En el año de 1815 se
reunió en Viena lo más distinguido en materia de erudición europea, espíritus
brillantes de la sociedad y de enormes capacidades diplomáticas. Cuando el
Congreso concluyó, los monárquicos emigrados se preparaban para regresar
definitivamente a sus castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares
abandonados y algunos polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos
su amor a la libertad a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa
independencia que supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el
príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.
Parecido al fin de un
baile animado, la reunión hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un
pequeño número de personas dispuestas al placer que, fascinadas por los
encantos de las damas austriacas, se demoraban en cerrar el equipaje y
postergaban su marcha.
Esta feliz sociedad,
de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo de la
señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la ciudad, al lado de
un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la anfitriona del lugar
eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su espíritu, y hacían
deleitosa la estancia en su residencia.
Las mañanas estaban
destinadas a dar paseos; merendábamos todos juntos, en el castillo o en los
alrededores y, en la noche, sentados alrededor de un agradable fuego de
chimenea, nos entreteníamos conversando y contando historias. Estaba
estrictamente prohibido hablar de política. Ya habíamos tenido demasiado, y
preferíamos los relatos de leyendas de nuestros respectivos países o de
nuestras evocaciones.
Una noche, cuando ya
cada uno había contado alguna cosa y nuestros ánimos se encontraban en ese
estado de tensión que por lo común la oscuridad y el silencio incrementan, el
marqués de Urfé, viejo emigrado a quien todos estimábamos por su alegría
juvenil y por la forma atrevida de hablar de su antigua buena fortuna,
aprovechó un momento de silencio y tomó la palabra:
—Vuestras historias,
señores —nos dijo—, sin duda son asombrosas, pero es de mi parecer que les
falta algo esencial, quiero decir, la autenticidad. Que yo sepa ninguno de
vosotros ha visto con sus ojos las cosas maravillosas que acaban de narrar,
como tampoco puede asegurar su veracidad bajo palabra de honor.
Fuimos obligados a
reconocerlo y el anciano, acariciándose la papada, continuó:
—En cuanto a mí,
señoras, no conozco sino una sola aventura de ese género, pero al mismo tiempo
es tan extraña, tan horrible, y tan verdadera que ella sola es suficiente para
herir de espanto el espíritu del más incrédulo. Desgraciadamente fui testigo y
actor al mismo tiempo, y aunque no me gusta recordarla, esta vez con placer les
narraré la historia, siempre que las damas lo consientan.
La aprobación fue
unánime. Algunas miradas, temerosas ante la perspectiva de escuchar una
narración verdadera, se posaron en los cuadros de luz que comenzaban a
dibujarse sobre la duela; pero pronto el pequeño círculo se fue cerrando y cada
uno hizo silencio para escuchar la historia del marqués.
El señor de Urfé tomó
una porción de tabaco, la fumó lentamente y comenzó diciendo:
—Antes que nada,
señoras mías, les pido una disculpa si en el transcurso de mi narración sucede
que hablo de mis asuntos amorosos más de lo que conviene a un hombre de mi
edad. Pero deberé mencionarlos para la comprensión del relato. Además, se
perdona a la vejez tener momentos de confusión, y será su culpa señoras mías,
si al verlas tan hermosas frente a mí, me siento tentado a creer que soy un
joven mozo. Les diré sin más preámbulos que en el año de 1759 yo estaba
perdidamente enamorado de la bella duquesa de Gramont. Esa pasión que creí
entonces profunda y duradera no me dejaba en paz ni de día ni de noche, y la
duquesa, como suelen hacer las mujeres bonitas, se complacía en coquetear para
acrecentar mis tormentos. Tanto que en un momento de desesperación, fui a
solicitar y obtuve una misión diplomática cerca del hospodar de Moldavia,
durante las negociaciones con el gabinete de Versalles y sería tan aburrido
como inútil detallarlas. La víspera de mi partida, me presenté en casa de la
duquesa. Ella me recibió menos sarcástica que de costumbre y me dijo con una
voz que dejaba traslucir cierta emoción:
—De Urfé, comete
usted una locura. Pero le conozco y sé muy bien que nunca se retracta cuando ya
ha tomado una decisión. Así que no le demando sino una cosa: acepte esta
pequeña cruz como prueba de mi amistad, y llévela puesta hasta su regreso. Es
una reliquia que para mi familia tiene una gran valor.
Con una galantería,
quizá para el momento fuera de tono besé no la reliquia, sino la encantadora
mano que me la ofrecía y me la puse alrededor del cuello. Es la misma cruz que
aquí muestro; desde ese día nunca me he separado de ella.
No las fatigaré,
señoras, con los detalles del viaje, ni con las observaciones que hice de los
húngaros y de los serbios, un pueblo empobrecido e ignorante pero valiente y
honesto, que a pesar de estar bajo el dominio turco no había olvidado ni su
dignidad ni su antigua independencia. Será suficiente decirles que haber
aprendido un poco del idioma polaco durante una estadía en
Varsovia, facilitó mi instrucción y en poco tiempo me adiestré en el serbio, ya
que esos dos idiomas, al igual que el ruso y el bohemio, como deben saber, no
son sino ramas de una misma y única lengua que llaman eslava.
Ahora bien, sabía lo
suficiente para hacerme entender, cuando un día llegué a un pueblo, cuyo nombre
interesa apenas. Encontré a los habitantes de la casa en donde iba a hospedarme
sumergidos en una consternación que me pareció tanto más inusual puesto que era
domingo, día en que el pueblo serbio acostumbra entregarse a los más diversos
placeres, tales como el baile, el tiro de arcabuz, la lucha, etc. Atribuí la
forma de actuar de mis anfitriones a alguna desgracia reciente, y ya iba a
retirarme cuando un hombre como de treinta años, alto de estatura e imponente,
se acercó y me tomó de la mano.
—Pase, pase,
extranjero —me dijo—, no se moleste por nuestra tristeza, cuando conozca la
causa nos entenderá.
Me contó entonces que
su anciano padre, llamado Gorcha, hombre de carácter inquieto e intratable, un
día se había levantado de su cama y había descolgado de la pared su gran
arcabuz turco.
—Muchachos —les había
dicho a sus dos hijos, Georges y Pierre—, me voy a la montaña para reunirme con
los valientes que persiguen a ese perro de Alibek (ése era el nombre de un
bandolero turco que entonces asolaba al país). Espérenme durante diez días, y
si no regreso al décimo, hagan decir una misa de difuntos, puesto que estaré
muerto. Pero —añadió el viejo Gorcha poniéndose aún más circunspecto—, si yo
regresara (de esto Dios los guarde) después de cumplirse los diez días, por sus
vidas no me permitan de ningún modo entrar. Si esto ocurre, les ordeno olvidar
que fui su padre y que me atraviesen con una estaca de álamo sin tomar en
cuenta lo que yo pueda decir o hacer, ya que para ese momento no seré sino un
maldito vourdalak que vendrá a succionar vuestra sangre.
Es oportuno decir,
señoras mías, que los vourdalaks o vampiros de los pueblos eslavos no son otra
cosa que cuerpos muertos, salidos de sus tumbas para succionar la sangre de los
vivos. Hasta ahí sus costumbres son las mismas de todos los vampiros, pero
tienen otra que los hace más temibles. Los vourdalaks, señoras mías, prefieren
succionar la sangre de sus familiares más cercanos y de sus amigos más íntimos,
quienes al morir se convierten en vampiros a su vez, de manera que se afirma
haber visto en Bosnia y en Hungría poblaciones enteras convertidas en
vourdalaks. El abad Agustín Calmet, en su curiosa obra sobre aparecidos, cita
ejemplos escalofriantes. Los emperadores de Alemania en varias ocasiones han
nombrado comisiones encargadas de esclarecer casos de vampirismo. Se levantan
actas, se exhuman cadáveres encontrados ahítos de sangre y se les quema en las
plazas públicas luego de perforárseles el corazón. Magistrados que son testigos
de esas ejecuciones afirman haber escuchado a los cadáveres emitir alaridos al
momento en que el verdugo hendía la estaca en sus pechos. Los mismos
magistrados han hecho la deposición formal y lo corroboran sus juramentos y sus
firmas.
Después de estas
referencias, les será más fácil comprender, señoras, la impresión que
produjeron las palabras de Gorcha en sus hijos. Los dos se hincaron a sus pies
y le suplicaron que se les dejara ir en su lugar; pero, por toda respuesta, él
les dio la espalda y se puso en marcha canturreando el estribillo de una
antigua balada. Precisamente el día en que llegué al pueblo, expiraba el plazo
fijado por Gorcha, y no me costó trabajo comprender la desesperación de esos
jóvenes.
Se trataba de una
familia buena y honesta. Georges, el mayor de los dos hijos, era de marcados
rasgos masculinos, aparentaba ser un hombre serio y decidido. Estaba casado y
tenía dos hijos. Su hermano Pierre era un hermoso joven de dieciocho años, su
fisonomía revelaba más dulzura que audacia, y parecía ser el favorito de una
hermana menor llamada Sdenka, una joven que representaba muy bien la belleza
eslava. Además de esa belleza indiscutible desde todo punto de vista, el
parecido con la duquesa de Gramont me impresionó de entrada. Tenía en especial
un rasgo en la frente que en toda mi vida no encontré sino en esos dos seres.
Esa particularidad podía no agradar en una primera impresión pero se volvía
irresistiblemente atractiva después de haberla visto más de una vez.
Ya fuera porque en
ese tiempo era muy joven, ya fuera el parecido, aunado a un espíritu único e
ingenuo, Sdenka provocó en mí un efecto irresistible. No habíamos conversado ni
dos minutos y ya sentía por ella una simpatía demasiado viva como para que no
amenazara en convertirse en un sentimiento más tierno si prolongaba mi estadía
en el pueblo.
Estábamos reunidos delante
de la casa en torno a una mesa provista de quesos y de cuencos de leche. Sdenka
hilaba; su cuñada preparaba la merienda de los niños que jugaban en la arena;
Pierre, con afectada despreocupación, silbaba mientras pulía un yatagán, o
largo cuchillo turco; Georges, acodado sobre la mesa, la cabeza entre las manos
y el ceño fruncido, parecía devorar el camino con los ojos, sin pronunciar una
palabra.
Por lo que a mí se
refiere, vencido por la tristeza general, miraba con melancolía cómo las nubes
enmarcaban el cielo dorado y, entre un bosque de pinos, la silueta de un
convento a medio esconder.
Ese convento, como lo
supe más tarde, antaño gozó de una enorme celebridad gracias a una imagen
milagrosa de la Virgen, que según la leyenda los ángeles habían conducido y
colocado en un roble. Pero al inicio del siglo pasado, cuando los turcos
invadieron el país, degollaron a los monjes y saquearon el convento. De él no
quedaban sino unos cuantos muros y una capilla comunicada por una especie de
ermita. Este último acogía en sus ruinas a los curiosos y brindaba refugio a
los peregrinos que llegaban a pie, venidos de un santo lugar a otro, para
rendir las devociones en el convento de la
Virgen del Roble. Ya dije antes que esto lo supe tiempo después. Esa tarde, yo
pensaba en cosas que distaban mucho de la arqueología serbia. Como sucede a
menudo, cuando se deja volar la imaginación, evocaba tiempos pasados, los días
de mi infancia, la querida patria, Francia, a la que había abandonado por un
país lejano y salvaje.
Recordaba a la
duquesa de Gramont y, por qué no confesarlo, en la distancia recordaba también
a algunas damas de mi época, abuelas vuestras, cuyos rostros, después del de la
encantadora duquesa, se deslizaban en mi corazón. Rápidamente olvidé a mis anfitriones
y su desasosiego.
De pronto Georges
rompió el silencio:
—Mujer —dijo—, ¿a qué
hora partió el viejo?
—A las ocho
—respondió la mujer—. Escuché con claridad las campanas del convento.
—Entonces está bien
—siguió diciendo Georges—, no pueden ser más de las siete y media—. Y enmudeció
fijando otra vez los ojos el largo camino que se perdía en el bosque.
Olvidé decirles,
señoras, que cuando los serbios sospechan de algún vampirizado, evitan llamarlo
por su nombre o de manera directa, puesto que para ellos es hacerlo salir de su
tumba. También Georges, desde hacía algún tiempo, al hablar de su padre no se
refería a él de otro modo sino como el viejo.
Se quedó otro rato en
silencio. De pronto, uno de los niños, tirando del delantal de Sdenka, preguntó:
—Tía, ¿cuándo
regresará el abuelo a la casa?
Una bofetada fue la
respuesta de Georges a la pregunta inoportuna. El niño se puso a llorar, y su
hermano más pequeño interrogó asombrado y temeroso:
—¿Por qué, padre, nos
prohíbe hablar del abuelo?
Otra bofetada le
cerró la boca. Los dos niños se pusieron a chillar y la familia entera se
santiguó.
En eso estábamos
cuando escuché las campanas del convento dar poco a poco las ocho. Apenas el
primer toque resonaba en nuestros oídos vimos una forma humana salir de la
espesura del bosque y avanzar lentamente hacia nosotros.
—¡Es él! ¡Alabado sea
Dios! —gritaron al unísono Sdenka, Pierre y su cuñada.
—¡Dios nos guarde!
—dijo Georges preocupado—, ¿cómo saber si los diez días transcurrieron o no?
Todos lo miraron con
pánico, mientras la forma humana seguía avanzando. Era un viejo de gran altura
con un bigote plateado, la cara pálida y severa y que se arrastraba a duras
penas con la ayuda de un bastón. A medida que se acercaba, el rostro de Georges
se hacía más sombrío. Una vez que el recién llegado estuvo muy cerca, se plantó
y recorrió a su familia con unos ojos que no parecían ver, de tan apagados y
hundidos en sus órbitas.
—¡Bueno! —dijo con
una voz cavernosa—, ¿nadie me va a recibir?, ¿qué significa ese silencio?, ¿no
ven que estoy herido?
Entonces me di cuenta
que el viejo sangraba por el costado izquierdo.
—¡Ayude a su padre a
sostenerse! —dije a Georges—. ¡Sdenka, usted vaya a preparar alguna medicina,
este hombre está a punto de desfallecer!
—Padre mío —dijo
Georges acercándose a Gorcha—, muéstreme su herida, sé de estas cosas y lo voy
a curar.
Se acercó para
abrirle las vestiduras, pero el viejo lo rechazó bruscamente y ocultó la lesión
tras sus manos.
—¡Quítate, torpe
—dijo—, me haces daño!
—Pero entonces, ¡es
en el corazón donde trae la herida! —gritó Georges palideciendo—. ¡Vamos!
¡Vamos! ¡Quítese esas ropas, es urgente, urgente le digo!
El viejo se irguió.
—¡Cuídate mucho —dijo
con su voz hueca— de tocarme, pues si lo haces, te maldeciré!
Pierre se puso en
medio de Georges y de su padre.
—¡Déjalo! ¿no te das
cuenta que lo lastimas?
—¡No le lleves la
contra —añadió su mujer—, sabes que nunca lo ha tolerado!
En ese momento vimos
a un rebaño regresar de pacer, entre una nube de polvo, que se dirigía hacia la
casa. El perro pastor que lo conducía, o no reconoció a su viejo amo, o por
otro motivo ignorado, desde el momento en que percibió la presencia de Gorcha
se detuvo, y, con el pelambre erizado, comenzó a aullar como si viera algo
sobrenatural.
—¿Qué le pasa a ese
perro? —dijo el viejo cada vez más enojado—, ¿qué significa todo esto?, ¿me he
convertido en un extraño en mi propia casa?, ¿diez días pasados en la montaña
me cambiaron hasta el punto de que ni mis perros me reconocen?
—¿Escuchaste? —dijo
Georges a su mujer.
—¿Qué cosa?
—¡Reconoce que
pasaron los diez días!
—¡No, pero si regresó
dentro del plazo fijado!
—¡Está bien, está
bien, yo sé lo que tengo que hacer!
Como el perro seguía
aullando, vociferó:
—¡Maten a ese perro!
¿No me escuchan?"
Georges no se movió,
pero Pierre se levantó con lágrimas en los ojos, tomó el arcabuz de su padre y
disparó. El perro rodó por el suelo.
—¡Era mi perro
preferido —dijo en voz baja—, no entiendo porqué ha querido que lo mataran!
—¡Porque lo merecía!
—dijo Gorcha—. ¡Vamos, quiero entrar, hace mucho frío!
Mientras eso sucedía
afuera, Sdenka preparó para el viejo una tisana hecha de aguardiente hervido
con peras, miel y raíces secas. Pero su padre la rechazó con asco. Mostró la
misma aversión al plato de carnero con arroz que le sirvió Georges, y
finalmente fue a sentarse en un rincón del hogar, mascullando palabras
ininteligibles.
Un fuego hecho de
pinos chispeaba en la chimenea y alumbraba vacilante el rostro pálido y
derrotado del viejo, y sin esa luz se habría dicho que era la cara de un
muerto. Sdenka fue a sentarse junto a él.
—Padre mío —le dijo—,
no desea tomar alguna cosa ni descansar. ¿Y si nos contara sus aventuras en las
montañas?
Al decir esto la
joven sabía que tocaba un punto débil, pues al viejo le encantaba narrar
historias de guerras y combates. Se dibujó una sonrisa en sus labios
descoloridos, sus ojos permanecieron inexpresivos y pasando las manos por sus
hermosos cabellos blancos, respondió:
—Sí, hija mía; sí,
Sdenka, me gustará mucho narrarte lo que sucedió en las montañas, pero será
otro día, ahora estoy muy cansado. Entretanto te adelantaré que Alibek ya no
existe y que por mi mano murió. Si alguien lo duda —siguió el viejo
paseando la mirada sobre su familia—, ¡aquí está la prueba!
Desató una especie de
alforja que le colgaba de la espalda y extrajo una cabeza pálida y cruel, que
aún no excedía en estas características al rostro del viejo. Nos volvimos
horrorizados, y Gorcha se la entregó a Pierre:
—Toma —le dijo—,
¡colócame esto encima de la puerta, para que la gente que pase sepa que Alibek
está muerto y que los caminos están limpios de bandoleros, exceptuando, claro
está, a los jenízaros del Sultán!
Pierre acató la orden
con repugnancia.
—¡Ahora comprendo
—dijo el viejo—, que ese pobre perro aullaba por olfatear la carne muerta!
—Sí, olió carne
muerta —respondió con tristeza Georges, que había salido sin que nos diéramos
cuenta y en ese momento entraba portando en la mano un objeto que me pareció
una estaca y fue a depositarlo en un rincón.
—Georges —le dijo su
mujer en voz baja— ¿no estarás pensando...?, espero.
—Hermano —añadió
Sdenka—, ¿qué vas a hacer? Pero no, ¿no harás nada, verdad?
—¡Déjenme —respondió
Georges—, yo sé lo que debe hacerse y no haré nada que no sea necesario!
Entretanto había
llegado la noche, la familia fue a acostarse en una parte de la casa separada
de mi habitación solamente por un tabique muy delgado. Reconozco que lo
sucedido aquella tarde turbó la tranquilidad de mis pensamientos. La luz de mi
cuarto estaba apagada, la luna penetraba por una ventana muy baja cercana a mi
cama y dejaba caer sobre el piso y los muros resplandores blanquecinos, más o
menos similares, queridas damas, a los que invaden el salón donde nos
encontramos ahora. Quise dormir sin poder lograrlo. Atribuí el insomnio a la
claridad de la luna; busqué algo que pudiera hacer las veces de cortina, pero
no hallé gran cosa. Entonces, al percibir voces confusas detrás del tabique, me
acerqué para escuchar mejor.
—Acuéstate, mujer
—decía Georges—, Pierre, Sdenka, ustedes también. No se preocupen, yo velaré
por ustedes.
—Pero Georges —dijo
su mujer—, me toca a mí permanecer en vela, tú lo hiciste ayer y trabajaste
todo el día, debes estar muy cansado. Soy yo la que debe cuidar a nuestro hijo
mayor, no está muy bien desde ayer.
—¡Tranquilízate y
vete a la cama —respondió Georges—, yo velaré por los dos!
—Pero hermano—
intervino Sdenka, con su voz más dulce—, todo esto me parece inútil. Nuestro
padre ya se durmió, mira cómo está calmo y apacible.
—Ninguna de las dos
entiende —dijo Georges en un tono que no admitía réplica—. Les he dicho que
deberán acostarse y dejarme hacer guardia.
De pronto se hizo
silencio, sentí el peso de mis párpados y el sueño vino a apoderarse de mí.
Creí ver
que la puerta de mi habitación se abría y que el viejo Gorcha aparecía en el
umbral. Pero más que ver su forma, la intuía, pues la habitación de la que
salió estaba muy oscura. Me pareció que sus ojos apagados intentaban adivinar
mis pensamientos y trataban de seguir el ritmo de mi respiración. Primero
adelantó un pie, después el otro. Luego con extrema precaución caminó con paso
de lobo hacía a mí. De inmediato dio un salto hasta quedar a un lado de mi
cama. Padecí una angustia indecible pero una fuerza oculta me mantuvo inmóvil.
El viejo se inclinó y aproximó su cara lívida tan cerca de la mía que me
pareció sentir su respiración difunta.
Hice
un esfuerzo sobrehumano y desperté bañado en sudor. No había nadie en mi
habitación, pero me volví hacia la ventana y descubrí al viejo Gorcha afuera,
con el rostro pegado al vidrio y sus ojos espeluznantes mirándome fijamente.
Tuve el ánimo suficiente para no gritar y el dominio para permanecer acostado,
como si nada hubiera visto. Sin embargo, el viejo daba la impresión de haber
venido a asegurarse de que dormía y no hizo ningún intento por entrar. Después
de escudriñarme se alejó de la ventana y lo sentí caminar hacia el cuarto
vecino. Georges se había dormido y roncaba tan fuerte que hacía temblar los
muros. El niño tosió y reconocí la voz de Gorcha.
—¿No puedes dormir,
pequeño?
—No, abuelo
—respondió el niño—, ¡y me gustaría mucho hablar contigo!
—¡Ah! Quieres hablar,
¿y de qué?
—Quisiera que me
contaras cómo, al combatir a los turcos, los venciste. ¡También yo lucharé contra
ellos!
—Ya lo había pensado,
por eso te traje un pequeño yatagán. Mañana te lo daré.
—No, abuelo, mejor
dámelo ahora, ya que estás despierto.
—Y tú, ¿por qué
durante el día no me dirigiste la palabra?
—¡Porque papá me lo
prohibió!
—Tu papá es demasiado
precavido. Entonces, ¿de veras te gustaría tener tu pequeño yatagán?
—¡Oh!, sí que me
gustaría, pero no aquí, papá podría despertar.
—Entonces, ¿dónde?
—Si salimos, prometo
portarme bien y no hacer el menor ruido.
Me pareció escuchar
la risa burlona de Gorcha y oí que el niño se levantaba. No creía en los
vampiros pero la pesadilla que acababa de tener afectó mis nervios y no deseaba
cargar en el futuro con una culpa a cuestas, así que me levanté y golpeé el
tabique lo suficientemente fuerte como para despertar a toda la familia. Me
precipité hacia la puerta dispuesto a salvar al niño; estaba obstruida por
fuera y el cerrojo no cedió pese a mis esfuerzos. Mientras intentaba
derribarla, vi por la ventana al viejo con el niño en brazos.
—¡Levántense!
¡Levántense! —grité con furia, haciendo que el tabique se estremeciera con mis
golpes.
Sólo Georges
despertó.
—¿Dónde está el
viejo? —me preguntó.
—¡Salga rápido
—grité—, acaba de llevarse a su hijo!
Georges abrió la
puerta de una patada, pues la suya también había sido cerrada por fuera, y se
echó a correr hacia el bosque. Por fin conseguí despertar a Pierre, a su cuñada
y a Sdenka. Nos reunimos delante de la casa y pasados unos minutos vimos a
Georges regresar con su hijo. Lo encontró desmayado en el camino, pero pronto
recobró la conciencia; no parecía estar más enfermo que antes.
Acosado por las
preguntas, respondió que su abuelo no le había hecho ningún mal, que ambos
habían salido para conversar pero una vez fuera perdió el conocimiento y no recordaba
nada. Gorcha había desaparecido. El resto de la noche, como pueden imaginar,
nadie durmió.
Al día siguiente me
enteré que el Danubio, cuyo curso interceptaba el camino a un cuarto de legua
del pueblo, comenzaba a arrastrar témpanos de hielo, lo que siempre ocurre en
esas regiones hacia el fin del invierno e inicio de la primavera. El paso
estaba obstruido y no podía ni pensar en la partida. Aun cuando lo hubiera
podido, la curiosidad y una atracción cada vez más poderosa, me retuvieron. Más
veía a Sdenka, más me sentía dispuesto a amarla.
No soy de ésos que creen en las pasiones súbitas e irresistibles de las que
ofrecen tantos ejemplos las novelas; pero hay casos en los que el amor crece de
prisa. La belleza única de Sdenka, ese extraño parecido con la duquesa de
Gramont de la que huí en París para reencontrarla ahí, sumergida en las
costumbres folklóricas, hablando un idioma extranjero y melódico, el rasgo
peculiar por el que en Francia me habría dejado matar; todo eso, sumado a la
rareza de mi situación y a los misterios que me envolvían, debieron contribuir
a que naciera dentro de mí un sentimiento que, en otras circunstancias, quizá
se hubiera manifestado vago y pasajero.
En el transcurso del
día escuché cómo Sdenka conversaba con su hermano menor.
—¿Qué piensas de todo
esto? —decía ella—, ¿también tú desconfías de nuestro padre?
—No me atrevo
—respondió Pierre—, menos cuando el niño dice que no le hizo ningún daño. Y de
la desaparición, tú sabes que nunca rindió cuentas de sus ausencias.
—Lo sé —dijo Sdenka—,
pero entonces tenemos que protegerlo, ya conoces a Georges...
—Sí, sí, lo conozco.
Hablar con él sería inútil, pero si le escondemos la estaca nunca irá a buscar
otra, pues de este lado de las montañas no hay un solo álamo.
—Sí, escondámosla,
pero no digamos nada a los niños, ya que podrían delatarse frente a Georges.
—Nos mantendremos
alerta —dijo Pierre. Y luego se separaron.
Llegó la noche sin
que tuviésemos noticias del viejo Gorcha. Al igual que la víspera, yo estaba
acostado en mi cama y la luz de la luna invadía la alcoba. Cuando el sueño
comenzó a hacer turbias mis ideas sentí como por instinto la proximidad del
anciano. Abrí los ojos y su rostro lívido estaba pegado a mi ventana.
Esta vez quise
levantarme, pero me fue imposible. Sentí entumecidos todos mis miembros. Luego
de mirarme con insistencia, el viejo se alejó. Percibí cómo merodeaba alrededor
de la casa y cómo, muy quedo, tocaba la ventana donde dormían Georges y su
mujer. El niño daba vueltas en la cama y gimió en sueños. Pasaron algunos
minutos en calma y volví a escuchar el toque en la ventana. Entonces el niño se
quejó de nuevo y despertó...
—¿Abuelo, eres tú?
—Sí —contestó la voz
apagada—, vengo a traerte el pequeño yatagán.
—Pero no me atrevo a
salir, ¡papá me lo ha prohibido!
—¡No es necesario,
sólo ábreme la ventana y ven a darme un abrazo!
El niño se levantó y
abrió la ventana. Entonces, haciendo un llamado a mis fuerzas, descendí de la
cama y me precipité a golpear el tabique. Georges se levantó al instante.
Lo escuché gritar, su
mujer emitió un chillido. Muy pronto todos estaban reunidos en torno al cuerpo
inerte del niño. Gorcha desapareció al igual que la noche anterior. Con muchas
atenciones logramos que el niño viniera en sí, pero estaba débil y apenas
respiraba. El infortunado ignoraba la causa de su desvanecimiento. La madre y
Sdenka lo atribuyeron al susto de ser sorprendido hablando con su abuelo. Yo no
dije una palabra. Cuando el niño se calmó, todos nos fuimos a recostar, excepto
Georges.
Hacia el amanecer,
Georges levantó a su mujer. Hablaron en voz baja. Sdenka se les acercó y la oí
sollozar junto con su cuñada.
El niño había muerto.
Omito la
consternación y la desesperanza de esa familia. A nadie se le ocurría atribuir
la causa al viejo Gorcha.
Georges callaba, pero
su expresión, siempre de desasosiego, tenía ahora algo terrible. Dos días
pasaron sin que el viejo apareciera. La noche del tercero (ese mismo día tuvo
lugar el entierro del niño) creí oír pasos afuera de la casa y una voz de
anciano llamaba al hermano pequeño del difunto. Me pareció también que la cara
de Gorcha estuvo pegada a mi ventana, pero no puedo asegurar si esto ocurrió en
realidad o fue producto de mi imaginación, porque esa noche la luna estuvo
escondida. De todas formas creí mi deber llamar a Georges. Interrogó al niño, y
éste respondió que ciertamente su abuelo lo había llamado a través de la
ventana. Georges le ordenó estrictamente a su hijo despertarlo si el viejo
aparecía de nuevo.
Todas esas
tribulaciones no evitaron que mi cariño por Sdenka creciera cada día más.
No había podido
hablarle a solas desde la mañana. Y al llegar la noche, la idea de mi próxima
partida afligió mi corazón. La habitación de Sdenka estaba separada de la mía
por un pasillo que por un lado daba a la calle y a un patio por el otro.
Mis anfitriones ya
estaban acostados cuando me dieron ganas de salir a dar un paseo para
distraerme. Me adentré en el pasillo y vi entrebierta la puerta de la alcoba de
Sdenka. Involuntariamente me detuve. El roce entre las telas de un vestido
conocido hizo latir con fuerza mi corazón. Además escuché la letra de una
balada cantada en voz baja. Se trataba del adiós que un rey serbio dirigía a su
amada al momento de salir para la guerra.
"¡Oh, mi jóven
álamo, decía el viejo rey, me voy a la guerra y tú me olvidarás!
"¡Los árboles
que crecen al pie de la montaña son esbeltos y flexibles, pero tu tallo lo es
más!
"¡Mecidos por el
viento, los frutos del serbal son rojos, pero tus labios son más rojos que los
frutos del serbal!
"¡Y yo soy como
el viejo roble desprovisto de follaje, y mi barba es aún más blanca que la
espuma del Danubio!
"¡Y tú me
olvidarás, oh, mi alma, y yo moriré de pesadumbre pues mi enemigo, sin osar
tocar a un viejo rey, no me matará."
Y la bella respondió:
"Juro serte fiel y no olvidarte. Si llegara a faltar a mi promesa, después
de tu muerte podrás venir a sorber toda la sangre de mi corazón!"
Y el viejo rey dijo:
"¡Así sea! Y se marchó a la guerra. Y muy pronto la bella lo olvidó!"
Aquí se detuvo
Sdenka, como temiendo completar la balada. Yo no podía contenerme. Esa voz tan
dulce, tan expresiva, era la misma voz de la duquesa de Gramont... Sin pensar
en nada, empujé la puerta y entré. Sdenka venía de quitarse una especie de
corpiño que portan las mujeres de su país. Una camisa bordada en oro y roja
seda, ajustada a su cintura por una sencilla falda a cuadros componían todo su
atuendo. Sus hermosas y rubias trenzas estaban deshechas y el desaliño
resaltaba los atractivos de la joven.
No se enojó por mi
brusca entrada, pero la vi turbarse y enrojecer ligeramente.
—¡Ay! —me dijo—, ¿por
qué ha venido usted y qué pensarán de mí si somos sorprendidos?
—Sdenka, alma mía —le
dije—, tranquilícese, todo duerme a nuestro alrededor, sólo el grillo y el
abejorro pueden escuchar lo que voy a decirle...
—¡Oh, amigo mío,
salga, salga! Si mi hermano llega a sorprendernos, estaré perdida!
—Sdenka, no me iré si
antes usted no promete amarme hasta el fin, como en la balada lo promete la
bella al rey. Partiré muy pronto, Sdenka, ¿quién sabe cuándo nos volveremos a
ver? Sdenka, yo la amo más que a mi alma, más que a mi libertad... mi vida, mi
sangre le pertenecen... ¿no me daría usted, una hora en cambio?
—Muchas cosas pueden
suceder en una hora —dijo Sdenka pensativa, pero dejando su mano entre la mía—.
Usted no conoce a mi hermano —continuó ella temblando—; presiento que vendrá.
—¡Cálmese, Sdenka mía
—le dije—, su hermano se encuentra fatigado de sus vigilias, y adormecido por
el viento que juega entre los árboles; su sueño es profundo, larga la noche, y
yo sólo le pido una hora! Y después, adiós... ¡acaso por siempre!
—¡Oh, no, por siempre
no! —dijo con nerviosismo, y después retrocedió asustada de sus palabras.
—¡Oh, Sdenka!
—grité—, no miro ni escucho otra cosa que usted, ya no soy mi dueño, obedezco a
una fuerza superior, perdóneme, Sdenka! —Y actuando como un inconsciente la
apreté contra mí.
—Usted no es mi amigo
—dijo ella liberándose de mis brazos, y se refugió en el fondo de su alcoba. No
sé qué le dije, yo mismo estaba confundido por mi audacia. No porque en esa
ocasión me hubiera fallado, sino porque a pesar de la pasión que arrastraba, no
podía sustraer mi sincero respeto por la inocencia de Sdenka.
Es verdad que al
principio había aventurado algunas de las frases galantes que no disgustaban a
las mujeres de nuestra época, pero pronto me sentí avergonzado, y renuncié al
ver que la candidez de la joven le impedía adivinar lo que para otras como
ustedes, lo veo en vuestras sonrisas, está sobreentendido.
Estaba ahí, delante
de ella, sin saber qué decirle, cuando de pronto, la vi estremecerse fijando en
la ventana unos ojos aterrorizados. Seguí la dirección de su mirada y vi con claridad
la figura inmóvil de Gorcha, mirándonos desde afuera.
En ese mismo
instante, sentí una pesada mano posarse sobre mi hombro. Me volví. Era Georges.
—¿Qué hace usted
aquí? —me preguntó.
Desconcertado por ese
reproche brusco, le señalé a su padre que todavía nos miraba a través de la
ventana, y aunque huyó rápidamente, Georges lo alcanzó a ver.
—Sentí al viejo y
vine a prevenir a su hermana —le dije.
Georges, queriendo
leer en mi alma, me miró profundamente. Luego me tomó del brazo, me condujo hasta
mi alcoba y se fue sin decirme una palabra.
A la mañana
siguiente, la familia estaba reunida frente a la entrada de la casa, sentada en
torno a una mesa bien provista de todo tipo de quesos y mantequillas.
—¿Dónde está el niño?
—preguntó Georges.
—Está en el patio
—respondió su mujer—, se divierte solo en su juego favorito: imaginar que
combate a los turcos.
Apenas terminó de
pronunciar la frase cuando, para sorpresa nuestra, vimos la figura de Gorcha
acercarse desde la espesura del bosque. Caminaba lentamente hacia nosotros y se
sentó a la mesa como el día de mi llegada.
—Padre, sed
bienvenido —murmuró la nuera con voz apenas perceptible.
—Sed bienvenido,
padre —repitieron en voz baja Sdenka y Pierre.
—¡Padre —dijo Georges
con voz firme pero cambiando de color—, lo esperábamos para rezar!
El viejo se apartó
frotándose las cejas.
—¡Rezaremos ahora
mismo! —repitió Georges—, y haga el signo de cruz o la de San Jorge...
Sdenka y su cuñada se
inclinaron hacia el viejo suplicándole pronunciar la oración.
—¡No, no —dijo el
anciano—, no tiene ningún derecho de exigirme y, si insiste, lo maldeciré!
Georges se levantó y
corrió hacia la casa. Y regresó con la furia en los ojos.
—¿Dónde está la
estaca? —gritó—, ¿dónde la escondieron?
Sdenka y Pierre
intercambiaron miradas.
—¡Cadáver! —dijo
entonces Georges dirigiéndose al viejo—, ¿qué le hiciste a mi hijo mayor?, ¿por
qué lo mataste? ¡Devuélveme a mi hijo, cadáver!
Y mientras decía esto
se ponía cada vez más pálido y su mirada se inflamaba más aún.
El viejo, sin
moverse, lo miraba con desprecio.
—¡Oh, la estaca, la
estaca! —gritaba Georges—. ¡El que la haya escondido responderá por las
desgracias que nos aguardan!
En ese momento oímos
los alegres estallidos de risa del hijo menor; lo vimos llegar montando a
caballo, sobre una estaca que él hacía galopar, y se acercó lanzando con su
vocecita el grito de los serbios cuando atacan al enemigo.
A su vista la mirada
de Georges resplandeció. Le arrancó al niño la estaca y se precipitó sobre su
padre. Éste emitió un aullido y corrió hacia el bosque con tanta agilidad que
parecía sobrenatural.
Georges lo siguió a
través de la espesura y pronto los perdimos de vista.
Cuando Georges
regresó a la casa, el sol ya se había puesto. Lo vimos pálido como la muerte y
con los cabellos erizados. Se sentó junto al fuego y creí percibir que sus
dientes castañeteaban. Nadie osó interrogarlo. A la hora en que la familia por
costumbre se retiraba, pareció recobrar toda su energía y, llevándome aparte,
me dijo de la manera más natural:
—Querido huésped,
vengo de ver el río. Ya no hay témpanos, el camino está libre: nada impide su
partida. En estos momentos resulta imposible —añadió lanzando una mirada a
Sdenka— divertirse con nosotros. Le deseamos toda la buena suerte que sea
posible aquí en la Tierra, y espero que usted guarde un buen recuerdo de
nosotros. Mañana, al rayar el alba, encontrará el caballo ensillado y el guía
listo para conducirlo. Adiós. De vez en cuando acuérdese de su anfitrión y
perdónele si su estadía no estuvo exenta de adversidad, como él habría deseado.
Los severos rasgos de
Georges, en ese momento me parecieron casi cordiales. Me acompañó hasta mi
habitación y me estrechó la mano una vez más. Luego sus dientes castañetearon
como si temblara de frío.
Solo, en mi alcoba,
no pensaba ni por asomo acostarme, como ustedes podrán imaginar. Tenía otras
preocupaciones. Muchas veces en mi vida me había enamorado. Había sufrido
arrebatos de ternura, de despecho y de celos, pero nunca, ni siquiera cuando
dejé a la duquesa de Gramont, sentí una tristeza similar a la que en ese
momento me desgarraba. Antes de salir el sol me puse el atavío de viaje y quise
intentar ver a Sdenka por última vez. Pero Georges me esperaba en el vestíbulo.
La mínima posibilidad de verla me fue arrebatada.
Salté sobre mi
caballo y partí al galope. Prometí que a mi vuelta de Jassy pasaría por este
pueblo y esta esperanza tan lejana disipó poco a poco mi pesadumbre.
Ya pensaba con gozo en el regreso, y en mi imaginación
se dibujaban recuerdos del porvenir con todos sus detalles, cuando un
movimiento brusco del caballo casi me hizo caer. El animal se detuvo
repentinamente, y poniéndose tenso, se paró, apoyándose en sus patas delanteras,
y resopló ruidosamente, como suelen hacer los caballos cuando los acosa algún
peligro. A cien pasos de mí distinguí un lobo cavando la tierra. Al oirnos,
huyó. Hendí las espuelas en los costados del caballo y conseguí hacerlo
avanzar. Entonces me dí cuenta que en el lugar donde estuvo el lobo había una
sepultura reciente. Me pareció ver el extremo de una estaca que sobresalía
algunas pulgadas de la tierra removida. Sin embargo, no puedo afirmarlo porque
pasé velozmente por el lugar.
Llegado a este punto
el marqués guardó silencio y tomó una porción de tabaco.
—¿Eso es todo?
—preguntaron las damas.
—¡Desgraciadamente,
no! —respondió el marqués de Urfé—. Lo que me resta por contarles forma parte
de recuerdos que son todavía más dolorosos para mí, y al narrarlos creo
librarme de ellos.
Los asuntos que me
condujeron a Jassy, me retuvieron más tiempo del que esperaba. No cumplí con
todos sino hasta seis meses después. ¿Qué puedo decirles? Es penoso confesarlo,
en este mundo son pocos los sentimientos duraderos. El éxito de mi negociación,
los estímulos que recibí del gabinete de Versalles, en una palabra, la
política, esa vil política, que tanto nos ha mortificado en estos últimos
tiempos, no tardaron en debilitar en mi alma el recuerdo de Sdenka. Además, la
esposa de nuestro anfitrión, mujer bella y que hablaba perfectamente nuestro
idioma, me honró al escogerme entre otros jóvenes extranjeros que residían en
Jassy. Como estuve educado dentro de los principios de las cortes francesas, mi
sangre gala se habría sublevado antes de pagar con ingratitud la benevolencia
que me testimoniaba la bella. Por tanto correspondí galante a las ventajas que
se me ofrecían, y también para defender los intereses y hacer valer los
derechos de Francia, comencé por avezarme en todo lo concerniente al
hospitalario anfitrión.
Recibí un llamado de
mi país y retomé una vez más el camino que me condujo a Jassy.
Ya no pensaba en
Sdenka ni en su familia, hasta que una noche, galopando a campo traviesa,
escuché las campanadas que anunciaban las ocho de la noche. Me pareció que ya
había escuchado alguna vez ese sonido y mi acompañante anunció que provenía de
un convento cercano. Le pregunté el nombre y me enteré que no era otro que el
de la Virgen del Roble. Aceleré la marcha del caballo y en poco tiempo
estábamos golpeando la puerta del convento. Un eremita vino a abrir y nos
condujo a la estancia para los extranjeros. Lo encontré tan atiborrado de
peregrinos que perdí las ganas de pasar ahí la noche y pregunté si podía hallar
alguna casa de huéspedes en el pueblo.
—¡Encontrará más de
una —me respondió el eremita profiriendo un suspiro—, gracias al infiel de
Gorcha, las casas abandonadas no escasean!
—¿Qué quiere decir
con eso? —inquirí—, ¿el viejo Gorcha todavía vive?
—¡Oh, no, ése está
bien muerto y enterrado con una estaca clavada en el corazón! Pero antes de eso
había succionado la sangre del hijo de Georges. El niño regresó una noche y
llorando tras la puerta imploró que le abrieran pues tenía frío. La necia de su
madre, siendo testigo de su entierro, no tuvo el valor para enviarlo de vuelta
al cementerio y le abrió. Entonces el niño se lanzó sobre ella y la sorbió
hasta morir. Fue enterrada, pero tornó para succionar la sangre de su otro
hijo, luego la de su marido y finalmente la de su cuñado. A todos les tocó.
—¿Y Sdenka?
—pregunté.
—¡Oh, ésa se volvió
loca de dolor, pobre niña, ni me hable!
La respuesta del
eremita no fue afirmativa pero no tuve el ánimo suficiente para repetir la
pregunta.
—¡El vampirismo es
contagioso! —continuó el eremita persignándose—. Numerosas familias en el
pueblo son atacadas, en muchos casos perece hasta el último miembro, y si me
cree, permanecerá esta noche en el convento. Aunque se quedara en el pueblo y
usted no fuera devorado por los vourdalaks, el terror que experimentaría sería
suficiente para dejar blancos sus cabellos antes de llamar a maitines. Yo soy
un pobre religioso —continuó—, pero la misma generosidad de los viajeros me
permite proveer sus necesidades. Tengo exquisitos quesos, uvas secas que le
harán agua la boca y algunas botellas de vino de Tokay que no tienen nada que
envidiar al que sirven a su Santidad.
En ese momento me
pareció que el eremita se convertía en posadero. Creí que adrede me había
narrado historias para no dormir en razón de hacerme agradable a los ojos de
Dios al imitar la generosidad de los viajeros que proveen al santo para que
éste sacie sus necesidades.
Además la palabra
terror siempre hizo sobre mí el mismo efecto que el clarín hace sobre el
corsario en tiempos de guerra. Hubiera sentido vergüenza de no haber salido de
inmediato. Mi guía, tembloroso, me pidió permiso de permanecer y se lo di con
gusto.
Tardé aproximadamente
una media hora en llegar al pueblo. Lo encontré desierto. No refulgía una luz,
no se dejaba oír una canción. Pasé en silencio por entre las casas, la mayoría
de ellas me eran conocidas y llegué por fin a la de Georges. Ya fuera por
sentimentalismo, ya por gallardía juvenil, fue ahí donde decidí pasar la noche.
Bajé de mi montura y
toqué a la puerta de la cochera. Nadie me respondió. Empujé la puerta que se
abrió rechinando los goznes y entré.
Amarré mi
montura con todo y silla dentro del cobertizo en el que había una cantidad
suficiente de avena, y avancé resuelto hacia la casa.
Como ninguna puerta
estaba cerrada, las habitaciones parecían desiertas. La de Sdenka daba la
impresión de haber sido abandonada la víspera. Algunos vestidos yacían aún
sobre la cama. Las joyas que recibió de mí, entre ellas una pequeña cruz
esmaltada que había adquirido al pasar por Pest, brillaban sobre una mesa al
resplandor de la luna. No pude evitar sentir mi pecho oprimido, aunque el amor
ya había pasado.
No obstante me arropé
en mi abrigo y me tendí en la cama. De súbito, el sueño se apoderó de mí. No
recuerdo con precisión los detalles, pero vagamente sé que vi de nuevo a
Sdenka, hermosa, ingenua y cariñosa, igual que en el pasado. Viéndola, me
arrepentía de mi egoísmo y de mi inconstancia. ¿Cómo pude, me preguntaba,
abandonar a esta pobre niña que me amaba?, ¿cómo pude olvidarla? Luego su
imagen se fundió con la de la duquesa y las vi a las dos en la misma persona.
Me lanzaba a los pies de Sdenka, implorando su perdón. Todo mi ser, mi alma
toda se sumergía en un laberinto inefable de felicidad y melancolía.
Ése era el rumbo de
mis sueños cuando me despertó una música armoniosa parecida al murmullo de una
brisa ligera sobre el campo. Me pareció escuchar que las espigas se encontraban
en una misma melodía y que el canto de los pájaros se mezclaba con el fluir de
un manantial y con el murmullo de los árboles. Luego todos esos sonidos
confusos no me parecieron sino el roce de un vestido de mujer, abrí los ojos y
vi a Sdenka junto a la cama. La luna refulgía con tal fulgor que pude
distinguir los detalles más pequeños y adorables que me habían sido tan
queridos en otro tiempo. Encontré a Sdenka más hermosa y madura. Iba con el
mismo arreglo que la última vez que la vi: una simple camisa de seda bordada en
oro y una falda estrechamente ajustada a sus caderas.
—¡Sdenka! —le dije
incorporándome—, ¿es usted, Sdenka?
—Sí, soy yo —me
respondió con dulzura y tristeza a la vez—, la misma Sdenka que olvidaste. Ay,
¿por qué no viniste antes? ¡Ahora todo se ha acabado, es mejor que te vayas!
¡Un momento más y estarás perdido!¡Adiós, amigo, adiós para siempre!
—¡Sdenka —le dije—,
supe que ha sufrido usted numerosas desgracias! ¡Venga, hábleme de ello, eso
aligerará sus penas!
—Amigo mío, no hay
que creer todo lo que se dice de nosotros; pero váyase, váyase rápido, porque
si permanece aquí, su ruina es segura.
—Pero Sdenka, ¿qué
peligro será ése que me amenaza? ¿No podría concederme aunque fuera una hora
para platicar con usted?
Sdenka se estremeció
y un cambio se operó en toda su persona.
—Sí, claro —dijo
ella—, una hora, una hora, ¿al igual que esa noche, cuando cantaba la balada
del viejo rey, y tú entraste en esta habitación? ¿Es eso lo que quieres decir?
¡Hecho, te concedo una hora! Pero no, no —dijo ella, retractándose—, vete. ¡Sal
rápido, te digo! ¡Huye... huye mientras puedas!
Una energía salvaje
animaba sus rasgos.
No entendía el motivo
que le hacía decir esas cosas, pero estaba tan hermosa que resolví permanecer a
su pesar. Finalmente cedió a mi petición, se sentó cerca de mí, me habló del
pasado, y me confesó, enrojeciendo, que me había amado desde el primer día.
Mientras tanto, percibí que un cambio paulatino se iba operando en Sdenka. La
timidez de otro tiempo dio paso a la desenvoltura. Su mirada, antes cohibida,
hoy era atrevida. En fin, vi con asombro que su manera de ser conmigo estaba
lejos de la modestia que antaño la distinguía.
¿Será posible, me
dije, que Sdenka no fuera la joven pura e inocente que aparentaba ser hace dos
años? ¿Habrá actuado por miedo a su hermano? ¿Habré sido vilmente engañado con
una virtud prestada? Pero entonces, ¿porqué me suplicó partir? ¿No será una
astucia de la coquetería? ¡Y yo que creía conocerla! ¡Pero, qué importa! Si
Sdenka no es una Diana como lo creí, bien puedo compararla con otras
divinidades, no menos encantadoras, y, ¡alabado sea Dios!, prefiero el papel de
Adonis al de Acteón.
Si esa sentencia
clásica, que me dirigí a mí mismo, les parece fuera de tono, señoras mías,
tengan presente que la historia que tengo el honor de contarles sucedió en el
año de 1758. En esa época la mitología estaba en boga y yo no hago alardes de
ir más rápido que el siglo. Las cosas han cambiado desde entonces, y no fue
hace mucho que la Revolución, echando abajo los principios
paganos y los cristianos, entronizó a la deidad Razón en su lugar. Esta deidad,
señoras mías, jamás fue mi patrona, menos cuando me hallé frente a una mujer, y
en la época de que les hablo, estaba aún menos dispuesto a ofrecerle
sacrificios. Yo me abandoné sin reservas a la inclinación que me conducía a
Sdenka y me dejé llevar por sus provocaciones. Había transcurrido algo de
tiempo en dulce intimidad, y jugando a adornar a Sdenka con todas sus joyas,
quise rodear su cuello con la pequeña cruz esmaltada que había visto sobre la
mesa. A mi gesto, Sdenka retrocedió sobresaltada.
—¡No más juegos,
amigo mío —me dijo—, deja ahí esa fruslería y hablemos de ti y de tus
proyectos!
El ofuscamiento de
Sdenka me hizo reflexionar. Mirándola con atención, remarqué en su cuello la
ausencia de las muchas imágenes santas, relicarios y saquitos con incienso que
los serbios acostumbran llevar puestos desde que son niños hasta su muerte, y
que Sdenka portaba en otro tiempo.
—Sdenka —le dije—,
¿dónde están las imágenes que llevabas colgadas?
—Las perdí —respondió
con una actitud de impaciencia y rápidamente cambió la conversación.
Un vago
presentimiento se adueñó de mí, y quise irme de inmediato, pero Sdenka me
retuvo.
—¿Cómo? —me dijo—,
¡pediste una hora y, cuando te complazco, decides irte al cabo de unos pocos
minutos!
—Sdenka —dije—, tenía
usted razón de incitarme a partir, escuché ruido y temo que nos sorprendan.
—¡Tranquilízate,
amigo mío, todo duerme a nuestro alrededor, sólo el grillo y el abejorro pueden
escuchar lo que voy a decirle!
—¡No, no, Sdenka
tengo que partir!...
—Espera, espera —dijo
Sdenka—, ¡te amo más que a mi alma, más que a mi libertad, tú dijiste que tu
sangre y tu vida me pertenecían!...
—¡Pero y tu hermano,
tu hermano, Sdenka, presiento que vendrá!
—¡Cálmate, mi hermano
está adormecido por el viento que juega entre los árboles; su sueño es
profundo, larga la noche, y yo no te pido sino una hora!
Al decir esto, Sdenka
estaba tan hermosa que, el vago terror que me agitaba comenzó a ceder ante el
deseo de permancer junto a ella. Una mezcla de temor y voluptuosidad indecible
se apoderó de todo mi ser. A medida que yo me entregaba, Sdenka se hacía más
tierna, y si bien yo me había decidido a sucumbir, todo me decía que me
mantuviera en guardia. Sin embargo, como dije hace un momento, siempre fui
sabio a medias, y cuando Sdenka, dándose cuenta de mis reservas, me propuso
disipar el frío nocturno con unos vasos de vino generoso, que me dijo provenían
del eremita, acepté solícito y ella sonrió. El vino hizo efecto. A partir del
segundo vaso, la mala impresión que experimenté por la escena de la cruz y de
las imágenes, se borró por completo. Sdenka, desarreglada, con sus hermosos
cabellos medio trenzados, con sus joyas a la luz de luna, me pareció
irresistible. No pude contenerme y la tomé en mis brazos.
Entonces, mis
queridas damas, tuvo lugar una de esas misteriosas revelaciones que jamás sabré
cómo explicar, pero que ante mi experiencia terminé por creer aunque hasta la
fecha me cuesta admitirlo.
Con tal fuerza tomé
entre mis brazos a Sdenka que uno de los extremos de la cruz, que me regaló la
duquesa de Gramont y que ustedes acaban de ver, se clavó en mi pecho. El dolor
punzante me atravesó como el rayo de luz de la revelación. Miré a Sdenka, y sus
rasgos, aunque hermosos, estaban contraídos por la muerte, sus ojos no veían y
su sonrisa era una mueca impresa por la agonía, en un rostro cadavérico. Al
mismo tiempo sentí el olor nauseabundo que despiden los sepulcros mal cerrados.
La espantosa realidad en todo su esplendor se me brindó, era demasiado tarde
para recordar las advertencias del eremita. En seguida comprendí lo precario de
mi situación y que dependía de mi ánimo y de mi sangre fría. Desvié la mirada
hacia la ventana para ocultar a Sdenka el horror que mi expresión debía
traslucir. Pegado al vidrio estaba el infame de Gorcha, apoyado sobre una
estaca ensangrentada y posando sobre mí unos ojos de hiena. En la otra ventana
se veía el rostro pálido de Georges: ahora tenía con su padre un parecido
aterrador. Los dos espiaban el más mínimo de mis movimientos y no dudé que en
una tentativa de fuga se lanzarían sobre mí. Fingí no darme cuenta, pero no me
fue fácil controlarme. Continué, sí, mis queridas damas, continué regalando a
Sdenka las mismas caricias que antes del terrible descubrimiento. Todo ese
tiempo de angustia no pensé en otra cosa que no fuera el modo de escapar.
Percibí que Georges y Gorcha intercambiaban con Sdenka señales de impaciencia.
De afuera llegaban una voz de mujer y unos gritos infantiles tan espeluznantes
como los aullidos de un gato salvaje.
—¡Llegó la hora de
hacer las maletas! —me dije, y mientras más rápido, mejor.
Le hablé a Sdenka en
voz alta para que su horrenda parentela alcanzara a oír:
—Estoy cansadísimo,
mi niña, y me gustaría mucho acostarme y dormir unas cuantas horas, pero antes
tengo que ir a ver si el caballo ha comido y tiene el forraje suficiente. Le
ruego no se vaya y, por favor, espere, vuelvo enseguida.
Entonces hice
coincidir mis labios con los fríos y descoloridos labios de ella, y salí.
Encontré al caballo con el hocico cubierto de espuma e inquieto. No había
tocado la avena y el relincho con furia que emitió al verme llegar me erizó la
piel. El caballo estaba incontrolable y temí que echara por tierra mi intención
de escapar. Aunque seguramente los vampiros escucharon mi conversación con
Sdenka y se inquietaron. Comprobé que la puerta de la cochera estaba abierta, y
lanzándome sobre la silla de montar, espoleé al caballo.
Al salir pude ver un
grupo numeroso reunido alrededor de la casa, casi todos con las caras pegadas a
las ventanas. Mi brusca salida los dejó estupefactos, pues durante un largo
rato en medio de la silenciosa noche no se escuchó sino un galope continuo.
Cuando creí que había llegado el momento de felicitarme por mi astucia, oí a mis
espaldas el ruido de un huracán entre las montañas. Miles de voces confusas
gritaban, aullaban y parecían pelearse entre ellas. Luego, enmudecieron como
por un acuerdo en- tre ellas y sentí unas zancadas
acuciantes como si una tropa de soldados se aproximara a paso rápido.
Espoleé mi montura
hasta desgarrarle los costados. La fiebre me hacía temblar y mientras hacía
esfuerzos inusitados por conservar el temple una voz detrás de mí gritó:
—¡Espera, espera,
amigo! ¡Te amo más que a mi alma, más que a mi libertad, que a mi vida!
¡Espera, espera, tu sangre me pertenece!
En ese instante un
aliento glacial rozó mi oreja y tuve la sensación que Sdenka había subido a la
grupa.
—¡Mi corazón, mi
alma! —dijo—, no miro ni escucho otra cosa que a ti, ya no soy mi dueña,
obedezco a una fuerza superior, perdóname, amigo, perdóname!
Y enlazándome con sus
brazos trató de estirarme hacia atrás para morderme el cuello. Una lucha feroz
se estableció entre nosotros. Durante largo rato apenas conseguí defenderme,
pero finalmente alcancé, con una mano, sujetar a Sdenka por la cintura y, con
la otra, por las trenzas y apoyándome en los estribos, ¡la arrojé al suelo!
Acto seguido me
abandonaron las fuerzas y tuve visiones delirantes. Miles de rostros
enloquecidos me perseguían haciendo muecas terribles. Georges y su hermano
Pierre bordeaban el camino y trataban de obstaculizarlo. No lo lograron y
estuve a punto de sentirme salvado cuando vi a Gorcha que sirviéndose de su
estaca daba saltos como un alpinista tirolés que traspone abismos. Gorcha
también quedó rezagado en el camino. Entonces su nuera, arrastrando tras de sí
a sus hijos, le lanzó uno, Gorcha lo recibió con el extremo de la estaca y
utilizándola a modo catapulta, lanzó con todas sus fuerzas al niño como un proyectil
sobre mí. Esquivé al niño pero con instinto de sabueso la pequeña alimaña se
adhirió al cuello de mi caballo y me costó trabajo desprenderlo. Me lanzaron al
otro niño pero, éste cayó delante y el caballo lo aplastó. No recuerdo qué
otras cosas sucedieron y cuando volví en mí, estaba a un lado del camino y mi
caballo moribundo.
Así termina, queridas
damas, un amorío que debió curar para siempre las ganas de intentar nuevos.
Algunas contemporáneas de sus abuelas podrán atestiguar si después de esta historia
me hice prudente.
No importa
lo que haya sido. Tiemblo todavía al pensar que, si hubiera sucumbido ante mis
enemigos, hoy sería un vampiro; pero el cielo no quiso permitir que sucediera,
y, ¡lejos de tener sed de vuestra sangre, señoras, no pido algo mejor, a pesar
de mis años, que obtener la gracia de vertir la mía por vuestros favores!
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