tú lo mandes.
—¿Palabra de honor?
—Lo juro.
Oyose el estridente correrse del pestillo, entreabriose la puerta, y, merced a la luz que cada interlocutor tenía en su cuarto, pudieron ambos verse perfectamente.
La puerta quedó separada de su marco cosa de un palmo, y por aquel espacio alargó don Juan ambas manos, estrechando entre ellas una de Cristeta, que ésta tuvo la caridad de no retirar.
—¡Parece mentira!—decía él—. La prueba de que te quiero está en la cobardía, en el temor de ofenderte con que te miro y te deseo.
—Sí, pero te agarras.
—¡Maldita tormenta! ¡Estábamos tan bien en el balcón!...
La alegría retratada en el rostro de don Juan le acusaba claramente de mentiroso. Había empezado por no tomar a Cristeta más que una mano; después fue subiendo las suyas hasta cogerle la mórbida y delicada carnosidad del brazo, que mostraba desnudo fuera de la manga de la bata, y acabó por dar un golpecillo a la puerta con el pecho, dejándola medio abierta; de suerte que pudo acercarse mucho más a su novia y cogerle amorosamente la cintura, aunque sin oprimírsela con demasiada libertad.
—¿Qué es esto?—exclamó ella fingiendo un enojo que no sentía, y moviendo la puerta con un pie.
—¿Qué ha de ser? Que con esta maldita puerta me hago daño. ¿Pero qué tienes? ¿Desconfías de mí? ¿No hemos estado solos mil veces en tu cuarto del teatro en Madrid?
—Es verdad... esto es bufo, y vamos a concluir burlándonos uno de otro.
—Y en amor—añadió don Juan—no hay cosa peor que el ridículo.
Estaban en lo cierto. La situación era propia de sainete. Cristeta tenía el cuerpo echado hacia adelante, para que don Juan pudiera estrecharla el talle, y él, ansioso de no perder lo conquistado, había metido medio cuerpo por entre puerta y marco; con lo cual, en vez de personas formales, parecían chiquillos jugando al escondite.
—Basta de niñerías—dijo don Juan de repente, atrayendo hacia sí la puerta y abriéndola de par en par—. Entra en mi cuarto, o déjame que entre en el tuyo, y hablaremos tranquilamente.
—¿Tranquilamente?
—¿Lo dudas?
—¡Como no me has avisado que venías, y luego has tomado ese cuarto!
—¿Había de irme lejos pudiendo estar cerca? ¡Dilo, alma mía!
Don Juan se había ya entrado a la habitación de Cristeta, y con la mayor naturalidad, sin arranque de enamorado fogoso ni señal de ataque a lo que debía respetar, fue a sentarse en el sofá, ni más ni menos que si llegara de visita. Ella, sonriente, monísima, se colocó frente a él, en una silla baja, y durante unos segundos ambos permanecieron callados.
Don Juan pensaba: «Todavía no». Cristeta se decía: «¡Veremos!»
Luego hablaron de cómo hizo cada cual el viaje, del tiempo que Cristeta había de estar allí, de cuándo partiría él, hasta que, según costumbre en tales casos, sin saber por dónde, volvieron al eterno dúo en que las promesas de amor se resuelven en suspiros, y se acaban en mimos las frases comenzadas con palabras. Sin duda que andaba cerca de allí un diablo ocioso, y quiso atormentarles, que es, según San Macario, lo más grave que puede acaecer a cristianos, porque al poco rato sucedió que don Juan, alzando suavemente a Cristeta de la silla baja donde estaba y sentándosela muy junto a sí en el sofá, comenzó a decirle miles de cosas amorosísimas, que ella escuchaba dándole gracias con los ojos. No pretendió el diablo tentarles más, o don Juan quiso dejar la tentación para otro día, porque levantándose de repente, como quien se aparta de un grave peligro, se pasó las manos por el rostro, y dijo:
—No, Cristeta, esto es una locura... Adiós, hasta mañana; estás hermosísima y te quiero demasiado.—Y echando a andar hacía su cuarto, entró y cerró la puerta, mientras Cristeta quedaba en el sofá confusa y asombrada, no sabiendo qué sentimiento dominaba en su espíritu, si pena de amor contrariado o gratitud por el respeto que recibía.
Al encerrarse don Juan en su habitación se dejó caer sobre una silla, admirado de su propia heroicidad. No hubo en aquel momento rasgo de casta entereza que no recordara con desprecio. ¿Qué José, huyendo de la mujer de Putifar? ¿Qué Octavio, esquivando a Cleopatra, podían comparársele? Porque estas dos damas fueron caprichosas pervertidas, y estaban cansadas de darse a quien quisiera disfrutarlas; mas Cristeta era la juventud no estrenada, la belleza por nadie poseída, que espontáneamente se le brindaban en el silencio de la noche, como en la soledad de un campo se ofrecen al sediento peregrino los jugosos racimos de la vid.
Don Juan se portó así, seguro de que aquello no era renunciar a la victoria, sino asegurarla, dilatándola; prefirió sitiar la plaza por hambre a tomarla por asalto.
Aunque a la noche siguiente estuvieron el cielo sereno y el aire templado, no se le ocurrió a ninguno de ambos amantes ponerse al balcón ni entornar la puerta. Cristeta fue la primera que, al volver del teatro, como viese el hilillo de luz que penetraba por el agujerito de la cerradura, despidió a la doncella lo más presto que pudo, y apenas la oyó subirse al piso en que dormía, tosió para que don Juan supiese que era esperado, y descorrió el cerrojillo. Sonar la falsa tos, rechinar el hierro y abrirse la puerta, apareciendo en ella el galán, fue obra de un momento.
A estar Cristeta menos enamorada, habría podido, durante las veinticuatro horas transcurridas desde la entrevista anterior, reflexionar sobre la conducta que le convenía seguir; pero ya no discurría tan frescamente como al salir de Madrid. Primero el alejamiento de su amado, luego los diálogos de balcón a balcón, y por último el peligroso encanto de aquella misteriosa proximidad, acaloraron su imaginación, haciéndola sentir mucho y pensar poco; así que, en vez de apercibirse contra la cita, no supo sino esperarla con impaciencia. Al dirigirse hacia la puerta miró al sofá con miedo, a la cama con terror, y, sin embargo... abrió gozosa.
Don Juan adelantó dos pasos, la cogió amorosamente por el talle y la besó en una mejilla con aparente inocencia, reanudando el dúo de la noche pasada con aquella misma naturalidad que emplearía Fray Luis de León al exclamar: «Decíamos ayer...» Cristeta, sin rehuir el beso, habló de este modo:
—¡Vaya una temeridad! ¡No sabes qué cavilosa he pasado el día!
—¿Por qué, vida?
—No debemos continuar viéndonos de esta manera. Si alguien lo sabe, estoy perdida.
—Tú podrás perderte, pero yo lo estoy ya; perdido de amor por ti, que ni descanso, ni duermo, ni sosiego, ni hago cosa a derechas; todo el día estoy contando minutos y esperando que llegue este momento para decirte que te quiero... ¡Qué hermosa estás!
—¿De veras? ¡Nunca lo he oído con gusto hasta que tú me lo has dicho!
—Como que nadie te lo ha dicho queriéndote: con esa cara y ese cuerpo que tienes, ¡claro! alguno habrá habido chiflado por ti, pero... no sé de qué modo expresártelo, no por cariño, como yo... sino... en fin, por lo guapa y por lo mareante que eres, vamos, con hambre de abrazarte... Ya me entiendes... ¡Quita, quita; no me mires así, que me vuelves loco!
—Y tú ¿me quieres de otro modo?
—¿Yo? De los dos. Cuando no te tengo al lado soy dueño de mí, pienso fríamente, y recordándote, siento un placer grandísimo... y tranquilo... vamos, como sí gozara sólo con el entendimiento, como si en vez de ser hombre fuese un ser maravilloso incapaz de... ¿Comprendes?...
—Se me figura que sí.
—Bueno; pero luego, en cuanto me acerco a ti, ¡adiós frialdad! Tú no habrás estado nunca borracha, ya me lo figuro; pero alguna vez, el día del santo de tu tía, o de una amiga, habrás bebido una copita de licor que se te haya subido a la cabeza... No se pierden la voluntad ni el sentido, pero se exalta la imaginación, todo lo demás flaquea y desmaya; parece que los ojos no ven sino lo que quieren ver, lo que da gusto al alma, y se queda uno soñando despierto, perdido de ideas... ¡Se me ocurren unas cosas!...
—Juan, calla, o vete. ¡Déjame!
—La culpa es tuya. Tienes un modo de mirar que me estremece. Como cuando pasa un pájaro aleteando sobre el agua, y parece que el agua tiembla... ¡No te rías! Pues agallado.
—No digas tontunas: ¡ni que estuviéramos en escena en el teatro!
—¿Qué teatro? ¿Quién te ha hablado nunca con la sinceridad que yo? Si hasta se me olvida lo que pienso lejos de ti. Mientras no te veo, se me ocurren cien mil cosas con que volverte loca; me siento más poeta que Dios, y en cuanto te tengo al lado, me quedo tonto, inútil, como un muñeco descompuesto.
Cristeta respiraba penosamente, y en lo interior del pecho sentía una sensación extraña, como de hervor latente. Las palabras de Juan se le iban entrando al alma, haciendo escala en los sentidos. Por fin, igual que otras veces, le dijo, mirándole con melancólica ternura:
—¡Si fuera verdad!...
—¿Y qué derecho tienes para dudarlo?
—No lo sé. Corazonadas... miedo. Vamos a ver; apártate un poquito y hablemos fríamente. No dudo de tu sinceridad; pero no confundamos las cosas. ¿Es que me quieres, o es que te parezco bonita? Piénsalo bien: ¿qué soy yo para ti?
—¡Mi vida! ¡Mi cielo!
—¡Quiá! Una mujer que te gusta... una más. Y por otra parte, ¿qué puedo yo esperar de ti? ¡Nada! ¿No conoces que, aunque te quiera como te quiero, no debo hacerme ilusiones? Vamos, calla, calla. ¡Si no puede ser! Un hombre como tú, tan distinto de mi clase... Yo, que no he pisado alfombras más que en escena... No tendríamos perdón de Dios: yo, por vanidosa; tú, por creer que es amor eso... que es otra cosa.
—¿Y qué es?—preguntó Juan con extraordinaria vehemencia.
Cristeta se puso roja como la grana.
—¿Lo ves?—añadió él—. Hasta te da vergüenza lo que se te ocurre. Dilo claro: ¿crees que yo no siento por ti más que un deseo... un capricho?...
—Ya te he dicho otra vez que me lastima esa idea; yo no he nacido para satisfacer caprichos. Sólo la palabra me ofende y me repugna. Lo que quiero decirte es que tú confundes lo poco que me puedas querer con... lo otro.
—Tú sí que me ofendes. ¿Cuándo se te ha acercado un hombre que te respete más que yo?
—Es que yo sé hacerme respetar.
—Pues conmigo no tienes necesidad de eso.
Cristeta sostenía el diálogo con dificultad: sus frases eran diversas de sus pensamientos y contrarias a sus deseos; semejaba un sofista ansioso de dejarse convencer.
Juan no había llevado la vela de su cuarto; en el de ella, aunque espacioso, puesto como de fonda, con pocos y baratos muebles, no lucía más que la llama temblorosa de una bujía, colocada sobre un veladorcito, en tal disposición, que dejando en sombra los rincones, daba de lleno en el rostro de Cristeta, iluminaba la cama, la mesa de noche y el sofá en que estaban sentados los amantes. Pendientes de perchas y sobre varias sillas, se veían ropas de calle y de escena, resaltando entre éstas una faldilla de seda a listas de colores vivos y tan corta, que habría de dejar las piernas al descubierto. Encima de un baúl había un par de botas altas de raso blanco con cordones de oro.
La calle estaba desierta, al través de los visillos del balcón se divisaba el centelleo de las estrellas y a lo lejos sonaba el bramido ronco y tenaz que subía de la playa.
En la fonda y su proximidad el silencio era completo. Mientras Cristeta hablaba o escuchaba, su propia voz y la de Juan parecían infundirle tranquilidad y sosiego: pero en los breves intervalos en que permanecían callados, entre frase y frase, aquel silencio era para ella un nuevo y peligroso incentivo, añadido a la fascinación que en su ánimo juntamente levantaban la sed de amor y las palabras del hombre. Medrosa por la ocasión y medio rendida ante la idea del amor, fijaba de cuando en cuando la mirada en Juan, cual si pretendiese adivinarle los pensamientos; otras veces dirigía la vista hacia el faldellín y botas de raso, que simbolizaban su peligrosa vida artística, y luego desviaba con desdén los ojos. En los del hombre no descubría presagio de infortunio; antes al contrario, estaban expresivos, atrayentes, llenos de promesas dulcísimas. En cambio—¡hay momentos en que las cosas hablan!—el faldellín y las botas de raso parecían augurar más sinsabores que el coro de la tragedia antigua.
Un reloj de cuco que había en el pasillo inmediato, dio pausadamente las tres de la madrugada. Cristeta, retirando una mano que don Juan le tenía cogida entre las suyas, se puso en pie como tocada de un resorte. No hizo ademán de resistencia premeditada, ni fue el suyo acto sugerido por la voluntad, sino movimiento instintivo con que, sintiéndose flaquear, se apercibió a la defensa, viendo inevitable y cercana su amorosa derrota.
Al verla levantarse, don Juan se puso también en pie, comprendiendo que en aquel instante podía intentar un asalto decisivo. La noche, el sitio, la soledad, el silencio, la excitabilidad de que Cristeta parecía poseída, hacían apetitosa y deleitable la ocasión; mas ¿a qué atacar una fortaleza a la cual faltaba tan poco para rendirse voluntariamente? Don Juan sabía que gozar una mujer, en el más noble y lato sentido de la palabra, no es descerrajar una puerta. La violencia es el peor enemigo del amor. El viento huracanado y raudo roba brutalmente su perfume a las flores y lo esparce sin disfrutarlo; en cambio el aura suave, el céfiro que dicen los poetas, vuela apacible y manso sobre los plantíos y aspira voluptuosamente sus delicadísimos efluvios. Don Juan prefería lo último.
—Adiós, alma mía, hasta mañana... Anda, busca otro hombre que a esta hora, estando así, a tu lado, sea tan...
—Sí, ya lo sé; tan caballero. Nunca esperé menos de ti.
—Hay momentos en que caballero y tonto son sinónimos—dijo él.
—No lo creas—repuso ella tendiéndole ambas manos en señal de despedida, y añadió—Quien sabe amar sabe agradecer.
«Ya me las pagarás todas juntas», pensó don Juan. Y al mismo tiempo, según la tenía cogida por las yemas de los dedos, la atrajo contra sí hasta juntarse ambos cuerpos, y le dio un beso sonoro, largo y apretado, uno de esos besos que despiertan en los ángeles deseo de pedir licencia para venirse al mundo.
En seguida, dejándola presa de aquella impresión, como si la caricia fuese la flecha que arrojaban los partos al huir, se entró en su habitación. Al verse Cristeta sola en la suya y cerrada la puerta, comprendió que había triunfado, mejor dicho, que se había vencido a sí misma. ¡Triunfo efímero y pobre vencimiento que dejaron su imaginación poblada de dudas!; porque aquella aparente victoria, aquel momentáneo éxito de castidad, era pan para hoy y hambre para mañana.
No faltarán almas ruines y fantasías pervertidas que al llegar aquí tachen a don Juan de estúpido y a la pobre Cristeta de fácil y liviana. Los mismos que tal piensen no habrían vacilado en explotar su amorosa turbación. Así es el hombre, pronto a censurar toda flaqueza que no redunda en su provecho. Dios, que cuando tiene tiempo penetra en el corazón de los mortales, sabe que Cristeta no era fácil ni liviana: lo que pasaba era que le había llegado su hora.
Su amor era semejante al agua que se desliza secreta y soterrada, hasta que llega un punto donde surge y brota, trocándose la inútil e ignorada corriente en manantial fresco y fecundo. ¿Sería don Juan quien en él apagara su sed? ¿Lo enturbiaría luego? Ello fue que tampoco aquella noche perdió el pudor sus fueros ni tuvieron por qué regocijarse los diablos. Lejos de darse a ellos, como hubiese hecho cualquier adorador impaciente—y conste que la impaciencia es el error que malogra más victorias amorosas—, don Juan se recogió a reflexionar con frialdad sobre la situación, ni más ni menos que podría un filósofo meditar sobre la ruina de un imperio.
Y consideró lo siguiente:
Que era hombre aguerrido en aquellas luchas, pero que estaba colocado en circunstancias enteramente nuevas. Había rendido mujeres sosas de las que caen sin lucha ni gracia, como fardos abandonados a su propio peso; señoritas imbéciles, tocadas de fría sensualidad; mozuelas que ceden por cálculo y se equivocan en la cuenta; casadas de las que se visten con gajes del adulterio; viudas aventureras, semejantes a los aros de circo con el papel ya roto, en que no deja señal un salto más o menos; pecadoras por hambre, que soportan los besos haciendo números de desempeños y deudas; lascivas por codicia que ponen el cuerpo a interés compuesto; y también disfrutó alguna de esas mujeres inocentemente viciosas, alocadas, que se entregan sin pensarlo, y a quienes se goza de improviso cortando la monotonía de la vida, como esas ráfagas de aire fresco que interrumpen de pronto el bochorno asfixiante de un día abrasador.
Cristeta era un caso enteramente distinto. Sus encantos físicos podían calificarse de excepcionales. En estado normal era una de esas beldades serenas, de aspecto castísimo, en cuya contemplación se deleita el alma; y luego, cuando menos podía esperarse, aquella placidez y decoro dejaban el puesto a una sonrisa picaresca, hija de una sensualidad mimosa y dulce, natural y espontánea, que le resplandecía en los ojos abrillantándole las miradas, o parecía florecer en la humedad rojiza de los labios. Era imposible que su lenguaje fuese muy escogido, porque no es dado usar términos elegantes y frases primorosas a la que nace pobre, crece en una trastienda y entra en la vida social por el proscenio de un teatrucho; mas, en desquite de esta falta de atildamiento, en sus ideas se transparentaba siempre un fondo de delicadeza y honradez de sentimientos, que la hacían en extremo simpática. Aun con palabras mal empleadas revelaba pensamientos sanos. Un clásico hubiese dicho de ella que era hermosa como Diana, amante como Alcestes, compasiva como Antígona, y, sobre todo, enamorada como Cloe. Además, sin ser ignorante ni cándida, tampoco resultaba sosa ni simplona: no creía que los niños se encargan a París, pero el altar de su pureza no había recibido ofrendas, y, su misma reflexiva castidad le daba conciencia del valor de lo que podía perder. De todo lo cual colegía don Juan que no se trataba de una mujer vulgar, buena para poseída una temporadita, a quien se pudiese luego echar o devolver a la circulación como se compra y revende un caballo de lujo.
Resumen: primero: Cristeta era una verdadera conquista, inapreciable, sabrosísima, pero también un origen de pavorosa responsabilidad. Segundo: en esto mismo radicaba la fascinadora atracción que sobre él ejercía. Y tercero: tratándose de una mujer excepcional, era necesario emplear medios extraordinarios para lograrla.
Don Juan se durmió pensando en estas cosas y en sus derivados.
Ella monologueó bastante menos. Luego de cerrar la puerta y tapar con el paño de manos el ojo de la cerradura, se quitó las horquillas, lavose a chapuz la cara porque estaba muy acalorada, y se acostó.
Ambos soñaron disparatadamente, porque como durante el sueño trabaja el espíritu abandonado a sí propio, no crea sino desatinos y extravagancias. Sin duda por esto quiso Dios que el espíritu tuviese como base de operaciones, el cuerpo, la vil materia, tan calumniada por los espiritualistas. Además, ¿quien sería capaz de comprender o interpretar los ensueños de una doncella?
Dijo Zenón que nunca desentrañará el hombre la esencia de las cosas; mas se le olvidó añadir que el sumo grado de lo imposible es descifrar lo que sueña la mujer.
Busca don Quintín a una mujer y cae en las redes de otra
Ni marido pobre de mujer acaudalada, ni yerno de suegra intolerante, ni protegido por rico vanidoso, se vieron nunca tan privados de libertad como el mísero don Quintín a partir de aquel día en que doña Frasquita se enteró del devaneo que su esposo traía entre manos; porque la aventura con Mariquita, que para él fue simple pecado de pensamiento, semejante a la delectación morosa que dicen los teólogos, a la vieja le pareció adulterio consumado. A fin de tenerle más sujeto, dispuso aquel Tetrarca con faldas que la criada hiciese los pocos recados que en la casa se ofrecían; buscó y pagó persona que acudiese a los centros oficiales de donde había que recoger las sacas del tabaco y los pedidos del papel sellado; obligó a su esposo a encargarse de la venta desde que se abría hasta que se cerraba el estanco para que no tuviera momento libre, y, finalmente, decidió pasar el día sentada junto al mostrador, en continua vigilancia, con propósito de morder y arañar a quien se presentase trayendo carta o recado sospechoso. Tan horrible fue el cautiverio, que el infeliz llegó a no poner los pies en la calle sino los domingos y fiestas de guardar, a primera hora, cuando su esposa le llevaba a misa, sacándole a que tomase el aire, como las doncellas de servir sacan a los perritos falderos para que no empuerquen las alfombras.
Don Quintín pasó muy triste la primera quincena (desde que se había identificado con las cosas del teatro contaba por quincenas); luego, prescindiendo de atractivos inútiles, dejó de usar corbata y de teñirse los bigotes, y, por último, cayó en una melancolía tan dramática para él como risible para los que le rodeaban. Ratos había en que se quedaba embobado, despachando automáticamente lo que le pedían, hasta que la severa y desapacible voz de Frasquita venía a turbar sus arrobos con frases crueles.
—¿En qué piensas, burro?—solía decirle—; ¿te estás acordando de aquella sinvergüenza? ¡Cochino!
Otras veces era más expresiva y humillante.
—¿Y todo para qué?—exclamaba con gesto de pitonisa descreída—¡No puedes con la comida de casa, y querías ir de fonda!
Lo que más hirió la delicadeza de su amor fue que un día, aludiendo a Mariquita, dijese:
—¡Si fuera una persona decente! ¡Pero una sacadineros y desbaratacamas!
¡Cuánto sufría! ¡Interesada ella, que sólo le hizo gastar en unos cuantos cafés! ¡Desbaratacamas una mujer a quien no consiguió besar sino tres o cuatro veces en la nuca y por sorpresa!
Así pasó algún tiempo, hasta que una mañana, después de haber leído en alta voz cierto periódico que contenía una lista de compañía lírica que la víspera había salido a provincias y en la que figuraba Mariquilla como partiquina, resolvió sacudir el yugo. No podría verla, pues estaba ausente, pero averiguaría su paradero, la escribiría, y acaso le contestara diciéndole la fecha de su regreso. La perspectiva de recibir—buscando medio seguro—una carta suya, le infundió ánimo, y arrojando el periódico sobre el velador de la trastienda, dijo a su mujer:
—¡Tranquilízate! Esa infeliz no está en Madrid... Ahora mismo me largo a respirar un rato a gusto, lejos de ti... ¡fiera!—Y sin esperar respuesta, se calzó y salió.
Aunque, gracias a lo rápido de su resolución, estaba seguro de que no podía ser espiado, anduvo largo rato vagando por calles y plazas, volviéndose de vez en cuando a mirar si le seguían, hasta que, convencido de que no existía tal peligro, tomó el camino de la casa de Mariquita. Nunca la había visitado, pero sabía sus señas: Cuervo, 14, sotabanco, cerca del cielo. ¡Siempre, anda la felicidad por las nubes!
Antes de llegar se le llenó el alma de ilusiones. ¿Se habría, como es frecuente, retrasado la salida de la compañía, y estaría Mariquilla en su casa? ¡Cuán sabroso desquite tomaría de la tiránica Frasquita! Mas discurriendo de esta suerte, le asaltó una duda horripilante... ¿Tendría razón su mujer? Él, que nunca sentía apetito en casa, ¿podría soportar la comida de fonda? Parose un momento, como cuentan que se detuvieron Osmán ante Alejandría y Tito ante Jerusalén, y luego avanzó denodadamente, pensando: «¡Sí... aunque me muera... Cuervo, 14!»
Allí fue la primera decepción. La portera le dijo que efectivamente había vivido en la casa una chica que era del treato, pero que el mes anterior la desahució el amo porque no pagaba, y además por escandalosa y descarada. Don Quintín se alejó tristemente, imaginando que pues Mariquita, a pesar de ser tan guapa, no tenía con qué pagar el cuarto, era criminal poner en duda su moralidad, y que la acusación de escándalo y descaro era calumnia porteril.
Desde la calle del Cuervo fue a ver al conserje del teatro para preguntarle dónde habitaba otra corista llamada Carolina, muy amiga de Mariquita y que tal vez supiese su paradero.
¡Oh impremeditada determinación, qué de males trajiste! ¡Pobre viejo, que imaginando hacer una visita, cayó es un abismo!
Al pisar la entrada del teatro el corazón le latía con desusada fuerza. Ponte, lector, en situación análoga; haz memoria de si siendo colegial te enamoraste de una primita o de una amiga de tu hermana; recuerda luego si pasados los años de la juventud, y ya hecho hombre, tornaste a pisar los lugares donde, al conocerla, sentiste o creíste sentir amor; deja que en tu alma, tal vez vieja y gastada, reverdezca aquella primavera de tu mocedad; adórnala de reminiscencias dulcísimas, y entonces ¡sólo entonces! comprenderás cómo la fantasía de don Quintín se deleitó en recordar la que a él se le antojaba pasión avasalladora.
Previo regalo de un cigarro con que don Quintín le obsequió, el portero del teatro le dijo dónde vivía la corista por quien iba preguntando, y allá se fue a buscarla, deseoso de hablar de Mariquilla y esperanzado en saber cuándo regresaría para precipitarse en su busca; porque durante aquella larga caminata, según se había ido alejando de su casa y cónyuge, sintió que el amor se enseñoreaba de su espíritu y de sus sentidos, y hasta le pareció que si encontrase a Mariquilla podría llevársela a comer de fonda, contra lo que suponía la desengañada Frasquita.
Dominado por tales pensamientos, subió la escalera estrecha y muy pina, de una casa de aspecto pobre y nada limpio, detúvose en un descansillo, tiró de un cordón mugriento y abriole Carolina; el prototipo de la corista que contratan las empresas, no por lo bonitas, sino por tener mucho repertorio y por no faltarles nunca quien pague con un ajuste el recuerdo de una conquista.
Era mujer de cuarenta y tantos años, gruesa, ex—guapa, en buen estado de conservación, aunque algo ajada, y con más experiencia de los hombres de la que a don Quintín hubiera entonces convenido. Vestía bata flotante de percal claro; no debía de llevar corsé, porque se le notaba el temblor de las carnes libres; estaba recién peinada, y de su cuerpo se desprendía aquella emanación intensa de perfumes baratos con que el estanquero experimentó sensaciones indefinibles cuando habló por primera vez con Mariquilla.
—¡Don Quintín de mis entretelas! ¡Tanto bueno por mi casa! ¿Qué le trae a usted por aquí?
—Lo primero, el gusto de verla, que no es grano de anís; y luego...
—¡Me lo he maliciado; preguntarme por la María!
—No crea usted que sólo por eso. Pues qué, ¿no es nada contemplar ese cuerpo tan hermoso?
—Déjese usted de requiebros. ¡Bonita me encuentra usted! Ni tiempo he tenido de ponerme el corsé.
—¡Mejor que mejor!—Repuso don Quintín, echando una mirada codiciosa al busto de Carolina.
Ésta, cogiéndole de la mano para guiarle por la oscuridad del pasillo, le llevó hasta el comedorcito, donde se sentaron: ella en una silla baja de hacer labor, y él en una butaca vieja y desvencijada. El comedor era muy pequeño, y en la estancia inmediata, que era la alcoba, se veía una cama cubierta con colcha de indiana.
El día estaba caluroso; el estanquero, a fuerza de pensar en la coristilla, venía predispuesto al amor, y Carolina no era la última encarnación de Lucrecia, la casta.
—Sí, señora—repitió él, disimulando su pensamiento; lo primero, el gustazo de verla, como que está usted hermosísima.
—No es usted mal adulador... ahora. Puede que sea usted el único que no me dijo en el teatro «buenos ojos tienes». ¡Andaba usted tan embobado con aquélla!
Aquí le pareció a don Quintín que para averiguar algo debía emplear juntamente la sagacidad y la galantería, por lo cual añadió:
—¿Qué quería usted? ¿Qué anduviese a la greña con todos los que la solicitaban? ¡Buen trabajo! Hubiese tenido que pelearme con ciento y la madre. Pero lo que es guapa... ¡ya lo creo que me lo parecía usted! ¡Vaya un cuerpo... en fin, aquí está, gracias a Dios, y se puede ver!
Poseído de súbito ardimiento amoroso, extendió ambas manos hacia el talle de Carolina, quien, deseando mostrarse pudorosa, pero no arisca, echó el cuerpo para atrás, diciendo con mucha monería:
—¿Qué había usted de fijarse en nadie, sí estaba usted chalado con aquélla?
—Aquélla... aquélla...—murmuró él con fingido desprecio—. No sé por dónde anda, ni me importa. Valiente...
Sus labios intentaron decir una ofensa, pero no acertaron a formularla. Comprendió que era una villanía hablar mal de Mariquilla, aunque fuese en son de astucia para averiguar su paradero.
—Entonces, ¿qué diablos le trae a usted por aquí? ¡Ya está usted buena maula! ¿No sé yo que se gastaba usted con ella los ojos de la cara? ¡Y que no es usted poco rumboso, decían allí!
—¡Bah! Una cosa es gastar y otra querer.
Harto sabía Carolina que el amor de don Quintín no había llegado al terreno práctico, y desde que le abrió la puerta comprendió que iba en busca de noticias de su compañera; pero con la rapidez del pensamiento concibió el atrevido proyecto de seducirle. No era rico, ni de él podían esperarse solitarios para las orejas ni entresuelo amueblado; mas tampoco sería imposible sacarle unos cuantos duros al mes. Su estanco estaba en sitio céntrico, debía de producir bastante... la mujer muy vieja... Nadie es capaz de prever hasta dónde puede llegar un anciano tocado de la tarántula amorosa. Suponiendo que se mostrase insensible y la despreciase, ¿qué le importaba? Aquello era jugar un décimo de lotería: por de contado, no había de caerle el premio gordo; mas acaso el estanquero le ayudase a pagar el cuarto o le regalase algún vestidillo. Por su larga experiencia teatral no ignoraba Carolina que hay en la vida del hombre dos períodos durante los cuales es fácilmente poseído de la pasión impetuosa y arrebatada: la primera juventud, en que las cortesanas parecen ángeles caídos, y la entrada de la vejez, en que uno quiere despedirse de la naturaleza con aquella música de besos que en la adolescencia nos abrió las puertas de la dicha.
A estos picarescos y sabios propósitos de Carolina correspondía perfectamente la situación de ánimo en que se hallaba don Quintín; porque, aunque él lo ignorase o no pudiera razonarlo, lo que sentía por Mariquilla no era enamoramiento exclusivo, sino exacerbación de la facultad amorosa, pronta a extinguirse en su organismo. Estaba en el caso del niño que, deseando un juguete, ambiciona el primero que ve, y luego se satisface, contenta y entretiene con cualquiera otro que le dan.
La táctica de Carolina estribó en hacerle creer que le consideraba como hombre conquistador, enamoradizo, mujeriego y rumboso; y comenzó a mirarle del modo más dulce y hechicero que supo, diciéndole:
—¡Ya, ya, ni que fuéramos tontas! Todos son ustedes iguales. Hoy ésta, mañana la otra... Mariquilla está fuera, y se habrá usted dicho: «Vamos a ver a lo que sabe su amiga».
—¡Qué mal pensada! Verdad que tiene usted disculpa, porque como está usted tan guapa, no haría ningún disparate quien se volviese loco por usted.
Las miradas de Carolina eran incendiarias; don Quintín empezaba a olvidarse de Mariquilla. Hubo un momento en que, comparándola mentalmente con la garbosa hembra que tenía delante, resultó de esta comparación que la primera no pasaba de muchacha vivarachuela y graciosilla, en tanto que la segunda era mujer formada y en plena madurez de belleza.
—Vamos, dígamelo usted claro. ¿Ha venido usted a preguntarme por aquélla, o a verme a mí? Porque para lo primero todavía soy joven, y para lo segundo...
—¿Estoy demasiado viejo?
—No he dicho tal.
—Viejo, ¿eh? ¿Conque viejo? Pues la leña seca es la que arde mejor.—Y al decir esto se levantó y abrazó a Carolina, como en un célebre cuadro de Rubens abrazan los sátiros a las ninfas, sin que ella le rechazara.
¿Cuál será el alma cruel y despiadada que la vitupere? Mandan los santos preceptos que se dé de beber al sediento, pan a quien tiene hambre, y posada al peregrino. Pues, ¿dónde agua más fresca, ni pan más tierno, ni albergue más grato que el amor? Además, la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, y Carolina también sentía necesidad de amor.
*
* *
Pasadas dos horas en deliciosa y culpable intimidad, tanto más grata cuanto menos premeditada y prevista, dijo Carolina, mientras él se ponía los tirantes y ella, ante un espejo roto, se atusaba los desordenados rizos.
—Anda, tontín, rico mío, más vale gallinita que pollita. Mejor te irá conmigo que con aquella embaucadora, bribona, que se estaba burlando de ti. ¡Me daba una rabia!
—¿Y cómo lo sabes?—repuso él saboreando la delicia de tutear a una mujer que no era legalmente suya, e indignado al mismo tiempo ante la idea de haber servido de hazmerreír a Mariquilla.
—¡Vaya si lo sé! ¡Qué borricotes sois los hombres! Ahora que ya eres mío, porque supongo que vendrás a menudo, te lo voy a decir. ¡Me gustabas de un modo atroz! ¿Y verdad que tu Carola te gusta también más que aquella gata esmirriada? Mira... no sé los años que tienes; nadie tiene más de los que representa; pero ya quisieran muchos jóvenes igualarse contigo.
—¿De veras, pichona?
—¡Buenos están los jóvenes!... ¡Tísicos! Parece que se va a concluir el mundo. Yo también valgo más que cualquier chiquilla. Compara, compara este pecho y esta mata de pelo con aquellos pellejos colganderos y aquella cabeza llena de añadidos.
—¡Buena diferencia va de mujer a mujer!
—Pues para ti soy. Veremos cómo te las compones en tu casa... porque has de venir a verme casi todos los días.
—¿A diario, chica?... No sé si podré—dijo él algo intranquilo.
—¿No has de poder? ¡Anda, pillín, que no te arrepentirás!
—¿Estás siempre sola?
—Siempre, vidita. Y vive tranquilo: no soy yo como aquella perdida que...
—Mala voluntad la tienes.
—Como que me tenías chaladita y me daba ira de verla cómo se burlaba de ti.
—¿Qué hacía?
En parte mintiendo, en parte diciendo verdad, Carolina resolvió asegurar la adquisición que acababa de hacer. Mezcló en sus frases lo cierto con lo calumnioso, y procuró apartar a don Quintín de Mariquilla, haciéndole creer que le consideraba capaz de la mayor generosidad y lleno de ardimiento para los dúos amorosos.
—Vamos, ¿qué hacía aquella... desdichada?—tornó a preguntar don Quintín.
—No merece que vuelvas a pensar en la muy sinvergüenza. ¿Que qué hacía? Ponerte cuernos. ¡Como si con un granadero como tú no tuviera bastante una pitifláutica como aquélla! Todas las del coro sabíamos que tú le regalaste el mantón bordado y la mar de medias. Decía que te iba a dejar el estanco hasta sin esponja para mojar los sellos. Y al mismo tiempo, como después de la función te ibas con tu sobrina, ella se largaba con el segundo apunte. ¡Me daba una rabia! Porque cuando la mujer es libre, bueno; lo que yo digo, que se amontone con quienquiera, pero que no engañe a nadie... Un hombre es un hombre.
—De modo que ella...
—¡Ya lo creo! Y no era eso lo peor. Algunos del teatro creían que todo era mentira, que no teníais nada que ver, vamos, que os hablábais y nada más..., porque ella no se dejaba... ¿estamos? ¡Como si tú fueras un lila que se gastase la plata sólo por mirarla! Y también decían que don Juan, el querido o novio, lo que fuese, de tu sobrina, era quien había encargado a la María que te hablase y te marease para mientras tanto quedarse solo con la tiple. En fin, distraerte para que no estorbases. Mira que si hubiese sido verdad... ¡bonito papel!
Ante tan cruda y horrible revelación, faltó poco para que don Quintín se enfureciese. Su emoción fue grandísima, porque indudablemente Carola decía verdad. ¿Cómo había él de dudar, sabiendo por experiencia, o mejor dicho por falta de ella, que no había logrado de Mariquita sino algunos besos y apretujones a hurtadillas? En seguida se dio a recordar pormenores e incidentes que confirmaron sus sospechas. No cabía duda. Sí: todo fue comedia. Acaso Cristeta no entrase en la conspiración, pero se aprovechó de ella; Mariquita sirvió de agente a don Juan; los diálogos enloquecedores pasados bajo el mechero de gas que había en el pasillo, fueron otras tantas ocasiones de que los novios se hablasen libremente. ¡Y pensar que él no consiguió de Mariquilla nada sustancioso y positivo! ¡Ni una sola vez! ¡Qué burla tan infame! Lo único que le consolaba era que hubiese quien se lo diera por comido, juzgándole como amante rumboso, pagano y favorecido.
—¿Conque les serví de tapadera?—decía sonriendo—. ¡Tiene gracia! ¡Y yo me contentaba con mirarla... vaya, vaya!
—De lo segundo no te digo nada. Ahora que eres mío, comprendo con conocimiento de causa que no te limitarías a mirarla como si fuera estampa; pero lo que es de que servías de tapadera y de que don Juan fue quien te preparó la conquista de la sinvergüenza... de eso no te quepa la menor duda.
Harto sabía él a qué atenerse. Sí: tapadera, y además lila. Le costó gran esfuerzo disimular el enojo; pasó un rato muy malo, pero los mimos y carantoñas de su Circe le endulzaron algo el pesar.
—¿Vendrás pronto a verme?—le decía, poniéndose archizalamera—. Cuanto antes mejor. Yo no soy exigente; si tienes miedo a que lo sepan en tu casa, pasearemos por las afueras... y luego nos vendremos aquí a nuestro nido, como dos tortolitos.
—Sí, sí; vendré, vendré—repetía el estanquero, que ya sentía prisa por marcharse: mas ella, como si quisiese sellar su amoroso contrato de un modo inolvidable, dio un salto de pantera celosa, y arrojándosele al cuello le abrazó, besándole el cerdoso bigote, al mismo tiempo que decía con la voz astutamente entrecortada por la emoción:
—¡Quintín, qué felices vamos a ser!
Desasiose de ella con suavidad, como don Florambel se apartaba de la encantadora princesa Graselinda, y comenzó a bajar despacio la escalera, repitiendo dulcemente:
—Adiós, rica; vendré, vendré, y seremos buenos amigos.
Ella le vio marchar entre satisfecha y desconfiada... ¿Sería aquella una verdadera conquista, al menos una ayuda para pagar la casa? ¡Y qué lástima que el diablo del hombre no tuviera veinte años menos!
Don Quintín salió a la calle tan engreído y hueco como mujer fea a quien por casualidad chicolean en paseo. La cosa lo merecía. Acababa de adquirir la grata convicción de que, aunque fuese de tarde en tarde, podía comer de fonda.
Mas como no hay dicha completa en corazón humano, junto de este regocijo se alzó en su pecho un mal sentimiento, un odio terrible hacia don Juan, que había jugado con él como con un chiquillo. «Sí—iba gruñendo entre un diente sí y otro no, pues los tenía salteados—; he sido tapadera, Celestina macho, alcahuete sin saberlo... ¡Yo haciendo el buey con la mocosa de la chiquilla en el pasillo, y él encerrado con la otra... sabe Dios! ¡Ah, don Juan de los demonios, ya me las pagarás algún día! ¡Pensar que la trastuela no me dejó... ni una vez!»
Y en lo más íntimo de su alma hizo acopio de rencor, y se juró que si la suerte, la casualidad o su propia astucia se le mostraban favorables, tomaría de don Juan espantosa venganza.
En que ocurre el más grave y deleitoso suceso de esta historia
Don Juan resolvió triunfar de Cristeta, empleando medios extraordinarios.
Una de aquellas noches de los dúos forzosamente castos, con reservas mentales, abrió ella la puerta, pasó él, y sentados en el sofá lo más cerca que permitían el pudor y el respeto, comenzaron la cantata mil y tantos diciéndose esas eternas frases juntamente dulzonas, picarescas, inocentes, maliciosas, arteras, ingenuas, sinceras y mentidas, muchas veces estúpidas, pero siempre gratas, con que se entretienen y engañan los amantes mientras se prepara la catástrofe del drama a que la Providencia les tiene predestinados. Aquella noche la elocuencia de don Juan era maravillosa, y su ternura exquisita; a pesar de lo cual Cristeta tardó pocos minutos en notar que estaba caviloso. Traía fruncido el entrecejo y sus miradas denotaban mal disimulada preocupación.
—¿Qué tienes?—le preguntó cariñosamente.
—Nada.
—Me engañas, algo te pasa.
—No, mujer.
—Es claro; como no soy nada para ti...
—Demasiado sabes que te adoro...; pero no voy a inventar cosas graves por capricho.
—Bueno, cállatelo; luego dirás que me quieres.
Don Juan puso cara de gran pesadumbre, lo más triste que pudo, y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Entonces Cristeta se la levantó suavemente con ambas manos, y mirándole de hito en hito, cual si quisiera leerle en las pupilas el secreto, dijo:
—Juan... ¡mientes! a ti te pasa algo.
Hubo un instante de ese silencio que los novelistas llaman solemne.
Quien hubiese podido bucear en el pensamiento de don Juan, habría visto que le repugnaba mentir. Por vez primera condenaba su conciencia los medios que iba pronto a emplear su astucia. Cristeta le seguía mirando con todo el poderoso encanto del amor sincero.
—Anda... Juan... ¡dímelo!
Él fingió ceder.
—Sí, me ocurre... y muy grave... Oye.
Y sacando del bolsillo una carta, hizo como que buscaba con la mirada un párrafo, y leyó lo siguiente:
«Lo de París va mal, muy mal, y es preciso que estemos dispuestos a obrar con rapidez y energía si se nos echa encima alguna complicación. Sé de buena tinta que la casa Garcitola está haciendo negocios desastrosos. Desconfío de que, si nos lo propusiéramos, pudiésemos recoger ahora los fondos, y por otra parte reclamarlos en estas circunstancias, acaso sea perjudicarnos contribuyendo al nublado que se les viene encima. En fin, sirvan estas líneas de toque de alarma. En cuanto sepa algo concreto, le avisaré a usted para que me dé órdenes. En asunto tan grave no me atrevo a tomar la iniciativa.»
Todo lo cual oído con profunda atención, dijo Cristeta:
—Bueno, ahora explícamelo.
—Yo tenía valores de importancia colocados en esa casa Garcitola y Compañía, de París. Hace unos cuantos meses se empezó a decir si andaban o no andaban mal y, la verdad, como es una casa tan fuerte, cometí la tontería de no hacer caso...; y ahora, ya lo ves, mi agente de Madrid me escribe lo que acabas de oír... Nada, que si quiebran, me van a dejar por puertas.
Cristeta le escuchó atónita. Él se puso en pie, y sin temor de mover ruido, dio dos o tres paseos por el cuarto, a modo de león enjaulado.
Ella asustada, pero respetando su disgusto, se limitó a mirarle como implorando prudencia. Don Juan—¡parece mentira que sea el hombre capaz de tal perversidad!—aprovechó la ocasión, se acercó de puntillas a Cristeta, y arrojándose en sus brazos dijo en voz muy queda, casi, y sin casi, pegando los labios a la linda oreja de su amada:
—Perdóname, no sé lo que me hago.
Lo grave fue que, en lugar de desasirse en seguida, siguió agarrado a ella. Parecía hombre harto de esperar a la Fortuna, que de pronto la ve, la asalta, la sorprende, la sujeta, y decide no soltarla en su vida. Cristeta nada hizo por despegar su cuerpo del cuerpo de su amante, sino murmurar con voz preñada de caricias:
—¡Juan... Juan mío!
Él, sin aflojar los brazos, decía:
—Figúrate... cobraré, si cobro, en créditos, en papeles que tendré que realizar poco a poco, con pérdidas enormes, y al fin y a la postre quedaré mal, muy mal, con una renta miserable, gustos costosos, sin hábitos de trabajo...
—Un hombre como tú hace con el trabajo lo que quiere.
—¡Quiá! Me iré a vivir a un pueblo, sin más lujo que una escopeta, ni más amigo que un perro.
De pronto soltó a Cristeta, se sentó en una silla, y juntando las manos, comenzó a dar vueltas con los pulgares, como suelen hacer los que están muy aburridos.
Cristeta, discurriendo con el sublime egoísmo del amor, pensó:—«¡Pobre! ¡Tal vez se quede pobre! ¡Así será más fácilmente mío!»
—Ya supondrás—continuó él—que tendré pronto necesidad de ir, no sé aún si a Paris o a Madrid. Y luego... se acabaron las locuras.
—Pero ¿qué locuras haces?
—El vivir como vivo. ¡Buen porvenir me espera! Un ama de llaves más vieja que dueña de teatro antiguo, una criada de cincuenta reales... y si no, al pueblo, al pueblo.
—Calla, hombre...; no querrá Dios que lo hayas perdido todo.
—Eso no lo puedo saber hasta que vaya a París y hable con el banquero, o vea en Madrid a mi agente. Hoy por hoy nada sé de cierto.
—No quiero decir eso: digo si supones que ya se ha concluido todo para ti en el mundo. ¡Ingrato! ¿No vale ni significa nada mi cariño?
Don Juan la miró con ternura, la cogió una mano, oprimiéndosela fuertemente, y en seguida, cual si cediese a la dolorosa impresión que acibaraba su ánimo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de Cristeta.
A ser otra la ocasión, ésta se hubiera echado hacia atrás con oportuno pudor; pero en aquellos tristes momentos no quiso mostrar esquivez ni parecer arisca.
Ambos permanecieron silenciosos: ella inmóvil, sin valor para rechazarle; él en la misma postura, sintiendo en la frente el dulce calor del pecho de su amada. Al cabo de unos cuantos minutos dijo Cristeta:
—Vamos, no te apures... mírame cara a cara. ¿Sirve esta pobre mujer para convencerte de que no lo has perdido todo? Vaya, hombre, si supiera que esto nos aproximaba... ya te pagaría yo en amor lo que perdieses en dinero. ¡Te quiero tanto!—Y en seguida, como si se arrepintiese de su sinceridad, añadió:—No; no; soy una egoísta. Vete mañana mismo a cuidar de tu fortuna. ¡Yo no debo ni puedo ser nada para ti!
Fueron dichas estas palabras con acento de tan honda tristeza, y produjeron tal emoción en don Juan, que se avergonzó de emplear aquella estratagema ruin y mentirosa. Comprendió que la infeliz a quien estaba engañando no era casada trapisondista que mereciese desprecio por faltar a su deber, ni viuda buscona armada por la experiencia contra la seducción, ni siquiera mozuela desenvuelta y sabedora de cómo se finge la pérdida de la honestidad: era una pobre mujer realmente apasionada, que sin carecer de perspicacia y malicia, las tenía como adormecidas y embotadas por el pícaro amor. Era lista, capaz de la más artera coquetería, pero en frío, respecto de un hombre por quien no hubiese llegado a interesarse. Así lo entendía don Juan, quien comenzó a experimentar lástima de ella y severidad para consigo; mas ambos sentimientos quedaron ahogados por el influjo de la belleza de Cristeta. La perspectiva de que al empobrecer fuese aquel hombre más fácilmente suyo, el afán de mostrarle cariño, y lo mucho que don Juan se había arrimado a ella, la pusieron hermosísima. Tenía los ojos húmedos y brillantes, los labios secos y la tez muy pálida. Sus miradas variaban rápidamente de expresión; tan pronto parecían medrosas, como lucía en ellas la llamarada propia del deseo amoroso.
Durante un rato bastante largo, don Juan siguió hablando de la casa de banca y presagiando infortunios: ella de cuando en cuando le decía:
—No te disgustes...; puede que todo se arregle... mírame...; anda, mírame. ¿No me quieres ya?
En esto, sin saber cómo, ni quien atrajo a quién, ni cuál fue el primero en sentarse, volvieron al sofá—mueble en ciertos casos peligrosísimo—, y sucedió que los brazos de Juan rodearon y ciñeron la cintura de Cristeta, las manos de ésta se le posaron a él amorosamente una en cada hombro, cogiéndole luego la cabeza entremedias, y por fin y remate, para que fuese más bello el grupo, Dios, que es supremo artista, dispuso que el rostro del amante viniese a caer y descansar, por segunda vez, encima del pecho de la amada.
Así permanecieron unos minutos, mudas las bocas, embebecidos los espíritus y quietas las manos de ambos, especialmente las de ella, cual si bastase para su doble delicia aquel dulce calor que los cuerpos se comunicaban. Después sonaron de labio a labio palabras dichas en voz baja, y, por fin, mutuamente sorbidas las almas y atraídas las bocas, se besaron. Ella en seguida, confusa y atemorizada, apartó el rostro; mas él, buscándole la mirada para leerle el pensamiento, le cogió la cara entre las manos y permaneció contemplándola.
El instante fue sublime. A Juan se le olvidaron las teorías de conquistador, el cálculo, la lástima, la astucia, todo, hasta el temor a las consecuencias, mezquina consideración que acibara grandes placeres. De su alma y de su cuerpo se enseñoreó una fuerza incontrastable que le impulsaba a poseer el alma y el cuerpo de Cristeta, para sumarse e identificarse con ella, como se compenetran y confunden dos rayos de luz. En la muchacha tampoco tenía ya imperio la voluntad; desfallecía de amor, miraba y no veía, las palabras de don Juan no le parecían voces humanas; se le antojaba estar oyendo el ruido delicioso que las puertas de los cielos deben de producir al abrirse para que penetre en la gloria un elegido del Señor. Algo semejante a lo que ambos sintieron experimentarían de fijo nuestros primeros padres cuando emprendieron la tarea de poblar el mundo para que hubiese quien alabase a Dios. Sonó un beso digno del Paraíso. La mano izquierda de don Juan se posó sobre la doble y turgente redondez del pecho de Cristeta... Poco después, el corsé, tibio aún por el calor del hermoso tesoro que guardaba, caía sobre la alfombrilla al pie del sofá... Pero, ¡tente pluma!
¿Y por qué? ¿Por qué ha de considerarse vituperable y deshonesta la pintura del amor material en lo que tiene de artístico y poético? Permítese al novelista y al poeta describir todas las fases de la ambición soberbia, de la vanidad ridícula, del odio aborrecible, del rencor infame; podemos desmenuzar en prosa y verso todos los malos sentimientos: ¿y no hemos de poder pintar la deliciosa y natural aproximación de los sexos que instintivamente aspiran a juntarse hasta ser, como el Señor dispuso que fueran, carne de una carne, hueso de un hueso, dos en uno? ¡Es triste cosa! Sólo algún lírico cursi, sólo algún académico fósil, culpan de loco al telescopio que escudriña el espacio, o de cruel al bisturí que dilacera las carnes; y sin embargo, son muchas las gentes que llaman indigna y pecadora a la pluma que pinta los deliciosos transportes del amor.
Arrebata el viento el polen de una flor, lo deja caer en otra de la misma especie, y de allí a poco brotan nuevas yemas y pimpollos. Sacude el céfiro el ramaje de la palmera macho, y llevando un algo misterioso de ella a la palmera hembra, la hermosea y fructifica. ¿Acaso se tacha de inmoral al botánico que lo observa y escribe? Entre las concavidades de las rocas marinas, en lechos de algas o sobre las cernidas arenas de la playa, deposita el pez hembra sus huevas; deslízase luego sobre ellas el amoroso macho, y las fecunda. ¿Culpa nadie de obsceno al naturalista que lo consigna en sus libros?
Si de la humildad de plantas y bestias pasamos a lo más excelso que cabe en el pensamiento, vemos que las religiones que amamantaron a la humanidad en el culto de lo divino, están saturadas de amor. Los dioses amaban como hombres; por eso inspiraron fe; las diosas se dejaban abrazar como mujeres; por eso fueron tan amables y dignas de adoración. El Olimpo pagano era un semillero de aventuras eróticas: Júpiter y Apolo perseguían a las ninfas como los banqueros de nuestro siglo a las costurerillas; Venus y Juno tenían caprichos como nuestras grandes damas, se prendaban de la gallardía varonil, y escogían amante entre semidioses de segunda fila y rústicos pastores. La antigüedad clásica, no deja, sin embargo, de llevar ofrendas a las aras. Los más grandes poetas, sin que nadie les tache de pervertidores, fundan sus obras admirables en aquellas pasiones que convertían en alcobas las grutas, las florestas, los prados, las selvas y los bosques.
Vienen luego los tiempos en que el verdadero Dios escoge por suyo un pueblo entre los que habitan la tierra, y el amor no pierde sus prerrogativas ni sus fueros. Antes al contrario, el mismo Señor lo emplea en su servicio: ÉL hace que la hermosa Thamar conciba de Judá; ÉL dispone que la desvalida Ruth se tienda en la era junto a Booz para que se perpetúe su raza; ÉL aumenta la belleza de Judith para que aparezca incomparable y fascine a Holofernes; ordena que los patriarcas duerman con sus siervas, los reyes con sus esclavas, que Asuero repudie a Vasthi, y que Makeda, reina de Saba, soberana del dichoso Yemen, desfallezca de voluptuosidad en el lecho de Salomón. ¿Qué más? El Redentor perdona a la adúltera, y por haber amado mucho, María de Magdalena es preferida y escogida entre todas para que, merced a su intervención, se funde el sagrado misterio de la Resurrección. No: no quiso el Redentor, después de muerto, aparecerse a ninguna virgen ignorante, a ninguna casada cumplidora de sus deberes, a ninguna viuda sorbida por la devoción; sino que radiante de esplendorosa gloria, circundado de luz, se apareció a una pobre pecadora. Las mujeres hebreas, siriacas y caldeas que en desprecio del amor se rapaban el pelo, no hallaron gracia delante del Señor; en cambio permitió a Magdalena que con su rubia cabellera enjugase los divinos pies.
—«Amor—dice uno de los más admirables místicos españoles—, es río de paz, dulce sueño del alma, transformación del hombre que ni piensa ni siente ni quiere más que amor. Como a la flor se sigue el fruto, se sigue a la perfección el amor ardiente. Amor es el fin de la ley de gracia.» ¡Cuán mezquinas parecen luego las palabras del filósofo moderno que ha dicho que el amor es sólo impulso de los sentidos, que toma origen en el celo!
Sí: amor es esencialmente celestial; la hipocresía, exclusivamente humana. Dijo el Señor: «Creced y multiplicáos»; y sucede que nadie censura a la mujer ni al hombre porque se desarrollen ni crezcan; mas ¡oh terrible inconsecuencia! en cuanto dos que bien se quieren tratan de multiplicarse o se colocan en disposición de que la operación sea posible, todo es ponerles trabas, prohibiciones y obstáculos para que no cumplan la segunda mitad del divino mandato. De esta intolerancia ha nacido, sin duda, la invención de las formalidades civiles y canónicas, pues en el Paraíso no hubo bendición ni juez municipal. ¡Cuán sabio y generoso es Dios! ¡Cuán mezquinos los hombres! Sobre todo, ¡cuán necios! Porque jamás ha intentado la locura humana que los ríos retrocedan cauce arriba desde el mar hasta sus fuentes, ni que los astros, desviándose de sus órbitas, valseen caprichosamente en el éter; ni ha querido nadie trocar en compasivo al tigre, ni en feroz al tórtolo, y, sin embargo, hay quien pretende que el hombre y la mujer no se atraigan. A la luz del día muestran los hombres la codicia, la crueldad, la ira, hasta la asquerosa envidia; sólo para el amor buscan la oscuridad: guerrean y se despedazan al sol; aman y se engendran, como si conspirasen, entre las sombras de la noche. Y es que encima de cada uno de los grandes dones con que Dios nos ha favorecido, hemos echado una mancha. Sobre la sinceridad la mentira, sobre la fe la duda, sobre la caridad el egoísmo, sobre el amor la hipocresía. Porque habéis de saber—niñas inocentes y mujeres contenidas por el falso decoro—que cuando vais por la alameda con el elegido de vuestro corazón y se confunde el rumor de vuestras frases con el ruido del ramaje, y luego suena un beso, puede haber imprudencia, pero no hay delito: cuando en la tentadora soledad del gabinete, siendo ambos libres y estando enamorados, os aproximáis sin desdoro de tercero y sin acordaros luego de quien fue el primero en acercarse, tampoco se enfurruñan los cielos. ¿Sabéis lo que es pecaminoso y detestable sobre todo encarecimiento? La venta de las caricias, el robo del placer ajeno, el rompimiento de la fe jurada, el ultraje al nombre de esposo, el repugnante comercio del amor, que convierte el lecho en posada y la memoria en índice de liviandades. ¡Cuán tristes las que, comerciando con el amor, han de ofrecer la mercancía! ¡Cuán despreciables las que lo dan a cambio de joyas y de galas! Mas las apasionadas que se rinden, ¡cuán dignas de indulgencia! San Pedro no dejará paso a las que ostenten en torno de los ojos el livor que deja el cansancio sensual soportado para comprar brillantes; pero dará entrada en la gloria a las que vea con el rostro demacrado, mitad por el hambre y mitad por el placer; será cariñoso con las que hayan desfallecido de amor, y los Arcángeles, las Dominaciones y los Tronos que gozan perdurablemente la presencia de Dios, cantarán diciendo: «¡Bienaventuradas las que supieron amar, porque de ellas es el reino de los cielos!»
*
* *
Iba ya el resplandor del día dibujando líneas de luz por entre los resquicios y rendijas del maderaje del balcón, cuando don Juan, desasiéndose de los brazos de Cristeta, entre melosidades y ternezas, se fue a su cuarto, donde desbarató su propia cama para que los criados ignorasen que no había dormido allí. En seguida se lavó, casi a disgusto, porque el frescor del agua le arrancaba de la piel el perfume de los halagos de Cristeta, y después se marchó a dar un paseo.
Ella, al verse sola, pasó un rato presa de verdadero estupor: luego quedó entre atónita y apenada. ¿Qué había hecho? ¡Deshonrada... perdida... pero dichosa! No le parecía ser la misma. Unos instantes experimentaba sensaciones análogas a las que sufriría una ciega, para quien la lobreguez de la ceguera se trocase de improviso en viva claridad; se sentía deslumbrada por el amor. Sus conjeturas, sus dudas, su ignorancia medio desflorada por la malicia, todo se había desvanecido, quedando en su lugar la sabrosa certidumbre del pecado. Otros ratos le parecía ser ángel caído sin redención posible. ¿Qué fue de los propósitos de tenaz virtud? ¿Dónde estaban el no debo... no me conviene... yo no soy de esas? Un instante de pasión había dado al traste con todo.
Por cima del vencimiento sufrido, quedaba, sin embargo, en el alma de Cristeta un motivo de respetable orgullo. En la abdicación de su albedrío, en la entrega de su cuerpo, no influyó nada el cálculo. Complacíase en recordar que no tenía cosa que echarse en cara. Vio entrar a su amado pensativo y triste por malas noticias que recibiera, e intentó consolarle; él, agradecido a su piedad, la estrechó entre los brazos. De lo demás no hacía memoria...
La bella Kadjira, contemplando el infortunio de Mahoma, le dijo: «¡Yo seré tu primer creyente!» Cristeta, viendo desdichado a su amante se le entregó diciendo: «Mis labios son manantial de consuelo. ¡Bebe!» Después... suspiros sofocados por caricias y una sensación nueva, indefinible, mitad material, mitad extrasensual. ¿Hizo bien? ¿Cometió gran pecado? ¡Ah! Si pudiese afirmar o negar... ¡qué gran problema habría resuelto!
Lo indudable era que sentía pena por no tenerle allí. ¿Por qué se iría tan pronto? ¿Qué le importaba que aquello se supiese? Juan no era ya a sus ojos el personaje de un ensueño amoroso; debía ser el compañero de su vida, pero sin obligación, sin vínculo forzoso, sin lazo que le sujetase, por propia y complacida voluntad. El alma de la mujer podía en ella más que el instinto de la hembra. El amor material le pareció cosa baladí. Se había entregado; bueno ¿y qué? ¿no era libre? ¡así como así, jamás había de pertenecer a otro! No en vano tenía metida en el cerebro la vehemencia romántica de cuantas escenas dramáticas leyó y vio representar.
A medio día salió al ensayo. Al andar por las calles le pareció que pisaba con más fuerza, que era más mujer. A la hora de la comida oyó que uno de varios huéspedes que había sentados cerca de ella decía, mirándola de reojo:—«La Moreruela está hoy más guapa que nunca.» Cristeta pensó: «¡Mejor para mi Juan!» En el teatro, durante la función, trabajó apriesa; por su gusto hubiese llevado a escape las escenas, no movida de la grosera impaciencia del deseo, sino dulcemente estimulada por el anhelo de ver a Juan.
El segundo canto del poema comenzó en seguida de retirarse a su cuarto de la fonda. Entrar y despedir a la doncella, todo fue uno. Sonaron las dos de la madrugada. Tosió; ahora era ella la que tosía. La puertecilla de comunicación se abrió al momento.
Y así sucesivamente muchos días.
Cristeta estaba muy contenta. La satisfacción por el pleno disfrute de su amor, podía en ella más que el miedo a las desdichas que su debilidad le acarrease.
Don Juan pasaba noches felicísimas, gozando con los sentidos, porque la belleza de Cristeta le enloquecía; y con el entendimiento, porque de la boca de aquella mujer incomparable no salían sino frases de sinceridad y sumisión. Gratos eran sus besos, ya frescos como agua de peña viva, ya ardorosos como latidos de fiebre; pero ¡cuán más deleitosas eran las cosas que decía! ¡Qué mezcla tan extraña de impuro desenfreno y exquisita ternura!
Las manifestaciones de su apasionamiento juntamente extremosas y sinceras, convencieron a don Juan de una verdad terrible: la de que aquella mujer se había dejado poseer materialmente porque estaba enamorada con toda su alma: rindió primero el albedrío y luego como derivación ineludible hizo entrega de su hermosura.
La cosa no podía ser más grave.
Cristeta le parecía hermosísima, encantadora; pero cada día más suya. Le tenía como hechizado. Algunas noches hasta se le olvidaban los preparativos de fuga. Ni siquiera mentaba la quiebra de Garcitola y Compañía.
Por fin, comenzó a monologuear, ni más ni menos que personaje dramático. Sabía perfectamente que con una aventurera a quien no se debe exigir fidelidad, es posible prolongar ciertos devaneos; pero profesaba la máxima de que, tratándose de una mujer no pervertida, es peligrosísimo pasar al segundo mes, porque suelen sobrevenir aquellas lamentables complicaciones a que tanto horror mostraba el gran don Francisco de Quevedo. Por grande que fuese el placer de don Juan, comenzó a experimentar temor. Su sentido moral, hasta cierto punto, le consentía apoderarse de una beldad, como quien se posesiona de un hermoso palacio; pero la idea de que el palacio llegase a estar de pronto habitado, y la consecuencia de tener él luego que cargar con el habitante, era cosa que le ponía los pelos de punta.
Los diálogos íntimos entre amantes mientras dura el primer período de la posesión, son exclusivamente amorosos: ella se despepita en juramentos, él se deshace en promesas, ella fantasea proyectos para lo futuro, él pone por las nubes su dicha y su agradecimiento... como si aquello no hubiese de acabar nunca; hasta que llega una época en que, sin prescindir de hablar y practicar amores, se habla también de otras cosas. El giro que entonces toman estas conversaciones a posteriori decide la suerte de los enamorados. Don Juan sabía todo esto por propia experiencia, y veía con espanto que cuando Cristeta hacía alguna alusión a lo porvenir, sus palabras eran tan sinceras y acusaban un amor tan hondo, que era imposible descubrir en ellas asomo de cálculo ni sombra de interés. No cabía duda: aquella mujer alcanzaba la importancia de su nueva situación; no se dolía de lo ocurrido, ni denotaba la más remota veleidad de querer explotar su sacrificio, mas tampoco le cabía en la cabeza la sospecha de que pudiese ser víctima de una infamia. En resumen: don Juan llegó a convencerse de que la Providencia, o su buena suerte, le habían deparado un regalo digno del más afortunado mortal; pero un regalo al cual era imposible renunciar sin cometer una verdadera canallada.
Por primera vez sentía disgusto pensando en cómo deshacerse de una mujer, no porque estuviera realmente enamorado, aunque Cristeta le gustaba sobremanera, sino por lástima. Tenía la costumbre de gozar las conquistas y renunciar a ellas con indiferencia, sin pensar poco ni mucho en cuál fuese luego la suerte de la que abandonaba. En no lastimar ni escarnecer a sus víctimas puso siempre gran cuidado; mas era la verdad que sus concubinas y queridas, ya duraderas, ya momentáneas, todos sus líos, habían sido muy diferentes de Cristeta. Y, sin embargo, aquello tenía que concluir, so pena de que, el mejor día, es decir, el peor, surgiese una complicación gravísima. A veces, esforzándose en supeditar el pensamiento a la voluntad, imaginaba que la palabra canallada no era propia ni exacta. ¿Habló él nunca de boda? ¿Exigió ella promesa en que él consintiese? Nada de esto. Pues entonces ¿cómo había de figurarse Cristeta que tal hombre podría llegar a ser su esposo? Además, el matrimonio entre un caballero y una comiquilla de un teatro de cuarto orden, era un disparate. Sobre todo, cuando él esquivó cuidadosísimamente dar margen a la menor esperanza de vicaría, ¿qué podía temer? ¡No tendría uno poco trabajo si hubiese de entregar mano, porvenir, fortuna y nombre a cuantas se dejan prender en las redes de la seducción! Cristeta era bellísima, sentimental, ingenua, codorniz sencilla, sobre todo desinteresada; mas sus muchas prendas físicas y morales no justificaban que hombre tal quedase por siempre sometido a su imperio. Lo grave era que don Juan comprendía, no sólo que le agradaba la posesión y goce de los encantos de Cristeta, sino que también le cautivaba su trato, carácter y conversación, y esto es lo más peligroso que respecto de la mujer puede acontecerle a uno. Luego se imponía el rompimiento. El gusto que de ella y con ella recibía, no era razón para perpetuar el amorío. También le gustaba el Borgoña, y, sin embargo, no renunciaba al Jerez; comía con deleite las chochas y no prescindía del salmón. ¿Por qué, pues, había de limitarse a Cristeta, si su paladar amoroso estaba en disposición de saborear infinitos manjares? La pobre muchacha quedó condenada a olvido.
En seguida vino el excogitar procedimiento; y respecto de éste, don Juan comprendió que se le imponían la dulzura y la generosidad, casi la piedad y la largueza. Era preciso portarse del modo que causase en ella el menor daño posible: se había hecho acreedora a todo miramiento. Las bases que en su ánimo adoptó, fueron las siguientes: primera, huir evitando toda escena triste y enojosa, ya que, dado el carácter de Cristeta, no había temor a gritos, pelotera ni escándalo. Harto sabía él que Cristeta era de las que lloran y no alborotan, sufren y no insultan. Esta misma humildad le hacía más desagradable el abandono. Segunda base: regalarle una cantidad de dinero de relativa importancia, como obsequio a su ternura y en compensación del desengaño y desperfectos causados.
En cuanto a la huida, no había dificultad: a las diez de la noche pasaba por Santurroriaga un tren hacia Francia, y Cristeta no volvía del teatro hasta las doce. Lo del dinero había que pensarlo despacio, calculando bien el desembolso. No podía ser tan cuantioso que delatando riqueza despertase codicia, ni tan pobre que resultara mezquino; ¡eso no! Cristeta era el mejor libro de amor que él había leído, el volumen cuyas páginas le proporcionaron goces a la vez más intensos y más plácidos, el más original y nuevo, pues era texto escrito con admirable ingenuidad, y ejemplar por nadie manoseado: ¡ni siquiera tenía cortadas las hojas! ¡Qué prólogo tan deleitoso y lleno de promesas! ¡Qué capítulos tan impregnados de sincera pasión! ¡Cómo, párrafo tras párrafo, había ido viendo al amor quedar victorioso de la castidad!... Quien leyese luego todo aquello, ¿sería capaz de apreciarlo? Acaso el tomo cayera en manos de un hombre zafio y rudo. ¡Vaya usted a saber si un escribano, un comerciante, un militarote, tendrán sensibilidad para apreciar la candorosa impaciencia de Cloe en Las Pastorales, de Longo, o la exquisita voluptuosidad que hace palpitar el corazón de la Sulamita en el divino Cantar de los Cantares!
A fuerza de ahondar en eso, don Juan se convenció de que Cristeta despertaba en él cierto interés, algo que no le hizo experimentar ninguna de cuantas había conocido hasta entonces. No obstante lo cual, sin pararse a desentrañar lo significativo del síntoma, quedaron en su ánimo resueltos el regalo y la fuga.
A consecuencia del cual perderá don Juan la simpatía de las lectoras
Durante varias noches observó Cristeta que su amante volvía a estar caviloso, y que sus impulsos amorosos sufrían intervalos en los cuales se quedaba ensimismado y triste. La verdad era que al pobre conquistador le costaba esfuerzo y pena fingir preocupación y mal humor: lo de tener que ponerse melancólico entre dos caricias, le iba pareciendo intolerable. Había momentos en que le daban ganas de echarlo todo a rodar, declarándose vencido y confesando que la casa Garcitola y su quiebra eran pura embustería. Al mismo tiempo, y esto sí que era grave, cuanto más dueño se hacía de Cristeta, más se asombraba de no sentir amagos de hastío: indudablemente el amor de aquella mujer era un bebedizo que en vez de calmar la sed, la producía y excitaba. Por lo cual don Juan suponiéndose puesto en ridículo ante sí mismo, se asustó y resolvió convencerse de que no había degenerado, y de que estaba en pleno uso de su libre albedrío. Entonces, rechazando como vergonzosa la posibilidad de haberse enamorado, sacrificó su gusto al pícaro amor propio, y determinó huir cuanto antes de Cristeta, en cuyos encantos comenzaba a vislumbrar, no una conquista semejante a sus anteriores hazañas, sino una red capaz de aprisionarle para siempre.
*
* *
Eran las dos de la madrugada.
La bujía colocada encima de la mesa estaba a punto de consumirse. De pronto el pábilo vaciló, cayendo sobre la esperma liquidada, brilló un momento con mucha intensidad, y se apagó. Las tinieblas aminoraron el pudor de Cristeta y dieron valor a don Juan.
Aguardábale ella con los brazos abiertos, cuando en vez de recibir el beso esperado, oyó la voz de don Juan que decía:
—Lo malo es que no tengo fósforos.
—Bueno... no hacen falta.
En vano siguió esperando el beso, prólogo de mayores dulzuras.
—¿Sabes, chica, que hoy he recibido carta del agente?
—¿Y qué?—preguntó con gran vehemencia.
—Lo peor: que el día menos pensado voy a tener que marcharme.
—¿Por mucho tiempo?
—No lo sé.
Don Juan sintió posarse en sus hombros los brazos desnudos de la enamorada y oyó estas palabras, que le hicieron experimentar una indefinible confusión de miedo y de placer.
—¡Juan mío, por lo que mas quieras en el mundo, no me dejes!
¿Cómo hablar, en tal momento, de intereses?
—¿Qué va a ser de mí?—seguía ella—. No tengo miedo al porvenir. Ya sé que no me ha de faltar contrata, que tengo seguro el pan en casa de mis tíos..; pero no podré vivir sin ti. Dime que volverás, que me quieres, que eres mío para siempre.
—Vamos, mujer, no te pongas dramática. ¿No has venido solita a Santurroriaga y he tardado que sé yo cuántos días en llegar?
—Sí; pero aún no era como ahora... no éramos todavía uno de otro. ¡Venías... por lo que yo me sé!... ¡A estas alturas sabe Dios si tendré encanto ni atractivo para ti!
—No seas simple, vidita, antes te quería por lo que esperaba, ahora por lo que tengo. ¡Cualquiera diría que ir quince días a París, a Madrid, o donde sea, es una separación eterna!
Aunque continuaban a oscuras y abrazados, ambos tenían más despabilado el recelo que el deseo. Cristeta debió de notar algo anómalo en la voz de don Juan; tal vez en la tiniebla favorecedora del engaño le pareciese sospechoso su lenguaje, porque de repente exclamó:
—¡Luz, luz, quiero verte la cara!... No me beses..., déjame llorar... ¡Luz... luz!
Oyose el rápido posarse de los pies de Cristeta sobre el entarimado. Luego añadió:
—Aquí..., encima del tocador: trae tu palmatoria.
Sonó el frotamiento de un fósforo, y quedó débilmente iluminado el cuarto.
Estaba ella casi en paños menores, mas no considerando el momento propicio al amor, en seguida se vistió y calzó; arrebujose en una bata, y al ver a don Juan que volvía de su cuarto palmatoria en mano, le dijo:
—Ven, siéntate aquí; la verdad... nada te pido...
Y rompió de nuevo en llanto.
Nunca había visto él llorar así: en vano quiso que aquellas lágrimas le pareciesen falsas o ridículas. Por fortuna, sólo duraron unos cuantos segundos, porque ella las contuvo como tragándoselas; procuró serenarse, y habló sin gimoteos ni sollozos.
—Sé que no tengo sobre ti ningún derecho. No te pido nada, ni por soñación. ¿Será cierto eso de la casa de banca y el dinero? Aunque me engañes, me alegraré de que sea mentira, porque prefiero mi desdicha a tu ruina.
Estaba tan nerviosa, que era inútil su empeño por aparecer serena: denotaba tan verdadero pesar, que don Juan comenzó a darse a todos diablos.
—Mira—prosiguió ella—: si aquí hay mal, toda la culpa es mía. Nos conocimos, te gusté, tú a mí más...; luego ha pasado lo que Dios ha querido... Vamos, para que veas si te quiero, no me arrepiento. Conque está tranquilo: no soy mujer que arme trapatiesta ni escándalo; pero no me engañes. Ya no me quieres, ¿verdad? Consiento en ser desgraciada, y lo seré si me dejas; pero no mientas por lástima. Francamente, ¿volverás?
Aunque redunde en descrédito de la pericia de don Juan, forzoso es decir que el giro que tomó la escena le hizo perder su habitual serenidad. El compromiso era de marca mayor. Le mortificaba mentir, y al mismo tiempo le faltaba valor para decirlo en crudo: ¡como que es necesario más coraje para decir a una mujer «ahí queda eso» que para tomar una barricada a pecho descubierto!
En vano intentó hacer un llamamiento al amor físico. Cristeta se mostró refractaria a las caricias. Hay instantes en que resulta grosera la más delicada voluptuosidad: amar sin deseo es peor que comer sin hambre.
—Anda—dijo ella, tragándose el salado amargor de las lágrimas—; confiesa que no vuelves..., que te has cansado de mí.
Entonces él no pudo más, y mintió por salir del atolladero, exclamando:
—¡No he de volver!
A esta frase se agarró ella como a clavo ardiendo.
—No te pido juramento ni promesa, ni mucho menos palabra de honor; pero si esto se acabó, desengáñame de una vez. Comprendo que he hecho mal en ser tuya, y sin embargo, ni me arrepiento ni quiero que me lo agradezcas...; pero tampoco me confundas con otras que hayan sido tuyas sin quererte.
Don Juan había luchado mucho contra la coquetería y la astucia femeninas; había burlado a veteranas de la galantería, a beatas lagartonas, a señoras raposas, quedando siempre victorioso de sus malas artes y enredos; pero no acertó a luchar abiertamente con aquella sinceridad.
¿Fue ternura repentina, de la que se creía incapaz, o vergonzosa abdicación de sus principios y presagio de mayores debilidades? Nadie le culpe. ¿Cómo ser cruel con una mujer que, lejos de echar en cara los favores otorgados, ni arrepentirse de ellos, ni solicitar cosa alguna para lo porvenir, se limitaba a pedir lealtad? De la desvergonzada Zaluka, de la sagaz Cleopatra, cualquiera triunfa, porque el hombre se deleita tanto en humillar la soberbia como en poseer la belleza, pero ¿quién es capaz de permanecer insensible ante la enamorada humilde y suplicante?
—Ignoro cuánto tiempo tendré que estar en Madrid o en París—dijo don Juan—. No sé dónde iré...; en fin, no me voy del mundo. Claro que volveré; y si no te encuentro aquí..., en Madrid nos reuniremos.
—¿Me escribirás a menudo? ¿Podré yo escribirte?
—Siempre que quieras.
—¿Verdad que no estás hastiado de mí? ¿Me quieres?
—¡Con toda mi alma!
(Evocando sus propios recuerdos, ponga el lector aquí cuanto haya experimentado en casos parecidos.)
¡Oh inacabable encadenamiento de frases, tan tontas para escritas como deliciosas para pronunciadas y oídas!
Cuanto hizo don Juan encaminado a enardecer los sentidos de Cristeta, fue trabajo perdido. La ninfa de abrasadora voluptuosidad se había trocado en fría escultura. Estaba triste, lleno su pensamiento de cosas amargas. Recibía los besos como Dios las oraciones, sin darse cuenta de ello.
—No..., hoy no..., déjame...; dime que eres mío..., y nada más. No sabes quererme así..., vamos..., sin eso.
El último diálogo fue casto. A las siete de la mañana, después de haber pasado la noche en triste honestidad, don Juan se retiró a su cuarto. En el instante de separarse la abrazó y besó mucho, sin que Cristeta experimentara emoción. Fue despedida de manos quietas.
Ella, al quedarse sola, se tiró llorando sobre la cama.
«Nada, nada—se decía don Juan poco después, haciendo preparativos de viaje—, la carta, el dinero y tierra por medio. Con esto y con que no lo quiera tomar...; sería la primera. ¿Cómo se lo doy, y cuánto le dejo? Dejarlo..., en un talón contra el Banco, para que lo cobre aquí o en Madrid...; lo difícil de precisar es el cuánto. Por supuesto que a ninguna se lo he dado con tanto gusto. Ni codicia ni exigencias... ¡Lástima de chica! La verdad es que da compasión. Pero yo no he de cargar con ella para toda la vida. Lo que no puedo hacer es andar con tacañerías. Conque... estudiemos fríamente el caso. A una pérdida le daría tanto o cuanto, según su categoría y su modo de vivir, como quien paga cuenta de fonda con arreglo al lujo y fama de la casa. Con una mujer de género intermedio, por ejemplo, una de esas viudas que jamás tuvieron marido, tampoco habría duda: todo era cuestión de darle lo bastante con que vivir hasta que hallara quien me reemplazase. A una señora... ¡éstas sí que salen caras!, una alhaja. Pero con esta desdichada, que no es aventurera, ni perdida, ni soltera de nadie, ni viuda de todos, ni siquiera señora..., ¿qué hago? ¡Maldita sea la hora en que la busqué! No, eso no...; no vengamos ahora con exageraciones: lo malo es tener que dejarla, porque... bonita... ¡como ninguna! Y ¿qué haré? ¡Cuando digo que este problema de quedar bien es en ciertos casos imposible de resolver! Lo esencial es componérmelas de modo que no haya reanudación posible. En amor las soldaduras son fatales..., ya lo sé. Lo malo es que para esto sería necesario que yo me portase como un sucio, y la chica no lo merece..., tan guapa, de tan buen fondo..., ¡pues y la forma! Una cosa es escurrir el bulto, y otra dejar de ser caballero. Hay que hacer el desembolso de una vez. Sí: dar hoy de sobra es adquirir la seguridad de que no pida en lo sucesivo... Aunque bien mirado..., no es de las que piden. Hago cuenta que me asaltó la tentación de ir al Casino.... subí a la sala del crimen..., bacarrat, treinta y cuarenta, cualquier cosa, unos cuantos pases con mala sombra..., y veinte o treinta mil reales fuera del bolsillo. ¿Mil quinientos duros? ¡Mucho es! Me parece que me he escurrido. ¿Y si se engolosina, y yo mismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad..., ¿qué clase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada a puerta de calle, en un estanco, una corista distinguida... ¡Me da una rabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas y un traje! Pero ¡quiá! esta mujer ha cedido porque se ha enamorado de mí. Además, ha llegado a mis manos... como nieve recién caída..., intacta. Lo dicho: acabar de una vez, pero portándome como quien soy. La cosa sale cara: ¡bah! cada uno lo gasta como le da la gana. No tengo potros de carrera, ni bebo, ni compro antiguallas, ni juego. Mujeres, eso sí. Bueno, ¿y qué? ¿en qué mejor? Si sabiendo lo que es esta chica le pidiera a uno antes el oro y el moro, daría hasta la última peseta; conque, ¡fuera tacañería!» Y siguió el monólogo.
«Veinte mil... treinta mil reales... mil... mil quinientos... Bueno, mil duretes, cifra redonda. En su vida ha visto tanto dinero junto. Casi puede decirse que no hay en Madrid mujer que no se logre con eso; aunque no, todas no. Lo cierto es que cuanto más espléndido me muestre, más claro verá ella el propósito de romper, y aquí de lo que se trata es de cortar por lo sano... Bien pesado y medido todo, puede que los mil duros sean su perdición... si se los gasta en trapos y se echa a rodar por esos mundos de Dios. Lo sentiría porque la pobre no lo merece. ¿Y a mí qué me importa? Si se ha de perder, lo mismo sucederá dándole poco que mucho. Con tres o cuatro mil pesetillas se vuelve loca. No serían muchos los hombres que hicieran esto en igual caso, sobre todo pudiendo largarse impunemente sin chistar. Por otra parte, según yo escriba la carta de despedida, así será la impresión que ella reciba. Vamos con calma: la carta no debe ser un rompimiento a raja tabla, porque con lo entusiasmada que la tengo y con dinero a mano, se viene detrás de mí. ¡Horror! Hay que decirle que vendré... cuando pueda... plazo indeterminado... los negocios... y al volver a Madrid no parezco por el teatro en que ella esté. Son diez o doce mil reales tirados a la calle, pero lo bailado nadie me lo quita. Diez, no, tienen que ser más... No vayamos mermándola tanto que resulte una mezquindad. Ya sé yo que otro no se los daría. ¡Doce mil reales a una mujer! En el teatro resultaría absurdo, inverosímil; ¡pero yo soy quien soy! La chica me gusta como no me ha gustado ninguna mujer. ¡Si no fuera por miedo a la duplicación de mi individuo, un demonio la dejaba yo! La verdad es que Dios debió decir: Crescite et multiplicamini... si os conviene, y si no, no. En fin, ¿para qué tengo el dinero? ¿me da la gana de quedar bien? ¡pues lo hago y San Seacabó! ¡Quién me dice a mí que luego, cuando ande yo rodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro y reanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres! Tendría gracia que fuese yo capaz de recogerla de los brazos de otro, cuando ahora es mía, y nada más que mía. Eso sería lo mismo que no saborear un buen plato, dejar que se lo llevaran a la cocina, y cuando lo hubieran catado y pringado en él los criados, volver a pedirlo para chuparme los dedos de gusto. ¡Qué mal organizado está el mundo! Vamos a ver, ¿por qué no había yo de seguir con esta mujer hasta que nos cansáramos, y después, sin reñir, separarnos pacíficamente como dos buenos amigos que han hecho juntos un negocio? ¿Dónde mejor negocio que pasar una temporadita en plena felicidad? Y en seguida, lo mismo con otra. Pero... que no me salieran tan caras; porque... ¿En qué quedamos? ¿Cuánto le doy? ¿Diez, doce, veinte, treinta mil reales...?»
Se puso a escribir sin tenerlo fijamente resuelto. Comenzó una carta, la rompió, y después otras. Por fin le pareció que la tercera o cuarta quedaba bien. Luego sacó de la cartera un sobre, y de éste tres talones, con los huecos en blanco, contra el Banco de España. Tomó uno de ellos, y al ir a llenar los claros del impreso, se quedó pensativo, mordiendo el mango de la pluma, como poeta que no halla consonante.
¡Qué animalucho tan despreciable es el hombre! Cuando Cristeta le abrió los brazos no vaciló en poseerla, y ahora llevaba una eternidad pensando si habían de ser diez o veinte. ¡Ah, mujeres! Sabed que al hombre, como al hierro, hay que pedirle las cosas en caliente, porque pasados en uno el entusiasmo amoroso, y la incandescencia en otro, quedan fríos y duros, y a nada se prestan.
Sin embargo, hay hombres de hombres. Don Juan se quitó de la boca el mango de pluma y escribió con letra clarísima cinco mil pesetas. Hecho lo cual, arrojó sobre la mesa el palitroque, murmurando: «¡Quien tal hizo, que tal pague!»
¿Lo tenéis por inverosímil? Pues sois tacaños. ¿Os parece demasiado? Es que no habéis sentido los embriagadores halagos de Cristeta. ¿Fue arranque de hermosísima liberalidad? Tampoco. Si la Venus antigua, manca, mutilada, de la cual sólo gozan los ojos, y que no se digna bajar de su pedestal, no tiene precio, ¿cuánto vale una mujer de veinte años, estatua viva y cariñosa?
Repuesto del esfuerzo que le costó aquel rasgo, don Juan guardó en el baúl las pocas ropas que tenía sobre las sillas y colgadas de las perchas. La cuenta de la fonda no había que pensar en pagarla hasta más tarde: no hiciese el diablo que Cristeta por casualidad se enterara y se escamase.
Al día siguiente, comió mientras Cristeta estaba en el teatro; pagó al amo, en persona, y le entregó la carta para la pobre muchacha, diciéndole:
—No sabía que la Moreruela y yo éramos vecinos de cuarto. Dele usted esto. Son proposiciones que le hace un empresario amigo mío.
—Vaya usted tranquilo.
A las diez salía el tren, y aunque la estación distaba poco de la fonda, a las nueve andaba ya don Juan paseando su impaciencia por el andén, tan contrariado y en tal estado de ánimo, que si en aquellos momentos hubiese aparecido ella, se la lleva consigo.
Luego, al reclinar la cabeza en los ásperos almohadones del vagón, se acordó del suave pecho de Cristeta. La forma del recuerdo no era en verdad, muy desinteresada; pero lo cierto es que echó de menos a su víctima, cosa en él enteramente nueva.
Al otro día pernoctó en Burdeos. Comió poco, callejeó sin saber por dónde, y se acostó. ¡Santo Dios qué noche! Ni momento de sueño ni instante de reposo. ¡Qué desasosiego, qué cama... y qué espantosa soledad!
¿Era que se arrepentía, o simplemente que la echaba de menos? En vano intentó explicárselo.
Cuanto sentía estaba en abierta contradicción con sus antecedentes, sus ideas y sus prácticas amorosas; al par le daban orgullo los recuerdos y vergüenza lo presente.
Probándose don Juan ropa en casa de su sastre, vio cierto día a una linda muchacha, de oficio chalequera, que iba a entregar. El lenguaje al par candoroso y achulado de la menestrala, su inexperiencia amatoria y su tipo mitad picaresco y distinguido, le sorbieron el seso; casi llegó a temer haberse enamorado de veras, cuando a las pocas semanas la dejó por otra, no sin endulzarle el disgusto a fuerza de generosidad.
En los últimos días de una primavera cortejó a una viuda aristocrática tan honesta y virtuosa, que no murmuraban de ella ni aun sus íntimas amigas. Al empezar el verano logró rendirla, y comenzado en Madrid el idilio, se dieron cita para continuarlo en un pueblecillo de baños. La ilustre cuna de la dama, su fama de virtuosa y su intenso amor de viuda con deseos atrasados, le cautivaron en tal grado, que también esta vez imaginó hallarse en vías de sincero apasionamiento. Pronto se convenció de que su entusiasmo era mero resultado del contraste que formaban los picantes atractivos de la chalequera con el exquisito libertinaje de la gran señora. Por temor al qué dirán no quisieron viajar juntos, conviniendo en que él se adelantaría tres días. Despidiéronse con derroche de caricias; hubo dúo de amor con música de juramentos; partió el dichoso amante maldiciendo la separación, luego ella, a pesar de lo convenido, adelantó su marcha veinticuatro horas, y en premio de tanta priesa lo primero que vio al llegar al balneario fue al traidor don Juan, no entretenido, sino embobado en decir melosidades a una señorita pazguata y cursi, cuyo modesto atavío y encogidos modales formaban nuevo y apetitoso contraste con la elegancia de la viuda.
Entre estos dos extremos, uno plebeyo y otro linajudo, yacían olvidadas en el corazón de don Juan docenas de conquistas intermedias, de las cuales ninguna hubo que le dejase en la memoria recuerdos mortificantes. Así que el hombre estaba triste y desazonado, porque ahora Cristeta le ocasionaba, juntamente, pesar de haberla perdido y casi disgusto por su proceder respecto de ella. Jamás hasta entonces se preocupó del porvenir que cupiese en suerte a la mujer por él abandonada. Y ahora... ¡qué diferencia entre el estúpido diálogo en que estaba engolfado con su propio pensamiento y el que a tales horas pudiera tener con Cristeta! Además, su olfato estaba hecho a deleitarse con el perfume juvenil del hermoso cuerpo de la muchacha, y las sábanas de la fonda le olían a jabón ordinario. Y casi sentía remordimiento. ¿Qué sería de ella? Si se perdiese, ¿quién tendría la culpa? Aunque bien miradas las cosas, ¿qué le importaba? ¿Quién era aquella mujer? Una chica guapa que se había dejado atrapar. ¡Bonito estaría que don Juan de Todellas se desvelase por tan poco! Caída... seducción... engaño... palabrería ridícula. Pasados los dieciocho años ella no es nunca seducida, sino seductora.
A pesar de todas estas reflexiones, el pobre hombre pasó la noche pensando en Cristeta como colegial enamorado de la hermanita de un compañero.
*
* *
Mientras don Juan escapaba cobardemente, falseando su carácter y sintiendo un desasosiego moral que le avergonzaba, Cristeta volvía del teatro a la fonda.
Entró en el vestíbulo, se acercó al casillero donde estaban las palmatorias y las llaves, y vio junto a la de su cuarto una carta. Sin saber por que, le dio un vuelco el corazón. La víspera había recibido noticias de sus tíos. ¿Quién la escribiría?
En seguida, observando que el sobre carecía de sello, se tragó la partida.
Subió precipitadamente la escalera, tiró sobre la cama el abrigo, y dejó la carta sobre la mesilla de noche... ¡la misma mesita donde él ponía la vela para ver mejor los encantos de su cuerpo! Despidió a la doncella, rasgó el sobre y buscó con la mirada la firma... tuyo, Juan. ¡Qué mentira!
Los ojos se le arrasaron en llanto. Lo menos tardó un cuarto de hora en poder leer con tranquilidad de espíritu aquellas malhadadas líneas. Decían así:
«Cristeta mía: Lo que temíamos. Esta mañana he recibido carta del agente. Estoy casi arruinado. Tengo forzosamente que ir a París, desde donde te escribiré. Lo que no puedo decirte aún es cuánto tiempo estaremos separados. Me ha faltado valor para despedirme de ti. Si te veo no me voy. Escríbeme a mi nombre, Poste Restante (que es como a la lista del Correo) París. El cariño que te profeso me autoriza, sin que puedas ofenderte, para pensar en ti, por si tardo en volver, y te dejo ese papelillo, que es un talón contra el Banco: puedes cobrarlo aquí o en Madrid. Cuando lo presentes te darán, sin excusa ni demora, cinco mil pesetas. No son regalo; es por si necesitas algo. Creo que tendrás bastante hasta que nos veamos. Escríbeme en seguida para que yo sepa que no ha habido extravío. Las circunstancias disculpan esta precipitada marcha. Además, tú eres muy buena y me perdonarás. Muchos, muchos besos.
Tuyo,
Juan.»
Mientras Cristeta leía la carta, se le cayó al suelo el talón contra el Banco.
Llenósele el alma de tristeza, y lloró silenciosamente. No existen palabras con que expresar su pena. La prosa vulgar y llana sería pálida; la retórica, falsa e insufrible. No hay vocablo que dé idea de lo amarga que es una lágrima, ni giro que refleje el desconsuelo que se enseñorea del corazón desposeído de esperanza. Por supuesto que ni por asomo pensó en que se acostaría sola. Y es que la mujer, por sensual y materialista que sea, tiene en los instantes de dolor una pureza de sentimientos que rara vez brilla en el hombre.
*
* *
A la hora del alba, cansada de martirizarse el pensamiento, se asomó al balcón.
Las auras, cargadas de sales marinas, vinieron frescas y vivas a besarla el rostro, pálidamente iluminado por la claridad difusa y temblorosa.
¡Qué hermosa descripción podría hacerse de mujer romántica, joven, bonita y abandonada! El hueco del balcón donde destaca la gallarda figura esfumada en el incierto resplandor del amanecer; las gentiles formas ceñidas por un abrigo de viaje; el rostro pálido y ojeroso; aquellos labios huérfanos del beso; aquel pecho sin corsé, cuya blandura descansaba, no en las avariciosas manos del amante, sino en la fría barandilla de hierro..., el ánimo combatido por la desesperación, el cuerpo invadido de laxitud... y el sol oculto entre un cendal de nubes, como pesaroso de alumbrar tanta tristeza.
¡Pobre Cristeta! ¡Qué infame abandono!
En grandes errores incurre a veces la Providencia: mientras las personas padecen hambre y sed, las bestias de sabrosa carne pastan libres en las montañas, y los arroyos culebrean inútiles por el llano; mientras tantos hombres permanecían castos por fuerza, aquella mujer estaba sola. Pero Cristeta no era groseramente materialista: ¡no! lo que traía lágrimas a sus ojos era la pérdida de las ilusiones, aves misteriosas que anidan en el corazón, donde jamás tornan, si el desengaño las ahuyenta... Tin, tin... Las seis. Ya pasaba gente por la calle.
Poco a poco sus pensamientos se apaciguaron, las ideas impuestas por la realidad se abrieron paso a través del dolor exacerbado por la fantasía, y finalmente surgió la voluntad, imponiendo cordura y calma. ¡La calma, el recurso de los desdichados!
Borráronse de la linda frente las arrugas del ceño fruncido por la tristeza... ¿En qué pensaba? ¡Misterio! También los hay en la realidad, que es una gran novela.
Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movían como si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerró el balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolo murmuró con desprecio:
—¡Ah, sí, el dinero!
Y quedó como ensimismada.
La mujer es poco dada a pensar; mas cuando piensa despacio, ¡pobre del hombre!
Las ropas que tenía puestas no eran lujosas; el ajuar del cuarto era mezquino, pero ella por la actitud y la expresión de su semblante, parecía una reina destronada, en el instante de concebir el irrevocable propósito de reconquistar lo perdido.
Felipe II solía decir: «El tiempo y yo para otros dos»; Cristeta, se contentó con murmurar:
«Haré lo que pueda.»
Siguen, Cristeta enamorada, don Quintín echándose a perder, y don Juan sin sospechar la que le espera
Cuando, pasados algunos días, se convenció Cristeta de que don Juan no se acordaba de ella para escribirle cuatro líneas, su tristeza rayó en melancolía. Lo primero que se le ocurrió fue romper la contrata, volver a Madrid, renunciar al teatro y resignarse a vivir en el estanco con sus tíos. Lo que no se le pasó por el magín fue buscar ni desear heredero al amante fugitivo y perdido; porque, no cabía duda, don Juan se había escapado como chico que pone pies en polvorosa después de robar la golosina largo tiempo deseada. Unos ratos esta idea hacía presa en su pensamiento, otros momentos se esperanzaba con la posibilidad de reconquistarle. Por fin, comprendió que no era cuerdo aquello de romper la escritura. ¿Con qué pretexto? ¿Qué haría si la empresa, auxiliada por el gobernador, se obstinase en obligarla a trabajar? Era forzoso seguir en el teatro.
Estaba una noche sentada en su cuarto, después de concluida la última obra en que cantaba, cuando entró a saludarla uno de sus más entusiastas galanteadores, hijo de una rica familia comercial de Santurroriaga.
—Me alegro de que venga usted—dijo ella—porque tengo que pedirle un favor.
—Usted no pide... manda. Y luego, aunque no me pague usted, yo me daré por recompensado con el gusto de haberla servido.
—Hará usted bien, porque no tengo nada que dar.
—Como usted quisiera...
—Bueno, ya sabe usted que es servicio gratuito, desinteresado, sin otra esperanza que la de que seamos buenos amigos.
—¿Nada más?
—¿Hará usted lo que yo le pida?
—De cabeza.
—Dios se lo premie. Deseo que averigüe usted, y me diga, dónde está en París una casa de banca española que se llama de Garcitola y Compañía. Vamos, las señas para poder enviar una carta.
—Pues... se me figura que en ninguna parte.
—¿Por qué?
—Porque mi padre está en relación con casi todas las casas españolas de París, y esa no la he oído nombrar nunca. Conque, si tiene usted negocios, déjese usted de semejante casa y entiéndase usted conmigo.
—¿Pero usted no lo sabe con certeza?
—Certeza, no: me enteraré, y mañana sabrá usted lo que haya, con toda seguridad.
—Se lo agradeceré a usted con toda mi alma.
—¿Nada más con el alma?
—Déjese usted de bromas: no hemos de ser nunca más que amigos.
—¿Ni siquiera me dejará usted que la bese, como la besa un compañero en escena?
—Bueno; me besará usted la mano, y entendiendo que el beso no tiene importancia ni trastienda de ninguna clase.
—Quiere decir que la besaré a usted como los chicos besaban antes la mano a los curas.
—Igualito.
A la noche siguiente supo Cristeta que ni en París ni en Madrid había tal casa de Garcitola ni solo ni con compañía: y lo peor del caso era que su adorador no mentía.
—¡Lo que yo me figuré!—exclamó ella.
—Ahora venga la mano—dijo él.
—Le advierto a usted que mi interés en saber si existía esa casa era por averiguar el paradero de un hombre...; de modo que recibiré el beso que usted me dé como quien no recibe nada. Ya ve usted si soy leal. Ahora, si usted quiere...
Aquel hombre era discreto, y no insistió. Luego, a solas, Cristeta, se quedó muy pensativa.
«Ésta ya me la tenía yo tragada. Ni quiebra... ni disgustos... ¡Todo mentira! Y, sin embargo, Juan algo siente por mí... algún cariño o principio de cariño me tiene... y miedo de que vaya en aumento, porque si no... ¡quiá! no se escapa él con semejante cobardía. No hubiera preparado las cosas con tanta astucia y con tales visos de verdad. ¡Ha sido todo tan verosímil! ¡Y a mí que me dio lástima! Lo que es bien urdido sí que ha estado. Pero ha tenido miedo, mucho miedo... Le ha faltado valor para decirme cara a cara: 'esto se acabó'. Por supuesto que ha pensado despacio en mí: el dinero lo demuestra. No me ha regalado una alhaja como quien deja un recuerdo a una mujer coqueta y vanidosa...; no, ha sido dinero, como quien dice: 'por si necesitas algo': luego su deseo no ha sido regalarme, sino que no llegue a faltarme nada. ¡Me dan unas ganas de devolvérselo! Pero... ¿cómo? Y además... no, mientras yo conserve ese dinero siempre habrá algo entre nosotros. Poco he de poder... En fin, veremos.»
A partir de entonces, Cristeta recobró aparentemente la tranquilidad de espíritu, sobre todo en el teatro y en presencia de gentes extrañas; hasta se dejó cortejar; pero con frecuencia se quedaba ensimismada, sujeta al imperio de una idea, como persona que medita y fragua un plan calculando todos los casos, incidentes y peripecias que en su desarrollo pueden sobrevenir.
Por fin un día, tras cavilar y sufrir mucho, determinó escribirle, procurando que sus palabras no acusaran despecho sino amargura. La carta, después de muy pensada, quedó con estas mismas frases y ortografía; bien es verdad que no podían exigirse superiores a quien se crió en un estanco y comenzó a vivir en un teatro de tercer orden.
«Querido Juan mío: No tengas miedo de que te aburra echándote en cara lo mal y remal que te as portado conmigo. No quiero más que decirte una cosa, y esa cosa es que no puedes tener queja de mí que e sido tonta de remate por demasiado buena, porque lo que as hecho tú no lo hace un cabayero, y, sin embargo, eres bueno y te quiero: lo que no sé es por qué te as ido así, cuando yo no te he faltado ni por soñación. También te quiero decir que no me hago ilusiones contigo, pues estoy combencida de que ni me escribirás ni arás por verme: yo, aunque te quiero con toda mi alma, ojalá no fuese la pura verdad, tampoco procuraré de que lleguemos a encontrarnos en ningún lado, porque te había de ver azorao, y no quiero que le dé bergüenza de aber se portao mal al hombre a quien yo he, querido. Ésta es también para decirte que ya sé que no tengo derecho ninguno para obligarte a nada. Figúrate cuando yo no he sabido guardarme, cómo voy a decirte por qué no has mirado por mí; los hombres sois así, y la que se fía de vosotros merece que la maten por tonta. No creas que me consuelo tan fácilmente, porque perdiéndote seme a ido toda la alegría, y no por lo que tú te figurarás, sino cuando estoy sola, muy sola, es cuando te echo de menos, porque las cosas que me decías parecía que me querías. En fin, esto se acabó, y no soy nada para ti, y te deseo que seas muy feliz con la que busques, pero para mí se acabaron los hombres. Lo mucho que te he querido Juan mío, no me ha dejado nada para otros. En fin, adiós Juan, y disimula que haya sido tan larga; pero no lo puedo remediar, porque estoy yorando. Ya sé que tú no me querías, y me engañabas y mentías al revés de esta que te a querido y no te a engañao nunca tu
CRISTA.
PORDATA: Te doy las gracias por el dinero que me as regalado. La primera intención que me dio fue debolvértelo, porque yo no lo he echo por el interés; pero me lo guardo por si algún día lo necesito, que lo sacaré pensando que me lo a dado el único hombre de quien yo puedo tomarlo sin que me dé vergüenza, porque siempre te he mirado como si fueras mío de beras, aunque ya sabía yo que todo esto era por pasar el tiempo. En fin, adiós por última vez, y que la Birgen te perdone, que yo no te deseo mal ninguno. Cuando te as ido así, es que no volverás nunca.»
La letra era torpe y temblorosa; algunas palabras estaban medio borradas por las lágrimas que habían caído sobre el papel, mezclándose a la tinta fresca.
Aunque don Juan se lo dejó encargado, no quiso dirigirle la carta a París-Poste Restante, y deseosa de que no se extraviara se la remitió a don Quintín, cerrada, y acompañada de otra para él, en que le decía lo siguiente:
«Querido tío: Ésta es para decirle a usted que le mando por Fernández, como el mes pasado, dieciséis duros para ayuda de la casa, y para que vean ustedes que no soy descastada, porque lo que yo pueda ganar ustedes lo an echo. También ba con ésta otra carta para el señor Todellas, y ará usted lo que yo le digo, ya le diré a usted por qué cuando nos veamos, que será pronto, porque aquí llueve y se acaba el berano, y se va la gente y el teatro anda perdido esta quincena. Yo no me voy antes por no pagarme el biaje de mi bolsillo, y con la compañía no. Pues con la carta azjunta ará usted lo siguiente: irá usted a su casa, preguntará usted en dónde está y sus señas, y, si no lo dicen irá usted al casino, y sino lo preguntará usted como pueda, y enviará la carta certificada con lacre, como cuando se manda dinero. También se me ocurre la idea de que pregunte usted a los periodistas que iban por el teatro, y no deje usted de hacerlo, que va se lo explicaré a usted todo, y no quiero que sepa nada la tía, y usted me escribirá enseguida. Sin más por hoy que me digan ustedes enseguida si han recibido ésta. Muchos recuerdos para usted y besos para la tía de ésta su sobrina que les quiere mucho y berles desea,
CRISTETA MORERUELA.»
*
* *
Por los días en que don Quintín recibió ambas cartas, brillaba para él con vivo resplandores la estrella del amor: estaba sometido al imperio de Venus, representada por Carola.
Cometió la imprudencia de mostrarse generoso, en cuanto permitían sus ahorros, comprando hoy un vestido, mañana un abrigo; le dio para desempeñar alhajillas, hasta la llevó a cenar al café, con todo lo cual Carola llegó a persuadirse de que el vejete tenía dinero. Resultado: la corista machucha y corrida determinó, primero, desplegar cuantas zalamerías y gatadas pudiese sugerirle su deseo de asegurar la presa, y segundo, recurrir, si fuese necesario, a la bronca y el escándalo para evitar el abandono: cuando no bastasen las cucamonas y los mimos, emplearía el terror. Estaba en el otoño, ya muy entrado, de su azarosa vida, y comprendía que aquel hombre era una ganga.
Entregáronse, pues, al mayor desenfreno amoroso: ella por cálculo y él por torpe apasionamiento.
Cuentan las historias de Oriente que Seleuco, rey de Antioquía, mandó fabricar un estanque con fondo y muros de plata bruñida, lleno de agua limpísima y aromatizada, donde dispuso que su prometida Maiouma nadase desnuda a la luz de la luna, antes de serle llevada a la cámara nupcial: y refieren las crónicas arábigas que Yusuf de Granada gozó a su favorita Jandaya teniendo por tálamo un montón que mandó formar deshojando las rosas más encendidas y rojas que pudieron cogerse en el Generalife; pero estas son exageraciones de historiadores, o fantasías de poetas, que resultan pobres y mezquinas comparadas con los modos que Carolina inventaba para enloquecer a su amante.
Un día, fingiendo que para airearlos había sacado del cofre los trajes de teatro, le esperó vestida de odalisca zarzuelera, con perlas de vidrio entre las trenzas, collar de monedillas de cobre, y el cuerpo impúdicamente semioculto entre rasos deslucidos y gasas tazadas, pero al fin rasos y gasas como don Quintín no los había visto ni en sueños. Otra tarde, pues aquellos desórdenes eran vespertinos, le aguardó vestida de aldeana, y otra vez en traje de bailarina. Carola no era mujer: era un serrallo. Pero lo que le ponía fuera de sí era admirarla de señora, con abanico de plumas, vestido de cola, escotada y con prendido de flores en el pecho. Cuando la veía engalanada de este modo, no se sentaba, sino que se dejaba caer estupefacto en un sillón desvencijado: ella entonces se ponía de media anqueta en uno de los brazos del butacón, y alzando una copa de Champaña, que compró en el Rastro, brindaba con pardillo de la taberna cercana: luego paladeaban a medias los incendiados sorbos, y de fijo que no gozaron la mitad que ellos los más venturosos amantes de la historia. No hizo tanto Aspasia, prendada de Alcibíades. Don Quintín se anegaba en un mar de impurezas: sus amorosos aspavientos sólo eran comparables a las convulsiones de una rana sometida a una corriente eléctrica. Aquel hombre que imponía respeto a sus convecinos mientras despachaba sellos y cajetillas, más serio que San Luis cuando administraba justicia bajo el legendario roble, era por las tardes un personaje enteramente distinto. Lo único que sentía era no tener ropa con que disfrazarse de magnate o de emperador; de algo, en fin, con autoridad para hacer que el mundo entero se postrara en adoración de aquella sirena.
Sin embargo, en medio de tan enloquecedoras orgías sentía punzadas de amargura, porque junto a los rasgados ojos de Carola descubría la terrible pata de gallo, y el exceso de celo con que le procuraba placeres nuevos y sensaciones desconocidas le hacía pensar en que aquella mujer debía de haber aprendido tan impuro arte en brazos de otros amantes: sobre todo, le molestaba que se desesperase y quedara rendida cuando él tardaba en responder, o no respondía, al llamamiento voluptuoso a que ella le incitaba con todo linaje de rebuscados artificios. Finalmente: varias veces, al hundir sus dedos en los desordenados rizos de Carola, había sorprendido mechones de canas ocultas en lo más recóndito del moño. ¡Terrible descubrimiento! En un principio Carola le pareció apropiada a su edad y estado de conservación; pero luego se le antojó algo entrada en años. ¡Cuánto más intensas hubieran sido aquellas dulzuras compartidas con una querida joven! Entonces, del fondo de su pensamiento surgía el recuerdo de Mariquilla, y junto a ella, por relación de ideas, la odiosa figura de don Juan, el hombre aborrecido, porque para don Quintín era verdad incontrovertible que, a no evitarlo aquél, la muchacha se le hubiera rendido. Los paralelos que establecía con la imaginación al pensar en tales cosas, resultaban poco favorables a Carola. ¡Qué diferencia entre sus blanduchos y manoseados encantos y el duro y levantado pecho de Mariquilla!
Había también otro motivo para que don Quintín persistiese en su rencor hacia don Juan; y era, que desde la época en que doña Frasquita dio crédito a los supuestos desórdenes de su esposo con Mariquilla, no dejó de atormentarle con furibundos celos. Consentía de mala gana en las salidas al caer la tarde, que él aprovechaba para convertir en harén el sotabanco de Carola; pero de noche no le permitía poner el pie en la calle. Además, de los labios de doña Frasquita continuamente brotaban dichos y apóstrofes tan destemplados como éstos:—«¡Carcamal! ¡No haber tenido familia a los veinte, y querer correrla con un pie en la sepultura! ¡Cochino! ¡Buen chasco se llevaría la que fuese, porque... al burro que no puede con la albarda, échele usted doble carga!»
Don Quintín sonreía y callaba, esperanzado con tomar secreta venganza de tan ofensivas frases, a falta de Mariquilla, en brazos de Carola, aunque no fuese más que una o dos veces por semana.
Lo peor era que, sorbido por el amor, se cuidaba muy poco del estanco. No hacía oportunamente las sacas del tabaco, no iba al sello cuando debía, se le olvidaba escoger los peninsulares, y hasta llegó a tomar moneda falsa.
Tal era su situación cuando recibió las dos cartas de Cristeta. Leyó primero la que le iba destinada, y en seguida ocultó la otra, temeroso de que doña Frasquita la viese. Luego comenzó la curiosidad a roerle el pensamiento. ¿Por qué escribiría su sobrina con tanto misterio al aborrecido don Juan? ¿Qué habría pasado entre ambos? ¿Estarían en relaciones... íntimas... arrimaos, que dice la gente ordinaria? El empeño de Cristeta en averiguar su paradero, autorizaba las más ofensivas conjeturas y don Quintín tenía el espíritu predispuesto a concebir pecados y liviandades. ¿No estaba él enamorado hasta las cachas? ¿Pues cómo había de ser inverosímil que Cristeta hubiese incurrido en alguna desenvoltura?
Claro está que al imaginarlo no se apenó como si se tratara de una hija suya; pero se disgustó y, sobre todo, aprovechó la ocasión para acrecentar con justa causa su odio hacia don Juan; casi alegrándose por tener motivo que atizara su deseo de venganza. Consideró a Cristeta seducida, abandonada, y le dio lástima; mas el sentimiento que le dominó fue el rencor. Cuando se le ocurría la idea de que tal vez la desdicha de Cristeta fuese figuración suya, se ponía triste cual si viese quebrantada la base de sus proyectos de venganza. ¿Se habría ella, tan lista y juiciosa, dejado atrapar por aquel bribón? El único medio de salir de dudas era abrir la segunda carta. ¿Con qué derecho? Con el mismo que tuvo don Juan para burlarse de él, haciéndole juguete de una chicuela y, lo que era peor, estorbando que la conquistase. La dificultad estaba en abrir la carta sin que luego se conociera. Tras largas cavilaciones, obedeciendo a una idea que le pareció tan original como atrevida y segura, sin pararse en peligros, rasgó el sobre y leyó.
La carta le dijo claramente el infortunio de su sobrina. En el alma de don Quintín sonó una voz que pareció gritar ¡venganza! con aquella terrible entonación que en los dramas históricos emplean los racionistas para gritar: «¡Arma, arma, guerra, guerra!» Después se quedó abismado en un mar de dudas. ¿Se daría por enterado del secreto que acababa de descubrir, confesando a Cristeta la violación de la carta? No, porque se enfurecería. Lo conveniente era ayudarla, tenerla contenta, aparentando ignorancia, y buscar en ella un aliado, con cuyo auxilio fuese posible domesticar a doña Franquista y gozar de mayor libertad. Por último, encerrado en su cuarto, releyó tres o cuatro veces la carta para empaparse bien de sus quejas. Después buscó un sobre parecido al que había roto, y colocando el viejo sobre el vidrio de un balcón y poniendo el nuevo encima, calcó el primero al trasluz, haciéndolo con tanta habilidad, que su misma sobrina hubiera quedado engañada.
Al día siguiente estuvo en la secretaría del Casino, averiguó dónde vivía don Juan, fue a su casa, esperó al cartero, le siguió hasta Correos, y mostrándoselo a otro cartero amigo suyo que allí estaba, hizo que éste preguntase a su colega dónde dejó encargado don Juan que le remitiesen las cartas que para él llegaron. La respuesta fue satisfactoria: 12, rue de Rochechouart, París. Y allí envió el pliego, certificado en toda regla.
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A las pocas semanas de esto llegó Cristeta, triste de ánimo y desmejorada de cuerpo. Lo primero que hizo fue comunicar a sus tíos que había formado irrevocable propósito de renunciar al teatro. Prometioles que en la casa les aliviaría cuanto pudiese del trabajo, habló de ponerse a oficio, y añadió que, a ser forzoso, se buscaría de cualquier modo honradamente la vida: todo menos volver a pisar un escenario. Tan firme la vieron en su resolución, que no intentaron disuadirla; don Quintín nada objetó, comprendiendo que hubiera sido inútil; doña Franquista lo sintió, calculando que ya no volverían sus guardadores dedos a tocar el importe de las quincenas; pero al mismo tiempo se alegró, imaginando que, alejada Cristeta del teatro, no habría pretexto para que lo frecuentase su marido.
La regla de conducta que Cristeta se había impuesto consistía en esperar los acontecimientos y dar tiempo al tiempo. En lo más recóndito del pensamiento dejó que anidara la esperanza; en el fondo del corazón ocultó su amor a Juan, y en lo más seguro de su cómoda guardó el pequeño fajo de billetes de banco que cobró en Santurroriaga al presentar el talón firmado por su ex—amante.
Su vida fue desde entonces toda recogimiento y prudencia. Por la mañana temprano se alisaba el pelo, sin tufos, rizos, ni flequillo; se vestía modestamente, y comenzaba a despachar en el estanco sin más descanso que el preciso para almorzar y comer. Luego de cerrada la tienda, se retiraba a su cuarto y allí poblaba de recuerdos su triste soledad, o lloraba, doliéndole como a verdadera enamorada, antes la injusticia del abandono, que la crueldad de la deshonra. Otras veces, embriagándose de esperanzas, acariciaba proyectos, y soñando juntamente con lo porvenir y lo pasado, le parecía que las lágrimas que le resbalaban desde las mejillas a los labios, tenían el sabor dulcísimo de los besos perdidos. ¡La deshonra! ¿Qué le importaba? ¿Ni a qué echar de menos el encanto de la doncellez sí jamás había de sentir no poder ofrecérselo a otro hombre?... ¡Qué días tan largos! ¡Qué noches tan tristes! Comparaba las de ahora, con las pasadas, y aunque exenta de grosera sensualidad, veía que la almohada de su cama era para ella sola demasiado grande. Como de hoguera encendida en campo raso que cuando parece apagada, de pronto se aviva y chisporrotea al menor soplo de aire, así en su mente se iban alzando los recuerdos. Largas y turbulentas veladas de amor, estabais lejanas, pero no olvidadas. ¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegría cuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo! ¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena! ¿Quién hacía la última caricia? Esto sí que era irrecordable. Las escenas y momentos que Cristeta se complacía en evocar, no le venían a la memoria como delirio de imaginación viciosa obstinada en reproducir mentalmente lo que aun para el pensamiento debe ser pudoroso; eran reminiscencias espontáneas, dispersas e incompletas, rememoradas como versos sueltos de un poema leído en días venturosos. ¡Cuánto gozaba él sepultando las manos entre sus rizos de oro, y con qué delicia aspiraba la leve ráfaga de perfume que de ellos se escapaba! Después venía el ruido rápido que producen las trencillas del corsé al deslizarse por entre los ojetes metálicos; luego caían sobre la alfombra las ropas, con gemir de ola en playa, oíase el murmullo de las frases ahogadas en besos, y en seguida comenzaban esos primores de refinamiento amoroso que condenan los hipócritas y disculpan los sabios. ¡Cómo los recordaba! Juan tenía la costumbre de colocar la luz sobre la mesa de noche, porque no le gustaba poseerla sin mirarla; durante los primeros abrazos charlaban mucho, boca con oído. Después... un pecho anheloso sirviendo de almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandor del alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en los vidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡Basta!» Mas no todo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto a la involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideas ajenas al placer. Sí; cien cuerpos quisiera tener para que él, como señor, los poseyera, y cada noche una virginidad para entregársela; pero al mismo tiempo, si enfermase, ¡con qué sincera abnegación le cuidaría! Si el dolor le postrara dejándole años y años sin fuerza para oprimirla ni voluptuosidad para besarla, ¡cuán tranquila y resignadamente se trocaría de querida en enfermera! Entonces vendría la lujuria del cariño, el no dormir para velarle, el contar los minutos para darle a su tiempo los remedios, el espiar el hervor de su respiración y el ardor de la frente y la transpiración de la piel; y los bajos oficios que a otras personas fueran repugnantes y que ella haría gozosa saboreando su triste y voluntaria servidumbre. Le amaba mucho, pero aún le quería más. Capaz era de sorberle la vida y destrozarle la salud a fuerza de pedirle amor; pero también tenía en el alma un tesoro de cariño, donde, como en un Jordán, podían purificarse sus caricias y sus besos.
De esta suerte, entre avivar recuerdos y esperanzas con espejismos del deseo, se le fue pasando el tiempo. Transcurrieron semanas, meses, y llegó el aniversario del día en que le conoció... No: no fue de día, fue de noche. Lo recordaba hasta en los menores detalles. Estaba vestida de gitana: falda de percal muy hueca, rizos en las sienes, moño bajo y la nuca acariciada por un manojillo de flores que parecían colocadas por el mismo diablo. Cuantos así la vieron la elogiaron achuladamente: sólo él tuvo valor para decir que todo aquello, por flamenco y grosero, desdecía de su tipo elegante y fino. ¡De cuántas cosas parecidas se acordaba!
Ansiosa de saber si Juan había llegado a Madrid, fue a los teatros en días de estreno, al primer turno del Real, y nada. Llegaba a primera hora, acompañada de su tío, se acomodaba en una galería alta, tendía la vista por la sala, y cuando se convencía de que Juan no estaba, se volvía a casa con las lágrimas agolpadas a los ojos y la esperanza refugiada en lo más hondo del alma. No era su propósito hacerse la encontradiza, ni hablarle, ni menos reconvenirle; lo que ansiaba era verle.
Acabó el invierno; pasaron la primavera y el verano siguiente sin que pudiese averiguar su paradero. Cada vez que don Quintín, enviado por ella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta: «No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego come unos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocinera.» De cuando en cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones por ver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y si entraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía, preguntaba con timidez mezclada de astucia. Todo era inútil: en los teatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisteros de salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongada ausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado. ¿Estaría preso en brazos de otra? Amarga era la suposición; pero no importaba gran cosa, porque Juan no permanecía nunca mucho tiempo en tal cautividad: se prendaba de un cuerpo hermoso hasta conocerlo poco a poco, beso a beso; pero enamorarse... ¡imposible! En esto precisamente fundaba Cristeta su esperanza. ¿Cuál era su plan? A nadie lo comunicó. Doña Franquista ignoraba que hubiese sido seducida y abandonada: don Quintín, merced a su pasada indiscreción, sabía la verdad incompleta; que don Juan se portó villanamente; pero del provecto que ella abrigase, ni palabra.
Mientras tanto don Juan continuaba en París haciendo vida de hombre alegre, libre y rico. ¿A qué narrar sus aventuras? Hoy, una pecadora más o menos cara, de esas cuyo amor gozado sin ilusión, deja en alma y cuerpo el descaecimiento y el hastío propios de todo lo forzado; mañana, una gran señora de aquellas a quienes se corteja por vanidad, cuyas caricias no valen el sobresalto que cuestan; otro día, una camarera de fonda de las que a primera vista parecen limpias y resultan insoportables; de cuando en cuando, la mujer con quien se tropieza en viaje, posesión de lo anónimo, encanto de lo desconocido, los besos en el túnel, la parada en la misma fonda, noche, almuerzo, regalo y despedida con tristeza falsificada. Pero entre tanto desatino amoroso, entre tanto deleite comprado, ni un solo latido de verdadera pasión. Ni en las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente se mudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojines sedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso de otro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy para uno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido y tranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta. No la echó de menos ni se arrepintió de haberla huido; pero la recordaba porque las otras mujeres se la traían a la memoria sugiriéndole involuntarias comparaciones de que siempre salía victoriosa. Ocurríale, sin embargo, que cuanto mayor era el encanto con que la recordaba, más intenso era también el desasosiego que le producía, porque la reflexión se hartaba de decirle que Cristeta no era flor de un día o estrella de una noche. Sólo pudo librarse de ella empleando el cobarde recurso de la fuga. ¿Qué sucedería si volviese a encontrarla en su camino? Aunque por propia voluntad nunca evocaba su recuerdo, muchas veces, en la impaciencia de una cita, en el ficticio entusiasmo de una parodia de amor, en medio del enojo que causa la posesión de lo que se ha deseado tibiamente, surgía en su pensamiento la imagen de Cristeta, única mujer que al entregársele le había dado, al par del cuerpo, algo del alma.
Hubo antiguamente en tierra de Indias una princesa que poseyendo un arenal extenso, quiso convertirlo en jardín. A fuerza de gastar vidas de esclavos y talegos de monedas, pobló el arenal de flores maravillosamente raras cada una de las cuales representaba un tesoro. Y ocurrió, que estando un día la princesa apoyada de codos en la baranda de ágata que dominaba aquel campo de colores vivos y movibles, vio una flor sencillísima, blanca y ligeramente sonrosada como mejilla pudorosa, que había brotado espontáneamente sin costar una gota de sudor ni un hilo de agua. Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitase en contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montones de riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde, cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas.
Lo mismo le pasaba a don Juan. Las ropas casi impalpables por lo finas, los perfumes más rebuscados, los corsés llenos de encajes no conseguían destronar de su memoria los lienzos que envolvían a Cristeta, el natural aroma de su limpio cuerpo y el modesto corsé blanco que tanto les hacía reír, entre impacientes y burlones, cuando se le hacía nudos la trencilla.
¡Misterio incomprensible! Las reminiscencias de don Juan no eran castas, y, sin embargo, al desvanecerse y borrarse le dejaban en el alma cierta serena placidez; semejantes al humo que cuando se alza de la tierra es vapor sucio, y que a veces acaba por parecer en el espacio nube resplandeciente y limpia.
Dos años y unos cuantos meses pasaron Cristeta y don Juan, viviendo de esta suerte, cada uno por su lado.
Recordaba él de tarde en tarde, sin querer; ella no dejó un solo día de esperarle.
Hacen alianza el amor, que es niño, y la travesura, que es mujer
En el estanco hubo notables alteraciones originadas de aquella alborotada pasión que se apoderó del viejo; pues lo que le hubiera ocurrido con Mariquilla, si don Juan no lo estorbara, le sucedió con Carola. Comenzó yendo a verla una vez por semana, como periódico de modas o entrega de novelón patibulario; luego cada tres días, cual si su amor fuese terciana, y acabó visitándola casi diariamente; no siendo lo lastimoso que menudeara las visitas, sino que entre el desasosiego que las precedía y lo desmazalado y lacio que solían dejarle, ni fuerza le quedaba en la lengua para humedecer un sello. A consecuencia de las cenas, y particularmente de los postres, el infeliz no tenía cabeza para nada.
Doña Franquista, creyendo que su mal humor era rabia por habérsele frustrado la aventura que ella evitó, le oía refunfuñar y maldecir sin hacerle pizca de caso, hasta que irritado con aquella ofensiva indiferencia y envalentonado por su senil amor, llegó a convertirse en tiranuelo del hogar donde dos años antes tenía idéntica autoridad que el gato. En vano pretendió su mujer recobrar el perdido ascendiente: Quintín estaba desconocido: tan pronto se enfurecía por un quítame allá esas pajas, como respondía a las lágrimas con desdeñoso encogimiento de hombros, acabando por quedarse impasible, a modo de ídolo chino de los que se contemplan el ombligo, con lo cual ella llegaba al paroxismo de la cólera.
Por contera, se hizo rumboso, y no para su casa. No podía regalar a su Circe piedras preciosas ni brocados; pero en la medida de sus posibles, le compraba los diamantes americanos por libras, y las telas de lanilla por kilómetros. En metálico le fue llevando primero poco a poco, y en seguida mucho a mucho, cuanto tenía ahorrado desde que vendió la primera tagarnina de a tres cuartos, y luego dio en la flor de sangrar el cajón de la venta diaria, dejándolo algunas veces sin cambio de dos pesetas. Si no trasladó al sotabanco de Carola cuanto había en la trastienda, fue por considerarlo indigno de tan gran señora; pero la única prenda lujosa que tenía Frasquita, un soberbio pañolón de Manila poblado de chinos y guacamayos multicolores, pasó del cofre marital al baúl del adulterio. Afortunadamente, la ultrajada esposa tardó mucho en saberlo.
En el estanco no se comía más que sopa, cocido, ensalada, y de postre fruta, cuando por barata hasta los soldados podían comprarla. La tacañería de Quintín suprimió los buñuelos de Todos los Santos, el besugo de Nochebuena y los panecillos de San Antón; en cambio para su daifa, pavo y perniles se le antojaban poco. Raro era el día que al ir a visitarla no le llevaba alguna golosina; unas veces jamón con huevos hilados, otras píos nonos rellenos de dulce crema, y en viéndola bostezar de aburrimiento, que le parecía flato, bajaba de tres en tres las escaleras para que del café cercano trajesen un bisté sepultado bajo un cerrillo de patatas. Su mayor delicia consistía en obsequiarla con merengues, que luego ambos comían a medias, mordiéndolos al mismo tiempo por opuestos extremos, hasta que, tropezándose las culpables bocas, sonaban escandalosos besos.
So pretexto de adecentarse por la mucha gente que entraba en el estanco, y en realidad por deseo de aparecer más elegante a los ojos de su amada, don Quintín se hizo casi gomoso. La americana pardusca, de codos raídos y solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño fantasía a cuadros azul—verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la vicalvarada, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados como pellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola; con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos veces por semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayeta amarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, tela peluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía oso blanco. ¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de la sensualidad!
Lo peor fue que por tanto emperejilarse y tanto ir a casa de su querida, se relajó en la vigilancia y cuidado del despacho, de tal modo, que cuando no le faltaban cajetillas se le concluían los sellos; resultando que empezó por perder la confianza de los parroquianos a quienes escogía puros, y acabó por desacreditar la tienda en pocos meses.
Lo que sucedió entonces, fue horrible. Cierto individuo que ambicionaba el estanco y que servía de agente electoral a un personaje político, logró que para dárselo a él se lo quitaran a don Quintín, el cual al volver una tarde de casa de Carola, deshecho a puras caricias, se encontró sobre el mostrador un oficio en que la Dirección de Rentas Estancadas le desposeía de aquella concesión estanqueril, cambiándosela por otra en los barrios bajos, que seguramente produciría mucho menos.
El golpe fue tremendo. ¡Un estanco en la calle de la Pingarrona! «¡Un miserable tenducho donde sólo entrarían jornaleros y verduleras, donde no se despacharía un céntimo de escogidos, ni sobres, ni plumas, ni boquillas, ni más sellos que de a quince, ni apenas papel sellado! Además, derrochados los ahorros reunidos desde tiempo de Narváez, ¿con qué tesoros pagaría los caprichos de su adorada? ¡Adiós, regalos agradecidos con caricias de pantera enamorada! ¡Adiós, huevos hilados y bistés con patatas, y cafés con tostada como no los soñó ningún sátrapa de Oriente! Jamás ilusiones humanas se derrumbaron desde tan alto. ¡Infeliz estanquero, en quien la suerte hacía escarnio, mostrándole brutalmente que el amor, cuanto más caro cuesta, con mayor facilidad se pierde!
Le fue preciso resignarse, y aceptó el traslado desde el estanco céntrico al de la calle de la Pingarrona.
Antes de que se verificara la mudanza ocurrieron en la casa grandes novedades.
Hacía tiempo que don Quintín estaba cariñosísimo y muy servicial con Cristeta, impulsándole a ello, primero, el afán de influir en su ánimo para que tornase al teatro, de lo cual a él no podía menos de seguírsele provecho; y segundo, el haber adivinado que a la chica le bullía en el pensamiento alguna maquinación contra don Juan, empresa en que estaba dispuesto a favorecerla. «Si no tiene a ese maldito entre ceja y ceja—pensaba—, ¿a qué viene el encargarme cada tres días que averigüe si ha vuelto?» Ello fue que, por aquellos mismos días en que sobrevino la traslación del estanco, supo que don Juan estaba de regreso y acto continuo se lo comunicó a Cristeta.
¡Con qué dulcísima emoción recibió ésta la noticia! Ante la idea de verle, su alma se bañó en alegría, después frunció el lindo ceño, revelando perplejidad, y, por último, su actitud y la expresión de su rostro fueron los mismos que cuando dos años atrás quedó abandonada en la fonda de Santurroriaga. Como entonces, el ajuar de su cuarto era modestísimo; como entonces, ella, por su arrogancia y seriedad, tomó aspecto de reina destronada y resuelta a reconquistar el cetro. Lo que fraguaba era misterio impenetrable. Con nadie comunicó su designio, pero su plan debía de estar erizado de obstáculos, porque aquella noche durmió mal. No la desvelaron voluntarios ensueños de amor sino cálculos de presupuestos, cuentas y números.
A la mañana siguiente, hallándose con sus tíos en la trastienda, que todos habían de abandonar en breve, les habló de esta suerte:
—Tiítos, no crean ustedes que lo que les voy a decir es por falta de cariño...; pero en fin..., aquí todo va muy mal, y con la picardía que han hecho de quitarles a ustedes este estanco, comprendo que habrá que reducir mucho los gastos.
—Habla, que nos tienes con el alma en un hilo—dijo don Quintín.
—Si creen ustedes que hago lo que voy a hacer por no estar a las duras, como he estado a las maduras, que se les quite eso de la cabeza. Yo seguiré ayudándoles a ustedes en lo que pueda; por de pronto, aquí están estos treinta duros para la mudanza. Y como doña Frasquita abriese más boca que un horno, Cristeta prosiguió:—Déjenme ustedes concluir. No quiero serles gravosa y me voy.
—¡Muchacha!
—¿Estás en tu juicio?
—Nada, nada; quiero vivir sola. Además, tal vez vuelva al teatro, y como ustedes comprenderán, no puedo ser artista y vivir en la calle de la Pingarrona, donde ustedes van a parar.
La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en su propósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló ante la idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a las pasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andaba Juan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente.
No se había equivocado. Cuando tío y sobrina se quedaron solos, dijo ella con la energía de quien no admite contradicción:
—Óigame usted bien, tío. Quiero irme a vivir solita, porque me conviene; no hay fuerzas humanas que me hagan desistir. Y le advierto a usted una cosa: que sé todo lo que se trae usted con la Carolina, la que estaba de corista cuando yo trabajaba. Y hasta me malicio que si le han quitado a usted el estanco, es porque no piensa usted más que en ella ni se cuida usted de nada, y a eso se han agarrao.
Don Quintín abrió desmesuradamente los ojos.
—Bueno—continuó Cristeta—; pues no quiero que nadie, ¿lo entiende usted?, que absolutamente nadie sepa dónde voy a vivir. Venga quien venga, usted como si no supiese jota. Mientras yo no disponga otra cosa.
—¿Y si viene don Juan?
—A ése menos que a nadie.
—¿Pero qué líos traes entre manos?
—A su tiempo se sabrá todo; ahora no. Y le advierto a usted que ya puede enseñar bien la lección a la tía. Compónganselas ustedes como quieran; pero en cuantito que digan a alguien, sea quien fuere, mi paradero, vengo y le cuento a la tía de pe a pa todas sus trapisondas de usted; lo de Mariquilla, que si no fue... no quedó por usted, y lo de esta mala pécora de ahora, que le tiene a usted sorbido el seso.
—¡Chiquilla! Yo hago de mi capa...
—Usted no hace más que tonterías. Clarito; armo la de Dios es Cristo, y entre la tía y Carola le sacan a usted los ojos. Usted verá lo que ha de hacer para tenerme contenta; en cambio, le daré a usted de cuando en cuando lo que pueda, no por ayudarle a mantener vicios, ¿estamos? sino para que no meta usted mano al cajón y evitar disgustos a la tía, porque esa chifladura de hacerse el enamorado no habrá medio de quitársela a usted de la cabeza... es cosa de los años.
—Muchacha... ¿es que vas a darme lecciones? ¿Te has vuelto loca?
—Usted sí que está chocho; pero yo no puedo evitarlo. ¿Qué adelantaría con tirar de la manta? La tía se moría del sofocón.
—O me ahogaba.
—Pues lo dicho. En cuanto alguien sepa, por culpa de usted, dónde vivo yo, sabrá doña Frasquita dónde tiene usted la querida.
Tan vanidoso es el hombre, que la palabra querida sonó en los oídos de don Quintín como una música deliciosa. Luego, por la cuenta que le traía, convenció a su mujer de que a Cristeta le era indispensable vivir sola. Ambos viejos, medio en serio, medio en broma, la llamaron descastada, ingratona y mala cabeza; pero se conformaron, quedando resuelto que a nadie dirían su paradero.
Aquella tarde Cristeta permaneció encerrada en su cuarto arreglando ropas y baúles, y al día siguiente salió muy de mañana, tan pobremente vestida, que parecía una modistilla. Desde la Plaza Mayor bajó por la calle de Toledo, torció luego hacia la derecha, a los pocos minutos de marcha se detuvo en una calle cercana a San Francisco el Grande, miró el número de una casa, entró en el portal sin vacilar, subió la escalera, y en uno de los pisos altos llamó. A los pocos segundos le abría la puerta una joven, guapetona y de fisonomía inteligente. Se llamaba Inés, y había sido criada de doña Frasquita, de cuya casa salió para casarse con un ex—cochero que, tras haber servido a un grande, con la protección de éste y sus propios ahorros, estableció un servicio de carruajes por abono.
Mientras duró el noviazgo de Inés y Manolo, que así se llamaba el mozo, Cristeta compadecida de ellos, les protegió cuanto pudo, facilitando salidas a la muchacha, disculpándola si tardaba, y hasta espumando el puchero cuando la enamorada se entretenía un rato en la esquina inmediata. Por último, al celebrarse la boda se prestó a ser madrina, en nombre de una condesa a quien había servido el novio, y desde entonces, agradecida la pareja, aunque parezca inverosímil, mostró siempre cariño a la señorita Cristeta, sin parar mientes en que, a pesar de este señorío, eran ellos casi ricos con relación a la sobrina de los estanqueros.
Al verse Inés y Cristeta cruzaron unas cuantas frases llanamente afectuosas, y según hablaban fueron entrando a un cuarto, en cuyas paredes se veía hasta media docena de litografías con color que representaban caballos y carruajes de distintas formas, láminas arrancadas sin duda del catálogo de algún constructor de coches. Componían el modesto mueblaje una consola, sillas de tapicería muy usadas, procedentes de casa de los condes, y un sofá de gutapercha en plena decrepitud. Sobre la consola había un santo bajo fanal, dos floreros de loza con ramos de mano y varias fotografías; el retrato de la condesa con galas de baile, haciendo pareja a éste el de Cristeta en traje de teatro, el del conde a caballo y, por último, los de Manolo e Inés, él con capa y ella con mantilla de casco.
Grave y trascendental debió de ser lo que trataron ambas mujeres, porque a pesar de hallarse solas, Cristeta bajó la voz cuanto pudo, limitándose Inés a contestar con inclinaciones de cabeza y caídas de párpados, que denotaban conformidad y sumisión. Después el diálogo se hizo más entrecortado, pero tan a la sordina, que quien hubiese estado cerca habría oído unas palabras sí y otras no, quedando, por lo tanto, incompleto y truncado el sentido de las frases. Por ejemplo:
Cristeta.—No sé..., dos, tres meses... Esencial..., niñera.
Inés.—Sí..., doña Jesualda..., don Pedro, casa vieja..., el administrador conocido... Chico... mañana iremos juntas.
Cristeta.—Berlina..., tu marido. Los sitios convenidos de antemano... ¿Comprendes?
Inés.—Hablarán ustedes.
La conversación se prolongó mucho, y al final hablaron un poco más alto, refiriéndose a lo anteriormente dicho.
Inés.—Todo se arreglará.
Cristeta.—Convéncele tú.
Inés.—Mañana sin falta.
Cristeta.—No tengo más esperanza.
Inés.—¿Quién sabe?
Cristeta.—Tómalo con empeño.
Inés.—Vaya usted tranquila, y hasta mañana...; pero, la verdad.... ¡qué granujas son los hombres!
Cristeta.—Y nosotras, ¡qué simples!
Inés.—No, pues si todas fuéramos tan listas come usted, ¡pobrecitos!
Cristeta.—Con eso y con que no me sirva de nada...
Inés.—Adiós, señorita.
Aquella misma noche discutieron marido y mujer el caso, hasta que él cedió a los deseos que tenía ella de complacer a la que fue protectora de su amor.
Volvió Cristeta al día siguiente, y en la misma salita de la víspera fue recibida por Inés, que la estaba esperando, acompañada de una mujer entrada en años, corpulenta, ex—guapa, muy achulada y al parecer amable. Inés dijo presentándolas mutuamente:
—Esta es la señorita de quien hemos hablado, aquí tiene usted a doña Jesualda. A ver si se entienden ustedes.
La Jesualda habitaba un cuarto tercero interior de una casa de la calle de Don Pedro; había sido prestamista, pero se le torcieron los negocios y tuvo que renunciar al comercio. Entonces quiso vivir en compañía de alguien que le ayudase a pagar el inquilinato, mas por lo apartado de aquel barrio no halló gente de la condición que deseaba. Al oír la proposición de Cristeta, comenzó presentando obstáculos y haciendo aspavientos, luego sonrió maliciosamente, después fingió sentirse súbitamente movida de simpatía, y concluyó aceptando el trato previo ajuste del pago y otras condiciones. Hubo aquello de «con tal que no haya escándalo..., yo no quiero líos..., usted parece persona decente, etc., etc.». Todo lo cual oyó Cristeta violentándose para no enviar a la Jesualda noramala.
En conclusión: por una cantidad módica dispondría de una alcoba y un gabinetito con cuatro sillas, cómoda y un sofá de Vitoria; daría un tanto para la comida, y habían de correr por cuenta suya el lavado y el planchado de su ropa. Al final menudearon las promesas de fidelidad y complacencia. Cuando se despidieron, Cristeta pensaba: «¡Bah!..., por dos o tres meses...» Jesualda se decía: «Ahora rompe a volar...; pero esta mocita se pierde de vista. Puede que sea una mina.»
Pasado un rato, Inés y Cristeta salieron juntas dirigiéndose a una casa de la calle de San Lucas, que tenía un portalón, sobre el cual se leía este letrero:
COCHES DE LUJO
ABONOS POR MESES
Se admiten caballos a pupilo
—Aquí es—dijo Inesilla al llegar, cediendo el paso a la señorita.
«La Virgen me ayude»,—pensó Cristeta, que iba muy preocupada.
Entraron: al fondo, bajo cobertizo, había varios coches; a la derecha una gran cuadra; a la izquierda, un cuartito con una mesa, sobre la cual se veían un tintero, varias plumas y dos gruesos cuadernos: era el sitio donde Inés ayudaba a su marido tomando apuntación de los encargos y reclamaciones.
Manolo, que estaba esperándolas, salió a recibirlas, y como lo tenía todo hablado con su mujer, en seguida se entendió con Cristeta. A cuanto ella decía contestaba:
—Con usted no quiero ganar; en no perdiendo, lo que usted mande; como que es usted más buena que el pan.
Al despedirse estaban de acuerdo.
Cristeta e Inés quedaron juntas en el cuartito; la segunda decía:
—Con la Jesualda no estará usted mal; es formalota y no tiene mala vecindad; abajo, una viuda y su hija que cosen para el corte; en el segundo, una tal Mónica, que tiene huéspedes de medio pelo, ¡figúrese usted en aquel barrio qué huéspedes ha de haber!; arriba, un militar retirao que vive con una que dicen si es sobrina u lo otro; y en el sotabanco, la madre del niño y la sobrina, que ahora las llamaré. Toda esta gente en lo interior; la parte que tié vistas a la calle, ya lo sabe usted, es de los señores dueños de la casa. Lo prencipal es que yo estoy cerca, y si se pone usted mala no ha de faltarle ná. Yo no acabo de hacerme cargo de lo que usted prepara; en fin, cuando usted lo hace, sus motivos tendrá. En cuanto a mi Manolo... es callao, no lo sabrá ni la tierra, y como él arree un cabayo..., ya puén golverse locos los que la busquen a usted.
En seguida llamó a la mujer de un mozo, la cual se presentó a los pocos momentos acompañada de una sobrina, de dieciséis años, graciosa, esbelta, vivaracha, al parecer muy inteligente, y que traía de la mano a un niño de dos años. Aunque desarrapado, sucio y mocoso, el chiquitín parecía un angelito. Muchos lores ingleses hubieran dado sus bosques de Escocia y sus rentas de la India por ser padres de un muñeco como aquél. La chiquilla tenía trazas de descarada.
Cristeta habló en voz baja con ella y con su tía. Ésta dijo:
—Ya má enterao la señá Inés de lo que usted desea. No hay deficultad, mayormente. De cuartos, lo que diga la señá Inés, porque yo la debo el pan... La chica es ésta..., ya la ve usted, ¡más lista!, parte un pelo en el aire, como que la querían en un taller pá ir a la cobranza de cuentas atrasás a las señoras que no pagan..., y el niño, aunque sea mío..., velay que paece un capuyo de rosa. Por supuesto, que ha de dormir en mi casa.
Cristeta cogió al niño, hízole fiestas y, mirando a la sobrina, preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Julia, para servir a Dios y a ustéz.
—Bueno, pues tú y yo hablaremos despacio. ¿Harás todo lo que te mande?
—Ya lo verá ustéz; todo.
Intentó Cristeta dar a la muchacha instrucciones detalladas, pero la tía interrumpió la explicación, que amenazaba ser larga, con estas palabras:
—Eso mañana, en su casa de ustéz, o lo que es lo mesmo, en la nuestra, porque va le habrá esplicao a ustéz la señorita Inés que nosotras vivimos encima de doña Jesualda, en el sotabanco. En cuanto a la chica, es obediente, espabilá y tóo lo ha de hacer a satisfación.
—Entonces, asunto concluido—dijo Inés.
Luego acompañó a la señorita hasta el centro de Madrid, donde cerca del estanco se separaron. Cristeta siguió sola, tan ensimismada, que ni siquiera se fijaba en que, a pesar de lo humildemente que iba vestida, los hombres se la comían con los ojos.
Al día siguiente, muy temprano, salió del estanco y fue a casa de una modista, con la cual, tiempo atrás, contrajo amistad mientras trabajó en el teatro.
Estuvo largo rato viendo telas, escogiendo colores, examinando figurines, probándose modelos y dejándose tomar medidas. Todo lo que se encargó fue sencillo y elegantísimo; pero caro para ella. La modista sonreía maliciosamente, como diciendo: «Esta ya cayó. Parroquiana tenemos. ¿Quién será el pagano?»
Otras dos mañanas pasó Cristeta comprando de tienda en tienda guantes, velitos, menudencias de adorno y pequeñas galas de esas que son complemento de todo traje femenino. Y por último, después de haber preparado cuanto consideró necesario, una tarde, entre dos luces, se mudó al tercero interior de doña Jesualda, en la calle de Don Pedro. En un carrito fueron la cama, sus dos baúles, un arca y varios líos de ropa; ella montó en un simón, llevando sobre las rodillas el costurero que en días más tranquilos le regaló don Juan.
La despedida de los tíos no fue dramática. Doña Frasquita parecía decir: «Hágase tu voluntad.» Para ella Cristeta simbolizaba el teatro, es decir, la perdición y los vicios de su marido. Don Quintín sonreía mirando socarronamente a su sobrina; desde que la sabía conocedora de sus liviandades, recelaba que hablase. Cristeta estuvo muy cariñosa, y en el momento de salir del estanco, lloró. Allí había pasado los primeros años de la juventud; allí había soñado con damas, galanes, romances, raptos, aventuras, trajes y aplausos; allí, sobre todo, sufrió las primeras noches de insomnio pensando en Juan.
Por la noche, ya en su nueva casa, permaneció largo rato, primero echando cuentas por los dedos y luego haciendo números en un papelito. Temía que le faltase dinero.
Después de acostada, sus recuerdos y esperanzas comenzaron a desvelarla.
Borrosas memorias de la infancia, primeros latidos de la juventud, amarguras, goces conseguidos, deseos frustrados, proyectos rotos, espejismos que finge la ambición, retazos de lo pasado y visiones de lo porvenir... ¡Parece que os refugiáis entre los pliegues de la almohada y que, cuando en ella reclinamos la cabeza, salís a estorbar el sueño, hermosa imagen de la nada!
«Sí, esta es la tercera o cuarta cama en que duermo... De chiquita... no hago memoria... ¡Ah, sí! Mi madre era rubia, muy guapa: siempre estaba trabajando con almohadillas, encajes y alfileres...; el pelo como el oro, la voz dulce...; debió de ser muy desgraciada. ¡Por qué no habrá vivido mi madre! Luego he dormido en casa de los tíos. ¡Pobrecillos, nunca les abandonaré! Después la cama de la fonda en Santurroriaga... ¡con él!..., y ahora esta alcoba, porque la cama es la mía. Si algún día tuviera yo casa, quisiera conservar esta cama. ¡Dios mío, qué será de mí!... Juan... Aunque no me tocara nunca...; pero sentirle cerca..., verle todos los días..., saber lo que piensa..., cuidarle..., que me hable con cariño... ¿Por qué encontrarán otras mujeres quien las quiera?...»
Se quedó dormida con un brazo caído fuera del embozo, despechugada y el pelo revuelto en primoroso desorden sobre la almohada, como madeja que hubiesen enmarañado ángeles.
Del cual se colige la vulgarísima verdad de que el hombre es un animalucho que desprecia lo que posee y torna a desearlo cuando le parece ajeno
Dos años y algunos meses pasaron desde que don Juan abandonó a Cristeta en Santurroriaga hasta que volvió a Madrid.
Al encontrarse con su víctima en las alamedas del Retiro, se quedó asombrado. Pasó casi toda la noche pensando en ella, y lo poco que durmió, contemplándola en sueños. Puesta su memoria en constante trabajo, recordó cuanto a la pobre muchacha se refería: la primera vez que hablaron, su diplomacia en cortejarla, los diálogos en el cuartito del teatro, interrumpidos bruscamente por las entradas del segundo apunte... ¡Qué guapa estaba con aquellos trajes! Creía verla de paje, de chula, de princesa, de gitana, y a veces medio desnuda, envuelta en un amplio manto rojo, destacando sobre un fondo de plantas tropicales y aureolada por los resplandores de la luz eléctrica. Al caer el telón (le parecía que fue ayer), abandonado el palco, bajaba las escalerillas de estampía... Después, Santurroriaga, la fonda... ¡y el Paraíso!
A la madrugada despertó intranquilo. Sin poder ni querer sofocar los impulsos de la imaginación, siguió complaciéndose en recordar lo que sintió por Cristeta, semejante al niño que, tras haber destrozado un juguete, se obstina, desvive y rabia por recomponerlo y restaurarlo. Después hizo mil conjeturas, fundadas en la diferencia que existía entre la Cristeta que le perteneció y la que acababa de ver en el Retiro. ¡Cuánto mejor le sentaban las galas de señora que los oropelescos e impúdicos disfraces del teatro! Le parecía mentira que fuese la misma a quien tantas veces tuvo entre los brazos. No podía decirse que hubiese sufrido, sino gozado cambio; antes era fina, gentil y airosa; ahora, sin perder elegancia, esbeltez ni gallardía, estaba más llenita y redondeada; de linda se había trocado en hermosa. ¡Y qué modo de vestir! ¡Buena modista y buen pagano!, porque todo lo que llevaba puesto era rico. ¿En poder de quién estaría? ¿Qué vida habría hecho desde que él la dejó burlada? Fuese amante o marido, hombre había por medio; era imposible explicarse de otra suerte el lujo que ostentaba, y mucho menos la existencia del niño. Lo más verosímil era que se hubiese casado, porque su severa elegancia, exenta de perifollos llamativos, no era propia de aventurera, sino de muy señora. Pero... ¿habría tenido la criminal imprudencia de casarse engañando a un hombre, ocultándole su pasado? ¡Lo pasado! En el largo catálogo de sus conquistas, ninguna recordaba don Juan que valiese lo que aquélla. No; en el alma de Cristeta no cabía la doblez de hacerse valer como doncella intacta..., y aún era menos admisible la suposición de que ella, tan poética y desinteresada, cobrase amor a un hombre capaz de quererla como propia sabiendo que otro la gozó primero. Lo cierto era que él había tenido sucesor, y la existencia del niño demostraba que el reemplazo fue rapidísimo. Nunca pudo—recordarse con más oportunidad aquello de «a rey muerto, rey puesto». «¡Al fin, mujer! Tanta promesa, tanto juramento, y luego... Todas son iguales—seguía monologueando don Juan—. Mientras no tienen idea exacta de lo que es el hombre, se embriagan de poesía y de ilusiones; pero en cuanto lo saben, quieren hartarse de realidad. A otras no es el amor ni el hombre quien las pierde, sino el lujo: la serpiente del Paraíso debió de presentar a Eva la manzana envuelta en un corte de vestido o metida en una capota. Sin embargo, mucho ha de haber variado Cristeta hasta igualarse con las que se prostituyen por cintas y brillantes. Aunque la cosa resulte anómala, tiene que estar casada... ¡tal vez casada por amor!»
No le faltaba razón. En la hermosura de los hijos suele reflejarse el amor que se tuvieron los padres, y aquel niño tan lindo no era escultura modelada con indiferencia. ¿Qué edad tendría? Un par de años, aproximadamente el tiempo transcurrido desde que él dejó a la madre. «Entonces... ¿cómo explicar?... Calma, calma—continuaba—, vamos a ver. Fue en agosto..., un año, dos... no sale la cuenta. Sería preciso creer que en seguida, en seguidita que yo escurrí el bulto se lió con otro. ¡Qué falta de pudor! Lo único claro y patente es que los mimos, las ternezas, aquel entusiasmo... ¡todo farsa! También esto lo repugno; no, Cristeta no es mujer que se entregue a cualquiera de la noche a la mañana, mucho menos en aquellas circunstancias, sin necesidad, porque yo le regalé mil duros... para vivir un año. Entonces, ¿en qué quedamos? No, pues lo que es yo no he colaborado a la venida del angelito al mundo. ¡Poca prisa que se hubiese dado ella a buscarme! Por otra parte..., ni su aspecto de ahora, ni su índole, ni su carácter, me autorizan para creer que haya dado el salto, es decir, que esté entregada a la circulación como un billete de banco. Luego no hay escape: cuando yo hice la memada de dejarla, encontró con quien casarse y aprovechó la ocasión. ¡Bien le ha sentado el matrimonio!... Está mil veces más guapa que antes. ¡Y yo que llegué a creer que me quería! Es decir, quererme..., no..., aunque sí, como se quiere al primero..., la novedad, la sorpresa, el despertar de los sentidos..., pero yo buscaré modo de darle a entender que no me ha engañado. ¡Cómo se habrá reído de mí! Aunque no sea más que un cuartito de hora tengo que hablar con ella y decirle: ¿Conque me querías tanto..., estabas loquita..., a mí solito?... ¡Embustera! Si hubiese creído que me querías no me habría marchado... Está hecha una real moza... ¡qué modo de andar y qué cuerpo, y qué señorío, y qué boca!... Pero, en fin, para mí es cosa perdida..., aunque nadie sabe lo que puede suceder. Si está casada con un hombre de cierta clase, vamos, de buena sociedad, persona conocida, algún día nos encontraremos en teatro, baile o tertulia, y entonces... ¡Una vez, nada más que una vez, por capricho, por el gustazo de avergonzarla! Y sin temor de ninguna clase, estando casada... todo consiste en ser prudente. No hay comparación: vale ahora infinitamente más. Antes era... lo que era: una comiquilla decentita y graciosa; ayer parecía una duquesa. ¡Daría cualquier cosa por saber todo lo que ha sucedido! A mí no me importa..., vayan benditos de Dios ella y el estúpido a quien haya pescado...; pero, ¡como yo la coja un día!..., vamos, que no me quedo sin plantarle cuatro besos y decirle cuatro verdades.»
Siguió pensando largo rato. La sospecha de que el chico fuese suyo le parecía lisa y llanamente absurda y, sin embargo, estaba dentro de lo posible. ¿Se habría casado? Todo el empeño de don Juan estribaba en persuadirse de que el tal matrimonio le tenía sin cuidado, a pesar de lo cual la hipótesis iba tomando amarga intensidad de torcedor. ¿Lo habría callado todo, engañando a un hombre o, por el contrario, le confesaría su pasado? Si lo primero, era infame y despreciable; si lo segundo, necia y sinvergüenza por unirse a quien tales tragaderas tuviese. Tal vez viviera poniendo precio a su belleza. Esta suposición era la que más daño le hacía. Casada... malo...; pero lo otro, peor mil veces. La sangre se le agolpaba al cerebro.
Cuando desmenuzando con la reflexión todas aquellas verosimilitudes y conjeturas cayó en la cuenta de que la suerte de Cristeta le preocupaba, y que además le entristecía la posibilidad de su perdición, experimentó una emoción indefinible. En el reloj del despacho sonaron las ocho de la mañana. Entonces, irritado y mohíno al considerar que había pasado la noche en blanco, se obstinó en pensar claro y armarse de sangre fría. ¿Qué diablos era aquello? ¿De cuándo acá meditaba él con semejante aquilatamiento sobre lo que hubiese podido suceder a una ex—querida? Lo cierto era que sólo había dormido un rato, y ése soñando con ella. La mayor parte de la noche fue de completo desvelo, de verdadero insomnio. Era necedad resistirse a la evidencia; desvelado... ¡y casi febril! ¡Quitarle el sueño una mujer! Y no una señora curtida en achaque de aventuras, ni una doncellita boba temible por su misma ingenuidad, ni una astuta sabedora de todas las bajezas que el hombre es capaz de cometer antes, y de las infamias que hace después, nada de esto, sino que se trataba de una mujer incauta, inexperta, gozada y abandonada. Cierto que la dejó, pero sin escarnecerla ni despreciarla. En cambio ella se vengaba turbando el tranquilo curso de su vida, haciéndole sufrir una dolorosa mortificación de amor propio y, lo que era más grave, inspirándole ideas cuyo alcance no podía calcular.
Las últimas frases que don Juan pronunció mentalmente en aquel largo y humillante monólogo fueron estas: «Sí, ¿eh?... Pues ahora me gusta más que antes... ¡ella caerá! No es que me importe, nada de eso... lo único que quiero es tenerla una vez entre los brazos... porque sí... ¿Qué se habrá figurado la grandísima tonta?»
Donde se ve que cuando el hombre tiende la red, ya está pescando la mujer
El día en que don Juan vio a Cristeta en el Retiro, fue domingo. Al siguiente, hizo el viaje en balde: procuró distraerse mirando y remirando a cuantas pasaban; mas en vano. Acaso no faltasen en el paseo mujeres guapas y elegantes, pero todas se le antojaron cursis o feas. La de bonitos pies, tenía el cuerpo atalegado; la de cintura esbelta, era antipática de rostro; la bien vestida, horrible; la hermosa, iba hecha un adefesio. ¿Sería cosa providencial? No, sino que él llevaba grabada en el magín, como única apetecible y codiciable, la que realmente deseaba.
Entretanto, la maquiavélica Cristeta estaba solita en su modesto albergue de la calle de Don Pedro, diciéndose: «Hoy me andará buscando.»
Martes. Hermoso día de otoño, aunque algo fresco. En el Retiro muy poca gente: don Juan llega de los primeros, se cansa de andar, se disgusta y siente impulsos de volverse a casa. Por fin comienzan a venir paseantes. A las cinco aparece Cristeta al término de una alameda: traje, el mismo del día pasado; lleva al niño cogidito de la mano y el coche les sigue a corta distancia. Don Juan se adelanta, acorta la marcha, la deja pasar, la alcanza y retrocede, todo sin dejar de mirarla. Ella, calmosa, serena, impasible, como si no le conociera. Fue tan marcada su indiferencia, que don Juan se dijo: «¡Tendría gracia que yo me hubiese equivocado!» Pero tornó a mirarla y se convenció de que era ella, la misma, la propia Cristeta, que tantas veces le había dicho: «¡Juan mío!» Poco le faltó para llegarse a ella y hablarla. Por fortuna se contuvo pensando: «¿Y si me pega un bufido y me pongo en ridículo? No, todavía no.» Final, el mismo de la primera vez. El coche se para, Manolito, que va en el pescante, se quita respetuosamente el sombrero. Cristeta coge al niño, lo sienta, sube y desaparece sin que don Juan pueda sorprender una mirada de reojo, ni el más leve indicio de curiosidad. Atormentado del despecho, no se le ocurre más que esto: «Un cochero de abono no saluda de esa manera; el carruaje es suyo. No me cabe duda; está casada. ¡mejor!»
Miércoles. La tarde fría, las alamedas desiertas; llega don Juan, abarca con la vista aquella soledad y piensa: «¡Si viniese ahora mismo!» Después anda un buen rato a paso largo para entrar en calor, hasta que aparece Cristeta seguida de la niñera, que trae al pequeñuelo en brazos. Comienza a soplar un Norte muy desapacible; las hojas secas, arrebatadas de los árboles, forman en el suelo ruidosos remolinos de oro. Ella se muestra más indiferente que nunca. El viento, al agitar su falda, le pega la tela a las piernas, modelando indiscretamente sus formas y dejando al descubierto los pies. Diez o doce minutos de paseo. Una turbonada; aquello se hace insoportable. Otro día perdido.
Jueves. Lloviznando. Cristeta, encerrada en casa, se distrae zurciendo ropa blanca. De rato en rato, hilos y aguja se le caen sobre el regazo. «Veremos... ya lleva tres ojeos. ¡Se me pasan unas ganas de hacerle señas para que se acerque!»
Don Juan anda mientras tanto aburriéndose en visitas y sin poder desechar de la imaginación aquellos pies que pisan la arena como sin tocarla. «Sí, el traje el mismo, menos las medias; las de ayer eran negras con lunares azules... Parece que se le han agrandado los ojos. ¡Y qué cuerpo!»
Viernes, sábado y domingo. Lluvia continuada: un temporal. Ella con jaqueca, tumbada en el sofá de Vitoria y fija la vista en la pared. Al caer la tarde, cuando escasea la luz, cree ver dibujarse sobre la blanca superficie del muro una serie de escenas en que don Juan, arrodillado a sus pies, le pide perdón con frases muy apasionadas. Por desgracia o por fortuna aquello es una visión destituida de realidad, un sueño, porque si él entrase... ¡sabe Dios!
Segundo lunes. Hermoso día, pero el piso demasiado húmedo. Don Juan piensa: «No irá», y se queda en casa leyendo. Cristeta sale. Al fin mujer. Paseo en balde. Luego, noche de insomnio pensando: «¿Estará malo?»
Martes. Sol esplendoroso, piso seco, ambiente primaveral. Casi al mismo tiempo llegan ambos espoleados por la impaciencia. Ella con otro traje: falda ceniza y abrigo muy oscuro, de paño todo bordado; sombrero gris con gran lazo y velillo; en vez de zapatos, botas. Don Juan, que va resuelto a hablar, se acobarda viendo a la niñera. «No: los criados son enemigos, no quiero comprometerla. Pero cuando viene aquí, cuando no se va de paseo a otra parte... por algo es.»
En estos y parecidos lances, es decir, sin ninguno notable, transcurrieron veintitantos días.
Por fin, una tarde, cuando don Juan iba por frente a la Cibeles, dirigiéndose al Retiro, vio a la niñera sola con el chico. Buscó con las miradas a Cristeta; pero en balde, y se dijo: «Ésta es la mía.»
La niñera era pequeña, menudita, lista, graciosilla y achulada; un aperitivo o un hors d'œuvre, si don Juan no tuviese puesto en más alta empresa el pensamiento. La chica, llevando al pequeñín de la mano, se dirigía hacia la parte del Prado donde paran los cochecillos tirados por cabras o burritos para recreo de niños. «Bueno—pensó don Juan—; luego vendrá la madre a buscarles.» Una hora fue siguiéndoles a larga distancia y gruñendo entre dientes: «¡Que haga yo esto!»
Las cinco; Cristeta no viene y la niñera endereza los pasos hacia la Carrera de San Jerónimo; don Juan no aguanta más y, colocándose junto a ella, le habla de este modo:
—Cuerpo bonito..., ¿vamos de retirada? Parece que hoy no ha salido la señorita.
—¿Y a usted qué se l'importa?
—No te atufes, mujer; cuando te lo pregunto, por algo será.
—Es que yo no sé quién es ustéz.
—¿Crees que te voy a comer?
—Ya... como que no soy hierba...
—¡Qué mal genio tienes y que reguapa eres!
—Es que no quiero músicas y no se meta usted conmigo, que yo voy por mi camino y la calle es del rey.
—No seas tonta y baja la voz. ¿Qué trabajo te cuesta contestarme a cuatro preguntas? No te arrepentirás; mira que soy muy agradecido.
Julia se detuvo diciendo al chiquitín:
—Aguarda, hijo, que este cabayero me va a sacar de pobre.
—Tu señorita se llama doña Cristeta, ¿verdad? ¿Dónde vivís? ¿Cómo se llama su marido? ¿Cuánto tiempo hace que están casados?
—¡Pero, hombre, se l'a figurao a ustéz que soy catecismo pa responder a tantas cosas!
—Bueno, pues dime lo que sepas.
—¿No ve ustéz que entavía soy yo muy joven pa ese oficio?
—No seas tonta. Lo que ganas tú en dos meses te lo doy yo en un minuto. Por hablar nadie se pierde.
—Sigún... y yo no quiero líos.
Don Juan sacó del bolsillo del chaleco cuatro monedas de a veinte reales y quiso ponérselas en la mano.
—¿Va usted a comprar la barandilla del Prao?
—Toma, mujer.
Ella hizo un movimiento como para alargar la mano; pero de repente se echó hacía atrás esquivando el cuerpo y diciendo rapidísimamente:
—Quitesusté pa un lao que viene el coche con la señora...—y en voz baja, muy baja, añadió—: Agur, hasta otro día, cuando me vea usted sola.
Don Juan, iluminado de súbita inspiración, repuso también muy aprisa:
—Aquí mismo, a esta hora, la primera tarde que llueva. No te arrepentirás.
Julia no había mentido. La berlina bajaba echando chispas por la Plaza de las Cortes. El cochero, al ver a la niñera, detuvo; abrió Cristeta desde dentro la portezuela y subió la chica con el nene.
*
* *
Como si el diablo fuese ordenador del tiempo en perjuicio del amor, tardó bastantes días en llover, con lo cual don Juan comenzó a desesperarse; tanto, que pensó en dar un golpe decisivo para inquirir dónde vivía Cristeta. Pensó primero en que lo averiguase Benigno, su ayuda de cámara; pero Julia era guapa, el hombre podía encapricharse... Resolvió hacer la diligencia por sí mismo.
Una tarde fue al Retiro en una victoria tirada por un buen caballo, con cochero previamente instruido y seguro de ser gratificado. Debía éste, mientras don Juan pasease a pie, no perderle de vista, aproximarse a una seña convenida y seguir luego tras la berlina de Cristeta. La traza no era mala; pero falló. Manolo fue más listo, su caballo mejor y el cochero de don Juan se quedó rezagado en un cruce de calles, donde hubo confusión de carros y carruajes.
A esta intentona siguieron varios días de buen tiempo en Madrid, y de mal humor en don Juan, porque ni la señora ni la niñera aparecieron por el Retiro ni el Prado.
Cristeta dejó de ir a paseo y no permitió salir a la chica, con objeto de excitar y enardecer más la curiosidad de don Juan; pero a la par que esto hacía por reflexión, se apoderó de ella tal impaciencia que estuvo a pique de escribirle diciéndole con terrible laconismo: «Ven.» Por supuesto que si lo hace él se presenta de fijo en su casa o dondequiera le citase, sin miedo a marido, aunque fuera más temible que el Gran Turco. El pobre don Juan estaba rabioso por lo que le sucedía. Más de un mes llevaba perdido en persecución de una mujer a quien dos años antes había considerado peligrosa. «En realidad—pensaba, tratando de explicarse su conducta—, esto es... una locura... un capricho. (Cuando en materia de amor el hombre califica su gusto de capricho, es que está ciego de amor propio.) Nada más que un capricho. ¿Se ha casado? Ha hecho bien...; pero de mí no se burla una mujer a quien he tenido en los brazos. Yo le enseñaré quién soy. Cuando se me antoja una la logro, y cuando quiero la dejo, y luego, si me da la gana, vuelta a empezar. Una noche... una tarde... una hora, y después vaya bendita de Dios. Aunque esté casada con el mismísimo Padre Santo. ¡Se ha puesto tan guapa!»
Hasta entonces nunca había entrado en sus teorías ni en sus prácticas intentar la repetición de semejantes aventuras, porque despreciativamente calificaba esto de reincidencia vergonzosa. Pero ¿era sólo amor propio lo que ahora le impulsaba al quebrantamiento de tales doctrinas? No; y la demostración, terrible por cierto, consistía en que, desde la tarde del primer encuentro con Cristeta, no se le había ocurrido acercarse ni conocer, en sentido bíblico, a ninguna mujer. Y fue sin premeditarlo, como si por instinto ahorrara brío, esfuerzo y terneza, ilusionado con la esperanza de que se presentase la ocasión de reanudar la lectura del poema estúpidamente interrumpido en Santurroriaga.
Cuando, a fuerza de reflexionar sobre su situación, se dio cuenta de aquella castidad, experimentó una sensación rarísima, mezcla de terror y vergüenza: lo primero, porque le espeluznaba la perspectiva de que una mujer le absorbiese y tiranizara el pensamiento; lo segundo, porque para un hombre como él era ridícula semejante continencia. Quiso entonces persuadirse de que no estaba cautivo de una idea fija, de que el fantasma de Cristeta no le había sorbido la voluntad, y determinó visitar a cualquiera de aquellas antiguas conocidas suyas, y de otros, siempre dispuestas a representar papel de Danae no por una lluvia de oro, sino por unos cuantos duros.
A fuer de inteligente y delicado en cosas de amor, era don Juan, aunque no invulnerable a la seducción poco sensible a los halagos de vengadoras, momentáneas y horizontales. No le importaba que le costase caro el viaje a Citerea; pero sentía repugnancia invencible a pagarlo al contado, como si besos y caricias fuesen guantes y corbatas: gustábale, por el contrario, dejar espacio entre el placer y la remuneración para poetizar y envolver en voluntarias ilusiones lo prosaico de la realidad, prefiriendo gastarse muchos centenares en un regalo a dejar unos pocos sobre una mesa de noche o dentro de un sortijero. Y tenía razón: ¿dónde hay cosa que tanto descorazone y repugne como besar a una mujer y cinco minutos después darle dinero? ¡Todo se puede perdonar al oro menos que sirva para comprar el amor!
El resultado de esta quintaesencia de romanticismo bien entendido, era que no conocía gran número de pecadoras. En cambio, aquellas a quienes trataba constituían la flor y nata del gremio; el estado mayor de los ejércitos del diablo. Unas, nacidas en baja condición, fueron encumbradas en virtud de su belleza; otras habían trocado la miseria vergonzante de la clase media por el esplendor lujoso de la corrupción. A todas sirvió de escabel la imbecilidad de los hombres.
¿Cuál sería la que él utilizase de modus vivendi y como remedio pasajero a la soledad que le atormentaba? ¿A cuál de ellas se dirigiría?
¿A la encantadora Elvira? Cierto que tenía el cuerpo escultural, vivificado por venas azuladas que parecían serpear entre tibia carnosidad de rosas; mas su belleza estaba deslucida porque, teniendo el pelo tan negro como las bayas de la yedra, había dado en la estúpida manía de teñírselo de rubio lino. Además, era muy bestia, no podía sostener una conversación, y con ella el dúo del amor casi se convertía en triste soliloquio.
¿Enriqueta? Lánguida, esbelta, pálida y ojerosa, parecía sentimental y romántica; pero al comer devoraba, bebía como un tudesco y amaba con estremecimientos de epilepsia: pecar con ella no era rendir grato tributo a la Naturaleza, sino hacer un favor.
¿Flora? La cara valía poco: chatilla y morenucha; lo demás, admirable, el pecho como de Venus victoriosa, las caderas con curvas de ánfora, las piernas como de Diana Cazadora; por mirarla desnudarse hubiera Orestes prescindido de su venganza. Pero luego, no había que contar con ella: en la situación culminante del coloquio amoroso se quedaba insensible, entreteniéndose en seguir con la vista los dibujos del papel de la pared o contando las estrías de las columnillas de la cama. Hacía concebir grandes esperanzas y acababa prestándose al amor como a una servidumbre. Durante el prólogo, sus sonrisas eran un estímulo; después, una mueca de doloroso hastío.
¿Araceli? ¡Pobre muchacha! Tez de rosa enfermiza, piel dorada con reflejos de ámbar. Cuando se destrenzaba el pelo, dejándolo caer suelto hebra a hebra en torno del cuerpo, envolviéndose en un manto de oro luminoso, parecía la diosa del pudor. ¿Por qué estaría siempre triste? Bajo los rasgos de lápiz azulado con que se agrandaba los ojos brillaba perpetua humedad de lágrimas. ¿Qué habría en su alma? ¿Laxitud de pecadora cansada o nostalgia de castidad atropellada?
¿Marcela? Guapísima, juguetona, sensual, elegante, mimosa y zalamera hasta el punto de aparentar que se entregaba ilusionada; pero... la codicia en persona. No hablaba más que de previsión, ahorros y peluconas. Oyéndola sin mirarla, podía uno imaginar que escuchaba consejos de pariente tacaño. Un día, entre gatadas y bromas, le quitó a un amante dos perlas de la pechera, y retorciendo una horquilla de las llamadas invisibles, con su alambre finísimo improvisó un par de pendientes, y se quedó con ellos.
¿Mercedes? La mentira en todo su esplendor. Afectaba exceso de pasión; una noche de caricias suyas rendía más que tres días de caza.
¿Alberta? El tipo de la gran señora frustrada; no era cortesana por miedo al trabajo, sino por ansia de brillar; hablaba inglés y francés; leía a Byron y Musset en el original; el membrete de sus cartas ostentaba este lema: Una para todos y todos para una. Sus manos eran de reina, sus pies de niña, los ojos como violetas claras mojadas de rocío..., pero tenía en su casa para abrir la puerta una hermana de dieciocho años, tísica, que daba compasión. ¡La antesala del placer parecía custodiada por el ángel de la muerte!
¿Leonor?... No la recordaba bien... ¡Ah, sí! La insaciable; hembra peligrosísima. A semejanza de Diógenes, siempre andaba buscando un hombre.
¿Blanca? La hermosura sin alma, la coquetería sin delicadeza. Poseía la ciencia de vestirse e ignoraba el arte de desnudarse.
Margarita..., Paz..., Asunción...; profesionales vulgares que no sabían más que entregarse como insensible mercancía a tantos o cuantos duros vista. ¡No! Ninguna le servía. Pobres imbéciles condenadas a vender lo inapreciable. ¡Farsantas de la comedia del amor, incapaces de imitar la poesía de la realidad! ¡Ah, Cristeta! Tú, amante toda verdad, sinceridad y entusiasmo, ¿dónde estabas? ¡Tú, la única que en cada beso daba un poco del alma! ¡Sólo poner tu nombre junto con los de aquellas desgraciadas, era ofenderte!
Don Juan no estableció comparación ni paralelo entre ella y las sacerdotisas de Venus; pero instintivamente, sin quererlo, a cada cuerpo, a cada rostro, a cada boca, a cada rasgo femenino que evocaba, le parecían superiores el cuerpo, el rostro, la boca y el recuerdo todo de Cristeta. ¿Por qué la dejaría? Y ella, ¿cómo se había entregado a otro hombre? Lo primero fue insensatez; lo segundo pedía venganza.
Don Juan iba excitándose por grados. ¿Qué sería aquello? ¿Vanidad herida, amor propio humillado, capricho incompletamente satisfecho? Cristeta le ocupaba el ánimo, le absorbía la voluntad y le llenaba el pensamiento. En ninguna encontró aquella rara mezcla de amor ardiente y de cariño impecable, aquella voluptuosidad empapada de ternura, ni aquel sensualismo exento de vicio. ¡Los labios de fuego, las miradas castas! ¡Ah, necio y mentecato, que por propia culpa la perdió!
«Ella..., ella ha hecho bien en casarse, o en regalarse a quien le haya dado gana. La demostración de lo que vale—se decía él—está en la conducta que observa. En el Retiro ni una sola mirada, y luego ha dejado de ir. Indudablemente no va porque cuando me ve, sufre.»
¡Qué mezcla de risa, gozo y orgullo hubiera experimentado Cristeta si por arte de magia le fuese dado asistir a tales monólogos! Y generalizando el caso, ¡cómo se reirían las mujeres de los hombres si les vieran pensar!
*
* *
A todo esto sin llover; es decir, don Juan, imposibilitado de hablar con Julia, la niñera, que ni se acordaría tal vez de la cita.
En cambio, fue a todos los teatros de Madrid, visitando varios cada noche; asistió a estrenos, funciones de beneficencia y turnos distintos; todo en balde. «No la dejará su marido, o no querrá ella separarse del niño. ¡Claro! Una mujer así tiene que ser buena madre. Además, le dará pena ir al teatro... ¡sitio en que me conoció! La verdad es que me he portado muy mal. ¿Cómo buscarla sin comprometerla?... ¿Cuándo lloverá? ¿Se acordará Julia?» Poco faltó para que mandase hacer rogativas.
Por fin llovió, y con tal abundancia que acudir a la cita era ponerse hecho una sopa.
Se calzó fuerte, se puso el impermeable y bajó al Prado, yendo a colocarse ante la fuente de Neptuno, con los pies en un lago, el diluvio en torno y la imaginación barrenada por la impaciencia. Transcurrió media hora: según el reloj treinta miserables minutos; para el pensamiento, treinta siglos de malestar y desesperación. Repentinamente su espíritu se inundó de luz. A distancia de cien metros apareció Julia, paraguas en mano pisando adoquines, saltando charquitos, tan airosa como indecorosamente arremangada. Al llegar a cuatro pasos de él, dijo chulescamente:
—Oiga usted, señorito, ¿me tié usted que contar muchas cosas ú es que vamos a hacer de patos?
—Nos meteremos en un portal.
—¿Y si pasa alguno que me conozga y lo cuenta?
—Tienes razón; vámonos a un café, sígueme.
Andando muy de prisa, llegaron a un cafetín cercano a la calle de Atocha, sentáronse y acercóseles el mozo:
—¿Qué va a ser?
—¿Qué quieres tomar?—preguntó don Juan a la muchacha.
—Café con media de abajo.
—Pues yo... chica de cerveza.
—Hasta en botella le gustan a usted.
—Si son como tú, ya lo creo.
—No me peino pa señores. Conque hable usted claro, que estamos lejos y cae agua.
El lugar era ignominioso: un café con tabladillo para cantadores, banquetas más destripadas que caballo de picador, el techo ennegrecido a fuerza de humo, el ambiente apestando a tabaco de colillas, el piso escurridizo y viscoso de saliva; al fondo, un mostrador lleno de vasijas sucias y, en último término, una entre cocina y cueva, especie de laboratorio infernal consagrado al dios Cólico. El local casi desierto. Sólo en un rincón una pareja de chula y chulo, a quienes se oía decir:
Él.—Tres pesetas...; anda rica, tres pelas.
Ella.—Tres pares de cuernos..., so gandul.
Él.—Te voy a cortar la cara.
Ella.—¿La traes afilá?
Luego él cuchicheaba requiebros; la mujer sonreía lascivamente y, después, sobre el mármol del velador, sonaban cuartos.
Sirvió el mozo lo que le habían pedido; comenzó don Juan haciendo muecas al beber cerveza, quitó la chica un pelo que traía la tostada y, guardándose las sobras del azúcar, habló de este modo:
—Ya he dicho que vivo lejos.
—¿Dónde?
—Es que si paece usted por allí y huele mi señorita que tengo yo la culpa, me planta en la calle.
—¿Tu señora se llama doña Cristeta Moreruela?
—No señor, es decir, Cristeta sí que se llama, pero el apellido es Martínez.
—¡Imposible!
—Pos si lo sabe usted, ¿pa qué he hecho yo esta caminata? El señor se llama Martínez, conque sacusté la consecuencia.
—De modo que está casada, ¿desde cuándo?
—Ende que le dijeron los latines, si se los han dicho.
—¿No estás segura?
—Segura no, porque no me convidaron; lo que sé es que el señor está en Felipinas ú en la Habana, de cierto no sé... vamos, en América. Escribe toos los correos y manda el conquibus, y la señora no para de hablar del amo, y es buena, aunque tié el genio mu soberbio, y no se visita con nadie.
—¿Hacía cuándo crees tú que se casaron?
—El niño tié veintiséis meses, conque...
—Y él en la Habana, ¿qué hace?
—¿Qué ha de hacer? Empleao. En la primavera viene.
Al decir primavera, Julia sonrió sin que don Juan lo notase, porque se había quedado muy pensativo. De pronto, exclamó:
—Bueno, mujer. Pues... yo te pagaré bien, ¿entiendes?; pero desde hoy a quien sirves es a mí.
—Eso no pué ser.
—¿Por qué?
—Porque me va usted a pedir cosas que... me tendré que ir de la casa y no me trae cuenta, porque el señor, cuando venga, va a emplear a mi papá en consumos.
—Yo emplearé a tu papá y a toda tu familia.
—¡Qué fuerte se conoce que le ha entrao a usted! Por supuesto que no me extraña, porque a mi señorita toos los hombres se la comen con los ojos...; verdad que se quedan iguales, con las ganas.
—Debe de ser muy buena.
—Mal genio; pero tocante a... vamos, a eso que usted anda buscando, me paece a mí que es perder el tiempo. En fin, yo haré lo que usted me mande, con una sola condición: que no parezga usted por donde vivimos, a lo menos hasta que...
—¿Hasta que nos arreglemos?
—Cabalito.
—Te lo prometo; me ayudas, te pago bien, y por ahora no pongo los pies en vuestro barrio. Otra cosa: ¿son ricos? ¿Cómo tienen puesta la casa? Aunque yo no haya de ir... ¿dónde vive?
—Vaya... pues... la calle no se la digo a usted, vamos, que tengo mucho miedo a que me despidan.
Don Juan fingió resignarse con la negativa, y formó propósito de irse luego siguiendo de lejos a Julia. Ésta continuó:
—El cuarto es manífico, de casa grande, muy hermoso, con vistas a un jardín antiguo. Los muebles buenos; pa la compra dan cuatro ú cinco duros diarios, y la señorita gasta unas ropas blancas muy ricas.
Don Juan permaneció un instante silencioso y luego dijo:
—Bueno, pues lo primero es que me averigües, con seguridad, si están casados, y el punto, el pueblo donde está él, y qué empleo tiene. Además, le entregarás esta carta a la señorita... y esto para ti.
Dicho lo cual, alargando la mano por bajo de la mesa, colocó sobre la falda de Julia cinco monedas de a duro. El mágico efecto que causaron se reflejó en la respuesta:
—¿Y cuándo nos golvemos a ver?—dijo embolsando carta y dinero.
—Si contestara...
—¡Están verdes!
—Pues cuando le des la carta o la hayas puesto donde la coja, al otro día haces una escapada.
—Muy tempranito ha de ser.
La perspectiva de un madrugón disgustó a don Juan; pero repuso bravamente:
—¡No importa!
—¿Sabe usted el jardinillo de la Plaza Mayor? Pues... pasado mañana a las siete y media.
—De siete y media a ocho.
—Corriente.
—Adiós.
Julia salió del café arrebujándose en el mantón; don Juan pagó en un abrir y cerrar de ojos, se echó a la calle, miró en todas direcciones deseoso de ver a la muchacha para seguirla y... nada; como si se la hubiese tragado la tierra. Se acercó a una esquina cercana, luego a otra un poco más distante, se paró, tornó a mirar hacia los lados, de frente; todo fue inútil.
La grandísima pícara estaba escondida en una tienda de ultramarinos inmediata al café: desde allí observó los movimientos de don Juan hasta que le vio marcharse despacio, tan mohíno y preocupado, que, a pesar de la lluvia, llevaba el impermeable sin abotonar, y la cabeza tan caída sobre el pecho, que el agua le iba entrando por el cogote.
Luego que le perdió de vista salió ella de su escondrijo. La risa le retozaba en el cuerpo, con los dedos metidos en la faltriquera iba palpando los duros, y de trecho en trecho, temerosa de ser seguida, volvía la cara. Precaución inútil. Don Juan marchaba en dirección contraria, y de tan mal humor, que ni siquiera dirigía una mirada a las mujeres que, al cruzar las calles enlodadas, se recogían las faldas, enseñando algo de lo que a él tanto le gustaba.
Donde se prosigue la demostración de que el amor puede hacer astuta a la engañada y crédulo al engañador
La carta confiada por don Juan a Julia y leída con avidez por Cristeta, decía lo siguiente:
«Sé que no tengo derecho a pedirte nada, ni lo merezco, pero es necesario que hablemos una sola vez; cinco minutos, donde tú quieras. Puedes escribirme a mi casa con entera confianza. Creo inútil firmar.»
Cristeta pensó: «¡Qué lacónico y qué escamado! Lo que él quiere es visita, entrevista para empezar a mentir, ponerse cariñoso y volverme loca. No, pues todavía no.»
Llegado el día de la segunda cita entre Julia y don Juan, éste acudió primero. A las siete y cinco estaba embozado en la capa y dando vueltas por el jardinillo de la Plaza Mayor, que aparecía envuelta en la neblina llorona y gris de la mañana. Paseo arriba, paseo abajo, empezó a monologuear como todo el que espera:
«Esto es levantarse con el sol; estoy convertido en pájaro; no me falta más que trinar..., todo se andará. ¡Cuánto tiempo hacía que no madrugaba!; desde que troné con la devota. ¡Buen catarro me hizo pescar en las Jerónimas! ¡Y qué habilidad tenía para entrar y salir en una iglesia sin que la conociesen! Cualquiera hubiese creído que eran dos mujeres distintas; entraba muy de prisa, inclinada la cabeza sobre el pecho, recogida la falda, tan caído el velo que no se le veía más que la punta de la nariz; salía derecha, irguiéndose para parecer más alta, suelta la falda, el velo echado hacia atrás y pisando fuerte; nada, dos personas distintas. Recuerdo que usaba un escapulario tamaño casi como un ladrillo, pero muy perfumado con heliotropo blanco, y dentro del cual escondía el retrato de su primer amante. Yo creo que era sinceramente religiosa. Una tarde, mientras se quitaba el corsé, me dijo: «Mira tú si el Señor es bueno que, según la doctrina, lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas, y fíjate en que no dice sobre todos los hombres.» Los días en que se confesaba me decía entre caricias y besos: «Chico, esto es coser por la mañana y deshacer la labor por la noche.» ¡Pobre muchacha! Luego quiso seducirla un cura, y se hizo escéptica. ¡Con qué poco se pierde la fe! ¡Bah! Aquello pasó... Ya tenía yo olvidado el Madrid de por la mañana. Lo mismo está hoy que cuando iba yo a la Universidad. Puestos de buñoleras, burras de leche, traperos, cocineras, albañiles con blusa y tartera, el carro de la basura con un barrendero encima que parece un cónsul romano preparándose para entrar en triunfo, alguna pareja de estudiante y modista... ¡quién fuera él!... y yo aquí hecho un imbécil esperando a una niñera..., ni más ni menos que un soldado... Esa es la estatua de Felipe III o Felipe IV, no estoy seguro... igual da. ¡Aquella sí que era buena época! Capa, espada, linterna, escala, un buen criado, en las comedias antiguas les llaman lacayos, el bolsillo bien repleto de doblas... y a perseguir tapadas. ¡Famosa debía de estar la corte! Libertad no habría; pero en cuanto a divertirse, cada oveja con su pareja..., mejor que ahora. Ellas siempre encerradas como monjas; así que cuando podían salir o meterle a uno en casa, se volvían locas. Y eso que había frailes. ¡Los frailes! Eran sabios que en materia de agricultura recogían sin sembrar, y en amor sembraban sin recoger. Yo tengo la preocupación de creer que no hay español que no tenga en las venas sangre de fraile... Siempre que se me ocurre una idea mala, digo: esto, esto es atavismo, reminiscencia del padre Tal o Cual, que debió de tener algo con alguna de mis abuelas... El Madrid de hoy es insoportable. Todos los pisos bajos son tiendas, apenas hay rejas. ¿Cómo se las arreglarían ahora aquellos galanes? ¡Qué cosas se les ocurrirían a Villamediana y a Quevedo, viendo este Madrid, que tiene la Plaza de Oriente al Norte, la estatua de la Comedia delante del teatro italiano, y aquí en la Plaza de la Constitución la estatua de un rey absoluto! ¡Cuánto disparate!... Pero, ¿no vendrá esa chiquilla? ¿Se estarán burlando de mí? No: Cristeta no es capaz... ¿Estará realmente casada?... Importarme, no me importa nada; pero me mortificaría que conmigo presumiese de incorruptible...»
A las ocho menos cuarto apareció Julia bajo el arco que da a la calle de Toledo. Al verla, se dirigió hacia ella con mal disimulada impaciencia:
—¿Qué hay, buena pieza?
—Pos verá usted. Lo primero que se me ocurrió fue decir a la señorita que, estando yo en el portal, yegó un cabayero a dejar una carta, y que como no estaba la portera, la tomé yo. Por lo pronto no se malició nada; pero luego en cuantito que la leyó, se tragó la partida.
—¿Y qué cara puso?
—Sabe más que Lepe, Lepijo y toda su parentela. Me llamó, se encaró conmigo, y me dijo que la carta me la habían dao a mí diretamente, y que si tomaba otra, me plantaba en la calle.
—Bueno; pero ¿crees tú que fue pamema o que se incomodó de veras?
—Le diré a usted; yo salí del gabinete haciendo como que me largaba a la cocina, y me planté detrás de la puerta, y por una rendija miré... Se quedó más blanca que el papel..., luego se sentó de espaldas; pero me pareció que yoraba, lo cual que no me lo explico.
—Vamos por partes: ¿te preguntó las señas del caballero de quien tomaste la carta?
—Sí, y dije: buen mozo, con barba corta y bigote largo, bien plantao, mu fino... en fin, usted.
—Gracias, prenda. Pues mañana tienes que venir aquí para que te dé otra carta.
—Mire usted que me despiden.
—Calla, y escucha. Te daré la carta y la dejas sobre un mueble donde ella la vea, Si riñe, hemos concluido, y pensaremos otra cosa: si calla, ya sabemos a qué atenernos. Tú sírveme bien, y no te importe lo demás. Toma, para ti.—La propina fue respetable.
—Me paece a mí que me está usted metiendo en un berenjenal. A ver si usted se come el queso y yo pierdo el pan.
—Yo lo remediaría. Otra cosa. Por lo que pueda ocurrir, es indispensable que me digas dónde vivís.
—Bueno, pues mire usted, yo se lo diré a usted en cuanto huela que la señorita está por usté; antes no porque me quedo en mitá de la calle: luego ustés harán lo que quieran; pero le azvierto a usted una cosa, y es que..., la verdad, yo no sé si la señorita el día de mañana le pondrá a usted buenos ojos, no la conozgo bastante... y ya sabe usted lo que son las señoras...; lo que sé, de seguro, es que tiene mucho miedo a la vecindaz, que está llena de amigas y conocías suyas por toos laos; en casa no entra dengún señor... y, en fin, que en cuanto se asome usted por allí, ha perdío usted el pleito. Como veo que es usted una persona decente, no le quiero engañar. ¿Sabe usted lo que le digo? Y mire usted, que aquí donde me ve usted tan joven, he servío en muchas casas.
—Habla mujer.
—Pues que de yevar el gato al agua tié que ser en otro barrio; pero mu lejos. Con el caráter y las cercunstancias de mi señorita, tié usted que ir a robar lejos, como los gitanos.
—Puede que tengas razón. En fin, por ahora seguiré tu consejo. Sin embargo, a pesar de esto, quiero resueltamente que me digas dónde vivís; yo no pareceré por allí, pero necesito saberlo. Y vive tranquila; lo que a ti te trae cuenta es estar a bien conmigo. Conque habla, pimpollo.
Julia fingió vacilar, y por fin repuso:
—Bueno, pues vivimos en la calle de Don Pedro, número 20, la única casa que tié jardín con tapias mu altas que dan a otra calleja estrechisma. Pero ya le diré yo a usted cuándo tié que dir por allí, no vaya usted a ensuciarlo too por pricipitación.
—Corriente. ¿Vendrás mañana por la carta?
—Sí: agur, que se va a levantar el ama.
—Adiós, salerosa. ¿Sabes que me gustas?
—¿También le gustan a usted las sirvientas? Pa mucha gente quiere usted servir a la vez.
La segunda carta fue redactada en estos términos:
«Cristeta: No quiero resignarme a que conserves mal recuerdo de mí. Es necesario que te explique muchas cosas. Concédeme unos cuantos minutos, y no volveré a molestarte nunca. Sé que la única persona a quien puedes temer no está en Madrid. Espero con impaciencia un recado o dos líneas tuyas. Recibe un respetuoso saludo de
J.»
Nuevo intervalo de veinticuatro horas, y nueva entrevista de la niñera con don Juan al pie de la estatua de Felipe III. ¡Triste cosa, ser rey y presenciar alcahueterías!
La mañana, extremadamente fría; lluvia mentidita de calabobos; don Juan ojeroso y falto de sueño; la chica burlona, desenfadada y alegre.
—¿Qué hay?
—Rigular.
—Explícate.
—Dejé la carta encima del tocador, entré poco después y la estaba leyendo mu seria. En seguida la rompió en pedacitos y la tiró a la chimenea, diciendo, como para que yo me hiciese cargo: «Ya se cansará.» Después me se quedó mirando clavá, y dijo: «Muchacha, ¿tú te has empeñao en irte a servir a otro lao?»
Don Juan hizo un gesto de disgusto: Julia prosiguió.
—Pero lo que yo me digo: cuando no me ha despedío ya..., es güena señal. Y ha de saber usted que no me lo esperaba yo; creí que la señorita sería más dura de pelar; pero desengáñese usted..., pa ver picardías no hay más que servir a las amas. Crea usted que nosotras nos vamos con un hortera o un soldao; pero lo que es las señoras, en viendo cabayeros... como si no fueran tales señoras.
—Tienes razón.
—Por supuesto que también los hombres son negaos: no lo tome usted a mala parte; pero ¿se le figura a usted que el marío de mi ama no está dejao de la mano de Dios pa dirse a la Habana ú donde sea, mientras ella está tan reguapa que da gloria, y más fresca que una rosa? Lo que yo digo: si él está en el otro mundo, ella como si estuviera viuda, y las viudas son del diablo.
—¡Ah! Bueno, y ¿qué hay de eso? ¿Cuándo se casaron?
—Verá usted: me ha dicho la cocinera, que es la más antigua, que el señor es bastante mayor, no viejo, ¿eh?; pero la yeva veinte años, lo menos. Se conocieron fuera de Madrid, en un pueblo donde hay mar, ya va pa tres años, y el casarse fue por la posta. Vamos, que les entró muy fuerte... como a usted ahora.
—Sigue.
—Luego, hace tres meses, el señor, que estaba empleao aquí, se ha ido a la Habana; dicen que es pa tener no sé qué categoría o señorío, y golverse y cobrar más; después, si se muere habiendo estao allí, porque él ha estao antes también, pues, si se lo lleva Pateta, le deja mu buena orfandad a la señora.
—Viudedad, mujer, viudedad.
—¡Ah! me se olvidaba lo mejor. A la cocinera le han dicho que la señorita había sido de las que trabajan en el treato.
—Eso debe de ser una paparrucha. No tiene trazas de cómica. Lo que has de averiguar es si tiene unos parientes estanqueros, y si habla de que vuelva pronto tu señor.
—De parientes nunca habla, como si fuera inclusera. El señor tié que estar allá un año... le faltan nueve meses. Ingénieselas usted ahora mientras él está allá..., en golviendo..., pues, entonces... ya ¡maldita la falta que le hace usted a ella!
—Bien, hija, bien. Eres jovencita; pero piensas claro.
—Lo que la enseñan a una. En fin, yo me tengo que largar. ¿Manda usted algo? ¡Ah, me se olvidaba una cosa que l'importa a usted mucho! Según la cocinera, el amo es muy bruto... ¡conque, ojo al Cristo!
—¿Cómo?
—Que es hombre que gasta malas pulgas, y si se entera de que usted u otro cualisisquiera anda buscándole las vueltas pa torearle, pues, a la señorita y a usted, ú al que sea, lo hace polvo. El tal señor de Martínez es atroz de grosero y de mal hablao.
—Me tiene sin cuidado. Lo principal es que yo me haga simpático a la señorita..., luego..., si viene ya nos las compondremos como podamos. Vamos a lo que importa. Mira..., mañana..., no, mejor ahora mismo, espera. Vengo prevenido para ver si me ahorro otro madrugón.
Sacó de la petaca una tarjeta, un sobre pequeño y un lápiz; miró en torno, y convencido de que la gente que pasaba no era tal que pudiese conocerle, hizo ademán de escribir sosteniendo la tarjeta en la mano izquierda.
—Poco cabe ahí—dijo Julia mirando el pedazo de cartulina—. ¿Sabusté lo que le digo? Póngala usted a la señorita que si no contesta se plantifica usted en su casa pa hablar con ella, y apuesto las orejas a que, por miedo, contesta. En fin, así sabrá usted si da lumbre, porque hasta hoy está usted como alma en pena.
«¡Oh malicia, oh ingenio, hasta en los más humildes resplandeces!»—pensó don Juan y añadió en voz alta:
—Hablas como un libro.
En seguida escribió estas líneas:
«Cristeta: Esto y resuelto a que nos veamos. Si no me contestas, si no accedes a ello, pasado mañana, sin falta, me presentaré en tu casa. Date por avisada. Perdóname; pero ni puedo ni quiero estar más tiempo sin hablarte.
Tuyo, Juan.»
Metió en el sobre la tarjeta, se la dio a Julia, despidiéronse, y ya estaban a punto de separarse, cuando él, por precaución para lo sucesivo, dijo:
—Oye, por si yo te necesito o tú tienes algo nuevo que decirme, cada dos días por la mañana, a la misma hora de hoy, aquí nos veremos. ¿Vendrás?
—Bueno, vendré; pero usted las lía de tanto madrugar.
Y cada uno se fue por su camino.
Poco después, don Juan, resuelto a seguir el consejo de Julia, quiso, para orientarse, conocer el terreno que acaso habría de pisar, y tomando un coche de punto, encargó al simón que pasase despacito por la calle de Don Pedro.
Se quedó asombrado. La casa de que Julia le hablara era la de los duques de Barbacana, una de las más antiguas y señoriales de Madrid, un edificio de mediados del siglo XVIII, caserón destartalado, con honores de palacio, formando esquina con una calleja inmediata y rodeado de altas tapias, tras las cuales se alzaban unas cuantas acacias. «No cabe duda—se dijo—, la casa de los de Barbacana. Pues les costará carísimo. ¿Con quién se habrá casado esa mujer? ¿Qué señor Martínez será ese? ¿A que está nadando en la opulencia y resulta inútil cuanto yo intente?»
Al tornar hacia el centro de Madrid, llevaba la cabeza llena de dudas, conjeturas y suposiciones. La vista de aquella fachada con grandes huecos, el portal enarenado y lleno de tiestos, el arranque de la escalera alfombrada, el farolón monumental y, sobre todo, la grave figura del portero augustamente envuelto en un levitón con cada botón como un platillo, y con gorra de cinta blasonada, aquel conjunto de señorío rancio y fortuna segura, le dejó estupefacto. «¡Qué barbaridad! Pues aunque los duques vivan en el principal y alquilen el segundo y sea interior, lo menos... ¡qué sé yo cuánto! ¿Se habrá casado con el administrador y les darán casa? No, porque no estaría él en América.»
Don Juan empezó a creer que la situación se complicaba. Cristeta debía de estar rica, y no necesitaría para nada de su antiguo amante; además, era mujer capaz de entregarse, pero incapaz de venderse; por último, también pudiera suceder que estuviese enamorada de su marido. Al ocurrírsele esta idea frunció el entrecejo, y pasándose la mano por la frente, pensó: «¿Enamorada del otro? ¡Imposible! Pero... ¿y a mí qué? Mejor. Lo esencial es que se ha puesto hermosísima, mucho más guapa que antes. En fin, tengo ese capricho y me da la gana. Ha engordado..., antes tenía el pecho como de ninfa jovencilla, hoy debe de tenerlo como la diosa de la abundancia. ¡Me da una ira pensar que el burro de Martínez!... No es que yo me arrepienta; pero la verdad es que anduve algo precipitado en dejarla.»
Evocando recuerdos se le vinieron a la imaginación muchas cosas. Ninguna mujer poseyó que fuese tan cariñosa. ¡Qué modo de echarle al cuello los brazos! ¡Pues y aquella lánguida monería con que se le ceñía al cuerpo, posando la gentil cabeza sobre su hombro! Sin saber cómo, se le caían las horquillas, y el pelo suelto, rizoso y perfumado le rozaba la frente. Lo particular era que la sensualidad, la parte grosera del amor, permanecía en ella velada por un pudor admirable. Jamás habló de resistencia, ni de perdición, ni echó en cara lo que daba, ni tuvo miedo, ni alardeó de doncellez. Se dejó poseer con prodigiosa naturalidad, como quien tiene sed y bebe agua, pareciéndole que la entrega de su cuerpo era lógica, fatal e ineludible consecuencia de haber sometido el alma. ¡Qué momentos tan dulces! La verdad es que todo el mundo se ríe de estas cosas cuando las ve escritas; pero cuando las trae uno mismo a la propia memoria, parece que saltan chispas de los nervios y que ruedan lagrimones por las mejillas. Lo inolvidable para don Juan era el modo que Cristeta tenía de besarle. A la llegada, un beso repentino, brusco y rápido; el desahogo de la impaciencia. Luego, según el momento y la situación de ánimo, variedad infinita; todo un curso espontáneo de filosofía sentimental. Si le veía triste, besos de cariño dulces y desinteresados, como caricias aniñadas. Si estaba contento, besos juguetones y mimosos, algo lentos. Cuando quería marcharse, besos prietos y tercos, en que la húmeda tersura de los labios palpitaba con deliciosa laxitud, queriendo sorberle el alma. Nada de grosería ni lujuria. Estos besos eran el maravilloso límite que separa lo físico de lo inmaterial. Las bocas se unían como si tuvieran vida propia, e independiente del resto del cuerpo. La confusión de los alientos era símbolo del maridaje de las almas. ¿Quién ha dicho que esto es pecaminoso? Si Dios ha desparramado en los labios, con infinito arte, las papilas nerviosas que perciben y sutilizan la sensibilidad, y no sirven para besar, entonces, ¿para qué sirven? El principal encanto de las caricias de Cristeta consistía en que no permitían precisar dónde acababa el amor puro y dónde empezaba la sensualidad. Tenía los enlaces perezosos y movimientos lánguidos con que ciertos animales mitológicos, mitad mujeres, mitad serpientes, se ciñen a los troncos de árbol; pero al mismo tiempo sus miradas permanecían limpias y exentas de lascivia. El cuerpo era blanco, no con la blancura mate, yesosa y seca de la gardenia, ni con el tono marfilesco sucio de la magnolia, sino ligeramente carminoso como el de una rosa blanca que tuviera pudor y se ruborizase. En punto a modales no era una duquesa de tiempo de Luis XV, mas poseía en grado superlativo esa aptitud femenina, merced a la cual la muchacha que por primera vez se enrosca al cuello un collar de perlas, parece que las ha llevado toda la vida. «Bueno—todo esto lo pensaba don Juan—; pues dé usted a una mujer así trapos, galas, joyas, ropas interiores finísimas, casa lujosa, criados, perfumes, blondas, muebles cómodos, lámparas que adormezcan la luz... y ¡a morir los caballeros! A pesar de todo lo cual, Cristeta ha venido a parar en esposa de un señor Martínez. ¿Quién será él...? empleado en Cuba..., no quisiera pensar mal; pero probablemente un ladrón..., es decir, un hombre sin delicadeza. Ella, juzgándose perdida ¡por culpa mía!, habrá transigido; no puede ser feliz. Un hombre que la deja sola por sumar años de servicios y adquirir categoría, es un bestia.» Había momentos en que don Juan se ponía malo a fuerza de recordar, discurrir, esperanzarse y darse a los diablos.
Al día siguiente de haber confiado a Julia la tarjeta escrita con lápiz, recibió una carta. El papel, finísimo, pliego pequeño, algo perfumado, sin cifra ni sello: la letra desfigurada y temblorosa, no decía más que esto:
«Tú lo as querido. No tienes derecho de comprometer con tantas imprudencias a una pobre mujer que ningún daño te a causado. Mañana, por única vez, para despedirnos, a las ocho de la mañana en la Moncloa, entrando por la parte de la Bombilla iré en coche y por la Birgen rompe este papel.
C.»
*
* *
¡Dios santo, qué noche! Averiguó, porque no lo sabía, hacia dónde estaba la Bombilla, ajustó y citó un carruaje para las seis y media de la mañana, pensando en tener, si éste faltaba, tiempo de buscar otro; estuvo leyendo, sin enterarse, hasta las dos; intentó dormir, no pudo, y desconfiando de que le despertasen oportunamente, se levantó antes de que amaneciese. A las siete en punto tenía la capa puesta.
Poco después se apeaba ante la ermita de San Antonio de la Florida, y deseoso de que nadie fuese testigo de lo que ocurriera, dijo al cochero que le aguardase, y se internó andando por las alamedas de la Moncloa.
La mañana estaba fría, el paseo triste y solitario. Hacia el fondo, en la lejanía del paisaje, visto a trozos entre grupos de troncos, la niebla, aún no disipada por el sol pálido y débil, formaba un tenue velo gris, sobre el cual destacaban los intrincados arabescos del ramaje seco, los cipreses, cuyo vértice mecía el aire, y las apretadas copas de los pinos. Una nubecilla brumosa pegada al suelo marcaba el sitio de un estanque terso como un espejo negro. En los sitios sombríos la escarcha, no derretida todavía, brillaba como polvo diamantino sobre el musgo aterciopelado. Las hojas caídas, secas y abarquilladas, se arremolinaban al menor soplo del viento en torno de los hoyos y socavas. A los lados de las alamedas, en las cunetas del riego, había charquitos de agua helada. De largo en largo se retorcían en la atmósfera las espirales azuladas que formaba el humo de las hoguerillas encendidas por los guardas. El silencio era tan completo que hasta se percibía el aleteo de los pájaros al desprenderse de las temblorosas ramas, y de cuando en cuando, a gran distancia, sonaba el silbato de una locomotora, o el rechinar de las ruedas de algún carro que pasaba por el camino del Pardo.
Don Juan andaba despacio, pisando hojarasca, que crujía bajo sus pies como quejándose. Aguijoneado por la impaciencia se desembozaba frecuentemente para mirar el reloj; y pareciéndole que las manecillas estaban inmóviles, se lo aplicaba al oído. De pronto se detenía, y volviendo pies atrás, desandaba parte de lo andado; parábase de nuevo, ávido de oír el acercarse de algún coche..., y nada.
¿Sería posible que no viniese? ¿Habría sido capaz de citarle sólo por dar largas al asunto? ¿Acaso para exasperarle? Si tal sucediera, él se tendría la culpa por la amenaza de plantarse en su casa. Para una mujer casada el lance podía resultar comprometido. Sin embargo, como su marido estaba tan lejos... También para él era..., no enojosa, sino delicada la entrevista. ¿Cómo no pensó antes en esto? ¿Qué iba a decir para disculparse de la infamia pasada? ¿Por dónde iba a comenzar? ¿Qué táctica seguiría? Si aquella mujer por él inicuamente...—no cabía negarlo, inicuamente seducida y abandonada—, encontró después un hombre, un filósofo que, mediante matrimonio, o fuese como fuese, aseguró su porvenir, ¿con qué derecho iba él a turbar su reposo? Si le dijese, que ciertamente se lo diría: «yo no tengo la culpa», ¿qué contestaría? Además, ¿qué iba a solicitar? ¿Amor platónico? ¡Absurdo! El amor platónico es la falsa resignación de los que no pueden besarse. Cuando una mujer y un hombre se han devorado a caricias, ya no hay platonismo posible. ¿Volver a las andadas? ¿Para qué? ¿Para cansarse al cabo de un par de meses, sentir el mismo hastío de la vez primera, y portarse de nuevo como un charrán?
No estaba seguro de poder reanudar el idilio, y ya entreveía la contingencia de tener que romperlo. Sin embargo, ni por un momento se le ocurrió la idea de salirse fuera del paseo y volverse a casa, renunciando a la cita. Sólo la idea de mirar a Cristeta cerca de sí, de contemplar su hermosura y oír el timbre de su voz, bastaba para que olvidase todo lo demás. Lo peor que le podía ocurrir era quedar en ridículo. ¿En ridículo él? ¡Imposible! La escena tomaría sin duda tono romántico, al menos al principio. Después... según. Su papel era rogar mucho, mostrándose arrepentido, en pocas y bien sentidas palabras. Ella se negaría rotundamente.... ¡pero le oiría! Tal vez trajese el ánimo dispuesto a concesiones. ¿Cuáles? ¿Citarle nuevamente? ¿Dónde ni con qué objeto? ¿Para entregársele renovando en perjuicio de otro las venturas pasadas? Don Juan lo deseaba... y lo temía. Reconquistarla, estrecharla contra su pecho, volverla loca..., bueno; pero arriesgarse a tener algún día que esconderse cobardemente, ¡eso no! por muy bravo que fuese el señor Martínez. En el momento en que ella, casada o libre, accediese a la consumación del engaño, ya fuese real y positivamente adúltera, ya tan sólo traidora, dejaría de ser la mujer que le agradaba; seguiría siendo hermosa...; pero le parecería falsa, viciosa, vulgar. Suponiendo que se arreglaran, palabra vil en este sentido, ¿cómo ponerse de acuerdo? ¿Pertenecía legítimamente a otro? Pues habría que andar a salto de mata, recatándose, escondiéndose. Cuando el marido volviese, la humillación sería completa. Lo raro, el síntoma grave, consistía en que otras veces no paró mientes ante la perspectiva del placer robado, y ahora sí. ¡Ruin cosa sería verse obligado a guardar respetos a un marido! Por supuesto que si no estuviera realmente casada ¡ah!, entonces, aun transigiría menos. Ocultarse de un legítimo esposo..., tal vez; pero de un simple poseedor, ¡jamás! No había que perder la esperanza. En el mero hecho de citarle... ¡Tendría chiste que no viniese! Pero sí; un coche se acerca; su berlina.
Efectivamente; el carruaje avanzaba de prisa por el centro del paseo. Don Juan se hizo a un lado, ocultándose tras el grueso tronco de un álamo. Cristeta, que le había visto desde lejos, mandó parar, y se apeó.
Por su figura y traje venía primorosa. Llevaba falda lisa de paño gris, formando grandes pliegues, corta para lucir los pies, calzados con medias negras y zapatitos a la francesa, abrigo muy oscuro, ceñido al talle con cordones de seda que pendían hasta el suelo, y forro de felpa roja que se descubría a cada paso; sombrerillo de terciopelo ceniciento con velito y lazos encarnados; cuello largo de piel que culebreaba sobre el pecho, y manguito. Tenía la tez algo carminosa, como excitada por el aire fresco de la mañana; los ojos acusando insomnio y llanto, contorneados de un livor apenas perceptible; el garbo, la esbeltez, la manera de andar, eran una delicia.
No estaba todavía lo bastante cerca de don Juan para que pudiera desmenuzarla con los ojos, pero la presintió; el corazón le brincaba dentro del pecho como pájaro inquieto en jaula estrecha. Un hombre ducho, corrido y experimentado en tales lances, ¡temblar de aquel modo, ni más ni menos que un estudiantillo! ¡Qué vergüenza!
El coche dio la vuelta y quedó parado. Ella cruzó ante el árbol tras el que don Juan estaba escondido y pasó de largo; él, entonces, salió, llamándola en voz baja:
—¡Cristeta, Cristeta mía!
Sin detenerse, repuso:
—Anda... anda hasta que perdamos de vista el coche.
Uno tras otro, a veinte pasos de distancia, siguieron cosa de cien metros, internándose luego hacia la derecha en los jardinillos donde hay una plazoleta con macizos de boj y bancos de piedra en torno de una fuente. Allí se detuvo Cristeta, y volviéndose, aguardó al galán; éste avanzó rápidamente, al llegar junto a ella se desembozó, y mirándola con ternura, sin desplegar los labios, le tendió las manos. Ella no sacó las suyas del manguito, y bajando los párpados quedó silenciosa, impasible e inmóvil, como deidad que se dignase escuchar a un mortal. Viéndola don Juan en actitud tan indiferente y desdeñosa se amilanó por completo. Cristeta, después de complacerse unos segundos en saborear aquella turbación, dijo fríamente:
—Aquí me tienes.
—¡Cuánto te agradezco... vida mía!
—No, Juan, tuya no. He venido y he hecho mal, lo sé; ahora lo siento. Pero quería suplicarte de rodillas, exigirte, si es necesario, que no vuelvas a pensar en mí.
—¡Imposible!
—¡Calla! No sabes lo que te dices. En ti sería una locura, en mí una infamia.
Don Juan, sin dejarla seguir, preguntó dolorosamente:
—¿Luego estás casada?
Cristeta, en vez de contestar categóricamente, dejó caer los brazos rectos a lo largo del cuerpo, con ademán de profunda resignación, y sin desplegar los labios inclinó la cabeza sobre el pecho.
Entonces él exclamó:
—¡Mentira parece que hayas tenido valor!
—No tienes derecho a reconvenirme. Te gusté, era libre, y además tonta: te creí... ¿qué había de suceder? Después me abandonaste sin el más leve motivo de queja.
Al llegar aquí, don Juan creyó notar que los ojos de Cristeta brillaban humedecidos en llanto, y que su voz acusaba profunda turbación de espíritu.
En cuanto a él, no sabía cómo disculparse para salir del paso.
—Mi situación... aquel maldito negocio...—dijo apartando la mirada.
—Todo mentira; ya lo sé. Me dejaste a sangre fría, con una perfidia inconcebible... Ahora... ¡tú lo has querido! Nada puede haber entre nosotros.
Estaban solos; no había en torno paseantes, jardineros ni guardas; nadie. Don Juan hizo ademán de querer sentarse en un banco, y miró a Cristeta para que también lo hiciese; mas ella movió la cabeza negando, y aproximándose a la fuente, se apoyó de espalda en los sillares del pilón.
Los tibios rayos del sol, que ya iban haciendo jirones en la niebla, comenzaron a reverberar en la limpia superficie del agua, sobre la cual caía con rumor unísono y constante el chorrito del surtidor. De cuando en cuando venía una hoja seca revoloteando por el aire, como mariposa de oro, hasta quedar presa entre los pliegues de la falda de Cristeta, quien distraída, casi maquinalmente, la tomaba con las puntas de los dedos, dejándola sobre el haz del agua.
Viendo don Juan que no quería sentarse, permaneció en pie frente a ella sin atreverse a proferir palabra. Cristeta tornó al pasado juego de bajar la cabeza para evitar encuentro de miradas, hasta que pasados unos cuantos segundos, tendió con desconfianza la vista en torno, y dijo:
—Déjame, ingrato, déjame que me vaya... esto es una locura.—Y apartándose de la fuente, anduvo algunos pasos.
—¡No, por Dios!—exclamó él suplicante—. Tenemos mucho que hablar. No puedo seguir así; ¿cómo quieres que me resigne a perderte?
—¡Qué remedio! Juan, piénsalo; ni yo soy mujer capaz de cometer una infamia, ni tú transigirías con ciertas cosas...
—¡Eso jamás!
—Entonces... ¡ya lo ves! Adiós, Juan. ¡Bien sabe Dios que la culpa no es mía!
—No me has querido nunca.
—¡Qué sabes tú lo que es querer! Sí, con toda mi alma... es decir, te quise cuando podía quererte.
—No me hubieras olvidado tan pronto.
—¿Merecías otra cosa? En fin, ni tú debes hablar más, ni yo escucharte. He venido, ¿qué se yo?, por debilidad, por miedo a que tuvieras el atrevimiento de plantarte en mi casa.
—Estaba resuelto.
—Pues si es verdad que me has querido, que aún me quieres, demuéstramelo... dejándome vivir tranquila y no te guardaré rencor, es más, te lo agradeceré con toda mi alma.
—Calla, eso no se le dice a un hombre como yo. ¿Crees que pueden quedar así las cosas?
—No te forjes ilusiones: aquello acabó para siempre. Ya que no supiste quererme, veremos si sabes respetarme. Adiós, adiós, Juan, que se hace tarde y puede venir gente.
Esto dijo con la voz penosamente entrecortada y los ojos nublados de las mal contenidas lágrimas.
Don Juan concibió, sin embargo, alguna esperanza. Indudablemente, aquella mujer había ido decidida a darlo todo por concluido; pero sus miradas, su turbación, el constante aludir a lo pasado, como echándolo de menos, indicaban que le costaba gran pena resignarse.
—Mira, Cristeta—dijo bajando los ojos, al modo de quien hace una confesión vergonzosa—, tienes razón. Mi conducta... tú no sabes lo que es la vida de un hombre... estaba en circunstancias excepcionales... podré haberme portado mal... pero caro lo estoy pagando.
—Y ahora que no tiene remedio—le interrumpió ella con un mohín delicioso—es cuando caes en la cuenta.
—¡Si me quisieses de veras!
—¡No sueñes! Nuestras relaciones fueron antes un juego peligroso en que yo salí perdiendo. Hoy, en cuanto a mí, serían un crimen, y por parte tuya una vileza. Concluiríamos aborreciéndonos.
—Bueno, como quieras, puede que tengas razón; pero yo no me conformo. ¡Qué impresión me causó encontrarte! ¡Cuánto me has hecho soñar! Ahora, ahora es cuando te adoro. ¡Idea, imagina, propón un medio, un recurso! Soy capaz...
—¿De qué? No hables más, que me ofendes.
Don Juan miró rápidamente a todos lados, vio que nadie podía sorprenderles, y alargando los brazos, intentó coger las manos a Cristeta; mas ella, echándose hacia atrás, las esquivó temblorosa, exclamando:
—¡No! ¡No me toques!... Adiós, adiós.
Y al decir esto, se apartó muy despacio.
Entonces, envalentonado él por la soledad y aún mas por la emoción que el semblante de Cristeta revelaba, la alcanzó, cogiéndola por una manga del abrigo, al mismo tiempo que con voz trémula e intención resuelta, decía:
—¡No te irás! Tú no puedes ser de nadie más que mía. ¿Entiendes? ¡Mía o de nadie!
—Te digo que me dejes. ¡No eres caballero!
—Aquí no hay caballero que valga; no hay más que un hombre que te quiere, que tiene derecho...
—¡Calla, o me marcho!
—¡Me oirás! ¿Conque has tenido valor de engañar a un pobre hombre y ahora quieres sentar plaza de virtud arisca? ¡Es tarde!
Aun pareciéndole a Cristeta dura y grosera la frase, se alegró de oírla, porque la energía con que don Juan la dijo denotaba sinceridad. Ningún halago de los que recibiera en otro tiempo fue tan de su gusto como aquel espontáneo arranque de despecho.
—Me abandonaste—replicó—, y lo que se tira por la ventana es de quien primero lo recoge.
—Eso será si yo lo consiento. ¡Buscaré a ese hombre...!
—¡No, por Dios!
—Pues prométeme que...—y no siguió.
—¿Ves? No puedes decirlo. ¿Qué he de prometer?
—Quiero verte..., nada más que verte alguna vez. ¡Mira que estoy dispuesto a todo!
Deseando ella cortar la entrevista, fingió ceder, y dirigiéndose hacia el sitio donde el coche la esperaba, echó a andar diciendo:
—Bueno..., ahora déjame..., procuraré que nos veamos, cuando pueda ser..., pero tú mismo te persuadirás de que no debemos..., sería indigno de nosotros...; por piedad, déjame marchar, que es tarde.
Don Juan insistió:
—Pues dime que nos veremos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Cristeta, tú no sabes cómo estoy!
—Una vez..., te lo prometo...; quédate aquí, no me acompañes más..., y luego ten prudencia y no me sigas.
—Te obedeceré..., lo que tú quieras...; pero júrame que nos veremos pronto, que no me has olvidado por completo.—Y con mezcla de solemnidad y enternecimiento, añadió, clavando en ella sus expresivos ojos—: ¡Cristeta..., júramelo..., por tu hijo!
—Bien; te lo juro por el niño, y ten prudencia, por la Virgen del Carmen.
Corrió hacia el coche, y don Juan se quedó mirándola embelesado.
Al arrancar la berlina se asomó a la ventanilla fingiendo que se incorporaba para acomodarse en el asiento. Un instante después, mientras el carruaje corría camino de Madrid, no pudo contener la risa pensando: «Pobrecito niño... ¡jurar en falso! ¡Válgame María Santísima!... aunque no es mío, no quisiera que le sucediese cosa mala. ¡Angelito de su madre!»
Don Juan, loco de contento, dio la vuelta hacia San Antonio, diciéndose mentalmente: «Es indudable que se ha casado por despecho; todavía me quiere..., ha consentido en que nos veamos, lo ha jurado por su hijo, ¡pobrecilla!, y después ha dicho 'prudencia', es decir, todo se arreglará. El arreglo corre de mi cuenta. La cosa no es tan fácil como parece. Vamos a cuentas. Aunque no se parece a ninguna otra, al fin es mujer. Está casada, y, sin embargo, ha consentido en que nos viéramos... luego es mía... en espíritu. El tiempo hará lo demás. Lo imposible, inútil y absurdo, dadas las circunstancias, sería repetir las citas al aire libre. Una vez, pase, por lo que tiene de poético. ¡Ya lo creo que tiene poesía! La mañana, la niebla, el miedo, el misterio, ¡hasta el sitio...! Aquí venían con sus amantes las damas de tiempo de Carlos IV; en este palacio de la Moncloa debían de tener sus citas Godoy y María Luisa. ¡Cuántas picardías habrán visto esos merenderos! ¡Si pudiese hablar esa ropa que hay tendida! ¡Pobre Manzanares, cuánta burla le han hecho!; arroyo aprendiz de río, dijo Quevedo; río con mal de piedra, le llamó Lope... ¡Si hubiese por aquí una casita decente! Pero ¡quiá!, no es mujer que se deje llevar a cualquier parte. De amigas no querrá fiarse, y hará bien. Tengo observado que cuando una mujer le presta a otra su casa, concluye por robarle el amante. Si consintiera en venir a mi casa, sería lo mejor. ¿Qué tiene de particular que una señora entre a cualquier hora del día en un portal de la calle de las Infantas? Nada. ¡Si fuese en sitio apartado, en barrio sospechoso! Cuanto más céntrica y frecuentada es una calle menos se escama la gente de ver a un hombre parado con una señora o acompañándola; lo que huele a pecado es encontrarse una pareja fuera de puertas o por calles extraviadas. Sólo el hecho de haberme citado en la Moncloa demuestra que esta pobre chica no tiene experiencia ni pizca de malicia. ¡Está monísima! Ahora, ahora que no está en Madrid el bestia de su marido, es cuando tengo que domesticarla. Y ha de ser en mi casita. ¡Venus a domicilio! ¡Vaya si vendrá! La verdad es que lo más cómodo es que ellas vengan a verle a uno. ¡Y cómo les gusta! Se hacen la ilusión de que se truecan los sexos y arrostran el peligro con más valor que nosotros... Me acuerdo de aquella que me decía sentada en el sillón de mí despacho: «Un día vas a poner en el balcón una muestra con un letrero que diga MODAS, para que yo me asome impunemente o para que me traiga mi marido hasta la puerta.» Cristeta no es capaz de semejante desvergüenza, pero vendrá. Esto es lo primero que hay que procurar. Si no quiere, buscaremos otro medio.»
*
* *
Aquel mismo día por la noche Cristeta mandó recado a don Quintín rogándole que fuese a verla. Obedeció el vejete, y hablaron largo y tendido. La sobrina dio encargos e instrucciones; el tío, por la cuenta que le tenía, prometió obedecer.
Fue conferencia importantísima, pero secreta; semejante a esos consejos de ministros en que se tratan cosas graves, que sólo andando el tiempo se descubren.
Donde el zorro se forja la ilusión de que la gallina puede venir a entregársele
Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en la Moncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la carta siguiente:
«Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugar seguro. Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particular que una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en mi casa te aguardo mañana a las tres. No hay ni puede haber lugar más seguro. En lo porvenir acaso esto fuese imprudente: ahora no. Ven sin miedo. No tendrás necesidad de llamar porque estaré solo y al cuidado para recibirte, y al salir hallarás en la puerta un coche que te llevará hasta donde quieras. ¿Vendrás? Me dice el corazón que sí, y por supuesto, te doy palabra de honor de que no haré nada, absolutamente nada que pueda enojarte. Vienes a casa de un caballero. Te he querido, te quiero, y haré los imposibles por demostrarte que estoy resuelto a poner remedio a tan dolorosa y difícil situación. Piensa que vas a decidir de los dos para siempre y ven sin miedo y quema este papel. Por Dios, no faltes. Tuyo siempre,
Juan
Infantas, 80 duplicado, entresuelo.»
Luego de enviada la carta, cayó en la cuenta de que tal vez fuese demasiado expresiva y comprometedora; pero tal era la exaltación de su ánimo, que se dijo: «No importa; hoy por hoy no hay peligro y aunque estuviese aquí el marido, haría lo mismo. Lo esencial es que ella venga, y vendrá.»
Aquella noche durmió mal, tras madrugar mucho, almorzó sin gana y se vistió como quien pretende agradar.
Sobre la chimenea del despacho colocó dos jarroncillos llenos de flores; en seguida, por si era curiosa y le revolvía los papeles, como habían hecho otras, escondió varias cartas en una sombrerera vieja, arrojándola encima de un armario, y quitó de la vista dos retratos de antiguas conocidas y otro de una cómica fotografiada en ademán provocativo. En un veladorcito puso un sortijero con alfileres, horquillas, agujas, imperdibles y un gran frasco de agua de Colonia sin destapar, con su caperuza de pergamino y sus cordones de colores. Pero, de allí a poco, pensándolo mejor, e imaginando que aquello, además de estar en contradicción con su carta, denotaba práctica de libertino a sangre fría, solamente dejó el perfume y las flores.
Según las manecillas del reloj iban avanzando despacito, comenzó a recapacitar si todo estaba dispuesto y en su punto. Nada ni nadie podría turbarles. Los criados fueron alejados engañosamente, y la portera advertida de que sólo dejase subir a la señora que había de llegar a las tres.
Comenzó don Juan a dar paseos por el cuarto, y cada vez que llegaba hasta la puerta de la escalera, aguzaba el oído, esforzándose en distinguir y diferenciar los pasos de las gentes que subían... Los peldaños crujen... ¡no es ella!; debe de ser una mujer muy gorda; luego un chico que baja de estampía; después la pausada y ruidosa ascensión del... De pronto sonó un campanillazo; tornó de puntillas hasta la puerta, descorrió con gran tiento el ventanillo, y por una rendija imperceptible, conteniendo la respiración, miró. Era un amigo: la portera se había descuidado. Otro campanillazo, dos más, el último a la desesperada, mucho más fuerte... y el inoportuno bajó lentamente la escalera como quien da tiempo a que abran y le llamen.
Las tres menos diez. Hasta las flores, mal puestas en los búcaros, caídas y doblados los tallos, parecían cansadas de esperar. Silencio completo. De repente don Juan se dirige hacia la alcoba, porque más allá del hueco que la separa del despacho, se ve la cama cubierta de un rico paño japonés.
«Esto está mal; no debe verse tanto» pensó, y desplegando un biombo de telas antiguas, ocultó el lecho, del cual sólo quedaron visibles las almohadas, blancas, limpísimas, aún cuadriculadas por los dobleces del planchado.
Al pasar ante un espejo se miró un instante y sonrió satisfecho. Tenía la barba sedosa y muy cuidada; los ojos algo tristes, como de quien espera una dicha, desconfiando lograrla porque no cree merecerla... El gozo, la alegría, serán luego, cuando ella entre, porque no ha de faltar. El marido no está en Madrid, el sitio es seguro, la impunidad completa. Por otra parte, él se ha resignado de antemano a portarse como caballero, a estar casi platónico para inspirar confianza. Lo demás vendrá con el tiempo.
De cuatro miradas examinó el cuarto y le pareció que no estaba mal. Alejando toda sospecha de ocio y frivolidad, había sobre una mesa varios libros con señales interpoladas entre las hojas, y páginas dobladas. En un testero de pared, llenando un hueco entre dos cuadros, se veían brillar dos espadas de duelo que representaban la dignidad y el valor. La alfombra no tenía motas, ni manchas de ceniza de cigarro; ni un átomo de polvo empañaba los muebles.
¡Menos cinco! Se dirigió al balcón, y apoyando la frente contra el vidrio, miró hacia la calle que enfilaba con el portal, por donde ella probablemente vendría. Así permaneció un rato, que se le antojó muy largo; mas al consultar de nuevo el reloj, vio que apenas se había movido el minutero.
«Es difícil que una señora sea puntual; ¡tardan tanto en emperejilarse!»
Quiso distraerse leyendo periódicos; pero su imaginación tomó rumbo hacia Cristeta y comenzó a fingírsela presente deleitándose en ella igual que si la tuviese ante los ojos. Ensimismado y desprendido de cuanto le rodeaba, creyó verla mientras en su casa se vestía, desazonada y trémula, engalanándose con premeditación para venir a rendírsele. ¡Oh portentosa fuerza de abstracción! ¡Oh bienhechora potencia imaginativa!, ¡sed benditas, porque dais al hombre la visión de la dicha deseada cuando aún la tiene lejos... cuando acaso jamás ha de llegar!...
*
* *
No, no es visión, es realidad; no imagina verla, sino que la está mirando.
Su tocador, ni grande ni lujoso, respira limpieza y elegancia. Cristeta, en pie, frente al espejo, pincha en el rodete rubio la última horquilla, y con la yema de los dedos se arregla los ensortijados ricillos de la nuca. Estremecida de pudor y de frío, se quita la bata y la tira sobre un sofá. Las ropas interiores son finísimas; están adornadas de estrechas cintas de tonos pálidos, y trascienden suavemente a verbena. Las medias son negras, como exige la impúdica perversión de la moda; las ligas, de color de rosa. Ya se calza los bien formados pies. Ahora se pone el corsé, lleno de vistosos pespuntes, y encima el cuerpo de suave batista para no ensuciarlo. En seguida el vestido que, arrugando el canesú de la camisa, oculta el nacimiento del pecho y los hermosos brazos. La falda cae, resbalando a lo largo de la enagua; se abrocha de prisa; busca entre varias horquillas un alfiler largo para sujetar el sombrero, y se lo prende, dejando que el velo caiga, sombreándola el rostro dulcemente. Los guantes..., una pulsera..., la lisa de plata, nada que tenga pedrería. Se acabó. Algo falta: pudorosa, aunque nadie puede verla, se vuelve de espaldas a la puerta y se estira una media.
«¡Qué hermosa es! ¡Cuánta cosa bonita y elegante se ha puesto! ¡Y pensar que tal vez yo se lo vaya quitando todo poco a poco, con mimo, lentamente, lazo a lazo, botón a botón, broche a broche, sin que oponga resistencia ni enfado! Pero sabe Dios lo que sucederá, porque es una mujer excepcional, capaz, aunque venga, de no dejarse besar ni las yemas de los dedos. Sería desesperante y ridículo que sólo viniese para que tuviéramos una escena romántica... con lágrimas.»
El reloj marca las tres en punto, la máquina produce un quejido metálico y el timbre suena pausadamente. ¡Qué espacio tan largo entre una y otra campanada! Hasta los objetos parece que aguardan impacientes. Don Juan vuelve de nuevo a pasear, atento el oído hacía la puerta y fruncido el entrecejo por el enojo. Empieza a desconfiar.
«¡No viene! ¿Qué ridículo miedo, qué recelo se le habrá metido en el alma? ¡Virtud de última hora!»
Torna al balcón, apoya la cabeza en la vidriera, que se empaña con el vaho de su aliento, y exclama, hablando solo:
—¡Gracias a Dios! ¡Allí está!
Cristeta viene por lo alto de la calle, vestida como él la soñó. Sus enguantadas manos oprimen un grueso devocionario, sujeto con un elástico rojo, y bajo el tul del velo brillan sus rizos de oro. A cada instante vuelve la cabeza hacia atrás. Entonces, don Juan sonríe con orgullo y se dirige lentamente a la puerta.
Al cruzar el despacho, lo inspecciona todo por última vez. Nada falta. Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción y el miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado por otra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que él tomará para sí, cogiéndola como al descuido, procurando tener la presa al alcance de la mano.
Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente de la falda.
«¿Qué será esto?»
Vuelve precipitadamente al balcón, alza el visillo y la ve en la acera opuesta parada ante un escaparate, como si con disimulo se contemplara en su cristal. En realidad, lo que hace es mirar con terror a derecha e izquierda; hasta se nota la respiración alterada que levanta y deprime su hermosísimo pecho, Don Juan piensa:
«Esta es la última vacilación.»
De pronto, Cristeta se vuelve, avanza en dirección al portal... se detiene para dejar paso a un hombre que va cargado, y en seguida, obedeciendo a un impulso inesperado, con un movimiento nervioso, se vuelve de espaldas y echa a andar muy de prisa, calle arriba, por donde vino. Pero aún queda esperanza: de repente acorta el paso, sigue despacio, parece que duda, vacilando entre la cita y el deber... Por fin acelera la marcha, se aleja casi corriendo, y allá, en lo alto de la calle, se pierde confundida en un grupo de gente, mientras don Juan, humillado y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo del balcón:
—¡Cobarde! ¡Bribona!
Si la coge en aquel momento, la mata.
*
* *
Al anochecer se presentó en la casa un mozo de cuerda, mostrando tal empeño por entregar al señor una carta en propia mano, que para tomarla de la suya don Juan, todavía mohíno, salió al recibimiento.
Rasgó el sobre: lo que dentro venía era una tarjeta: el nombre litografiado decía: Cristeta Moreruela de Martínez, y encima, escritas con lápiz y mano temblorosa, estas palabras:
«He ido asta la puerta de tu casa, y me a faltado balor. No pidas lo imposible. Perdona a esta pobre mujer que sufre mucho, y holbídame adiós para sienpre.
CRISTA.»
Al releer aquellas cuatro líneas, luego de ido el mozo, don Juan sonrió como si contemplara un billete de lotería premiado.
«No me esperaba esta satisfacción, que casi es una promesa—se decía paseando desde la sala al despacho y viceversa—: nos acercamos al momento supremo de la crisis. Lo que me figuré: casada por despecho, y arrepentida. Me quiere... y le falta valor... lo cual prueba que no es mala. Yo tengo la culpa de todo. ¡Qué lucha habrá sostenido la pobre consigo misma! ¡Qué noche habrá pasado! Porque... vamos a cuentas: si se ha casado, aunque me quiera, por fuerza ha de costarle trabajo hacer traición... traición, no; pero, en fin, engañar al otro. Lo que en realidad no es más que la vuelta al primer amor, creerá ella que es una liviandad imperdonable, y no le faltará razón, pero ¿a mí qué? Yo no soy el marido. Por supuesto que si no hay tal marido, si sólo se trata de un amante, y le deja por mí, ella tiene que considerarse como una mujer que va de hombre a hombre, como hueso de perro a perro, o baraja de mano en mano. En fin, me parece que está al caer. Lo cierto es que nosotros somos responsables de todos los pecados, desórdenes y zorrerías que cometen las pobres mujeres. Ésta, por ejemplo, me gustó; preparé las cosas... y ¡mía! Luego la dejo plantada, y ella encuentra modo de remediarse o redimirse, y lo acepta: vuelvo a verla, me encapricho de nuevo y ¡seamos justos! ¿qué derecho tengo para quejarme ni para llamarle las cuatro letras porque también ella vuelva a encapricharse conmigo? Indudablemente ha experimentado al verme lo mismo que yo he sentido al mirarla... ¡Cómo se habrá acordado de las noches de Santurroriaga! Yo estaba enviciado con amores de otra clase. La verdad es que cuantas se me han entregado, lo han hecho por interés o por lo otro: cuando no he sido pagano, he sido apagafuegos, casi un bombero del amor. Con Crista, no. Esta tarde la hubiera matado... Y el caso es que ha venido, ha llegado hasta la puerta... después debió de darle miedo, es decir, no precisamente de mí, sino de sí misma, de verse conmigo a solas. No podríamos contenernos. Mientras nos veamos al aire libre, todo va bueno; pero como lleguemos a encontrarnos entre cuatro paredes ¡solos! del primer beso la dejo los labios descoloridos. Ella sí que cuando me besaba, parecía que me sorbía el alma. Hablaba más con los ojos que con los labios. Me sucedía respecto de ella una cosa enteramente nueva: con todas las mujeres, el verdadero encanto es antes; con ella, la verdadera delicia era después, porque cuando se le adormece la voluptuosidad, se le despierta la ternura. A pesar de lo cual, me largué por cobardía, pero sin hastío. Lo cierto es que si, uno pensara mucho en estas cosas, se volvería loco. En toda posesión hay un momento terrible, un instante en que, al separarse las cabezas, cada uno quiere respirar solo, a gusto, como si no hubiera pasado nada: con Crista, no... jamás sentí a su lado el egoísmo del reposo. Los últimos besos me sabían mejor que los primeros. Entonces, ¿por qué hice la burrada de marcharme, humillándola y dejándola mil duros, es decir, lo que cuesta en ramos, palcos y dijes cualquier señora de las que no tienen vergüenza? Sin embargo, esa mujer ha venido hasta la puerta de mi casa. Por codicia no es; basta ver la elegancia con que viste para comprender que no necesita nada: por lujuria tampoco, porque no es viciosa. ¡Pues si ha venido, señal de que sufre y me quiere! ¡Daría el alma por saberlo! ¿Qué habrá hecho, qué habrá pensado antes de decidirse a venir? La chica, Julia, me dará detalles; ataré cabos, y por el hilo sacaré el ovillo. Mañana lo sabré.»
Toda la noche se pasó en claro el pobre don Juan haciendo planes, ideando recursos y arrostrando mentalmente las consecuencias de cuanto se le ocurría, que era gravísimo, porque en sus pensamientos, cálculos y temores, ya no figuraba él solo frente a la irresoluta Cristeta, sino que entre ambos se alzaba, misterioso y tremendo, un nuevo personaje: el señor Martínez, propietario legítimo de aquel cuerpo adorable, dueño legal de la mujer amada.
«¿Amada?—se decía—. No, esto no es amor, es obcecación, empeño, vanidad, capricho: tiene que ser mía veinticuatro horas o lo que me dé la gana...: si quiero, toda la vida: pero mía y remía como mis ideas, como mis pensamientos. ¿Qué puede suceder? ¿Que me encapriche seriamente? Así como así, ninguna vale lo que ella; y además, si ésta es buena, ¿voy a pasar años y más años cambiando de mujeres?»
Muy de mañana, yerto de frío y nervioso de impaciencia, esperó a Julia en la Plaza Mayor, viéndola llegar como el reo de muerte a quien le trae el indulto. La chica venía esperanzada en que sus palabras se trocarían pronto en buena propina, y sin dar tiempo a que él desplegase los labios, dijo:
—Hoy sí que tengo cosas que hablar con usted. Pero ¿qué le ha hecho usted a mi señorita? Razón tenía yo pa maliciarme que iba usted a meternos en un lío mú gordo.
—Cuenta, cuenta. ¿Qué ha pasado? Dímelo todo; ya sabes que tu señorito soy yo.
—¿Lo que ha pasado? La mar de lágrimas. Cuando el otro día golví a casa con la tarjeta de usted, me dije: «Suceda lo que quiera, no ando con tapujos»; y se la di como si fuera cosa corriente. Ni chistó: endispués de leerla se puso pálida, como amortajá, ¡y le entró un temblor! ¡Me daba una lástima! ¡Y miusté que pa darme a mí lástima una señorita! La noche... ¡ha tomao más tila! Cá vez que una mujer tié que tomar tila, le debían dar rejalgar a un hombre. Al otro día, es decir, ayer, comenzó a vestirse a las doce: se puso maja de veras. En enaguas... un ángel. Pidió el coche pa las dos. Luego supe yo, por el cochero, que lo dejó esperando junto al oratorio de la calle de Valverde, y se fue sola, y tardó... menos de media hora. Poco tiempo es pa cosa mala.
—Sigue, sigue.
—Yo creí, pues, que había ido enonde usted, a buscarle; pero me chocó que volviera demasiao pronto: y lo mismo fue entrar en casa, que ir y tirarse llorando encima de la cama. Y llora que te llora la tié usted. Esto acabará mú remal. En fin, que golvió hecha una Madalena. Si sigue así, se pone mala de verdad. Por supuesto, el día que venga el amo, no paro en la casa ni pa tomar dulces.
—De modo que tú crees que ella... está interesada.
—Ella está por usted, pero tiene un miedo atroz...; lo cual que el miedo puede más que usted.
—Pues adelante con los faroles, y ya sabes que todos estos paseos yo te los pagaré bien.
—Es que... hay más, y gordo. Usted me dijo que averiguara aquello de cuándo se había casao, y del treato, y de si tenía unos parientes con tienda.
—Todo ello importantísimo.
—Pues la cocinera m'a dicho que la señorita ha sío cómica, que una vez la vio de trabajar, pero que ahora está desconocía, porque está muchísimo más guapa; y que fuera de Madrid tomó relaciones con un señor y se casó; pero algunos dicen que no están casaos, y que por eso no la quién ver sus tíos, que son estanqueros; y otros dicen que ella es la que no le da la gana de ajuntarse con ellos, porque le da vergüenza de que son gente ordinaria; y me extraña, porque la señorita es buena.
—En resumen; seguro no sabes nada.
—¡Si quedrá usted que le traigan a la señorita ya mansa y conforme!... ¿Tié usted más que buscar a esos estanqueros, y ponerse al habla con ellos y que desembuchen la verdad?
Don Juan, considerando inútil enterar a Julia de cuanto sabía relativo a los antecedentes de Cristeta y sus tíos, calló; y acordándose de don Quintín, se dijo que podría sacar de él gran partido.
—No andas descaminada: buscaré a los estanqueros.
—Qué icir que si no está casada...; pero lo que yo me digo: si no lo está, si es dueña de hacer de su capa un sayo, ¿por qué llora tanto?
—Muchacha, eres un dije: toma—(la propina fue espléndida)—, y desde mañana vienes aquí, sin falta, todos los días a la misma hora, a recibir órdenes como un corneta.
—Es que la señorita se ha calao que yo salgo por hablar con usted. Si me regaña o me dice cualquier cosa, ¿qué contesto?
—Por ahora... dices que no te dejo a sol ni a sombra; que tú crees que yo ando loco por ella, sobre todo muy triste...
—Pa triste, ella. ¡Si la viera usted de llorar! En fin, Dios nos tenga de su mano. Mire usted que, según me han dicho, ¡el marido es más bruto! Una fiera. Si se plantase aquí de repente, salíamos en los papeles.
El grupo que durante estos diálogos formaba la pareja de señorito y niñera, merecía tomarse como asunto de un buen romance castizo. Ella, traviesa y pícara, rebosándole malicia los ojos y desparpajo los labios, sin pañuelo a la cabeza, y liada en el mantón, dentro del cual removía el airoso cuerpo para sentirse acariciada del calor; él soñoliento, molesto, desasosegado y frío, trayéndose a cada instante sobre el hombro el embozo de la capa; la chica, toda viveza, el hombre, todo impaciencia. En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo, los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda, impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes acaramelados por la escarcha.
Pero lo más notable era la cara que ponía Julia cuando se separaba de Juan. De fijo que no se divirtieron tanto con el inmortal Manchego las doncellas de los Duques, ni la propia Lozana con los clérigos a quienes se vendía por nueva, como ella gozaba en contribuir al rendimiento del Tenorio decadente.
Julia servía con el mayor celo a Cristeta: primero, por obediencia a sus padres y a Inés, que se lo encargaron; segundo, porque don Juan, espléndido y dadivoso, le regalaba continuamente duros y pesetas con novelesca prodigalidad; además, se divertía mucho contribuyendo a traer engañado a un caballero. Acordábase instintivamente de que era mujer y trabajaba en provecho ajeno como si fuera en causa propia. ¿Dónde mayor alegría para una mujer lista que entrar en pacto contra un hombre? Así que, tras cada entrevista con don Juan, refería a su ama cuanto con él hablaba. Aquel día Cristeta la escuchó con vivo interés.
—Todo va bien—dijo después de oírla—; de modo que...
—Ese señor está perdío por usted: debe de ser..., no se enfade usted..., vamos, ¡un gatera más listo!; pero esta vez..., ya no sabe el hombre lo que se pesca. De fijo que a estas horas anda por esas calles brincando como una cabra en busca de sus tíos de usted. ¿No era eso lo que hacía falta?
—Cabal.
—¿Y esto, señorita? ¡Mire usted que es mucha plata!—dijo Julia presentando el puñado de pesetas, fruto de la última propina.
—Eso es tuyo. Lo que yo te doy de menos él te lo da de más. Anda, que pronto se te acabará.
—Lo que hace falta es que usted acabe con él..., es decir, que empiece. Cuando la señorita se case me lleva de doncella, y luego, si Dios es servido... de niñera.
—¡Ave María Purísima!
Las dos sonrieron, pero de distinto modo; la criada con la satisfacción de la codicia lograda; el ama, con la esperanza de la dicha.
Al quedarse sola Cristeta se sentó en una silla baja de hacer labor, y tapándose los ojos para no ver las cosas de este mundo, se puso voluntariamente soñadora, pareciéndole ver a don Juan, también solo en su casa, triste, malhumorado, vuelto hacia ella el pensamiento y sintiendo lo que jamás hasta entonces ninguna otra mujer le hizo sentir.
¿Existirá en el mundo de las pasiones influencia secreta que aproxime y relacione las almas separadas moviéndolas simultáneamente con un mismo afecto, como viento invisible que a un tiempo menea en parajes apartados las ramas de los árboles? ¡Quién sabe! Lo cierto es que, mientras la esperanzada Cristeta veía posible la realización de su ventura, don Juan, puestos en ella los cinco sentidos con amoroso empeño, tomaba la resolución de buscar a don Quintín para que éste le sacase de dudas sobre si era o no verdad lo del casorio, y pensando en él se decía: «Está visto que ese pobre majadero ha nacido en provecho mío.»
De la importantísima conferencia que celebraron el Tenorio decadente y el estanquero libertino, con otros graves sucesos
Ignorante don Juan de que don Quintín hubiese venido a menos, resolvió visitarle en su estanco, donde hasta entonces, por prudencia, jamás puso los pies. Fue allá, entró, pidió puros, escogiolos despacio mirando hacia la trastienda... y nada. Entonces se atrevió a preguntar al chicuelo mugriento, mofletudo y asabañonado que le despachaba.
—¿Está el amo?
—El señor Juaneca ha salido.
—No, don Quintín.
—Ese era el de enantes, que vendía pitillos de contrabando y lo quitaron por gandul.
—¿Y dónde ha ido a parar?
—Le dieron otro estanco, y no sé más. ¡Valientes puercos debían de estar él y toda su casta! ¡Cómo dejaron la casa de telarañas! Nos encontramos esto, mal comparao, lo mesmo que una pocilga, con perdón de usted; menos el cuartito que da al patio, ese estaba limpio.
«¡El cuartito que ella tenía y del cual me habló tantas veces!»—pensó don Juan, y en seguida dijo:
—¿Conque le dieron otro estanco? ¿dónde?
—En la taberna de al lao ú en ofecinas de estancadas, le darán a usted razón.
Don Juan pagó los Puros, dejando la vuelta como propina, y salió.
Luego, mediante encargo que confió a un diputado amigo suyo, el cual hizo minuciosas gestiones, supo que la nueva madriguera estanqueril de don Quintín estaba en la poco aristocrática calle de la Pingarrona, y allí imaginó ir a buscarle; pero pensándolo mejor, mandó a su ayuda de cámara, el inapreciable y fiel Benigno, que volvió con más noticias que un corresponsal del Times. Primero, pagando tintas al doncel de los sabañones, y después a un vecino pingarronesco, Benigno averiguó cuanto a su amo interesaba, sin omitir los amores de don Quintín con Carola, trapicheo que sólo doña Frasquita ignoraba en el barrio: criadas, vecinos, porteros y parroquianos, todos sabían que el estanquero tenía, como ellos decían, un apaño. De lo que nadie tenía pleno conocimiento era de la precaria situación a que se veía reducido el ex—miliciano mujeriego.
La mudanza de tienda y calle no fue para él venir a menos, sino llegar a casi nada, por lo cual Carola empezó a mostrársele despegada y arisca, tanto como antes fue apasionada y pegajosa. Con la buena parroquia y aquel cajón siempre lleno, que semejaba esportillo del Banco, acabaron los mimos y complacencias de la jamona impúdica. Hízose, sobre todo, pedigüeña en grado inaguantable.
Lo primero que el pobre hombre se vio imposibilitado de comprarle fue un corsé de cuatro duros, lleno de puntillas, lazos, pespuntes y escarolados. La corsetera había dicho a Carola:
—¡Vaya una prenda pa una señora que la pueda lucir!;—y ella lo deseó como un guerrero desea una buena arma de combate. Pidióselo a su Quintín, y éste, fingiendo bromear, repuso:
—¿Corsé? A fuerza de aceros y ballenas me vas a estropear ese cuerpecito tan rico. Ya sabes que me da rabia ir a cogerte y encontrarme con esas cosas tan duras.
—En casa no te digo; pero por la calle no he de ir con las carnes colgando como una vaca.
—Para eso no necesitas corsé de cuatro pesos.
—¡Ah! ¿Es por el dinero, don Roñoso?
—No, palabra; es que estos días... ¿te es igual a fin de mes?
Carola no quiso insistir; pero miró a su amante con profundo desprecio, como las grandes cortesanas de Atenas debían de mirar a los esclavos persas. Luego él faltó algunas noches o acortó las visitas, quejándose de pesadez en el estómago. Para ella subían cena del café; pero ya la ingrata no le daba, como antes, con sus propios dientes, alguna patata frita, ni se dejaba arrancar las pasas de los labios. Interesada y rencorosa, tenía clavadas en el pensamiento todas las ballenas del corsé negado. Transcurridos algunos días, dijo al vejestorio:
—Oye, capitalista, lo del corsé lo mismo me da una semana que otra; pero la cama está hecha peazos, y el herrero pide tres duros por componerla.
—¿Tres duros?
—¡Tú sabes cómo está, si parece que dan batallas encima!
—¿Y ha de ser el herrero? Con un cordel o un alambre la dejo yo más firme que el propio suelo.
—U con saliva de mona—repuso ella muy enojada—: ¿no sabes que la has desatornillao toda a puros brincos? ¿Quién tiene la culpa?
—Déjalo, mujer... por ahora; el mes que viene...
—Estoy viendo que te voy a pedir de comer y me vas a decir que aguarde a otro mes. Pues el casero es como el tren, que no espera por nadie, y ha cumplido ayer; conque venga parné o me busco un señor.
Lívido de angustia y coraje, repuso:
—Yo me veré con el administrador. Es forzoso que tengamos paciencia.
—Vamos, tú estás más arrancao que árbol viejo.
Engañado Quintín por la pausada entonación con que Carola le dijo esto, imaginó que el instante era favorable a un desbordamiento de lealtad, al cual ella forzosamente respondería con una explosión de ternura.
—¡Carola, Carola mía!—exclamó hiposo y sollozante—; tengo que decírtelo todo.
—Lo que has de hacer es darme algo.
Entonces, poniendo cara muy compungida, extendió las manos en busca de las de su amada, y dijo:
—¡Vida mía, todo se arreglará! Ahora no puedo nada, nada; el estanco nuevo es una perdición. Yo te traeré... unos días... ¡demasiado sabes!
—Lo que sé es que ni ropa, ni casa, ni pagar un triste catre, que tú mismo has desfondicao... ni ná.
—Más lo siento yo que tú.
Y quiso prodigarle en besos lo que no podía en pesetas; mas ella se desprendió de sus brazos, diciendo desabridamente:
—Estos marranos de hombres creen que tener querida es tener guitarra, que se deja tocar sin que la den de comer.
—Por Dios, nena; tú no eres mi querida; ¡eres mi alma!
—Yo soy una mujer que tié que gastar en comer, y en vestir, y en zapatos, y cuando un zángano no dispone de posibles... ¿o es que me voy a guisar el aire?
—Cuando he tenido... y en cuanto tenga...
—Pus entonces güelves.
Carola se iba enfurruñando por momentos. Él la escuchaba pasmado, acordándose de las grandes cocottes de París, de quienes en los folletines había leído que despiden como lacayos a los lores ingleses luego que les han arruinado. De pronto, se le acercó humilde y cariacontecido, temblándole los labios, sublime y ridículo de amor, gritando:
—¡Qué! ¿Vas a dejarme sospechar que me querías por el interés? ¡Permíteme que te bese, o creeré que eres una cualquier cosa!
Adelantó con indecible majestad, como el león hacia su hembra; hubo en su actitud impulso de amante y arrogancia de señorío. Carola, miserablemente asustada con aquello de la traslación de estanco y penuria del nuevo establecimiento, comprendió que el odre estaba seco. Ni corsé, ni cenas, ni recibo de inquilinato... no pudo más. Miró al pobre viejo con expresión de frío desprecio, y plegando en burlona mueca los labios por él tantas y tantas veces besados, le dijo:
—Oiga usted, don Baboso de Singuita, ¿te has figurao que una hembra como yo va a esperar pa dejarse querer a que llueva dinero el mes que viene? Si no me pués mantener con decoro, ¿pá qué te me has arrimao, cara de siglo?
Quiso erguirse altanero y tremendo; pero vencido de la emoción, sintió que flaqueaba todo el edificio de su cuerpo, y lanzando a su cruel señora una mirada lánguida de bestia moribunda, entre súplica y reproche, dejose caer, abatido y lacio, en aquel mismo sillón donde antes los dos solían sentarse para que él la estrechase entre los avarientos brazos, mientras ella, vestida de gran señora y copa en mano, entonaba un vals callejero convertido en brindis orgiástico... El recuerdo de aquellos momentos fue como visión rapidísima que le llenó de amargura el alma. En seguida se quedó absorto, con los ojos asombrados y saltones, y los labios fruncidos por una sonrisa diabólica de ángel caído. Tan feo se puso que Carola soltó la carcajada. Entonces, pasando de la estupidez al furor, sintió que en lo más hondo del pensamiento surgía la idea del crimen, no para cometerlo, sino comprendiendo que en situaciones análogas se den puñaladas y mueran las queridas traidoras a manos de sus amantes. Estaba grandiosamente ridículo. Carola se convenció de que aquel pobre hombre era incapaz de pegarle ni un tirón de orejas; pero vio claro que haría cualquier disparate por seguir poseyéndola o por hacerse la ilusión de que la poseía, y con aviesa intención, para enloquecerle y hechizarle, comenzó a desabrocharse el cuerpo del vestido y luego se alzó ligeramente la falda mientras moviendo en ondulaciones canallescas todo su cuerpo pecador, decía con voz de chula raída y descocada:
—¿Crees que esta personilla se va a quedar sin corsé, y que estos pies van a salir a ganarlo, y que este cuerpo ha nacío para tumbarse en un catre desvencijao? ¿Crees que voy a domesticar al administraor pagándole en carne? Si no tenías dinero, podías haberte quedao dando cabezás contra el mostrador, ú poniendo bizmas a la vieja, que paece un vencejo atontao.
—¡Carola! ¡Señora!
—Aquí no hay más señora que una fiera, porque ¿sabes lo que te digo? Que me temo que te lo estés gastando con otras; ¡conque fuera de aquí, a buscar guita! Lo que decía mi pobrecita madre: «sin bolsa llena, ni rubia ni morena».
Empujándole hacia la puerta, le echó del cuarto; pero en el pasillo, a oscuras, varió de súbito el tono de la voz, y ciñéndole al cuello los brazos, le dijo dulzonamente entre dos largos besos:
—Rico del alma, fuera de broma, tráeme unos durillos, que me hacen mucha falta.
Y le plantó en el descansillo de la escalera, dejándole turulato, ya convencido de que, a pesar de aquellos besos, el amor y sus derivados eran para él cosa perdida como no arbitrase recursos.
¿A quién pediría prestado, qué malbarató o empeñó? No se sabe; pero a la tarde siguiente llevó trece duros, mediante los cuales, Carola tuvo corsé y quedó restaurado el catre. Sin embargo, en días posteriores, menudearon las exigencias de la impura. Pidió un boa, jabón de olor, un palanganero, chambras bordadas y una bata. El espíritu de don Quintín se llenó de sombras: parecía que en su pensamiento se habían juntado el furor de los héroes clásicos, la melancolía de los galanes románticos y el escepticismo de los protagonistas de drama moderno, todo lo cual, el pobre hombre, instintivamente, resumía en aquella horrible frase de su querida: «Sin bolsa llena, ni rubia ni morena.»
Tal era su situación de ánimo cuando una mañana se le presentó Benigno en el estanco, y sin ambages ni rodeos, le dio el siguiente recado:
—De parte de mi amo, don Juan de Todellas, que desea hablar con usted, y que le espera mañana a las doce en su casa—(y dio las señas)—para almorzar.
Dicho lo cual se fue.
Acordándose entonces del último diálogo que tuvo con su sobrina cuando ella le mandó llamar después de ver a don Juan en la Moncloa, el estanquero pensó:
«El grandísimo pillo me busca; tenía razón la chica; pues sí que iré, y veremos por dónde respira. ¡Canalla...! ¡A ese sí que no le faltará dinero para tener queridas!»
*
* *
Son las once Y media de la mañana. La escena pasa en el gabinete de don Juan.
Las paredes están cubiertas de pinturas, fotografías y grabados que representan retratos de beldades célebres más o menos vestidas, y episodios de amor, donde se ven reproducidas todas las fases de la pasión: mitos sagrados, tradiciones históricas y engendros literarios. Psiquis se quema las alas en la antorcha del divino Eros; la fiel Penélope desteje su labor; el necio Candaules muestra a Gyjes la hermosa desnudez de su esposa Nyssia; Florinda y don Rodrigo, enlazados bajo un naranjo, dan pretexto a la venida del moro; Carlos I y Bárbara de Blomberg se abrazan enamorados y orgullosos, presintiendo que ha de nacer quien venza en Lepanto; la desvergonzada Lozana se deja tentar por un canónigo a quien pide dineros; Felipe II se exalta mirando el ojo sano de la Éboli; el Burlador de Sevilla descansa en brazos de Tisbea; Felipe IV desciñe a la Calderona los cordones de un justillo; Luis XV se divierte en pintar a la Dubarry un lunar junto a la boca; Mirabeau besa el retrato de Sofía; Fernando VII hace cosquillas a Pepa la Naranjera; Rodolfo de Austria expira en brazos de María Véscera, y como síntesis de la dulce locura que a todos agitó, el gran Don Quijote muere resignado sin haber poseído jamás a Dulcinea.
En el centro del cuarto está puesta la mesa; el mantel es adamascado y fino; los cubiertos de plata labrada; la vajilla con cifra de oro; las copas, de tan sutil cristal, que semejan aire cuajado. Sobre un veladorcito hay cuatro botellas; dos de Burdeos que, como buenas girondinas, tienen a modo de gorritos frigios sus cápsulas rojas, una de Champaña con capellina de plata, y otra de Jerez que parece oro líquido.
Don Juan espera impaciente abrochándose el batín oscuro de alamares negros. Cuatro minutos antes de las doce suena un campanillazo. Benigno, servilleta al hombro, se dirige hacia la puerta poniéndose los guantes blancos de algodoncillo.
Don Quintín, de levita, prestada y archicumplida, entra escamado, receloso, pero sonriente y haciendo cortesías. Acude a la cita porque a ello le obliga su situación respecto de Cristeta, que puede contar a Frasquita lo que ésta debe ignorar, y también porque, descubriendo los pensamientos de don Juan, le será más fácil la venganza.
Su antiguo conocido le recibe amabilísimamente.
—¡Mi señor don Quintín, y cuántos deseos tenía de que honrase usted mi choza! ¿Cómo va ese valor?
—¿A esto llama usted choza, y están las paredes llenas de santos?
—Vaya, vaya, usted me perdonará el atrevimiento; pero yo necesitaba hablar con usted, y pensé que almorzando se entienden las gentes.
—Tantas gracias.
Se sientan cerca de la chimenea, cuyas llamas se reflejan en los vidrios de los cuadros, y comienza el festín.
Ostras: don Quintín desprende de sus conchas las primeras con el cuchillo, hasta que al ver emplear a don Juan el tenedorcillo ad hoc, le imita torpemente, pensando mientras come: «¿Quién sería el primero que probase esta porquería?»
Benigno presenta una fuente, y al mismo tiempo dice don Juan:
—Huevos al plato.
Don Quintín, sirviéndose, reflexiona: «¿Pues dónde los había de poner?»
Apaciguada la primera furia del hambre, dice el anfitrión:
—Sí, tenemos que hablar largo y tendido.
—Soy todo orejas.
—Pues bien: ha de saber usted que yo presté dinero a un amigo mío empresario del Teatro de las Musas; no ha podido pagarme, y por tratos y combinaciones que hemos hecho, y con los cuales no quiero molestar a usted..., total, que me quedo de empresario. En mi vida las he visto más gordas; pero estoy decidido a defender mi dinero, para lo cual formaré una compañía como en Madrid no se ha oído, y necesito que usted me ayude.
—¿Yo?
—Usted. Llevo adelantados los trabajos, cuento con artistas..., un coro que... ya verá usted...; pero nada puedo ultimar si usted no me favorece.
—No entiendo.
—Yo no hago nada sin contar con su sobrina Cristeta; y además, necesito una persona de toda confianza para representante de la empresa, y esa persona es usted.
A don Quintín se le atragantó un sorbo de Burdeos, que para él tenía sabor de chacolí detestable. Las palabras que acababa de oír le parecieron el principio de una complicadísima serie de mentiras; pero en seguida se le ocurrió la idea de que si aquello fuese cierto, no habría de faltarle contrato para Carola, es decir, querida por cuenta ajena... y un coro a su disposición. Ocultando la sorpresa, repuso:
—De mí disponga usted; en cuanto a mi sobrina, se ha retirado del teatro.
—Por eso le busco a usted, que es quien ha de convencerla. Yo no me atrevo..., las mujeres... En fin, usted, antes que tío es usted hombre de talento y comprenderá mi situación. Yo me permití galantearla, cortejarla, cuatro bromas: ¡como es tan guapa! No me hizo caso; total, nada, una niñería..., y es posible que ella tenga reparo de tratar conmigo. En suma: yo le ofrezco a usted, como tal representante, cincuenta pesos al mes, y a ella una escritura con mi firma en blanco para que fije el sueldo que quiera. ¡Verá usted qué temporada!
Estaban comiendo solomillo con trufas, que a don Quintín le parecieron patatas de luto; don Juan seguía hablando entre bocado y sorbo.
—Hay que regenerar el gusto del público: nada de revistas ni pantorrillas..., ésas para usted y para mí. Arte serio; ya ve usted que la Moreruela es indispensable.
Don Quintín, rebañando con un migote la rica salsa, guardó silencio unos instantes, cual si dudase de la oportunidad de lo que iba a decir, y, por último, habló resueltamente, aunque sonriendo para disminuir el alcance de sus frases:
—Señor mío; usted sí que tiene remuchísimo talento; y todo eso está muy bien urdido...; pero a perro viejo no hay tus tus.
—¿Cómo?
—Que no me engaña usted. A usted le tienen sin cuidado el arte, la empresa y hasta las buenas mozas del coro.
—Explíquese usted.
—Lo que a usted le interesa es... la muchacha.
—Ahora sí que tiene usted que explicarse—repuso don Juan desconcertado.
—Sí, mi sobrina: y hablando en plata, lo que usted pretende es que yo le ponga en contacto con ella.
Don Juan se quedó atónito y a dos dedos de contestar ásperamente; mas no podía permitirse frase dura en su propia casa, y el gesto que ponía don Quintín no era de enojo, sino casi de broma.
—Usted ha pensado en mí—prosiguió el estanquero—, para dar más seriedad a su conducta... y, sobre todo, me ha buscado porque no halla medio ni manera de acercarse a la chica, y como no había usted de decirme descaradamente y en seco su propósito, ha inventado usted eso del teatro. Pero usted ignora muchas cosas. Primera: que mi sobrina no es mi sobrina, sino de mi mujer..., es decir, ná. Segunda: que se ha portado cochinamente conmigo y no la veo hace mucho tiempo..., ni ganas. Y, por último, que puede hacer, o ha hecho ya, de su capa un sayo, sin que yo tenga derecho ni voluntad de meterme en sus interioridades. Conque, favor por favor; usted me honra convidándome y ofreciéndome un destino... que buena falta me hace, y yo le declaro a usted que la tal sobrina... puede irse al moro sin que me importe. Vamos, que se ha equivocado usted de medio a medio.
—Yo no he querido lastimar en lo más mínimo...
—Esté usted tranquilo; dos hombres formales no pueden reñir por esa... ingrata. Harto sé yo lo que son mujeres, ¿Le gusta a usted? Bueno..., pues usted ¡a ella! y nosotros tan amigos como antes.
Don Juan, en el colmo del asombro, exclamó:
—¿Que no le importa a usted?
—Absolutamente nada.
Pausa de unos segundos: el amo hace seña al criado, y éste echa Jerez en la copa grande de don Quintín.
El diálogo continúa del siguiente modo:
—Me deja usted espantado.
—Ni tres cominos, por trastuela, ingrata y mala cabeza.
—¿Mala cabeza, y se ha casado?
—¿Está usted seguro de eso? Pues sabe usted más que yo. Desde Santurroriaga me mandó a pedir ciertos papeles: su fe de bautismo, las partidas de muerto de sus padres... qué sé yo, algunos documentos tenía ella...; yo no estuve delante si le dijeron los latines, ni fui padrino; ¡y la grandísima necia descastada, viene luego a Madrid, recoge cuatro trastos de mi casa; y abur! Yo no he de pedirle ni agua, ni quiero meterme en su vida privada.
Sorprendido don Juan por la actitud y palabras de don Quintín, cambió de táctica, y queriendo sacar fruto de su indiferencia, le dijo:
—Vaya, vaya... déjese usted de resentimientos y de delicadezas y piense usted que lo que le propongo, si es beneficioso para ella, no lo es menos para usted. Usted no ha de ir a pedirle nada, sino a ofrecerle una contrata ventajosa.
—Sí; y además a procurar que se vean ustedes.
Don Juan, fingiendo no haber oído, siguió:
—Si no está casada... aceptará, y si lo está, saldremos de dudas.
Don Quintín, puesta de babero la servilleta y empuñando una pata de pollo frío, se balanceó en la silla, riendo como un sátiro viejo.
Entonces, obediente a una seña de su amo, Benigno escanció otro largo chorro de sol embotellado en la copa del estanquero, quien sin perder la serenidad, habló de este modo:
—No quiere usted entenderme... Usted parte un pelo en el aire...; pero yo, aunque no he recibido cierta educación, tampoco soy negao. Me va usted a llamar sinvergüenza; pero, en fin... juguemos a cartas vistas y cada cual atienda a su juego. Lo que usted desea es que yo le saque de dudas sobre lo del casorio, y que le ponga a usted al habla con ella, y lo ha querido usted conseguir sin que yo me diese cuenta. No me ofendo; pero en vez de un memo se encuentra usted con un hombre franco que le dice: mi sobrina nada me importa. ¿Se ha casado? Vaya bendita de Dios. ¿No se ha casado y anda usted tras ella? Me es igual.
Don Juan resolvió jugarse el todo por el todo, a lo menos en lo tocante a valerse de don Quintín, y apoyando los codos en el mantel, dijo:
—Es usted un lince y un hombre... leal. Franqueza por franqueza. Sí, señor, me gusta Cristeta...
—A todos nos gustan las mujeres; ¿cree usted que no tengo yo también lo que necesito?...
—... me gusta Cristeta; pero ¿y si fuera también verdad que deseo meterme a empresario? Como usted ve, mi casa es pequeña, necesito poner un cuarto, una oficina donde ultimar contratos, hacer ajustes, etc., y necesito un representante. ¿Quiere usted serlo? Mil realitos al mes... y luego si usted logra que yo ajuste a esa señorita...
—¡Ahí le duele!... No andemos con hipocresías. Ya le he dicho a usted que yo también tengo mis debilidades.
—Entonces... entre hombres debemos ayudarnos. El día menos pensado tiene usted una conquista seria, y me dice usted: «Amigo Todellas, présteme usted la llave y váyase usted de paseo»; por un amigo todo se hace.
A don Quintín se le ocurrió una idea portentosa: pareciole que no cabía más en cerebro humano. Aquel hombre que se había burlado de él, le estaba facilitando el camino de la más sabrosa venganza. Otra era la que él tenía pensada; pero, pues las cosas venían rodadas... ¡también aquélla!
Don Juan continuaba diciendo:
—¿No está usted quejoso de ella, no se ha portado con usted indignamente?
—Tiene usted razón; trato hecho. Yo le llevaré a usted la... tiple.
—Y yo le nombro a usted... eso que he dicho antes.
Don Quintín representaba la comedia por imposición y encargo ajeno; pero al mismo tiempo, le sonreía la perspectiva de aquella venganza que había imaginado; además, si lo de la empresa teatral fuese recurso cierto, ideado por don Juan para entenderse con Cristeta, también de esto sacaría él partido, procurando el ajuste de Carola. En vista de lo cual, aunque desconfiaba de la farsa, fingió aceptarla, considerándola como un modus vivendi necesario para sellar el vergonzoso pacto. El taponazo del Champaña le sacó de sus cavilaciones.
Don Juan, alzando la espumante copa, le dijo, como si fuesen antiguos compañeros de calaveradas:
—Cuando dos caballeros quieren entenderse, no hay quien pueda con ellos. Todavía tiene usted que hacer buenas migas con este cura... ya sé yo los puntos que usted calza. (Pausa larga.) Vaya, el día que se canse usted de Carola, le voy a presentar a usted a una chica de veinte que le vuelve a usted tarumba.
—¿Pero usted sabía?...
—¿Lo de Carolina? Todo Madrid lo sabe, y ándese usted con tiento..., es guapa mujer, pero costosa, exigente, acostumbrada a mucho señorío; no le vendrán a usted mal los cincuenta de la representación. Lo grave sería que lo supiese su esposa de usted.
Este momento fue el único en que don Quintín perdió terreno. No era sólo Cristeta quien podía perderle; también aquel hombre conocía su secreto...; pero ¿qué secreto si acababa de oír que Carola era mujer de fama?
—¿Quedamos—preguntó don Juan—, en que somos buenos amigos?
—Sí, señor. ¡Tiene usted un modo de tratar las cosas!... Vaya, y para que usted no pueda tener queja de mí, le diré a usted una sospecha, no pasa de sospecha, que yo tengo. Usted sabe que Cristeta fue a Santurroriaga hace cerca de tres años. Pues bien; la doncella que la acompañó me ha contado que allí tuvo algo con no sabe quién..., de cierto, nada; pero algún lío debía de traer entre manos, porque, según la chica, en cuanto llegaban por la noche del teatro a la fonda, Cristeta la despedía sin dejar que la desnudase; y otras veces se quedaba escribiendo hasta muy tarde.
Aquí a don Juan se le alegra la mirada de un modo apenas perceptible, y rueda por sus labios una sonrisa.
Prosigue don Quintín:
—En seguida, o poco después, vino lo del casorio con Martínez que, según mis noticias, es un animalote ordinario que se chifló atrozmente por ella.
Don Juan se pone muy serio y escucha con mayor interés.
El estanquero continúa:
—Bueno; pues yo, teniendo en cuenta lo lista que es Cristeta y lo apasionado que llegó a estar Martínez por ella, me hago la siguiente pregunta, y usted dirá si es un disparate: ¿no es posible que el chico sea del otro de quien habla la doncella, suponiendo que sea verdad, y que Cristeta, al casarse con el Martínez, le haya hecho apechugar con el muñeco... ya nacido o en vísperas? Crea usted que una mujer que se ve perdida es capaz de todo, y un hombre enamorado también. He dicho sospecha, nada más que sospecha; pero tiene su poquito de fundamento, porque fíjese usted: primero lo que dice la doncella, y luego el casarse con un tío tan ordinario, sólo puede haberlo hecho por cálculo; ¿y qué mayor provecho que legalizar la situación en que se hallaba?; por último: ¿a qué esconderse de mí y de mi mujer, a quienes debía estar tan agradecida, esquivándonos como lo ha hecho? Vamos, yo veo la cosa turbia.
La impresión que recibió don Juan fue horrible.
Fingió escucharlo todo sin darle importancia, haciendo como que jugaba distraídamente con el regojuelo que había quedado sobre la mesa, pero en realidad estaba profundamente pensativo.
Aquella idea se le había ocurrido alguna vez, muy vagamente, pero jamás la formuló su pensamiento con tan espantables caracteres de posibilidad. ¡Suyo el hijo de Cristeta! ¡Vaya un final de almuerzo! Poco le faltó para exigir a don Quintín con malos modos que confesara cuanto supiese; mas comprendió que la violencia era inútil. Sólo su propio ingenio y la confesión de Cristeta podían sacarle de dudas: era forzoso que mediase entre ambos una explicación. Al cabo de unos instantes, sobreponiéndose al disgusto que experimentaba, reanudó el diálogo y se mostró amabilísimo con don Quintín. Aquel hombre le era, desgraciadamente, necesario.
Tomaron exquisito moka, que al estanquero le pareció inferior al del café, y luego, saboreando unas copas de licor, don Juan le ofreció habanos.
—No es mal tabaco—decía don Quintín—; pero crea usted que no hay nada como los peninsulares bien elegidos.
Separáronse tras grandes protestas de lealtad y mutua protección.
Poco después don Quintín iba por la calle haciendo estas reflexiones: «¡Vaya un tío cuco...! pero se ha fastidiado. ¡Cincuenta duros...! ¡Carola, segura...! En cuanto a lo demás... Cristeta verá lo que hace: he cumplido sus órdenes; ahora... me lavo las manos.»
Hasta quedarse solo no sintió don Juan en toda su intensidad el disgustazo que acababan de darle.
Había en los razonamientos de don Quintín, o, mejor dicho, se desprendía de ellos una consideración de muchísima fuerza. ¿Cómo se explicaba que Cristeta, tan sentimental y delicada, hubiese consentido en entregarse a un hombre como Martínez, rico, pero vulgarote y ordinario? Don Juan recordaba perfectamente las repetidas veces en que Julia le habló de su amo tratándole de grosero, basto y a la pata la llana. Pensándolo bien, estas confidencias de la niñera podían servir de base a las conjeturas en que ahora le hacían caer las frases del estanquero; todo indicaba que sólo el interés, pero un interés poderosísimo, había determinado la boda. Por otra parte, no siendo ella codiciosa... ¿qué interés podía tener...? sólo el de regularizar la falsa situación en que se hallase, o el ansia de asegurar el porvenir del niño, si ya estaba camino del mundo.
«Este mamarracho de viejo—se decía—, es un sinvergüenza capaz, por dinero, de hacernos el embozo de la cama...; pero ¡ella, ella! Ahora me explico sus lágrimas, su miedo de acercarse a mí, sus palabras tristes...; no puede menos de quererme. Y el chico... ¿mío? ¡sabe Dios!; pero no es ningún imposible... y ese señor Martínez... ¡anima!, aunque no, puede que no esté sino perdidamente enamorado, loco, ¿no ha de poder trastornarse otro hombre si a mí me están dando ganas de llorar?»
*
* *
Aquella misma noche el estanquero refirió a su sobrina cuanto habló con don Juan durante el almuerzo; pero puso gran cuidado en callar todas aquellas sospechas que le hizo concebir relacionadas con el origen del niño, y que respondían a su particular deseo de vengarse. No obstante la omisión, Cristeta escuchó todo lo demás inquieta y azorada, miedosa de su propia obra. Una imprudencia, por pequeña que fuese, y estaba perdida; el menor descuido, y en vez de ingeniosa enamorada, semejaría codiciosa enredadora.
¡Triste condición de toda mujer amante y burlada, que al reconquistar el bien perdido, parece trapisondista despreciable!
De cómo Cristeta representó en un palco mejor que cuando lo hacía en el escenario
Don Juan tenía pensado alquilar un cuarto y amueblar en él dos habitaciones: una tal que pareciese oficina, para dar sombra de apariencia a lo de la empresa teatral, y otra cuidadosamente alhajada, donde, atraída Cristeta, quedara su resistencia vencida; pero en vista de la conferencia con don Quintín, consideró inútil lo primero, pues el grandísimo bribón no había menester disimulo, sino dinero; por lo cual a otro día del almuerzo le mandó a Benigno con una carta en que, a modo de primer mes de sueldo, le remitía mil reales, es decir, el amor de Carola provisionalmente asegurado. En cuanto a lo de alhajar cómoda y lujosamente un nido donde recibir a Cristeta, también varió algo su propósito, discurriendo que tal vez careciera de sentido común el forjarse ilusiones si la paloma había ya anidado en otro lado, y hasta hecho cría.
El deseo de aquel hombre iba sufriendo una transformación tan radical como justificada. Lo que hasta entonces le movió fue el apetito amoroso que juntamente despertaban en su ánimo la belleza de Cristeta, la envidia de su legítimo poseedor y la vanidad herida; pero a consecuencia del almuerzo con don Quintín, todo cambió. Ya no podía bastarle poseer a Cristeta como a una mujer cualquiera; quería saber si aún era amado de ella; aquilatar qué clase de afecto profesaba a su marido, o lo que fuese; obtener pleno conocimiento del origen del niño; en fin, salir de dudas. La frívola pertinacia del galanteador de oficio, la tenacidad irritante del mujeriego afortunado, habían cedido el puesto a móviles más serios. Lo que comenzó a guisa de vulgar conquista, iba transformándose en drama psicológico, sin puñalada, pistoletazo, ni catástrofe, pero muy serio: acaso con su catástrofe y todo, porque ¿quién era capaz de prever las complicaciones a que podría dar ocasión el odioso Martínez? Pero lo grave era que la mujer antes perseguida y deseada sólo por gentil y graciosa, se había trocado en hechicera enigmática: ya no era don Juan un temperamento atraído por la belleza, sino una voluntad obstinada en descubrir el arcano que llevaba una mujer dentro del pecho. Hasta el pecho ¡lo más hermoso del cuerpo de Cristeta! se le olvidaba pensando en su corazón.
Tomó un piso entresuelo en cierta casa de un amigo suyo (la calle, aunque céntrica, casi solitaria), y en cuatro días, a fuerza de dinero y con ayuda de don Quintín, hizo que le amueblaran un precioso gabinete donde todo era sencillo y de exquisito gusto. La alfombra, clara; sobre una mesita, una lámpara preparada, y como adorno, muchas flores. No había reloj, para indicar que quien lo dirigió todo no quería tasado el tiempo. Por precaución tenía la estancia puertas francas a escaleras distintas, y en los balcones visillos muy tupidos. Junto a la chimenea se veía uno de esos asientos llamados confidentes, dispuestos en forma de ese, donde una pareja puede mirarse rostro a rostro, llegando tibio el aliento del que habla a la oreja del que escucha: para diálogo amoroso, imposible hallarlo mejor; pero no era mueble incitante y traidor de aquellos en que la castidad suele reclinarse sana y levantarse herida.
Al quinto día, luego que la casa estuvo dispuesta, don Juan entregó a su representante una llave por si encontraba momento propicio de llevar a Cristeta o de hacer que se resolviese a ir; y envolviendo el ruego en promesas, le suplicó que apurara todos los medios imaginables para que su sobrina le concediese la deseada entrevista.
En un principio, de acuerdo con ella, don Quintín dio largas pretextando que no había logrado verla; después dijo que vacilaba y temía; por último, que comenzaba a desesperar. Así transcurrieron dos semanas, de beneficioso resultado para su bolsillo y de triste incertidumbre para don Juan, quien al cabo determinó escribir a su adorada; de lo que se originó nueva cita con Julia en la Plaza Mayor, y nueva carta, que a la letra decía estas palabras:
«Cristeta de mi alma: Ha pasado qué sé yo cuánto tiempo desde que nos vimos; no tengo ya ninguna esperanza y, sin embargo, no me resigno a perderte. ¿Dejarás que me marche de Madrid? Porque no puedo vivir así. No te pido más que una entrevista muy breve, y te doy palabra de honor que no tendrás que arrepentirte.
He puesto un cuartito en la calle de Belén, 78, entresuelo. Allí te aguardo mañana y pasado, desde la una de la tarde hasta el anochecer. Si no me contestas dentro de cuarenta y ocho horas, será señal de que nada puedo esperar, y esta misma semana saldré de Madrid para no volver nunca. Adiós, Cristeta de mis ojos. Medita bien lo que resuelves, que va de veras, y acuérdate de tu desgraciado
JUAN.»
Al expirar el plazo, cuyo término caía en lunes, don Juan recibió respuesta con estas palabras, de mano de Cristeta:
«Estoy malucha, y además no puedo ni debo aceptar eso que propones; el domingo que biene toma un palco alto, para por la tarde, en cualquier teatro, y enbiamelo: de otro modo, nada.
C.»
¡Qué semana! Ni educanda encerrada que aguarda el día de salida para ver al primer muchacho que a hurtadillas le oprime la mano, y con quien soñó castamente en el lecho virginal del convento; ni príncipe en vísperas de ser coronado rey; ni miserable usurero a punto de cobrar; ni madre de marino que en la costa espera el navío donde su hijo torna, nadie se impacientó ni desesperó tanto como el pobre don Juan.
Llegó el sábado; fijáronse en las esquinas los carteles teatrales, leyolos, calculó cuál sería la función más larga, y vio que en la Zarzuela representaban un melodrama en cinco actos, seguido de sainete; es decir, cinco entreactos, que era lo que a él le interesaba. Tomó para sí una butaca, escogió un buen palco y se lo mandó a Cristeta. «¿Quién la acompañará?—pensó—. Cuando lo ha pedido para por la tarde, es que lleva al chico.» Y al recordar al niño se le puso carne de gallina.
El domingo amaneció sereno, hermosísimo. Con el temor de que se suspendiera la función, se puso don Juan más nervioso que mujer en tienda de sedas. Por fortuna, al medio día se nubló el cielo y comenzó a llover. Su primera impresión fue de alegría; pero luego se dijo: «¿A que no va porque no coja humedad el chiquillo?»
Hasta la hora del espectáculo permaneció encerrado en casa y, según su costumbre, quiso distraerse leyendo; pero todo fue inútil. Tal estaba su ánimo, que no le hizo gracia Don Quijote. Si llega a hojear La divina comedia se ríe del conde Ugolino. Al oír que daban las tres en el reloj del despacho, púsose el gabán y salió.
Madrid estaba convertido en un lodazal; soplaba norte pulmoníaco, y la lluvia, por lo terca y violenta, se burlaba de toda prenda impermeable; pero a don Juan le pareció que caminaba por las secas alamedas de un jardín donde corría suavísimo céfiro y que del cielo caía tibio rocío perfumado, como aquel que un alarife cordobés hizo llover en el serrallo del califa.
Cuando llegó al teatro aún estaba el pórtico cerrado, y ante él esperaban, devorados de impaciencia y roídos de mal humor, grupos de papás, manadas de niñeras y enjambres de chicos. Por fin, abrieron, y la puerta comenzó a engullir gente. Todos se apresuraron: nadie dio tantos codazos como don Juan.
Otros llevaban al niño de la mano: él llevaba dentro al niño Amor, que, aposentado en su corazón y su pensamiento, lugares donde antes jamás entró, corría de uno para otro.
La sala estaba a media luz: don Juan, que llevaba tres horas diciéndose:—«Principal, número nueve», miró al palco.
Los violines, mal afinados, gruñían como cochinillos hambrientos, oíase algún quejido gangoso de clarinete y rasgaban el aire alegres carcajadas infantiles.
Don Juan, de pie en el callejón central de las butacas, tenía fija la mirada en el palco. De pronto, levantose la cortina, apareció Julia con el niño en brazos, y tras ella, destacando por claro sobre el fondo oscuro del palco, se dibujó la encantadora figura de Cristeta, en actitud de alzar las manos para quitarse un precioso sombrerillo. ¡Qué semblante y qué talle! A no estar trastornado por sus preocupaciones, don Juan hubiese comprendido mirándola, que la esbeltez de aquella mujer era incompatible con la maternidad. Lo de llevar al teatro un niño de dos años, le pareció insensato...; pero era el pretexto: y además, los padres llevan a sus hijos demasiado pronto al teatro, porque se hacen la ilusión de que entienden lo que ven.
Cuando aumentó repentinamente la intensidad del alumbrado, Julia y el chico lanzaron a dúo un ¡aah! formidable. Cristeta se sonrió, y a don Juan le pareció que de aquella sonrisa había brotado la claridad.
¡Qué hermosa estaba la antigua comiquilla! Lo que descubría del traje por cima del antepecho del palco, era un primor. Vestía una chaquetilla de paño gris perla, bien ceñida y sin adornos, luciendo, al quitársela, el cuerpo del vestido, liso y rojo muy oscuro, con muchos botoncitos de plata; al cuello una gola de piel negrísima, sobre la cual brillaba, como enroscada sierpe de oro, el moño de pelo sedoso y rubio. Nada de joyas, ni siquiera un brazalete; pero, en cambio, sus movimientos, ademanes y posturas estaban impregnados de aristocrática gentileza.
Don Juan enderezó hacia ella los gemelos, y viéndola tan hermosa creyó no haberla poseído nunca. No parecía muchacha plebeya elegantizada de repente, sino hija de grandes, hecha desde niña a todos los refinamientos del lujo.
Lo poco que don Juan oyó del acto primero, se le hizo interminable. ¡Y qué malo! Arte para la galería, espectáculo propio de pueblos atrasados; lo de siempre: la dama perseguida, el traidor eterno, el vulgar gracioso. Por supuesto, que Lope o Alarcón no le hubieran aquel día parecido mejores. Miró hacia el palco muchas veces, y en dos notó que ella le correspondía con amables sonrisas. Terminado el acto, repitió las miradas con gran insistencia, moviendo hacia arriba la cabeza, indicando que quería subir: ella, disimuladamente, extendió el brazo y abrió la mano, moviéndola hacia abajo, lo cual, con toda claridad, significaba: «Espera.» Don Juan puso cara de pariente desheredado. En el segundo, tercero y penúltimo entreacto, que por fortuna no fueron largos, ocurrió exactamente lo mismo, con lo cual el disgusto del enamorado arreció tanto, que comenzó a retorcerse en la butaca como diablo que se ahogase en agua bendita. ¿Si habría pensado aquella mujer que iba él a contentarse con una ración de vista?
Por fin, al caer el telón tras el último acto del melodrama, cuando no quedaban más que un intermedio y el sainete, don Juan, ya tan impaciente que aun sin permiso ni consentimiento subiera, repitió la seña de levantar la cabeza como preguntando: «¿Voy?» Entonces Cristeta le dirigió una mirada cariñosa, haciendo al mismo tiempo un gesto de conformidad, que quería decir: «Ven.»
Salió de la platea, y echando escaleras arriba, medio derribó a un chico, pisó a una señora y tropezó con un caballero, a quien tiró el cigarro. Le pareció oír insultos a su espalda, pero no hizo caso. El corazón le latía como a chico en examen.
Antes de que acudiese el acomodador ya tenía Cristeta entornada la puerta del palco, cuyas cortinas caían rectas, dejando sólo entre sí una estrecha abertura por donde penetraban el resplandor y los rumores de la sala. Juan cerró con tiento; y no por estudiada osadía, como en otros tiempos, sino por sincero e irresistible impulso, cogiendo con fuerza las manos de Cristeta, la empujó hacia atrás, sentándola en la banqueta del antepalco; y en seguida, alzando hasta su boca las manos deseadas, despacio, tembloroso, casi con respeto, se las besó, seguro de que no podían ser vistos, mientras ella, al través de la cabritilla, sintió algo que la quemaba dulcemente.
Pasaron unos segundos sin que ninguno de ambos profanase aquel silencio, que lo decía todo. Por fin habló Juan en voz baja:
—Tú mandas y yo obedezco; pero mía ¡para siempre!
La respuesta fue un suspiro salido de muy hondo, y un movimiento de cabeza triste y negativo.
Estaban en sombra, nadie podía verles, y por entre la separación del cortinaje penetraba una faja de luz que Cristeta procuraba esquivar echando el cuerpo hacia atrás. Al moverse creyó dar con la espalda en el muro; pero Juan había sabiamente deslizado una de sus manos entre la pared y el cuerpo de ella, de modo que al querer recostarse quedó aprisionada por el talle. Ambos se estremecieron, pareciéndoles que no había transcurrido tiempo desde la última caricia. Aquello fue la repetición del bien pasado; acaso la dicha más grata que da el amor. ¡Qué recuerdos! Astucia de mujer, cavilosidad de hombre, entereza de ánimo, escozor de vanidad ajada, ¡cómo vinisteis a tierra fundidos por aquel calor que, traspasando las telas y penetrando las carnes, llegaba por los nervios al centro de las almas!
—¡Vida mía!
—¡Juan, por piedad!
Fueron dos exclamaciones más henchidas de poesía que el mejor poema. Sin embargo, Cristeta, que todo lo arriesgaba en la partida, se rehizo, y dominando su primera impresión, se aprestó a la lucha. Era llegado el instante de lo que ella, a solas con su pensamiento, llamaba el último acto de su comedia. Sin apartar el cuerpo del brazo de Juan ni retirar la mano que le tenía abandonada, pero mostrándose fría y serena (la procesión andaba por dentro), dijo:
—¿Por qué no me dejas vivir tranquila? ¿Qué quieres? ¿No comprendes que todo debe ser inútil?
—Lo veremos. Hay mucho que hablar. Un hombre que se ve en mi situación, tiene derecho a...
—A nada.
—Te equivocas. No queda tiempo, ni éste es sitio para explicarse; pero como tú no has querido nunca venir a terreno mío...
—¿Era decoroso?
—En fin, aprovechemos los instantes. ¿Cuál ha sido tu conducta desde que me fui a París?
—¿Desde que me abandonaste en la fonda de Santurroriaga?
—Bueno, como quieras, te abandoné; de eso luego se tratará. ¿Qué hiciste?
—¿Y no se te ha ocurrido preguntártelo a ti mismo hasta que has vuelto a verme?
—¡Responde!
—¿Y por qué has de ser tú y no yo quien interrogue? ¿Porque eres hombre? Ten calma.
—No puedo, la tendré cuando hayas vuelto a mi poder.
—¡Ah! Me quieres ahora porque no puedo ser tuya.
—Más de lo que te figuras. Estoy dispuesto a todo.
—Y yo a nada.
—¡Parece mentira que se te hayan olvidado ciertas cosas!
—¿Cómo he de olvidar lo que hiciste conmigo?
—Bueno..., ¿qué buscas, qué pretendes? ¿La satisfacción de oírme que hice mal? ¿que te diga que me arrepiento? ¿que ni siquiera me porté como caballero? Corriente; no merezco ni lástima...; humíllame, véngate cuanto quieras; pero, ¡por Dios, Cristeta, vida mía! ¿a quién has querido, de quién eres...? ¡yo no puedo vivir así!
Tal sinceridad había en su acento, que de buena gana Cristeta se hubiese dejado comer a besos, si no temiera que la precipitación malograse su plan. Se limitó a mirarle con dulzura, respondiendo:
—¿Pues qué clase de mujer crees que soy? ¿de las que tú estabas acostumbrado a tratar?
—Es que no puedo callártelo.... esa criatura—y extendió el brazo hacia donde estaba el niño—esa criatura me tiene loco... Cuando yo me marché de Santurroriaga..., porque..., la verdad..., ¿al cabo de cuánto tiempo te casaste? Aun suponiendo que hallases un hombre tonto o... poco escrupuloso, en fin, uno que pasara por todo, ¿no tenía yo algún derecho a saber la resolución que ibas a tomar?
Cristeta, sorprendida, le dejó concluir. Ignoraba las insidiosas frases pronunciadas por su tío el día del almuerzo para herir a don Juan, y no esperaba semejante ataque. Cierto que había, desde un principio, ideado acompañarse del niño para dar más viso de verdad a su condición de casada; pero, a pesar de su travesura, jamás imaginó, ni entró en sus cálculos, excitar a Juan martirizándole con la creencia de que el chico pudiera ser suyo; y en aquel momento comprendió, por fortuna, que el recurso que a las manos se le venía era efímero y de muy peligroso aprovechamiento. Además, su orgullo legítimo de mujer amante le inspiró el recelo de que si don Juan aceptase aquella paternidad, ya no sería ella misma quien venciera, sino el niño, y por último pensó también que como al fin y a la postre habría de descubrirse la mentira, sería fatal para ella que su ingenio de enamorada pudiese ser calificado como ambiciosa tramoya y conspiración de aventurera.
Juan estaba pendiente de sus labios.
Cristeta suspiró; luego guardó silencio en larga pausa, mirándole fríamente, mostrándole impávida el azul profundo de sus ojos; se pasó la lengua húmeda por los labios secos, y muy despacio, levantando una mano y posándosela en el hombro, le dijo con melancólica solemnidad, al mismo tiempo que dejaba caer ruborosa los párpados de larguísimas pestañas.
—Vive tranquilo; te juro que ese niño no es tuyo.
Juan reprimió un suspiro de desahogo, y acentuando el fervor amoroso, por disimular la emoción, repuso a modo de acusador:
—Entonces, infame... sí, perdóname, infame, ¿qué cariño era el tuyo, qué pasión era aquélla, si cuando apenas me fui te entregaste a otro y con tal entusiasmo que... ¡ahí están las pruebas! (Y volvió a señalar al chico.) Yo pude ser falso, engañador, traidor, sobre todo, tonto, porque, al dejarte, en la culpa llevaba la pena; pero ¿qué nombre merece tu conducta?
—¿Es decir, que mi obligación era quedarme toda la vida esperando a que se te antojase volver a acordarte de mí, como se queda un libro en un estante, hasta que su dueño tenga capricho de volverlo a leer? Sé franco, mírame cara a cara y dime: si yo fuera libre, ¿hubieras vuelto a pensar en mí? Dispensa la dureza, pero lo que ahora sientes no es amor, es envidia de otro.
—De ese otro a quien odio y aborrezco, también tenemos que hablar; pero quien me importa verdaderamente, eres tú. Ya lo estás viendo: me has dicho que el niño nada tiene que ver conmigo, y sigo diciéndote que no puedo vivir sin ti.
—¿Pues qué recurso sino conformarse?
—¡Si fuera en Francia!
—Sí, allí creo que se casan y se descasan como perros.
—¡Bendito país, donde la traición, el engaño y hasta el error tienen remedio!
—¿Y quién te dice que yo sea capaz de aceptar eso? ¿Acaso no puedo quererle?
—¿Al niño? Naturalmente; al fin, es hijo tuyo.
—No me has comprendido...—repuso sin atreverse a concluir.
—¡Calla, traidora! porque no respondo de mí.
Y alzó tanto la voz, que ella hizo ademán de taparle la boca con la mano.
—No pensemos en lo imposible—añadió Cristeta tristemente—¿Has querido verme para que sufriéramos los dos? Ya estarás satisfecho; pero basta... ¡por la Virgen Santa!
Intentó incorporarse, Juan la contuvo oprimiéndola el talle, y aún más con el suplicar de su mirada, al mismo tiempo que decía:
—No perdamos tiempo en recriminaciones inútiles. ¿Me he portado mal?, pues te pido perdón. ¿Has obrado por despecho?, te perdono. ¿Nos hemos equivocado los dos, yo al dejarte y tú al olvidarme?, pues venzamos a la desgracia. Manda, ordena, dispón, decide lo que quieras; paso por todo, ¡pero mía, mía para siempre!
—¿Y qué sabes tú lo que es siempre? ¿Cuánto tardarías en cansarte otra vez de mí? Y, sobre todo, no reparas en lo que hablas... y me estás ofendiendo. Óyelo bien; jamás engañaré a Martínez, lo juro. Lo hecho, hecho está.—Y al decir esto, sonrió ligeramente, como burlándose de sus propias palabras.
—¡Pues yo lo deshago!—replicó Juan en fogoso arranque.
—Eso se dice ahí, en el escenario, pero aquí en la vida... ¡ya no podemos ser dichosos!
—¿Luego me quieres? ¡alma mía! ¿No eres feliz? ¿Qué hombre es ése? ¿Por qué te has enamorado? Cuéntamelo todo.
—No me atormentes más, que estoy sufriendo mucho...; mira, mira—añadió levantando un poco la cortina—márchate, que ha comenzado el sainete.
No había comenzado, sino que faltaba poco para que concluyera.
—¡Quiá! ¡Qué he de irme! ¿Crees que he venido sólo para esto? Vuelves a ser mía... y hoy te acompaño hasta tu casa.
—Ni una palabra más. Accedí a oírte, porque supuse que tendrías juicio. Esto se acabó; yo no transigiré nunca con ciertas cosas.
—Ni yo con perderte.
—Entonces, ¿qué pretendes? ¿que sea de dos a un tiempo? ¿Quién resultaría despreciable, nosotros o él? Figúrate lo absurdo, que él lo tolerase: ¿crees que yo podría tenerle al lado?
—Cuanto dices prueba que no has dejado de quererme: ¡eso es lo que yo deseaba saber! Ahora, la última pregunta, y ¡mira que hablas con un hombre resuelto a todo!: ¿estás realmente casada? porque hay quien... no lo cree.
Cristeta vaciló un punto, sin atreverse a responder categóricamente. Hasta entonces había puesto especial empeño en no afirmarlo. Tampoco en aquel instante quiso decirlo, y en vez de contestar de palabra, como si cediese a una languidez incontrastable, dejó caer el dulce peso de su cuerpo sobre el hombro de Juan, al mismo tiempo que decía:
—¡Qué desgraciada soy! ¡Déjame, déjame!
Al sentir Juan acariciado el rostro por el cosquilleo del pelo de Cristeta, dio al olvido la pregunta que hizo, la respuesta que esperaba, hubiera olvidado hasta la gloria si entonces se la hubiesen ofrecido, y estrechando contra el pecho la cabeza de su amada y pegando los labios a su oído, le dijo:
—Iremos donde quieras, solos... o con tu chico..., yo seré su..., lo que tú mandes, ¡alma mía!
Y la besó callada y blandamente entre el rizo y la oreja.
Cristeta levantó la cabeza, mostrando involuntariamente los ojos llenos de felicidad. Juan había pronunciado aquellas palabras con una expresión nueva, desconocida para ella, y aquel beso fue más casto, más sincero, menos egoísta que los dados en otro tiempo por los mismos labios. No se sintió deseada, sino querida, y en lo más íntimo de su espíritu se alzó una voz que le decía: «Es tan mío como yo suya.»
La función estaba concluyendo. Púsose Cristeta en pie sin que ya él lo estorbase, esquivó sus miradas como aterrada, y le dijo:
—Vete. Quiero salir sola.
—¿No viene nadie, ni tu tío, para acompañarte?
—¡Ah!... A propósito de mi tío. Tengo que pedirte un favor.
A no estar tan ciego el pobre don Juan hubiera notado que no era propio de situación tan grave hablar del ridículo don Quintín; mas sin pensar en ello, repuso:
—¿Tú pedirme favores? Pon un bando, y hago que te obedezca... hasta el mismo Nuncio.
—No exageres. Lo que quiero es que no contribuyas a volver loco a ese pobre hombre. En cuanto tiene dinero hace cada barbaridad... Con que no le des ni un duro. ¿Me lo prometes?
—Pero, mujer...
—No hay pero que valga; cuanto le das es para su mal.
—¿Por qué?
—Porque tiene... Vamos, que se lo gasta todo con una bribona, no para en casa, descuida el estanco, trata mal a la pobre tía... y se pone malo. ¿Lo harás?
—Te prometo no volver a darle ni una peseta. Adiós, y piensa que ya eres mía. Ahora cuando quieras nos veremos para convenir lo que más te agrade.
Cristeta, comprendiendo que había llegado uno de los momentos más amargos y difíciles de su empresa, hizo un esfuerzo, y arqueando con gesto de desesperación los labios, alterada y sombría la voz, dijo, llenando de pesar a Juan:
—No nos hagamos ilusiones... Me despreciarías, y harías bien... Esto es un sueño... Me estás volviendo loca, ¡pobre de mí!... Perdóname... Imposible. ¡Adiós!
Las palabras salieron de sus labios saturadas de amargura; pero al mismo tiempo, sin que pudiera evitarlo, brilló en sus ojos tal llamarada de pasión, que aquella mezcla de negativa y de amor fue lo sumo de la coquetería. Don Juan no sabía a qué santo encomendarse. La boca de Cristeta decía: «Nunca»; los ojos gritaban: «Llévame.»
Reclinada en la pared del antepalco, desordenadillo el rizoso pelo, acarminadas las mejillas y voluptuosa la mirada, estaba realmente encantadora.
Don Juan, medio enloquecido, dijo:
—¿Eres Cristeta, o eres un tigre que está jugando con mi felicidad?
—¡Felicidad!—exclamó ella con acento melodramático, oportuna reminiscencia de su carrera artística—¡Felicidad!... Juan, no me hagas ser mala... ¡No quiero!... Adiós. ¡Jamás volveremos a vernos!
En seguida hizo a la niñera una seña, salió ésta con el chico, le arroparon, pusiéronse la moza su mantón, la señora su linda chaquetilla, y salieron del palco. En el pasillo, Cristeta habló a su adorador en voz baja:
—¡Por caridad... vete!
—¿Hablaremos?—repuso él suplicante.
—No me hagas ser mala. No quiero. Vete...
El pasillo estaba ya lleno de gente. Don Juan comprendió que no era posible seguir hablando sin ponerse en ridículo.
Mustio, alicaído y rabioso, bajó tras ella la escalera. Su propósito era seguirlas; pero apenas pisaron la calle se metieron en el coche que estaba aguardando. No debió de quedarse tan triste ni asombrado aquel hidalgo de la leyenda que vio ante sus ojos pasar su propio entierro, como quedó don Juan mirando alejarse rápida mente la berlina
Cristeta iba encogida y como acurrucada en el fondo del coche, medrosa por lo que acababa de hacer. El riesgo de su ventura la tenía muerta de miedo. Pensó que acaso fue más allá de lo prudente. ¿Llegaría él a razonar, sentir y disculpar los móviles que la impulsaron, y, sobre todo, a empaparse bien de que eran desinteresados? Si creía que su objeto era atraparle, como en su soez lenguaje dicen los hombres entre sí, estaba perdida. Ocurríasele que con otro hombre habría empleado recursos diferentes; pero en seguida reflexionaba que a otro no le hubiera querido. En cuanto a Juan... él mismo, con su carácter, suministró idea del estímulo que había menester. ¿Estaba enviciado en la facilidad, madre del hastío?, pues hacerse desear. ¿Eran sus amores pasajeros y compradizos?, pues demostrarle que ella no se vendía, ni era su corazón tesoro para derrochado en unos días. ¿Lograría que Juan viese claro el sentimiento que la impulsó a tales aventuras? En caso afirmativo, el éxito sería doble: primero, porque adquiriría la persuasión de que Juan la conocía a fondo, como debe ser conocida la mujer amada; y segundo, porque así la conquista sería definitiva. Hallando mujer tan encariñada y animosa, sólo un necio podía renunciar a ella. En cambio, el fracaso no era únicamente la pérdida de la dicha, sino el descrédito a los ojos de Juan. ¡Adiós esperanza, amor..., todo! No se arredraba pensando en la vuelta al estanco y la pobreza; pero Juan, Juan... ¿Por qué se le habría metido aquel hombre tan adentro del alma? De todos modos, era imposible prolongar mucho la situación.
Y, sin embargo, faltaba el último cartucho por quemar.
Según costumbre, se apeó del coche en sitio apartado y volvió a casa a pie, sola y dando rodeos.
Desnudose despacio, engolfada en sus ideas, entreteniéndose en guardar con cuidado sus ropas, relativamente lujosas, como el guerrero cuida y guarda las armas. Luego dirigió una mirada a los pobres muebles y blancas paredes de su cuarto, y suspiró pensando:
«¡Quién sabe! ¡El beso de hoy me ha parecido beso de cariño!»
*
* *
Don Juan se retiró como chico a quien dan cañazo en la escuela.
«¿Qué mujer es ésta?—se decía al entrar en su casa—. ¿La coqueta más temible del mundo, o una desdichada que fluctúa entre el deber y el amor? Porque, ¡vaya si me quiere! ¡Cómo temblaba cuando la besé... y qué modo de mirar!»
Ya no se le ocurría todo aquello de capricho, vanidad, lo que me dé la gana, un día, una hora... La quería por suya como se desea la felicidad, sin fijar término ni plazo, lo antes posible y para siempre: ya no era el temible Burlador de Sevilla, que seduce, logra y desprecia, sino el Tenorio apasionado que se rinde a doña Inés.
Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frases que Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables, palabra por palabra, sílaba por sílaba. «... No me hagas ser mala... ¡No quiero!... Vete... ¡Nunca!»
Entonces el hombre insustancial y frívolo, que no había vertido una lágrima desde la muerte de su madre, se dejó caer en una butaca, cubriose el rostro temiendo que le hicieran burla las Venus de bronce, las fotografías de mujeres hermosas o los retratos de queridas olvidadas y se echó a llorar como un niño.
Los favores que don Juan hizo antaño a su cocinera Mónica, le fueron grandemente pagados sin que él lo sospechara
Cartas impregnadas de ternura, junto a las cuales resultarían pálidas aquellas que se escribieron en el Paracleto; recados apremiantes enviados por conducto de Julia; súplicas, amenazas, todo fue inútil. Cristeta, voluntariamente recluida en su casa, daba la callada por respuesta. Entonces, al modo que el general sitiador a quien es adversa la fortuna suspende el ataque y se encierra en su tienda, don Juan comenzó a filosofar, recurso de desgraciados, y le pareció que su pasado era ridículo; su presente, amarguísimo; su porvenir, incierto. El mal humor fue poco a poco convirtiéndosele en tristeza y ésta en melancolía. Haciendo retrospectivo examen de conciencia, consideró que su vida fue hasta entonces una serie de aventuras vulgares. Las mujeres a quienes venció no eran dignas de ser conquistadas: unas, porque valiendo poco le costaron mucho; otras, porque no se rindieron al galán seductor, sino a su propia desesperada lascivia; ya eran jovencillas viciosas, ex—vírgenes locas; ya mal casadas, ya viudas consumidas en forzosa continencia. Todas le dieron sobras de amor, escoria de los sentidos; pocas recordaba que no le hiciesen reír o avergonzarse. Ahora comprendía que cuanta fruta mordió era de la que se pudre en agraz o de la que por su peso cae dañada del árbol: la única vez que llegó a cogerla sazonada y fragante, dejó, como un estúpido, que otro la saborease, y al querer recobrarla... «Imposible». El acento con que Cristeta pronunció esta palabra le taladraba los oídos y le acibaraba el alma.
A fuerza de permanecer encerrado en casa, comenzó a digerir mal, y luego a comer poco: uniose al desasosiego moral el malestar físico, ayudó la inapetencia a la melancolía, y en menos de tres semanas se quedó flaco y triste como fiera enjaulada.
Benigno, a quien el retiro de su amo tenía la libertad mermada, le propuso llamar a Mónica, la incomparable cocinera que en situaciones menos graves había restaurado sus fuerzas. Don Juan le preguntó:
—¿Recuerdas dónde vive?
—No, pero lo preguntaré.
—Bueno. Haz lo que quieras.
Un poco movida del agradecimiento a la pasada generosidad de don Juan, y un mucho estimulada por el interés, Mónica dejó sus huéspedes encomendados a la cocinera que antaño tomó por hacer papel de ama, y volvió al servicio de su señor. Mas sus habilidades culinarias fueron estériles. ¿Qué vale el buen caldo contra la pasión de ánimo? ¿Qué pueden Vatel ni Motiño contra la lobreguez de ideas? ¡Mísero don Juan! La más suculenta gelatina se le acedaba, irritábanle los mariscos, la carne asada le daba náuseas, lo caliente le producía frío, con lo helado sudaba, las trufas le enfurecían, el rico Borgoña se le antojaba brebaje despreciable y la manzanilla le daba ganas de llorar; púsose al fin más triste que San Juan cuando descubrió la estrella del ajenjo que vertía hiel sobre la tierra. Llamó al médico, y al verle entrar en su cuarto túvole por precursor y heraldo de la muerte. Nada sacó en limpio. ¿Era dispepsia, gastralgia, pirosis? ¡Oh, inútil ciencia! ¡Oh, vanidad moderna! Una buena Celestina le hubiese valido más que el mismo Hipócrates.
Cierta mañana Mónica le preparó ostras, huevos con cabezas de espárragos, solomillo en salsa de vino de Madera, pastel de chochas frías: todo ello en compañía de buen Pomar, incomparable Tío Pepe y café como el que hacen las huríes a Mahoma. Trabajo perdido. Los manjares volvieron, casi intactos, a la cocina. Supuso la vestal del fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de santa indignación, entró al despacho.
Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos. Recibiola sin sonrisas, sin gana de bromas, preguntando con voz desfallecida:
—¿Qué te pasa, mujer?
—Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor?
—No tengo apetito.
—Pues el almuerzo de hoy era para abrírselo a cualquiera.
—Estoy malo.
—Lo que estará el señor será...
Y se detuvo respetuosa.
—Di, mujer; ya sabes que te quiero y que siempre te he permitido que me hables con franqueza. ¡Al cabo de tantos años!
—Pues lo que estará el señor será enamorado, y le habrá dao más fuerte que otras veces.
El silencio de don Juan fue una especie de afirmación.
—El señor es joven y está un real mozo...; pero a cada puerco le llega su San Martín...
—Gracias.
—Perdone el señor. Vamos, señorito, he querido decir que se habrá usted estragao con tanto variar de guisaos, y estará usted reventao de andar a salto de mata, cazando en sotos ajenos, y tendrá gana de fincarse.
—No te entiendo.
—Decía el cura de mi pueblo que el hombre que anda tras las mujeres es como el que ve muchas tierras, que al fin se cansa y quiere tener un rinconcito suyo..., pues; no quiero el monte del tío, sino el terruño mío.
Esta tosca imagen le pareció a don Juan la síntesis de su situación; pero no era cosa de poner a la cocinera en antecedentes de su desventura. Sonrió con benevolencia y repuso:
—Puede que no te falte razón.
—Será alguna de esas señoritas de ahora que van tan majas y tienen unos cuerpos que da gloria. Convídela usted a comer con los papás, y pongo unos platos que se chupan los dedos, se entusiasman y para postre le regalan a usted la niña. ¿O será alguna de las antiguas? ¿Doña Purita, la que llegaba aquí en lunes y se marchaba en domingo, y venía su madre a traerle la muda? ¿La señorita Elisa, que le dejó a usted la mesa del despacho perdía de polvos de arroz? ¿La señora condesa...?
—¡Calla, por Dios, mujer!
—Sí, que sería el cuento de nunca acabar. La verdad es que ya esas no le convienen a usted: más vale que se busque usted otro remedio: a cabeza cansada, almohada nueva. Lo que importa es caer bien. No ha de faltarle a usted árbol donde ahorcarse. ¡Si viera usted qué chicas hay por esos rincones del mundo!
Don Juan escuchaba por distraerse. Mónica seguía:
—Yo tengo la tema de que los señores se gastan ustés el dinero con las que valen menos: toos los cabayeros de Madrid se están ustés arruinando por docenas de mujeres perdías y las mejores se las dejan pa los estudiantillos y los horteras. ¡Hay por ahí ca menestral, y ca señorita cursi..., y ustés gastándose el dinero con unos plumeros! En mis barrios, en mi casa, sin ir más lejos, conozco yo una muchacha que paece un ángel, y allí se está como flor en cerro, que ni la huelen ni la cogen... hasta que pase el burro y se la coma...; es decir, cualquiera.
—Guapa, ¿eh? ¿Alguna modista o peinadora?
—Por ahí, por ahí; pero monísima. Esbelta, graciosa... y cara de buena. Vive sola, en el tercero interior, y debe de ser muy pobrecita. Yo, cuando la vi al principio de vivir en la casa, que usted me dio el dinero pa eso de tener huéspedes, tuve intinciones de hablarla pa que viviese conmigo en compañía: vamos, mi idea era darle cuarto y comida, y que ella, en cambio, me cuidase de la casa, porque yo no puedo atender a todo.
—¿Y no lo hiciste?
—Poco faltó: lo dejé, porque como tengo seis o siete huéspedes jóvenes, y ella es tan guapa, me dije: se va a armar aquí una que ni la Inclusa en diciembre.
—¿Por qué dices eso?
—Porque nueve meses después del Carnaval es cuando llevan más chicos.
—¿De modo que no os arreglasteis? Además, naturalmente, siendo bonita, tendrá sus aventuras.
—Quiá, no señor. ¡Si vive allí que parece una monja! No recibe vesitas, ni van señores, ni tiene novio, ni se le conocen trapisondas, ni apenas sale. Mire usted que es en mis barrios, donde todo se sabe, y no murmuran de ella: está igual que las que tienen el novio en Cuba y lo esperan, como si no hubiera más hombres en el mundo.
—Eso es un fenómeno.
—Aunque usted se burle, debe de ser una bendita, porque tan joven, tan guapa y vivir así... Por la mañana va una chiquilla, por cierto muy chula, y le trae de la plaza cualisquier cosa para comer, y le pone el puchero, y le barre el cuarto, y se larga. Luego ella se las arregla solita, y se pasa el día cose que cose... y también lee mucho.
—¿Y dices que no tiene lío?
—No creo, porque vive como huéspeda con una que le llaman Jesualda, y digo yo, que sí..., vamos, si fuese mala..., pos no andaría tan mal de cuartos. Lo que tendrá si acaso, es alguna cosa muy callá y que no lo sienta ni la tierra; pero no debe de ser muy a su gusto, porque la mayor parte de los días tié los ojos así como de haber yorao, y siempre está mú triste y con cara de pocos amigos; a mí me da mucha lástima.
Don Juan clasificó mentalmente a la desconocida diciendo para sus adentros: «Modista romántica: conozco la clase.» Mónica continuó hablando:
—En fin, tan sería y tan ensimismá me pareció a mí la tal muchacha, que desistí de proponerle que se viniese conmigo; porque lo que yo me dije: si anda siempre con sus cavilaciones a vueltas, no puede tener cuenta de la casa.
—¿Y vive completamente sola?
—Como canario en jaula: ahora paece un pardillo o un gorrión, porque está mal vestía; pero si la tuviera un señor, con güena casa y mejor ropa..., ¡vaya una pájara bonita! Por supuesto que tié en la cara una bondad y así unas trazas de muchacha de las que no se echan a perder...
—¿Cómo se llama?
—No me acuerdo bien; pero el nombre no es bonito: creo que es Crisanta, o Cristina, o Críspula.
Don Juan, acordándose instantáneamente de su amada, preguntó:
—¿Cristeta?
—Ya le digo a usted que no me acuerdo bien; pero algo así como eso que usted dice: Cristeta... Crisanta... ¿qué sé yo?
Entonces él volvió a preguntar, animándose:
—¿Qué señas tiene?
—Ojos azules, grandes y oscuros; las pestañas larguísimas; el pelo rubio como un trigal, y ¡vaya un cuerpo! Pero ya las gastará usted mejores.
Aquel retrato podía ser el de muchas mujeres, pero a don Juan se le antojó la pintura de Cristeta: el presentimiento, sospecha o lo que fuese le pareció, sin embargo, ridículo; no obstante lo cual, hizo dos últimas preguntas:
—¿Está casada? ¿Tiene un niño?
—¿No le he dicho al señor que vive sola como un hongo? Y lo que es chico..., no hay más que verla; es necesario ser negao ú estar memo pa suponer que pueda tener aquel cuerpo y aquel talle una mujer que...
—¿Qué?
—Vamos, que haiga parido, señor.
La sospecha de don Juan se desvaneció por completo. ¿Qué tenía que ver Cristeta, casada, madre y en buena posición, con una pobre muchacha sola y que seguramente viviría de sus manos? ¿Lo parecido del nombre? Una coincidencia. ¿Rubia, con ojos azules? ¡Hay tantas!
Mónica presenciaba, respetuosamente callada, la actitud pensativa de su amo; y al cabo de unos minutos, creyendo que estorbaba, se despidió:
—¿Tiene el señor algo que mandarme?
—Nada, Mónica, gracias.
—Que se mejore el señor. Nunca me han gustado ciertos papeles; porque lo que yo me digo: si no hubiera alcahuetas, no habría... de las otras. ¡Pero si yo pudiera traerle a usted mi vecinita!
—Abur, mujer.
—Quede con Dios el señor.
Marchose la cocinera y, al quedarse solo el caballero, tornaron a entristecerle sus ideas. Todavía flotó un momento en su imaginación el fantasma indeterminado y vago de aquella pobre muchacha que, como él, acaso vivía consumida por las penas. Una chica guapa que trabajaba para comer. Ese debió de ser también el destino de Cristeta. La suerte lo quiso de otro modo. ¡La suerte, próspera para ella, contraria para él! ¿Quién le había de decir, años atrás, que por una mujer se vería en tal estado? Porque, no había que forjarse ilusiones, estaba enfermizo, inapetente, aburrido y enamorado de un imposible. La situación era desesperante. La verdad es que hoy el galán desdeñado no tiene más remedio que aguantarse. ¡Dichosos tiempos aquellos en que a un caballero era posible rodearse de allegados, deudos, parientes y escuderos, y sorprender palacio, asaltar castillo o violar convento para llevarse como en volandas a la mujer querida, así fuese dama, emperatriz o abadesa de las Huelgas! ¡Oh, miserables y menguados días modernos, en que cualquier juez protege a un egoísta y miserable marido!
A tales y tan disparatados pensamientos se entregaba, que si no enloquecía le faltaba poco. Aquella noche fue de las más crueles de su vida.
De repente, levantándose del sillón, donde había permanecido caviloso largo rato, dio unos paseos por el cuarto, miró con tristeza las pinturas, grabados y retratos de mujeres hermosas que ahora le parecían feas; contemplolo todo con amargura, como si estuviese resuelto a perderlo pronto de vista, y en seguida, sentándose ante la mesa de despacho, escribió la siguiente carta:
«Cristeta mía (y te llamo así por última vez). Me marcho de Madrid. Quisiera despedirme de ti, pero tú no lo consentirás y no me atrevo a suplicarte que nos veamos. Me has hecho muy desgraciado. No sabía yo que te quería tanto. Adiós, y si algún día crees que puede tener remedio el mal que has causado, llámame. Entonces sabrás lo que yo soy capaz de hacer por ti.
Tuyo,
JUAN.
Si consigo arreglar mis asuntos, me marcharé esta misma semana. Adiós por última vez.»
Del fin que tuvieron los desordenados amores de don Quintín y del principio de su cautividad
Vuela pensamiento y diles
a los ojos que más quiero
que hay dinero.
Esto, poco más o menos, pensó don Quintín, sin haber leído al gran Quevedo, cuando recibió los cincuenta duros que don Juan le enviara con pretexto de hacerle su representante, y en realidad por esperanza de convertirle en alcahuete.
Lo triste del caso fue que aquellos mil reales que el estanquero consideró como el primer filón de una mina quedaron reducidos a la triste condición de prólogo sin libro y preludio sin ópera.
He aquí cómo y por qué.
Tornar don Quintín los cincuenta pesos y correr a casa de Carola todo fue uno; treinta regaló a su querida, regiamente, de un golpe; con un billete de veinte, ocultándolo en el forro del hongo, se quedó él para satisfacción de atrasos y menudencias. Los seiscientos reales cayeron en manos de la corista igual que agua en criba, y no fue lo peor que los derrochara en cuatro días, sino que, engolosinada con tal esplendidez, llegó a sospechar si su amante habría descubierto modo de convertir los perros chicos en centenes.
Luego que hubo invertido la fabulosa cantidad en lazos, cosméticos, afeites y menjurjes, pidió más, exigiéndolo con tal imperio que don Quintín, de un lado sujeto al hechizo de su Circe, y de otro confiado en que tenía por banquero a don Juan, determinó ir a su casa y darle un fenomenal sablazo. Allí no fue Troya, pero fue la gallina de los huevos de oro.
Después de urdir en su pobre entendimiento una mentira burda, presentósele don Quintín diciéndole en sustancia que Cristeta se le mostraba cada día más entera y rebelde; pero que él había discurrido manera de amansarla y rendirla. Añadió que la muchacha se había entrampado por gastar en ropas y galas mucho más de lo que podía con arreglo a lo que su marido le enviaba, llegando a deber a una modista hasta dos mil reales, por lo cual él proponía a don Juan que éste le entregase dicha cantidad para que satisficiese en su nombre la cuenta pendiente, rasgo con que ella se ablandaría, demostrándolo en seguida aceptando cita o acudiendo a entrevista.
Don Juan, avisado como estaba por Cristeta, le oyó sin hacerle caso, comprendió que su amada era incapaz de dejarse influir por una cuenta de quinientas ni de quinientas mil pesetas y, poniendo cara de hereje a la petición, negó en redondo el dinero. Entonces don Quintín quiso alardear de franqueza, y le pidió lisa y desvergonzadamente cuarenta duros prestados a cuenta de sus futuras mensualidades como representante, con lo cual don Juan, persuadido de que Cristeta tenía razón al exigirle que no le diera un cuarto, también se los negó en pocas y desabridas palabras, sin alegar pretexto ni excusa. Tal hizo, primero por obediencia de amante, y segundo, porque si de algo se convence pronto el hombre es de que no debe dar.
De haberle prestado, tal vez se le apaciguase a don Quintín el odio que le profesaba; pero aquella descortés negativa recrudeció hasta lo indecible sus antiguos deseos de venganza.
«¡Habrá tío marrano—se decía—, que me da de almorzar vino agrio y patatas negras; me propone que le ayude a engatusar a mi pobre sobrina, que al fin es mi sobrina, y ahora me niega cuarenta miserables duros!»
Irri, sobre todo, la consideración de que ya no era una, sino dos, las conquistas que por su culpa se le malograron: antes la de Mariquita, y ahora la de Carola, pues indudablemente, apenas ésta le viese arruinado, le plantaría de patitas en la calle.
Y no era el suyo falso pesimismo ideológico, sino exacto conocimiento de la realidad.
Carola, engolosinada por aquel fabuloso regalo de los treinta pesos, pidió más; el estanquero se deshizo en promesas, dio largas, rogó plazos, tomose prórrogas, pasaron muchos días, no llevó un cuarto, y la corista fue trocándose rápidamente de jamona complaciente y lúbrica en arpía exigente y pedigüeña. Más de una semana transcurrió sin que don Quintín la convidase a cenar, hasta que aquel día infausto del sablazo frustrado se presentó en su casa llevándole por todo regalo un cuarterón de butifarra y siendo recibido con tal desabrimiento que pudo conjeturar cercano el fin de sus placeres. En vano quiso mostrarse dulce y apasionado. ¿Qué ternura ni qué vehemencia pueden amansar a una pantera? Carola, que necesitaba dinero, rechazó el embutido de don Quintín, alardeando de burlona, coqueta y desesperante.
Días atrás le había pedido con qué comprarse un abrigo adornado, según dijo el tendero, con piel de marta cibelina, que sería nutria de alero, y don Quintín, ¡tacañería insufrible!, demoró el regalo, así que la presentación de la butifarra fue considerada como un insulto.
—Guárdatela—le dijo—para la desdentada de tu mujer, que se contentará con eso.
—Vidita, no he podido más y cálmate, que mi señora no tiene nada que ver en nuestras diferencias.
—¡Qué difiriencias, si siempre es lo mismo; yo pedir y tú negar!
—Ya lucirán días mejores.
—Pues entonces vienes, galán.
—Vamos, fierecilla, no seas tan brava, que tu Quintín es capaz de vender el alma al diablo por complacerte.
—¡Buena venta nos dé Dios! Por lo visto el demonio no da más que para butifarra, y esa poca y pasada.
La sonrisa con que Carola subrayó esta frase fue un modelo de canallesco desgarro.
Don Quintín, para desarmarla, quiso darle un beso; pero ella le apartó de un codazo, gritando:
—No estoy de humor, agüelo; esta tarde no quiero babas.
—¡Carola!
—Lo dicho. ¿Te parece ni medio decente que una mujer que te da su cuerpecito haiga de estarse siempre pidiendo como chico goloso? Tú quieres mucho mimo por poco trigo. No podemos seguir así. Me das para vivir con decoro o despejas la plaza.
—Ya te doy cuanto puedo..., todo lo que puedo.
—Pues en vez de esas roñoserías es preciso que me pases una cosa fija cada mes, como hacen todos los caballeros. Pero, ¡qué sabes tú de caballero! Vergüenza debía darte tenerme así. Vamos a ver: ¿cuándo me pones un cuarto como Dios manda?
Esta especie de invocación a hombres que ponen casa a la querida, dejó muy caviloso a don Quintín, haciéndole discurrir amargamente sobre las injusticias sociales.
«¡Unos tanto y otros tan poco!—pensaba—. Hay quien está como yo y quien regala a la querida caballos rusos, y quien, como ese maldito, amuebla casa para una sola cita... No ha puesto más que un gabinete; pero para el caso es igual.»
De este rápido hermanar en su imaginación la propia miseria con la riqueza del aborrecido don Juan, brotó en su lóbrego y envidioso pensamiento una llamarada de odio y venganza. La desgracia le hizo mal filósofo, y la mala filosofía le trastornó el seso.
Sin hacer caso de Carola, siguió monologueando tristemente:
«Sí..., esto se acaba... por culpa de ese tuno. Y podría reventarle de mil modos. Yo me quedo sin Carola, pero antes voy a darme el gustazo de gozarla a costa suya, en su propia casa... y además le hago romper con la otra. No está mal pensado. Llevo a Carola, hago que Cristeta lo sepa, con lo cual se creerá engañada y le deja compuesto y sin novia. La cosa tiene un peligro muy gordo: porque si luego se sabe la verdad, Cristeta se lo cuenta todo a Frasquita y ésta me saca los ojos. Además, lo que debo hacer no es apartarle de Cristeta, sino todo lo contrario. Anda, que se arreglen, que se casen si pueden, y ya se cansarán como me he cansado yo de mi mujer. ¡Si pudiera darle a su Cristeta para toda la vida! ¿Quiere conquistar a lo rico, sistema de llegar y besar el santo? Pues santo para in eternum. Como hubiese modo de casarlos, ya se vería él, andando el tiempo, con Cristeta hecha Frasquita: los ojos tiernos, la boca desdentada, los zapatitos coquetones convertidos en zapatillas de orillo, medias caseras de algodón azul, y en vez de ligas color de rosa, cinta balduque. ¡Si pudiera casarle! Hay que madurarlo. Ahora, por lo pronto, algo he de hacer con él..., ¡cochino!, y con esta pícara que se me va de entre las manos. ¡Un hombre que pone un gabinete como aquel para una cita nada más, y luego me niega cuarenta duros!... Lo salado sería que yo llevase allí a Carola, pero no para hacer una comedia, sino para pasar una tardecita de juerga en los muebles que él ha pagado. ¡Hay allí unos almohadones! ¡Buena broma llevar mi pájara al nido que él fabricó para la suya! La cosa es fácil, porque tengo la llave que me dio por si Cristeta quería ir... Nada, nada, que lo hago.»
Carola, viéndole tan largo rato callado y con la cabeza baja, e imaginando que su silencio y humildad eran implícita confusión y vergüenza por su carencia de recursos, comenzó a afirmarse en la idea de que aquel hombre no tenía un cuarto, y discurrió que pues no le servía ni de pagano ni para capricho, lo mejor era darle pasaporte. Por lo cual, deseosa de exasperarle y provocar la ruptura definitiva, le dijo con gran sorna:
—¿Estás pensando en comprarme la Casa de la Moneda?
Don Quintín, seducido por aquella idea de sabrosa venganza, miró a su querida, gozándose de antemano en la sorpresa que había de causarle y, tras larga pausa, habló tranquilo y sonriente:
—¡Parece mentira qué repoquísimo olfato tenéis las hembras! Vengo a darte la gran prueba de que siempre estoy pensando en ti, y me recibes con cara de vinagre.
—¿Qué me traes?
—Hoy, nada; pero mañana...
—Habla clarito...
—Sabrás, pichona—repuso él urdiendo la más enmarañada trama de cosas verdaderas y falsas—, has de saber, monina, que un señor, amigo mío, toma el teatro de las Musas para este año, y me ha nombrado su representante. Como comprenderás, no han de faltarte dos duritos diarios, por supuesto, sin obligación de ir a ensayo más que cuando te dé la gana.
—¿De verdad?
—Lo que oyes. Un tío muy rico, con vocación de caballo blanco.
—He conocido muchos.
—Como la perdida de mi sobrina fue del teatro, y yo andaba metido siempre entre bastidores, ese señor cree que yo debo saber algo de tales negocios... Yo le he dicho a todo que sí. Tú me pondrás al corriente de ciertas cosas. Lo principal es que nos ponemos las botas..., y mientras dura... vida y dulzura.
—Te azvierto que yo no vuelvo al coro... Quiero ser parte, y tres duros.
—Todo se andará, Y escucha, prenda, que el bien y el mal nunca vienen solos. Lo que tiene gracia es que ese caballero está liado con una señora de alto copete, condesa creo que es, y para verse con seguridad han puesto un cuartito..., ¡vaya un gabinete!, donde tienen sus citas.
—¿Y nosotros qué sacamos con eso?
—Ahora lo verás. Te digo que es un gabinete como una caja de dulces: ¡con un lujo! Pero como ella es casada no van allí más que con grandes precauciones... Bueno, pues nos ha venido Dios a ver.
—¿Por qué?
—Como yo antes salía poco de casa y ahora siempre falto de ella porque estoy aquí contigo, mi mujer anda loca de puro escamada; tanto, que me ha mandado seguir por un chico que afortunadamente me lo ha dicho, y callará. Pero estamos amenazados de que el mejor día haga Frasquita averiguaciones, se plante aquí y nos arme la escandalera del siglo.
—Eso será lo que tase un sastre, porque si viene, del primer trastazo la dejo perniquebrá.
—Tú no eres capaz de hacer tal cosa, porque, al fin y al cabo, se trata de mi señora.
—Te azvierto que de tres patás la espampirolo y te quedas más viudo que el marido de una difunta.
—Cálmate. No llegará el caso de que nos pesque, porque vamos a curarnos en salud.
—¿Tapujos?
—No, hija, sino la gran comodidad para pasar unas horitas como unos marqueses, sin que lo sepa nadie. ¡Verás qué gabinete! Nos citamos, entramos con cinco minutos de diferencia: yo primero, tú en seguida, y al salir lo mismo. Cuando veas el cuarto, querrás quedarte allí.
—¿Puesto con lujo?
—Así quisiera yo arreglarte uno... y ¡quién sabe! Mira, tengo la esperanza de que ese señor, por lo que me ha contado, en cuanto pueda rompe con la dama, la deja plantada y... yo veré cómo me las ingenio, pero malo será que no discurramos modo de quedarnos con alfombras, espejos, muebles: en fin, todo. ¿Y para quién será, rica del alma?
—Eso es vender la piel del lobo antes de haberlo matao. Por ahora, lo que tú tienes es un miedo atroz a la fantasma de tu mujer.
—No es miedo; pero no quiero que pudiendo evitarlo nos den una desazón en tonto. ¿Y dónde me dejas el tratarnos a cuerpo de rey? Chica, ¡qué cuarto! Hay un sofá retorcido para sentarse dos y comerse a besos... Nada más que mirarlo da vergüenza.
—Lo que dará serán ganas de sentarse.
—Anda, paloma, ¿vendrás?
—Me se figura un disparate. De aquí nadie puede echarnos..., y de allí, ¡sabe Dios!
—Por ir una tarde, tomarnos allí media librita de jamón y unas copitas, y tirarte yo cuatro bocados, no perdemos nada. Tengo la llave; mi amigo no va nunca sin que yo lo sepa. Pasado mañana está citado con la condesa; de modo que mañana tenemos por nuestra toda la tarde. ¿Querrás, gachona?
Por fin consintió y se citaron.
—Bueno; pues mañana, a las tres, sin falta. Belén, 78, entresuelo; allí estaré para recibirte.
—Te prometo que no faltaré.
—Adiós, reina.
—Abur, capitalista.
Movida por la curiosidad y espoleada por su instinto de mujer perdida, aceptó Carola la proposición; pero lo que más inclinó su ánimo fue aquella remota posibilidad de que llegasen a ser suyos los muebles a que se refirió el vejete. Si no había mentido, y cuenta que el caso, por lo vulgar, parecía verosímil, no era soñar con lo imposible. El caballero que alquila un cuarto donde recibir a una casada, puede necesitar la ayuda de otro hombre para mil cosas en que el secreto es necesario, como hablar al administrador, firmar recibo, comprar trastos, pagar cuentas, etc., etc., y puede luego tronar con la conquista y, por último, decir a su complaciente auxiliar que se quede con los muebles, que él no sabe dónde guardar, o acaso se le hayan hecho aborrecibles por el recuerdo de quien se los hizo pagar. No dijo, pues, don Quintín ninguna majadería cuando admitió la posibilidad de que aquellos primores de que se componía el gabinete pasaran, andando, y tal vez volando el tiempo, a manos de Carola, quien se alegró tanto con esta esperanza que siguió largo rato acariciándola, y aun ideando traza con que anticiparla.
Pero luego el mucho pensar, como sucede siempre, enturbió su alegría, porque de la reflexión nacieron la duda y el desasosiego. ¿Quiénes serían el caballero y la dama que tan misteriosamente se amaban? ¿No podía suceder también que don Quintín fuese rico y buscara medio de evitar mayores gastos, atribuyendo al capricho de otro lo que él fraguase para su seguridad y regalo? Su proceder autorizaba las sospechas: le había dado dinero con gran desigualdad de plazos y desproporción de cantidades; sus regalos fueron muy rogados o imprevistos; sus intermitencias y variaciones tenían marcado tinte de tacañería. Aquel caballero, ¿sería él? ¿Tendría mucho dinero, o tal vez fuese todo una broma grosera, una venganza por las pasadas esquiveces y amenazas de mandarle noramala? ¿Y si el estanquero tuviese gato? ¡Buena torpeza estaría el tratarle despreciativamente, pudiendo, con maña, sacarle el oro y el moro!
¿Habría en realidad otro caballero? Aquello del teatro..., salir del coro..., ser parte..., dos o tres duros..., los muebles...
¡Era cosa de volverse loca! ¿Y si todo fuera embustería de don Quintín, que tratase de llevarla a una indecente casa de citas por miedo a su mujer?
Resuelta a salir de dudas, aquella misma tarde se lió en un mantón, púsose un pañuelo de seda a la cabeza y en tan chulesco atavío, que era como mejor estaba, se fue al núm. 78 de la calle de Belén, apenas cerró la noche.
Cinco minutos después, según suele acontecer entre gente de poco más o menos, estaba en amigable diálogo con la portera. ¿Cómo se las arregló? Ideando una de esas mentiras mujeriles que de puro sencillas se confunden con la verdad. El diálogo fue del modo siguiente:
—Diga usted, señora—preguntó muy arrebujada en el mantón—, ¿m'hace usted el orsequio de decirme si es cierto que hay aquí un sotabanco desarquilao?
—No lo hay.
—Pos me lo habían asegurao.
—Pos l'han engañao a ustez.
—Me lo ha dicho una compañera, que trabajamos ella y yo en ca el tapicero que ha traído muebles al entresuelo, pa ese señor que ha puesto el cuarto.
No fue necesario más. La portera, que había visto alquilar el piso, ignorando el objeto, traer los muebles sin saber de dónde, y quedar luego la casa cerrada, ardía en deseos de aclarar el enigma: de suerte que, al oír a Carola, quien por su astucia parecía enterada de algo, en seguida entró en conversación con ella.
—Pues esa oficiala, compañera mía—hablaba Carola—me ha dicho que por los chicos que trajeron los muebles sabe que hay un sotabanco de cincuenta riales.
—No hay tal; son guardillas trasteras de los enquilinos..., buenas familias.—Y fue enumerando cuanta gente había en la casa, hasta llegar al cuarto entresuelo.
—Sí, al señor del entresuelo le conozgo yo: es alto, flaco, viejo, de bigote recio—dijo Carola detallando las señas de don Quintín.
La portera comenzó a negar moviendo la cabeza.
—¿Cómo que no?
—Como que no; ese caballero anciano que usted dice, y que también ha venido por aquí, debe de ser el mayordomo u cosa tal, de otro más joven, que es quien ha puesto el cuarto.... por cierto que ahora lo quita.
—¡Cómo que lo quita!
—Quitándolo y llevándose los trastos. Ya me olí yo que se trataba de una trapisonda, vamos, de un señor arrimao con una señora. Verá usted: primero vino el joven y tomó el cuarto, luego volvió con el viejo ese que usted dice, que le trataba al joven con mucho miramiento, dejándole pasar siempre por delante...; no, amigos no son, más parecen amo y mayordomo. El joven le dio una de las dos yaves para que golviese a inspecionar; pero crea usted que, según les he visto yo de hablar, uno manda y otro calla y obedece.
—¿Y no ha venido nadie más?
—Nadie. Y ya va pa cinco semanas que trajeron los muebles. Indudablemente esto era con ojebto de traer una mujer casá y luego se les habrá torcío el carro, ú pa una de esas ofecinas que dan timos. En fin, la última vez que estuvieron los dos, el joven le dijo al viejo aquí en el portal: «no importa nada; total, un trimestre de alquiler y los muebles, que como son pocos y buenos no estorban; la semana que viene me los llevaré a mi casa y servirán para renovar el gabinete..., o por si algún día me caso.»
Carola, rabiosa y despechada, pero disimulando el enojo, preguntó:
—¿De modo que el viejo es un lacayón alcahuete, cochino?
—No digo tanto; pero me malicio que hacen de él repoquísimo caso; vamos, es un criado antiguo de esos que hay en las casas grandes.
Carola sabía cuanto deseaba. Todo quedó explicado. Don Quintín estaba sirviendo de aquello que dijo la portera al caballero de los muebles, luego éste dispondría que le llevasen los trastos a su casa, y sobre tal fundamento se le ocurrió al viejo la idea de engatusarla con esperanzas. Resumen: el estanquero era un imbécil chocho, sin una peseta y además lioso y trapalón que, viéndose amenazado de calabazas, pretendía ganar tiempo... y tener querida de balde. Se puso furiosa. Aquel hombre de quien, por lo menos esperó el cuarto pagado, algún vestido, cenas y chucherías, era un farsante tronado, ganguero, sinvergüenza. Tuvo ahorrillos, se los gastó, y aquí paz y después gloria. En una palabra: no era proporción para conservada, ni había que esperar de él cosa buena. «Lo mejor—se decía Carola—es despedirle pronto, cuanto antes, de modo que no volvamos a vernos, lo cual que hay que armarle un tiberio mu gordo. Los muebles..., vaya una guasa..., me la tié que pagar. Demasiado sabía que no habían de ser para él. ¡Marranote! ¿Cómo haría yo para que me dejase en paz? Lo seguro es que lo sepa su mujer y lo mate de un sofocón.»
Siguió muy cavilosa andando hacia su calle, y poco antes de llegar, como quien acaba de adoptar una resolución, entró en una lonja de ultramarinos, donde compró un pliego de papel y un sobre.
«Es lo mejor—pensaba—, una marimorena espantosa, y se acabó.»
Su plan era canallesco, pero terrible y de seguro resultado. Llegó a su casa, buscó una pluma, un resto de tinta clarucha que tenía en una jícara y, desfigurando la letra, escribió en el papel recién comprado las siguientes palabras:
«Doña Frasquita, si quiere ustez saber lo que es el pérdis de su marido, baya ustez mañana a las cuatro y media, calle de Belén, 78, piso entresuelo, que allí estará él con una bribona (esta palabra la tachó y luego la volvió a poner) que es la que te tié esmirriao y le saca los cuartos, y a plique ustez remedio porque es una mala vergüenza, y se lo avisa quien bien la quiere, y rascarse agüela.»
Escrito el anónimo, puso el sobre a doña Frasquita, y llamando a un muchacho de la vecindad, de quien podía fiarse, le dijo:
—Vas al estanco que hay a lo último de la calle de la Pingarrona, preguntas por esta señora, la entregas la carta en propia mano, teniendo cuidado de que esté sola, y en seguida aprietas a correr.
*
* *
A las tres y media de la tarde siguiente llegaba don Quintín a la casa de la calle de Belén.
—Dentro de un rato—advirtió a la portera—, vendrá una señora; no necesita usted preguntarle a qué cuarto sube.
—Corriente—repuso ella, pensando para su capote—: «ya pareció el peine.»
Luego que don Quintín se quedó solo en el gabinete, sacó de bajo la capa una botella de Jerez barato y tres o cuatro paquetes: en uno traía jamón en dulce, en otro pasteles y aceitunas, en el último y más voluminoso, una rosca para Carola, que tenía buenos dientes, y para él un panecillo bajo, todo miga. En seguida salió para pedir a la portera un vaso, uno solo; pues, sin haber leído a Béranger, sabía que los amantes deben beber en la misma copa: y tornando a encerrarse, encendió la chimenea, y paseo arriba, paseo abajo por el corredor, esperó.
«¡Ah, infame don Juan; empiezas a pagármelas! ¿Conque muebles, alfombras, almohadas, sedas, palitroques dorados y silla en forma de ocho para traer a mi sobrina? ¿Pues ahora verás! Tú lo gastas y yo lo aprovecho. Y si puedo, te caso. ¿Cómo? Todavía no lo sé, pero ya veremos.»
Estas y análogas majaderías se repetía mentalmente por vigésima vez, cuando sintiendo pasos tras la puerta de la escalera, abrió antes que llamasen. No se había equivocado: era Carola, que acababa de pasar de largo sin corresponder al saludo porteril.
El estanquero recibió a su amada con un largo beso. Luego ella, con miradas displicentes y poniendo a todo reparos, como quien sabe que aquello no ha de ser jamás suyo, inspeccionó el gabinete. Sin embargo, en su interior, quedó maravillada y envidiosa.
Nunca había visto muebles tan ricos. Eran pocos, pero elegantísimos. Dos butacas de raso entre azulado y ceniciento, con flecos de borlitas y madroños multicolores y brillantes; en la pared, un magnífico espejo con ancho marco de dorada hojarasca; en el centro, un veladorcito de ónix y bronce, sobre el cual había una canastilla de porcelana de Sèvres, llena de las flores, ya marchitas, que llevó don Juan el primer día; ante la chimenea encendida, la famosa doble silla en forma de S, y en el suelo, para que la esperada beldad pusiese los lindos piececitos, dos grandes almohadones de seda oscura, que destacaban sobre la alfombra casi blanca cuajada de rosas amarillentas.
Carola, pensando que todo aquello pudo ser y no sería jamás suyo, lo contempló despreciativamente, escupió sin mirar dónde, y encarándose con don Quintín, dijo con gran sorna:
—Este es lujo para mujeres malas. Oye, galán, ¿y que has traído en esos papeles?
Deshizo él los paquetes, destapó la botella, y extendiendo la mano, repuso triunfalmente:
—Mira.
—¡Vaya una merienda para un cuarto como éste! ¿No te da vergüenza? ¿Cuándo me llevas estos trastos a casa?
—Veremos...
—Dijo el ciego, y nunca vio.
—Rica, dame un beso, y toma un bocadito de estas golosinas.
Carola, dejándole con la palabra en la boca, recorrió las demás habitaciones en que no había muebles, y volvió al gabinete diciendo con desapudorada malicia:
—Chico, ¿sabes que aquí falta un mueble muy importante?: aquel que se nos desvencijó a nosotros, ¿u es que el caballero amigo tuyo trata a la señora como santo de barro, que se mira y no se toca?
—Déjate de eso, y pensemos en nosotros.
—¡Mira, mira qué cortinas!
—Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un perrito; luego nos iremos a tu casa.
—Salimos acaloraos y nos da un aire...
—Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil besos.
—No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y tenemos que largarnos pronto.
El envidioso asombro que aquellos muebles le inspiraban, se traducía en movimientos nerviosos y gestos desabridos; desparramaba las miradas por la estancia, y en seguida se le contraían los labios y se le dilataban las ventanas de la nariz. ¿No era una desesperación que andando por el mundo hombres capaces de gastarse aquello, hubiese mujeres como ella que, aun siendo pródigas de su cuerpo, tenían que vivir entre hambre y remiendo? De repente, clavando los ojos en don Quintín, lanzó sobre el pobre vejete toda la envidia acumulada en sus cuarenta y muchos años de deslices, caídas por capricho y complacencias cobradas muy barato para poder vivir. ¿No era irritante que algunas compañeras suyas hubiesen hallado imbéciles que de buenas a primeras les pusieron coche, y ella, con haber rodado tanto, viera llegar la vejez sin pan y sin lumbre? Unas cuanto más se venden, más caras valen, y otras... Se acordó del anónimo y comenzó a desasosegarse. Doña Frasquita lo habría recibido la víspera al anochecer... No tardaría en llegar. El escándalo iba a ser mayúsculo, pero así acababa todo de una vez. ¿Qué podía esperar del vejestorio? Ni dinero ni placer. Nada. Si fuese un señor rico como el que había pagado todo aquello... La suntuosidad de la estancia le inspiró envidia, y la envidia amargura, porque la más abominable de las pasiones torpes lleva en sí propia su castigo.
Don Quintín se mostraba resplandeciente de alegría. Las sedas, los rasos, la grata comodidad de los muebles, cuyas curvas incitaban a la voluptuosidad, la satisfacción de aprovecharlo todo, siendo ajeno, y la presencia de aquella mujer, que aunque ordinaria parecía una figura de Rubens, le tenían extático, suspenso el espíritu y alborotados los sentidos. A ratos se acordaba de don Juan, imaginando que la jugarreta tenía muchísima gracia; y cada vez que al recostarse se hundían, bajo su peso, los muelles de las butacas, creía sentarse sobre la propia dignidad de su enemigo.
Alardeando de fino, colocó los almohadones ante la chimenea, y dijo a Carola:
—Anda, gachona, ven y siéntate aquí conmigo, en el suelo, como los moros; nos calentaremos los pies, que estoy hecho un sorbete.
—Burro, ¡mira que tener frío junto a mí!—Y en seguida, con pérfida premeditación, añadió—: ¡Vaya una fogata que has armao!... Me ahogo... yo me quito la esclavina, y si quieres creerme, desabotónate el chaleco, que luego, en la calle, te hielas.
Dicho lo cual, se desabrochó el cuerpo del vestido enseñando la chambra y el nacimiento del pecho, para que quien les sorprendiese supusiera que estaban entregados a impuras y culpables caricias.
Don Quintín se desabrochó también el chaleco, mostrando la pechera de la camisa. Después, alargando una mano, según estaba sentado, cogió de sobre el velador la botella de Jerez, hizo que Carola empinase, y en seguida pretendió que, con los labios húmedos, le besara.
—¿No te dan gusto este vinillo y ese fuego tan cariñoso?
—¡Vaya un hombre, que tié al lado una mujer y se pone en cuclillas junto a la chimenea!
—¿Qué te parece el cuartito? ¡Mira que si pudiéramos quedarnos, es decir, quedarte con todo esto!
De repente, sonó un campanillazo. Don Quintín tembló de miedo, como los convidados de Tenorio al oír el aldabonazo del Comendador. Carola se dijo: «a lo hecho, pecho.»
Ambos guardaron medroso silencio.
Siguió un segundo campanillazo, y entonces dijo él:
—Nosotros no abrimos: ya se cansarán.
—Panoli, ¿tienes miedo? Yo iré, que a mí no me conocerán, y diré que no hay nadie.
Adivinando lo que había de suceder, se puso el mantón, cogió disimuladamente el velo para estar dispuesta a la fuga, y se dirigió hacia el pasillo.
Transcurrió un minuto; aún rechinaban los goznes de la puerta, cuando don Quintín oyó el timbre de una voz que le dejó trémulo de espanto; apenas sus labios acertaron a balbucear un nombre:
—¡¡Es Frasquita!!
También sonó la voz de Carola:
—Buena mujer—decía—, aquí no vive ese señor.
—¡Ya lo sé, ya lo sé!—repetía la voz espantable—; pero ahí dentro está; ¡déjeme usted pasar!
—¿Es usted su criada?
—¡Es mi marido!
Carola, fingiendo tremenda ira, comenzó a gritar:
—¿Marido? Embustera, vieja, estantigua, si lo que paece usted es la estampa de las cuarenta horas.
Y vuelto el rostro hacia dentro, añadió:
—Quintinito, hijo, mono, sal y pega un empellón a esta fiera.
Al mismo tiempo retrocedió con malicia por el pasillo, dejando avanzar a la exasperada Frasquita, que al fin penetró en el gabinete, desencajada y colérica.
Era alta, flaca, barbipeluda, huesosa, sin pecho, recta de caderas; la figura espantable, los ademanes ridículamente trágicos. Venía toda vestida de oscuro, con largo velo a la cabeza, de suerte que, por su traje y catadura, parecía una de aquellas entre brujas y dueñas calderonianas que hace doscientos años servían para arredrar galanes, vigilar mozas y asustar chiquillos.
En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbado ante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochado el chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía.
Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno.
—Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero? ¿Quién es esa tía?
El pobre hombre se quedó como muerto. Carola, afinando su astuta perversidad, se había desabotonado por completo el cuerpo del vestido, deslazándose, además, la cinta de las enaguas, como si tuviera la ropa en tal desorden antes que llegara Frasquita, y al mismo tiempo, encarándose con ella, decía:
—¿Pero es usted su mujer? ¡Jesús, qué antigua! Diga usted, señora, ¿qué sucedió el Dos de Mayo? Oye, Quintín, ahora te digo, que haces bien en buscar carne fresca fuera de casa, porque tu parienta está mojama. Anda, calzonazos, échala o me marcho.
Frasquita, espantada de tales improperios y aturdida por la estúpida pasividad de su esposo, dudó un momento entre arañar al infiel o agarrarse con la desvergonzada manceba; por fin, temerosa de que ésta la maltratase, se arrancó contra el estanquero, y a pellizcos y tirones de pelos, le levantó del suelo, vociferando:
—¡Despídela, pégala, quiero que la mates!, ustez, mala mujer, ladrona de hombres, ¡fuera de aquí!
Quintín continuaba mudo. Tenía la seguridad de que la menor imprudencia de sus labios contra Carola empeoraría la situación, y con su mujer tampoco se atrevía.
—¿Qué hacíais?—preguntó Frasquita, clavando los ojos en el desnudo pecho de la corista pecadora.
Carola miraba socarronamente al estanquero, diciéndole con retintín:
—¿Y es esto lo que usas pa diario? Elige pronto: la bruja o yo...; pero luego no me vengas a casa babeando.
—¡Cállese usted, so chupacharcos!—gritó Frasquita, lívida de puro encorajada.
—¿Escuchas? Ya te lo había yo anunciao, que no tendrías hígados pa decir a esta vieja en su cara lo que a mí me dices cuando tú sabes... Adiós, hombre, adiós, y que seáis felices. ¡Bueno te vas a poner de huesos! ¡Mia que se podían sacar hormillas de esta buena señora!—Y dirigiéndose a la esposa ofendida, añadió—: Guárdelo usted como oro en paño, que todavía pueden ustés tener familia. En esto ha parao tanta monería, que parecías un perrito faldero—dijo—, y salió lentamente por el pasillo, mientras Frasquita, temblona de pura rabia, continuaba dando a don Quintín pechugones, arañazos, pellizcos, tirones de pelo y, lo que era peor, dirigiéndole un interrogatorio, cuya entonación y preguntas auguraban la más espantable venganza.
—¿Por qué estaba contigo?¿Cuánto tiempo hace que os habláis? ¿Quién es? ¿Quién ha pagado todo esto? Gorrinos, ¿por qué estabais desabrochados? ¿De dónde sacas el dinero?
No pudo más. El sofoco había llegado a su límite; zumbáronle los oídos, tambaleose y dio con su cuerpo sobre aquellos mismos almohadones que Quintín dispuso para distinto empleo.
Al cabo de un rato, tras mucho rociarle su marido el rostro con Jerez, volvió en sí; pero enteramente transformada. Ya no era la arpía que araña, ni la euménide que desgarra, sino una terrible y serena parca que, extendiendo trágicamente el brazo hacia la puerta, dijo en olímpico reposo:
—Señor mío, vámonos; en casita ajustaremos cuentas.
Después enmudeció, como si se hubiese tragado la lengua. No hubo medio de que rompiese aquel mutismo pavoroso. Salieron, pasaron calles y plazas; él, cabizbajo y anonadado, delante; ella, implacable y rencorosa, detrás; ambos medio muertos, uno de miedo y otro de coraje, hasta llegar a la calle de la Pingarrona.
Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó la trampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que le señalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo con voz reposada y grave:
—Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, como bandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera? ¡Ya te daré yo querindangas! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle más que conmigo!
La escuchó atónito, dejó escapar un suspiro de galeote recién sujeto al banco, y tendió la vista por la oscura mansión estanqueril, como debió de hacer, al verse abandonado de sus verdugos, aquel príncipe faraónico a quien sepultaron vivo en las entrañas de la gran pirámide.
Tal fin tuvieron los desórdenes quintinescos, y es fama en el barrio que jamás ha vuelto el pobre viejo a salir solo.
Bien dice el Ecclesiastes: «Cada cosa tiene su tiempo y sazón, y es mucha la aflicción del hombre».
El delirio
Pocas horas después de enviar don Juan a Cristeta su romántica y desesperada carta de despedida, recibió de ella un papelito que traía estas palabras escritas con mano temblorosa:
«Juan: Oy mismo a las once de la noche te espero en la plaza de oriente frente a la puerta de Palacio, y si no estás decidido a todo no bayas.
Cristeta.»
*
* *
Don Juan, de hongo y capa, impaciente y nervioso, aguarda en el sitio y hora que le marcaron.
En un reloj cercano da el cuarto para las once. Del Guadarrama, y haciendo escala en la Punta del Diamante y la Garita del Diablo, viene un norte sutil y helado que traspasa los tuétanos. Los enormes y desnarigados reyes de piedra que rodean el jardinillo, surgen de entre los árboles como grandes espectros blancos. Las llamas del gas se agitan en sus fanales de vidrio, proyectando sombras temblorosas en el suelo húmedo y barroso. No pasa casi nadie: sólo se oye de rato en rato la sorda trepidación del tranvía y continuamente el rápido y corto pasear de los centinelas de Palacio.
Don Juan, que comienza a malhumorarse, lanza sin cesar miradas hacia el sitio donde arranca el Viaducto de la calle de Segovia, cuando repentinamente, de entre la negrura del ambiente, surge un bulto de mujer, a quien delatan su airosidad y gallardía. Viene modestísimamente vestida con traje oscuro, mantón, y toquilla de estambre blanco a la cabeza. Don Juan cree asistir a la resurrección de su antigua Cristeta, la que salía del teatro en su primera época de comedianta pobre. No se ha equivocado; ella es.
—Dame el brazo—le dice en voz baja y acercándose.
Cristeta obedece, y el galán, al rozar el cuerpo de su amada, siente algo parecido al latigazo de una descarga eléctrica. La mujer tiembla pudorosamente, pero sin medrosa hipocresía.
—Cristeta de mi alma, ¿qué es esto?, ¿te has decidido? ¡No me engañes, que me moriría de pena!
—No hay momento que perder, quiero volverme pronto.
—Habla, vida mía. Todo lo que quieras, menos que yo viva sin ti.
—Juan..., estamos locos.
—Dime que me quieres y me dejo matar.
Sus voces languidecían; sus cuerpos, poseídos de atracción mutua e imperiosa, se juntaban como dos hojas de árbol que el viento agita. Acortaron el paso. Juan, deseoso de prolongar aquella emoción paradisíaca, exclamó sin tener en cuenta el intenso frío:
—¡Qué hermosa noche! ¡Cristeta, ya eres mía!
—Espera—dijo ella—; antes tienes que oírme. Se trata de nuestro porvenir... Toda la vida. ¡Piensa lo que haces!
—Te juro que te quiero como no he querido a nadie. Ahora dispón lo que se te antoje.
Mirole ella con inefable ternura, adhiriéndose a su brazo como planta endeble que ha menester apoyo, y murmuró:
—¿Qué será de mí? ¿Me quieres de veras?
La respuesta fue un delicioso apretujón por bajo de la capa, y al mismo tiempo una mirada en que iba envuelta la promesa de la felicidad.
—Pues bien, Juan, no puedo luchar más; soy tuya..., haz lo que quieras; manda, llévame donde quieras.
—No: mandar tú, obedecer yo.
—¿Me abandonarás otra vez?
Don Juan aflojó el embozo, y subiendo hasta sus labios la mano de Cristeta, se la besó con más fervor que si la tocara por vez primera, diciendo al mismo tiempo:
—Traigo dinero de sobra; vengo dispuesto a todo...
—Por ahora, paciencia—continuó ella—, tengo que irme en seguida; pero... pocas horas faltan. Mañana a las dos de la tarde ven a mi casa. ¿Entiendes? Quiero que vengas a buscarme y quiero salir de mi casa contigo, a la luz del sol..., iremos donde quieras... para siempre. ¿Comprendes? ¡Toda la vida! ¿Querrás? Pero te advierto que jamás volveré a mi casa ni a soportar a ningún hombre que no seas tú. Tuya, y nada más que tuya...
—Te juro—interrumpió él con acento solemne—, que nunca te abandonaré..., y si algún día eres libre..., en fin, ya hablaremos.
Pretendió ir por la calle de Bailén abajo para prolongar el paseo, mas Cristeta le hizo volver.
—Vámonos, tengo prisa—decía—; acompáñame hasta pasado el Viaducto.
—Como quieras; pero ¿te arrepentirás de lo dicho?
Anduvieron largo trecho silenciosos: al pasar sobre el puente de hierro, mirando por bajo la pavorosa negrura del abismo, se les ocurrió a los dos una idea espantosa. ¿Fue natural romanticismo de sus almas, o resultado de la exaltación de sus espíritus? ¡Quién sabe! Lo cierto es que ambos temblaron, y al temblar se pegaron uno a otro.
Cerca de la calle de Don Pedro, dijo Cristeta:
—Vete desde aquí. Hasta mañana. ¿Sabes el número?
Entonces ella, deteniéndose bajo una farola para ser bien vista, fijó en don Juan sus hermosísimos ojos; y oprimiéndole las manos en señal de despedida, repitió:
—Toda la noche, te queda toda la noche; ¡piénsalo bien! ¿Verdad que serás bueno conmigo? Y ya lo sabes, es para toda la vida, porque yo no soy capaz más que de resoluciones extremas.
Dicho lo cual, desasiéndose de él y dejándole confuso en medio de la acera, se alejó precipitadamente hasta entrar en el anchuroso portal de la casa donde vivía.
Don Juan pasó de largo, miró con disimulo, y después de verla torcer hacia el arranque de la escalera, apretó el paso. Luego, dando rodeos para no encontrarse con nadie, se fue a su casa, impaciente por saborear a solas la realización de su esperanza.
Encerrose en el despacho, abrió el cajoncito más recóndito de su mesa, y fue reuniendo y apuntando todo el dinero que tenía: sesenta y tantos duros en plata, unas cuantas monedas de oro y ocho mil pesetas en billetes. Además, de su último viaje a Francia le quedaban diecisiete luises y dos o tres billetes de cien francos. Total, dinero sobrado para llegar a cualquier parte. Después, a modo de novio en víspera de boda, quemó en la chimenea varios retratos y un puñado de cartas, y, por último, llamó a Benigno, quien oyó con verdadero asombro estas palabras:
—Mañana temprano me pones encima de esa butaca un traje gris, de americana, la manta de viaje con las correas, una gorra y el gabán de pieles. Prepara un maletín con los avíos de tocador y ropa interior; nada de frac, ropa de etiqueta, ninguna. Saldré en cuanto almuerce; puede que vuelva acompañado... y entonces ya te daré órdenes; pero lo probable es que no vuelva. Si te envío recado, llevarás el maletín donde te mande, y hasta que recibas noticias mías, mucho cuidado con la casa, y cuando te escriba harás lo que te indique al pie de la letra. ¿Te has enterado?
—De todo, señor.
—Ya lo sabes. No te muevas de aquí hasta que recibas orden por escrito; puede que vuelva..., no lo sé, y puede que te mande cerrar la casa y venir donde yo esté.
—Comprendido, señor.
—Pues ahora déjame.
Al quedarse solo volvió a contar el dinero, y al cabo de una hora se acostó. Estaba tranquilo, con esa falsa serenidad propia de quien, tras desearlo mucho, adopta una resolución muy grave.
Tardó largo rato en conciliar el sueño. Su imaginación vagaba desvariando de unas ideas a otras, como si el razonamiento fuese incapaz de sujetarlas. Quería pensar despacio, aquilatar la trascendencia de su propósito, traer a juicio su pasado, considerar lo presente..., adivinar lo porvenir... Inútil empeño.
La fantasía, estimulándose más cada instante, quedaba triunfante del raciocinio. Compromisos, obligaciones, conflictos, luchas, catástrofes, todo lo grave que le parecía cercano y probable, se desvanecía, quedando en su lugar un fantasma encantador e imperioso que le abría los brazos y le llamaba con promesas de perdurable felicidad. Era Cristeta; pero una Cristeta nueva, renovada, hacia la cual se sentía impulsado, no sólo por inclinación amatoria, sino también por algo misterioso, privativo del espíritu y puramente anímico, en que no entraba para nada la fascinación de la hermosura. Antes, al pensar en beldades deseadas y no poseídas, siempre le dominó el encanto de la forma: ahora sus sentidos parecían aletargados, y en cambio el ansia de perfecciones morales surgía potente y avasalladora.
Los ojos de Cristeta oscuros y azulados, como cielo en noche serena; la boca, fuente de ternura y sumidero de besos; el pelo rubio y largo, como crecido para cubrir la almohada formando al rostro un nimbo de oro; el pecho blanco y firme, donde parecían palpitar impacientes dos rubíes carnosos perdidos entre nieve; todo el conjunto de atractivos que formaban lo material de la mujer, lo veía don Juan desvanecido, borroso, deseable, pero secundario; y en cambio, al poner su pensamiento en el pensamiento de ella, experimentaba una sensación de ansia y desasosiego entre penosa y grata, como si la voluntad y el alma carecieran de algo que sólo pudiese hallar satisfacción y plenitud en la posesión pura e inmaterial de Cristeta. Tormento y placer análogo debieron de sentir y gozar los místicos que, abrasados en fervor religioso, tendían a identificarse y sumarse con la divina esencia, cual si anhelaran ver anonadarse su alma dentro de otra alma superior e increada. Tuvo luego también momentos de intensa embriaguez amorosa; pero brevísimos, fugaces, y apaciguada pronto aquella excitación, se rindió al cansancio físico.
Entonces el espíritu, libre de influjo externo, prosiguió su incansable labor, y comenzó a soñar disparatadamente, mezclándose y trabándose en sus desvaríos lo verosímil con lo imposible, y las reminiscencias de lo real con las locuras de lo imaginario.
De igual suerte que cuando el maestro duerme los chicos arman bulla y algazara, así al quedar en reposo la voluntad de don Juan, se le avivaron los deseos, excitáronsele los recuerdos, y las imágenes creadas por la fantasía, unas brillantes, otras pálidas, pero todas de intensa realidad para su mente, comenzaron a desfilar en ronda interminable.
No creyó ver sino que con los ojos del alma vio a Cristeta como estaba la primera vez que hablaron: falda muy hueca, de percal, pañoleta de espuma al talle, zapatitos con galgas y moño bajo, lleno de flores; todo el atavío gitanesco; pero no en el cuarto del teatro, sino en aquella plazoleta de la Moncloa situada junto a la fuentecilla. Servían de fondo a la figura los troncos de los árboles atigrados por manchas musgosas, y en torno de su cabeza revoloteaban hojas secas de plátano que, traídas y llevadas por el viento, semejaban errantes estrellas de oro. De pronto, mujer, paisaje y fuente, se deshicieron como humo ingrávido, el espacio quedó vacío, y en la atmósfera desierta, pero alumbrada por un sol invisible, sonaron muchos ruidos diferentes que juntos simulaban un coro de mujeres burlonas. Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor. De improviso, todo cambió, apareciendo por arte de magia un cuarto vulgarmente amueblado con cama de hierro, sofá de espadaña, dos baúles y una percha clavada en la puerta. Sobre asientos y muebles había muchas ropas adornadas de oropel y talco.
Contemplando aquello el hombre dormido se obstina en avivar recuerdos y coordinar ideas, pero es en vano; porque las memorias no obedecen a la evocación y los pensamientos se alteran. Luego su atención y sus ojos son imperiosamente atraídos por algo que le suspende y encanta.
Al pie de la cama deshecha, hay una mujer sentada en una silla baja: tiene el pelo revuelto, el rostro abrillantado por las lágrimas restregadas, y la boca contraída por el amargo dejo de una felicidad apenas gozada y ya perdida. Junto a ella, caídos en el entarimado del piso, se ven dos papeles arrugados: una carta y un impreso pequeño con cifras manuscritas. Después todo aquello se transforma en una capilla oscura y sucia, donde huele a sudor y a cera. Un hombre y una mujer se arrodillan ante otro hombre que lee un librote, trazando con las manos en el aire figuras misteriosas: la mujer es Cristeta; pero la fisonomía y el aspecto de su acompañante carecen de rasgos definidos. No es alto ni bajo, flaco ni grueso; a ratos lampiño, a ratos barbudo... Al sonar un campanillazo la visión se disipa y el lúgubre recinto se trueca en un paseo enarenado, por donde corretea un niño tras un ato de madera. El chiquitín tropieza, cae, se lastima... y suena un grito. Una mujer queda tendida en tierra y dos hombres se abalanzan a socorrerla; en el primero se reconoce don Juan; el segundo es el otro, el desconocido de la capilla, el monstruo sin fisonomía. Su audacia no tiene límites. Se inclina sobre el cuerpo de la desmayada, y con la insolente autoridad de un poseedor legítimo, hace ademán de ir a desabrocharle el cuerpo del vestido para que, respirando mejor, cese la congoja. Entonces a don Juan se le sube la sangre a la cabeza. ¡Tocar aquel hombre el pecho de Cristeta! ¡Profanación! Tanto valdría que un bárbaro escupiese al Apolo Délfico o que un judío cometiese irreverencia ante Jesús Sacramentado. Don Juan se arroja, o cree arrojarse, sobre el marido, y ofendiéndole de palabra, le sujeta, le zarandea y le sacude... Suena una bofetada. La mano invisible del hombre sin fisonomía ha caído ruidosamente sobre el rostro de don Juan como cae el mazo del batán sobre la superficie del agua. El ofendido saca un revólver, dispara y se oye un ruido semejante al desplome de un cuerpo exánime. Al desvanecerse el humo del fogonazo, todo desaparece y se disipa; por el aire vuelan pedazos de papeles que llevan impresas palabras terroríficas: asesinato..., mujer casada..., amante..., niño huérfano. Después, en la lejanía de un campo, junto a unos murallones de ladrillo, se alza un tablado, encima del cual, destacando sobre el cielo, se ven cuatro hombres que sientan a otro por fuerza en un banquillo, tras el cual, a manera de respaldo, hay un madero tieso...
¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, un cambio de postura desvía la sangre de ciertos sitios del cerebro, quedan libres los nervios oprimidos, sufren otros la presión y...
Un bosque fantástico, cuyos árboles tienen, en vez de hojas, monedas de oro. Don Juan camina silenciosamente por una vereda, cuando de pronto, hendiéndose las cortezas de los troncos, dejan paso a mujeres magníficamente ataviadas y ninfas en todo el esplendor de su sagrada desnudez.
Las hay blancas con el transparente blancor del alabastro; rubias como hebras de mazorca; morenas en que parecen haberse deleitado las miradas del sol, y también las hay enteramente negras, al igual de aquella princesa de las leyendas árabes que fue engendrada por el misterio en el vientre de la noche.
Agitadas de neurosis, exasperadas de lujuria, como diablos súcubos se dejan poseer por don Juan, y apenas poseídas, se truecan en pelados y mal olientes esqueletos. Gasas, tisúes y rasos quedan desfilachados y en jirones, flotando sobre las osamentas. En derredor de las vértebras cervicales caen desgranados y sueltos los collares. De los cúbitos penden los brazaletes rotos. En torno de las sienes calvas, con la amarillez del marfil viejo, se marchitan las coronas de rosas, y en la medrosa concavidad de las órbitas vacías, en vez de las pupilas bañadas de efluvios amorosos, brilla la pálida fosforescencia de las larvas inquietas. El suelo todo es podredumbre; el espacio todo luz: y he aquí que, de repente, la figura de Cristeta vestida de hilos de agua y rayos de luna entretejidos, cruza el éter impasible y angélica, dejando tras sí una estela de polvo luminoso. El alma de don Juan da un vuelco hacia ella, la alcanza, la detiene, y al tocarla queda convertida en estatua. En vano pretende vivificarla acariciando sus hermosas caderas, y gimiendo de dolor entre sus marmóreos pechos. Ya no es mujer, es una divinidad.
Es la diosa del amor en nueva forma, con caracteres desconocidos. No es Afrodita a quien se rinde culto de pasiones sensuales; no es la Venus Cálvica, que recibe en ofrenda cabelleras de vírgenes; parece la Venus Apostropha, que desdeña y castiga los pensamientos impuros. A fuerza de besarla éntrasele a don Juan por los labios hasta el alma el frío de la piedra, y paralizada su sangre, se desploma rendido.
Cuando torna en sí, la amargura se ha enseñoreado de su alma: la privación del placer le ha hecho filósofo; pero la filosofía seca su corazón, y sediento de esperanza, se hace religioso y degenera en místico...
Sueña que es el apóstol único de una religión nueva, agradable y tolerante, que abarca y atesora la poesía pagana, la severidad protestante, el fausto católico, el sentido práctico hebreo y el poder político del islam, simbolizándolo todo en ritos fantásticos y heterogéneos de que él es gran sacerdote, y en que se hallan representadas todas las aspiraciones del espíritu y todos los apetitos de la carne, desde el ascetismo de los anacoretas hasta los bailes misteriosos y lúbricos del Oriente primitivo.
La efigie de Cristeta-Venus se transforma de repente en la Eva mosaica que perdió el Paraíso, y en torno de ella comienza el desfile de una procesión interminable. Allí van las virginales deidades indias, moradoras de los lagos, que con el calor de sus pechos entibian el agua que ha de regar la flor del loto; las impúdicas danzadoras egipcias y malacitanas, que acuden a Roma para divertimiento de Césares; las doncellas corintias consagradas a Palas, que asisten a las Panateneas; las sacerdotisas galas que lanzan a los bárbaros contra el antiguo mundo; las damas de las cortes de amor que tiñen en la púrpura de su sangre la flor que ha de premiar a su poeta; las cortesanas del Renacimiento, que el arte convierte en imágenes de dolorosas; las monjas españolas, devoradas de histerismo religioso; las damas galantes de la Francia borbónica, que sin traicionar al amor supieron hacer de cada hombre un amante; y, por último, la mujer moderna, cuyo tipo varía, desde la Hermana de la Caridad que riega con sus piadosas lágrimas las llagas del herido, hasta la pecadora de oficio que, vendiéndose al rico y regalándose al pobre, ofrece a todos la ilusión del amor. Y aparecen figuras extraordinarias, enigmáticas, en quienes palpitan encarnaciones distintas y olvidadas de la eterna Eva. Allí se acercan la Venus Fecunda, ensangrentada por un cilicio, envuelta en un sudario, y María de Nazareth, coronada de pámpanos y esgrimiendo el tirso de las bacantes. La diosa gentílica canta el Dies irae. La virgen cristiana recita los versos impíos de Lucrecio...
Entre tantas, ¿cuál es la dispensadora de la dicha, cuál la verdadera mujer? ¡Nadie lo sabrá nunca!
Poco a poco todo aquello se borra, reaparece la noche oscura, y del cielo comienzan a caer las estrellas, metamorfoseadas en almeas desnudas mal envueltas en gasas transparentes. Don Juan se aleja de ellas, y llega a la orilla de un lago, por cuyas tranquilas aguas se desliza una barca tripulada de doncellas, que se alejan cantando tristemente. Las mira y ve que son sus propias ilusiones, que bogan río abajo de la vida despidiéndose de él para siempre.
Por último, todo cambia: lo fantástico se trueca en realidad pavorosa.
Es de noche: un hombre viejo y enfermo está solo en un gabinete. La tos le desgarra el pecho, tiene las piernas hinchadas por la gota, el estómago roído de dolores, y para que el sufrimiento sea completo, conserva el cerebro despierto y sano. Una criada torpe y gruñona le asiste con malos modos, sin solicitud ni cariño. ¡Qué soledad tan triste! ¡Ni una hija, ni una caricia, ni un beso! ¡Oh mocedad malbaratada! ¡Oh presente amarguísimo! Perdidos en la lejanía de la juventud y vigorosamente evocados por el pensamiento, vienen a la mente los recuerdos: pasan muchas mujeres: don Juan las ve, violenta su imaginación para acordarse de sus nombres y no puede; porque si todas le dieron su cuerpo, ninguna le dejó la dulzura del cariño en la memoria. La postrera de todas trae las miradas impregnadas de amor, la boca prometedora de besos, pero al mismo tiempo sus labios murmuran una palabra: «Imposible». Es Cristeta. Don Juan, reconociéndola, suplica, implora, ruega, grita, procura detenerla, y nuevamente el fantasma se disipa, dejándole en las manos la sensación de un sudor frío y pegajoso.
*
* *
Suena el lento y ruidoso rodar de un carro; luego el campanilleo de las burras de leche; óyese a lo lejos el vocear de un pobre vendedor ambulante; y por los resquicios y rendijas del balcón penetra, en hilos plateados, la clara luz del día.
Don Juan despierta y se arroja del lecho abajo, restregándose los ojos.
Todo ha sido un sueño mentiroso. Es joven, está en su casa, no ha matado a nadie, y... a las dos le espera Cristeta; no en forma de impalpable fantasma ni de fría escultura, sino en carne y hueso, amante y cariñosa. Entonces, sacudiendo el sopor morboso de la pesadilla, mira en torno. Lo primero que ve es la ropa de viaje colocada sobre una butaca, y en un rincón el mueblecillo donde la víspera guardó el dinero para huir con ella, robándosela al hombre misterioso sin rostro ni facciones. Un nombre se le viene a los labios: «¡Martínez!» Esta es la única tristeza indudable que pasa del sueño a la vigilia.
Al dar la una en el reloj del despacho, don Juan sale de su casa llevando el corazón henchido de amor, el ánimo resuelto a todo y los bolsillos repletos de dinero.
¿Qué más necesita el hombre a quien aguarda una mujer?
Concluye ésta, entre verídica o imaginaria historia, con el raro ejemplo de una mujer que todo lo pospone al deseo de ser amada
Salió don Juan vestido de viaje, tomó un coche, apeose cerca de la calle de Don Pedro, y por fin llegó al portal de la casa en que vivía Cristeta. No arribó Ulises a la deseada Itaca, ni vieron los Magos el sagrado pesebre poseídos de tan honda emoción como la que él sentía.
Penetró en el zaguán, y acercándose casi respetuosamente al portero, de suntuoso levitón y gorra blasonada, le preguntó:
—¿La señora de Martínez?
—No vive aquí.
—¿Cómo?
—Que no es aquí.
—Sí, hombre; una señora joven y guapa que se llama doña Cristeta.
—¡Acabara usted! Sí, señor. Segundo patio, escalera interior, piso tercero.
—¿Está usted seguro?
—¿Quedrá usted saber de la casa más que yo?
En otra ocasión, don Juan hubiera castigado con un sopapo la porteril arrogancia; pero en aquellos momentos no estaba para provocar conflictos.
Dejando a su derecha el arranque de la escalera señorial, lujosamente alfombrada, atravesó el patio, empedrado como para espera de coches, y comenzó a subir la otra humilde y estrecha escalera que le indicaron. La contestación del portero le había dejado confuso. ¿Qué significaba aquello? ¿Cristeta en piso interior y con entrada miserable? ¿Cómo tan gran dicha por tan ruin camino? Tal vez el siervo enlevitonado hubiese recibido discreta orden para enviarle por la escalera de servicio. ¡Oh mujer, cuán grande es tu prudencia que a todo atiendes y remedias!
De pronto, en un descansillo, vio un niño jugando solito con unas cajas viejas de fósforos; representaba, poco más o menos, tres años, y se parecía, como una gota de agua a otra gota de agua, al chiquitín de quien iba Cristeta acompañada la tarde que se la encontró en el Retiro. Creyendo reconocerle, pero resistiéndose a dar crédito a sus ojos, pensó: «Parece imposible que descuide al niño de este modo. No, no puede ser. ¿Cómo es posible que esta criatura sucia, desarrapada y mocosa, sea el angelito vestido de encajes a quien vi en el Paseo de Coches?» Subió los seis tramos que le faltaban y tuvo que detenerse a respirar. ¿Por cansancio? No. ¿Por miedo? Tampoco. Por incertidumbre y turbación de espíritu. En su memoria flotaba una frase preñada de misterios. Cristeta le había dicho al separarse la noche anterior: «... ¡resoluciones extremas!» ¿Qué pretendería? En un segundo imaginó don Juan mil clases diversas de resoluciones extremas. La fuga, el sud—expreso, el sleeping car, la ocultación en su propia casa, la vida errante por el extranjero con nombres supuestos... ¿Querría, tal vez, que provocara y matase a su marido? ¡Absurdo! ¿Habría pensado en un doble y romántico suicidio? Al ocurrírsele esto se acordó de cómo temblaba la pobrecilla cuando pasaron por el Viaducto de la calle de Segovia. Lo que faltaba de escalera no dio tiempo a más suposiciones.
Estaba en el descansillo del piso tercero, ante una puerta de cuarterones, groseramente pintada de azul. El cordel de la campanilla, de puro mugriento, parecía negro.
«¡Cosa más rara!»
Llamó con mano temblorosa, y casi al mismo tiempo abrió la puerta, no una criada, ni la esperada niñera, sino la propia Cristeta, cuya esbelta figura destacó sobre la pared blanca de un pasillo. Estaba vestida y peinada con adorable sencillez; el traje, de lana oscura sin adornos; el pelo, modestamente recogido hacia las sienes. Esforzábase por aparentar serenidad, pero sus ojos revelaban haber llorado mucho, y su hermoso pecho, alzándose y deprimiéndose a intervalos muy cortos, daba prueba de agitación mal contenida. Tendió a don Juan la mano derecha, que él estrechó entre las suyas, y calladamente, sin soltarle, le guió hacia dentro.
El pasillo era muy corto, y a su término había un cuarto de humilde aspecto. Constaba el mueblaje de cuatro sillas de Vitoria, un sofá viejo de espadaña y una cómoda de nogal. Por la ventana, que descubría mucho cielo, entraba la claridad a torrentes. Tras una puerta vidriera entreabierta veíase la alcoba y en ella un catre de hierro cubierto por una colcha de cotonía. Sobre las sillas no había nada, pero el sofá quedaba casi oculto por un montón de ropas relativamente lujosas, que formaban contraste con lo modesto y pobre de la estancia. Allí estaban la falda negra plegada en menudas tablas con primoroso arte, y el abrigo corto de rico paño gris que tiempo atrás lució Cristeta en el paseo del Retiro, el otro abrigo forrado de seda roja que llevó a la cita en la Moncloa, el cuerpo encarnado con botoncitos de plata que se puso la tarde del teatro, y encima de todo un boa gris y un sombrero negro de ala grande y pluma rizada.
Don Juan, mudo y absorto, permanecía en pie; Cristeta separó a un lado las ropas e hizo a su amante seña de que se sentara junto a ella en el sofá. Obedeció él, y en seguida, mirándolo todo con extrema curiosidad, sin poder ni querer contenerse, dijo:
—Esto es imposible, no puede ser. ¿Vives aquí?
Cristeta, con grandísima calma, pero algo alterada la voz por la emoción, repuso:
—Esta es mi casa.
—¿Pero no tienes criados?
Suspiró lentamente, y replicó:
—No tengo criados.
—¿Tu hijo?
—No tengo hijo.
—¿Tu marido?...
—No tengo marido.
Entonces... explícame... ¿Verdad que eres mi Cristeta de mi vida?
—Eso no lo sé todavía. Veremos.
—¡Habla!
Por el ancho hueco de la ventana se veían torres, veletas, campanarios, las masas rojizas y las líneas quebradas de los tejados vecinos, y dominándolo todo, el cielo azul radiante de esplendorosa claridad. Un rayo de sol venía a juguetear sobre los ladrillos del piso haciendo dibujos luminosos. Don Juan pensó llegar a una casa de burgueses ricos y estaba rodeado de pobreza. Las riquezas del mundo parecían refugiadas en las pupilas de Cristeta, donde brillaba un tesoro de amor.
—Habla, por piedad—repitió él.
Cristeta, violentándose mucho, como jugador nervioso que arriesga su porvenir entero al azar de un naipe, dijo así:
—¿Te acuerdas de cómo me dejaste abandonada en Santurroriaga?
—Sí; pero, ¿verdad que me has perdonado? Ahora soy otro, y te adoro.
—Yo hasta entonces no había querido a nadie ni me había dejado querer..., ni poseer. Fuiste el primero y el único, porque después... tampoco.
—¿Qué?
—La pura verdad. En cambio, a ti te quise como te quiero en este momento. Cuando te fuiste hice propósito de ser para toda la vida tuya o de nadie. Soy libre, enteramente libre, y lo único que sé de amor es lo que aprendí en tus brazos. Luego volviste a verme, creíste otra cosa, me deseaste de nuevo, y aquí estás.
—¡Por Dios te pido que no me vuelvas loco! ¡Habla claro!
—Que tu Cristeta es la misma de siempre, la de antes, tuya, nada más que tuya, y que te ha engañado para no perderte.
—Pero ¿y tu marido, tu hijo, tu modo de vivir, el coche, el lujo?
—Todo mentira.
—¿Has hecho una comedia?
—No me culpes. Si yo hubiera sido mujer rica, señora que frecuentase la misma sociedad que tú, te habría buscado de otro modo: en bailes, teatros y tertulias; pero estábamos tan lejos uno de otro, que por fuerza tenía que valerme de medios extraordinarios. Y, sobre todo, piensa una cosa: yo no te he dicho nunca, ni una sola vez, ¡buen cuidado he tenido!, que estuviese casada; te lo he dejado creer y nada más.
—¿Pero es posible?
—¿No fue posible que tú me dejases sin motivo, queriéndome como decías? ¿De qué te sorprendes? ¿Quién ha buscado a quién? Mientras fui tuya, ¡vergüenza me da recordarlo!, ni siquiera sospechaste el cariño que mi corazón encerraba para ti. Después, suponiendo que era de otro hombre, me has deseado con rabia, con locura, como se desea lo ajeno. Ahora ves que no tengo dueño y comienzas a dudar.
—¿Y esas ropas, ese lujo, el coche, todo lo que yo he sabido de otro hombre... un señor Martínez... un niño?
—¡Pobre de mí! ¿Cuánto dinero me dejaste al marcharte de Santurroriaga?
—Veinte mil reales.
—Pues aún me quedan algunos duros. Lo demás lo he gastado en ese lujo de que hablas, en alquilar este cuartito y ese coche que has visto, en tener niñera, una chica que, a pesar de tu experiencia, te ha engañado como a un chino, y en que unas pobres gentes me dejasen por unas cuantas veces ese niño a quien yo he vestido y de quien tú te has figurado...
—¡No me mientes eso!
—Total: la mujer a quien abandonaste siendo tuya y nada más que tuya, te ha enloquecido por sólo parecerte ajena.
En seguida, punto por punto, minuciosamente, sin omitir detalle, le refirió cuanto había tramado y hecho con propósito de atraerle, desde que en la fonda de Santurroriaga se quedó pensativa como reina destronada que medita reconquistar lo perdido, hasta el instante en que, sintiéndole subir la escalera, colocó sobre el sofá aquellos trajes con que se había engalanado. Nada calló; ni el auxilio recibido de Inés, ni la complicidad de don Quintín, ni el alquiler de la berlina, ni el precio de aquel pobre cuartito, ni sus muchas y amargas lágrimas. Fue una confesión larga y completa, un examen de conciencia en que dejó que se transparentase su alma, mostrando a don Juan lo íntimo de su corazón tan franca y lealmente como en otro tiempo le dio a besar la blanca y tibia redondez de su pecho. Por último, añadió:
—Ya lo sabes todo, y ahora sólo te pido que respondas a esta pregunta: ¿Cuándo has sentido verdadero amor por mí? ¿Mientras fui tuya honrada y pobremente, a pesar de lo cual me despreciaste, o ahora, cuando nada más que con darte oídos debí parecerte infame y despreciable?
Don Juan, avergonzado, callaba. Cristeta prosiguió:
—Tal vez no me perdones estos engaños, hijos de mi amor, y, sin embargo, me agradecerías los besos que ahora te diera, aunque fuesen robados a otro hombre. Te juro que no he mentido en nada. Mis tíos, la falsa niñera que tantos plantones te ha dado, mi antigua criada Inés, su marido, a quien alquilé la berlina, la madre del chico, cuantas personas me conocen, hasta la Mónica, una mujer que tiene aquí abajo casa de huéspedes y que ha servido en la tuya; todos pueden decirte cuál ha sido mi vida. Te dirán también que alguna vez salía muy bien vestida: ya sabes para qué. Mucho he sufrido, pero todo lo doy por bien empleado, porque al verte seguirme, y perseguirme, y rogarme, y temblar en mis brazos, y besarme, como temblaste y me besaste la tarde del teatro... vamos, he llegado a creer que me amas de veras. ¿Me perdonas?
Estaba hermosísima. Un ligero estremecimiento hacía palpitar sus labios; los ojos, prometiendo amor, imploraban piedad, y el rostro iba tomando la palidez marmórea de la estatua que vio don Juan en sueños; pero ésta no era piedra esculpida, sino hermosa carne modelada por Dios y vivificada con el soplo de su espíritu para delicia del hombre.
Don Juan no pudo aguantar más. Levantose del sofá, la miró frente a frente, como para buscar en el abismo azul de sus ojos confirmación a sus palabras, y luego, alzándola y atrayéndola lentamente hacia sí, pegó los labios a la oreja encendida de su amada, y murmuró estas palabras:
—¿Tanto me quieres?
Ella dobló la cabeza sobre el hombro del amante, pegose a él, cuerpo con cuerpo, y en voz muy queda, como se dicen las grandes cosas de la vida, repuso:
—¿No me dejarás nunca?
Entonces—nadie sabrá jamás si fue sincero arranque o astucia premeditada—volvió a mirarla fijamente, y presentándole la mano derecha, preguntó con increíble valor:
—¿Quieres ser mi mujer?
Ella, desasiéndose de sus brazos, apartó el cuerpo, se restañó con el pañuelo las lágrimas, y revelando la energía de quien en todo ha pensado y tiene, hace tiempo, adoptada una resolución, contestó:
—¡Eso... jamás!
—¿Por qué?
Cristeta quiso expresar todo lo que sentía, y acordándose tal vez de que fue comedianta, lo formuló en lenguaje, aunque sincero, un poquito dramático, diciendo:
—Lo que yo quiero no es tu libertad, sino tu cariño. ¿Casarnos? ¿Para qué? ¿Para darte por seca y rigurosa obligación lo que por libre y complacido albedrío quiero que sea tuyo? ¿Para mermar a la pasión el encanto de la espontaneidad? ¿Por ventura serán entonces más cariñosos tus besos, más prietos tus abrazos? ¿Tendremos mayor firmeza en la confianza ni más brava abnegación en la desgracia? ¿Qué ceremonia, qué rito, que fórmula ha puesto el Señor por cima de este anhelo con que mi pensamiento quiere volar para hacer nido en tu alma?
—¡Cristeta!
—Yo te serviré en el bien, de estímulo, en el mal, de rémora. Duplicaré tus venturas y compartiré tus penas. ¿Te veré dichoso?, pues mi amor será la gota que llene el vaso de tu felicidad. ¿Desgraciado?, yo lloraré por ambos... Pero ¿casarme? ¿Y si te arrepintieras? ¡Qué horror si algún día confundieses mi gratitud con mi cariño! ¿Llevar tu nombre? Bajando está siempre de mi pensamiento a mis labios; mío es aunque no quieras, y al dormirme siento que se me asoma a la boca para guardarte todo el aliento de mi vida. ¡No! tú, libre como el aire; yo esclava, quieta, callada y mansa como el agua eternamente enamorada del cielo que, aun sin darse cuenta de ello, igual refleja los alegres arreboles del alba que las tristes nubes de la tempestad.
Don Juan hizo ademán de arrodillarse—la cosa no era para menos—; mas ella no lo consintió, y poniéndole una mano en cada hombro le miró embebecida, al mismo tiempo que decía:
—En el momento en que nos sujetase algo superior a nuestra voluntad, el amor no sería dulce impulso del alma, sino tributo doloroso.
—¿Y el mundo, la sociedad y las gentes?
—¿Ahora te preocupas por eso? ¿Te cuidabas de ello al perseguir casadas? Los que acaso me disculparan adúltera, me rechazarán amante... ¡Ya lo sé! Pero ¿a quién consagro yo mi existencia, a ti o al prójimo?
—¿Me prometes que serás siempre mía?
—Vive tranquilo. Si he hecho tanto para que vuelvas a mí, ¿qué no seré capaz de hacer por merecerte y conservarte?
Callaron, cambiando dos miradas que hacían inútil toda protesta de sinceridad. En la imaginación de ambos surgió la misma idea, formulada en sentido contrario. Él pensó: «Será mi mujer»; y ella se dijo: «Si me caso le pierdo».
Juan abrió los brazos, y Cristeta, limpia de pensamiento impuro, pero llorosa de felicidad, se arrojó en ellos. Oprimiola él cariñosamente contra sí, y mientras sentía sobre el pecho su dulce sollozar, hundió los labios entre sus rizos de oro y los cubrió de besos.
Madrid, 1891.
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