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Agustín Pérez Zaragoza Godínez - Dompareli Bocanegra
Agustín Pérez Zaragoza Godínez - Dompareli Bocanegra
Hay crímenes que la ira de Dios no perdona jamás,
porque nunca el criminal quiere arrepentirse.
Dios hizo la noche y los astros para elevar el alma, fomentar el genio y
mantener en el corazón del hombre el amor de la sublime sabiduría; pero el
hombre, audaz contra sus designios, destruye el orden que había
establecido y corrompe los beneficios de la naturaleza. De este velo
sagrado de admiración y de respeto, tendido sobre las maravillas del
universo para inspirar la virtud, se hace el hombre un abrigo profano que
le anima al crimen. Los malhechores ocultan durante el día sus monstruosas
cabezas. El ladrón, el asesino duermen en el fondo de su cavernas, de sus
grutas tenebrosas, hasta que desciende la sombra de la noche: entonces
velan unidos y se lanzan juntos sobre las huellas de su presa, entonces
los astros espantados los ven marchar con la frente serena en las
tinieblas y redoblar el horror de la noche con el de sus atrocidades. El
avaro, escondiendo su tesoro, es espiado por el ladrón que le desentierra,
y mañana el desgraciado se levantará en la indigencia. Las horrendas
maquinaciones y las tramas infernales salen de la oscuridad de las
cavernas; ella sola es la confidenta de sus perversos designios.
Preparando lejos de la luz el desorden y la devastación, meditan los
atentados que deben conmover los reinos, atentar contra la fortuna y la
vida del ciudadano pacífico, y afligir a las familias con homicidios y
robos. He aquí también el momento en que los agentes del crimen,
maldiciendo hasta la claridad, importuna para ellos, del opaco planeta
nocturno, se abandonan con furor a sus últimos excesos y muy
frecuentemente derraman la sangre humana. A estas mismas horas... (¿Lo
diré o habré de callarlo? ¡Ah! ¿Por qué el rayo divino no extermina de la
tierra a tales monstruos?). A estas mismas horas el infame adúltero entra
con seguridad en el tálamo nupcial de su amigo, cuya indigna esposa medita
en el silencio el uso del tósigo, y se ríe así neciamente de Dios y de los
hombres... De este modo los mortales insensatos, siempre en contradicción
con el Criador y consigo mismos, sin temor y sin pudor, presentan sus
crímenes desnudos a los ojos castos del cielo, mientras ellos se inmutan y
estremecen a la vista de sus jueces. Los astros de la noche, ¿han sido
formados para favorecer al malvado? ¿Su claridad confusa ha sido mezclada
acaso con las tinieblas para guiar el puñal asesino?...
Estas reflexiones, tan tristes a la humanidad, me han conducido
naturalmente a escribir las aventuras maravillosas y los prestigios
incomprensibles del famoso Dompareli, llamado Bocanegra, uno de los más
célebres ladrones que han infestado las provincias de la Lombardía bajo el
reinado de los duques de Milán, y que muy frecuentemente se valió de la
oscuridad de la noche para cometer sus horrorosos atentados. Dompareli,
llamado por apodo popular Bocanegra, había nacido en Cremona de una
familia honrada, pero oscura; estudió en Milán, y, aunque desplegó un
talento singular y un genio brillante y precoz, se descubrió en él un
germen de inclinaciones muy funestas. Su semblante, aunque aparentemente
agradable, descubría ciertos rasgos en el juego de su fisonomía que
demostraba la perversidad de su alma; y si efectivamente, según el
profundo sistema del doctor Gall la naturaleza nos da los órganos de
buenas o malas inclinaciones, no hay duda en que Dompareli tenía
ciertamente desde su más tierna infancia las marcas de su criminal
vocación.
Tomaremos la historia de nuestro héroe desde que concluyó sus estudios,
época en que ya sus fuerzas físicas y su carácter malhechor, aun en sus
primeros lustros, anunciaban deberle hacer correr una carrera monstruosa.
Si su placer favorito era el de entregarse al estudio de los antiguos y de
envidiar hasta la suerte de Alejandro el grande, por otra parte, una
disposición supersticiosa le había conducido a profundizar con ardor todos
los secretos de la física instrumental del galvanismo práctico, así como
de todas las ilusiones que empleaban los oráculos del Egipto, de la Grecia
y de Roma, para fascinar los ojos del vulgo y adquirir una fama en el
pueblo de un ser prodigioso y superior. Todos los misterios ridículos le
eran familiares; y uniendo a estos conocimientos abstractos los de las
matemáticas universales de Arquímedes de su espejo combustible y de sus
fuegos griegos (mixtos incendiarios), Dompareli poseía bastante ciencia
para fascinar y sorprender en aquellos tiempos la imaginación de un pueblo
tan crédulo como el de Italia. Poseído de esta manera de toda la ciencia
cabalística, sabiendo toda la gringuería del libro mágico y demás
aparentes invenciones, se cerró una noche en su cuarto y tomó consejo de
su destino en estos términos:
«De dos toneles continuamente abiertos derrama Júpiter, según la fábula, a
ríos sobre los humanos el influjo del bien y del mal; y el mundo (decía
entre sí en sus sofismas) es un teatro frívolo, en que el hombre sencillo
y bueno viene a ser la víctima del más fuerte y del más astuto. De estos
dos papeles tan opuestos que el hombre tiene que hacer, ¿tomaré yo el del
tonto?... No: mi talento y mi valor se oponen. Mi fortuna, pues, está en
mis manos, si acierto a emplear con destreza los medios que la naturaleza
me ha prodigado. Yo no veo (continuó en su culpable soliloquio) que deba
balancear un momento. Gengis-Kan, Tamerlán, el charlatán Mahoma, ¿no me
trazan el camino de la gloria? Del exceso de mi audacia resultará el
exceso de mi fama... Ven, pues, fantasma protector, poderoso genio del
mal, y guía en su carrera a uno de tus más ardientes prosélitos.»
A esta invocación infernal, una nube negra bajó al cuarto de Dompareli, y
ved que, de repente, cubriéndose todo de un crespón fúnebre, se presenta
una divinidad encantadora, la Seducción, rodeada de flores, regalando el
olfato con sus esencias; y enlazados en su seno los anillos de una
serpiente de conchas brillantes, le dirige este discurso: «Hombre digno de
tus altos destinos, yo te confiero el poder de agradar y seducir, y a este
don precioso te aumentaré el de engañar: ninguna mujer en adelante podrá
resistirse al encanto de tu voz y de tus miradas siempre victoriosas; y
favoreciendo el amor tus empresas, no tendrás más necesidad que de
presentarte para ver en tus brazos amorosos a las Lucrecias más esquivas.»
A este discurso seductor sucedieron los mil prestigios bellos que nacieron
bajo la varita irresistible de la Seducción. Vapores deliciosos y
embriagantes embalsamaron el aire con sus nubes odoríficas, y este encanto
se desvaneció después insensiblemente en el seno de la más agradable
magia. Luego que fue disipada esta especie de sueño, y que no quedó en el
aposento de Dompareli más que el olor de la presencia de la Seducción,
dirigió sus miradas con admiración a todas partes, y vio sobre un mueble
filtros, tósigos, bebidas embriagantes y brebajes narcóticos encerrados
herméticamente en frascos de diferentes colores. «Con estas nuevas armas,
dice Dompareli lleno de contento, podré correr en pos de las princesas.»
Aún no se había terminado su agradable sorpresa por tan precioso
descubrimiento cuando, volviendo la vista a su mesa, vio en ella un
hermoso gato negro, que tenía al cuello una chapa de bronce con estas
palabras: Quemarme y recoger mis cenizas será para Dompareli el mismo
anillo de Giges. Nadie ignora que este anillo tenía la propiedad de hacer
invisible al pastor griego que se le puso para robar los ganados de su
Rey. Dompareli sentía ejecutar esta orden cruel con un animal tan hermoso,
que le parecía allí como una poderosa hechicera; pero tales eran las
órdenes del libro mágico infernal, que era preciso ejecutarlas con la más
respetuosa puntualidad. Nuestro impío, pues, quemó el soberbio gato negro,
recogió las cenizas en una redoma de cristal de roca y, según las
instrucciones proféticas que había ya recibido en otras apariciones
nocturnas, puso sobre su corazón aquella redoma diabólica y, colocándose
delante de un espejo, se convenció con admiración y alegría de que ya era
invisible. Esta inclinación criminal a las divinidades malhechoras del
género humano tenía que revestirse aún de algunas otras ceremonias para
ser protegida de los silfos de Asmodeo, príncipe de los demonios,
protector del crimen y dios tutelar de los malvados. Dompareli, pues,
recogió en un cráneo algunas gotas de sangre, y, sobre un fragmento de
piel humana, arrancada de las horcas que tenían cadáveres de ajusticiados,
firmó un juramento espantoso de no incensar a otra divinidad ni hincar su
rodilla ante otros altares que los de las potencias infernales; después,
poniéndose a pronunciar en alta voz las más execrables imprecaciones,
concluyó su pacto horrible con Satanás y acabó de sofocar en su culpable
corazón las débiles semillas de virtud que la naturaleza le había
acordado.
Al hacer este horroroso juramento, se llenó el aire de nuevo de vapores
bituminosos, de sombras ensangrentadas que parecían, en su paso fugitivo,
querer evitar los golpes de un puñal asesino; los estallidos del rayo se
mezclaron con este horrible espectáculo, y el prestigio no se disipó aún,
sino dejando en el aire un puñal magnífico guarnecido de pedrería,
suspendido del techo por un simple cabello...
Al ver este brillante acero, tan ricamente adornado de diamantes, se
acercó Dompareli estremeciéndose de placer y de alegría. Sobre la hoja de
este puñal se hallaban grabadas en letras de sangre estas palabras: Al
homicida. «Yo soy quien debe llevarle, (exclamó de nuevo en un exceso de
su frenesí). Si algún hombre ha de apoderarse del centro del crimen, ¿no
es Dompareli quien debe adornar con él sus manos encantadas por la
Seducción? ... » El crimen tiene su heroísmo, su fanatismo; y la demencia
furiosa de este malvado, entregado ya a los infiernos, había llegado hasta
el más alto grado de exaltación.
Sin embargo, un respeto, una especie de terror contenía a nuestro héroe:
el puñal estaba suspendido por un cabello, y el romperle sin un
consentimiento expreso le parecía un sacrilegio contra el genio del mal.
Consulta, pues, a su libro infernal para saber las intenciones de sus
silfos protectores, y en la página del parricidio lee estas palabras: «Así
como la espada de Damocles estaba colgando de un hilo para indicar los
peligros del trono, del mismo modo Dompareli, nuestro querido hijo
adoptivo, tienen los delitos sus gloriosos peligros; y debes saber que la
seguridad de un asesino no depende más que de un cabello. Valor, pero
prudencia.»
Dompareli, con este nuevo beneficio alegórico, dio gracias a todos los
dioses del Averno y, saltando el cabello emblemático, guardó en su pecho
como un tesoro el principal instrumento de sus crímenes. Nada le faltaba
ya para asolar la tierra, afligir a la humanidad y declarar una guerra a
muerte al genio del bien: medios de seducir con tres copas encantadas,
poder para hacerse invisible con la redoma mágica; y más poderoso, más
terrible que estos talismanes homicidas: un acero parricida que la fuerza
y la astucia van a sumergir alternativamente en el corazón del hombre de
bien o en el pecho de una joven inocente... Una sola reflexión dolorosa
era la que acibaraba el contento de este monstruo; pues, a pesar de lo
bárbaro que era, temía el porvenir la idea de sus remordimientos, el freno
de una conciencia importuna, cuya voz acusadora temía continuamente, tenía
ya a su espíritu en agitación, pues parecía tener anticipadamente un
gusano roedor asido de sus entrañas, como el buitre de Prometeo, para no
dejarle ningún reposo en medio de sus mayores triunfos. Acordándose del
parricida Orestes y de las serpientes de Alecto y de Tisífona marchaba ya
con un paso tímido en la carrera del crimen cuando, acordándose de los
beneficios de Asmodeo, le suplicó en una nueva invocación le librase del
yugo de los remordimientos. A esta súplica, una voz sepulcral le dio esta
horrorosa respuesta:
«El remordimiento es superior a todos los poderes infernales, y en esto es
en lo que triunfa siempre el genio del bien en el corazón del criminal ...
»
No dejó de aterrar y contristar algo a Dompareli esta declaración
fulminante; pero sofocando al instante este grito interior y continuo que
debía siempre resonar en sus oídos en medio de sus mayores victorias, se
resolvió a marchar al crimen y no seguir más que sus destinos homicidas.
Recogió, pues, en una caja de oro sus preciosos caduceos y, divorciándose
con las leyes (¿qué digo con las leyes?, con la naturaleza entera), se
internó a favor de las sombras de la noche en los montes de Ferrara, y
ganó los célebres Apeninos, enteramente infestados de bandas de asesinos.
Dompareli, así como un joven héroe se abrasa por derramar en la guerra la
primera sangre de su valor, estaba impaciente por ensayar la punta de su
puñal. «¿Qué pecho (tiene la audacia de decir) tendrá el honor de ser el
primero que tiña esta hoja temible, este acero invencible consagrado por
el mismo Lucifer, y del que toda la Italia conservará una eterna
memoria?... ¿Qué víctima expirará a mi primer golpe?»
No tardó en servir a sus infames proyectos una ocasión desgraciada, pues
un caballero toscano, señor conde de Silos, volvía de su campaña y se
dirigía a Florencia. Atacarle, coserle a puñaladas con toda su comitiva,
apoderarse de su equipaje, ponerse sus vestidos y sus cruces, usurpar sus
títulos, y mandar a algunos de sus cómplices subalternos, que había
reunido cerca de una caverna de estas famosas montañas, que tomasen
también las libreas de los lacayos asesinados y precipitasen todos
aquellos cuerpos ensangrentados en un foso profundo: todo fue para nuestro
héroe cosa de un momento. Este desembarazo en obrar, este tono de
superioridad, que justificaban plenamente su espíritu activo y su singular
audacia, impusieron a estos malhechores de segundo orden en tales
términos, que todos se sometieron con un cierto sentimiento de admiración
a las órdenes de Dompareli y abandonaron de común acuerdo el servicio de
otro jefe famoso llamado Barocal, que no había dejado de granjearse una
reputación bastante grande en varias provincias. Dompareli, con un aire de
desprecio y compasión, hizo que le informasen de las circunstancias de ese
Barocal y, llevado de una secreta envidia de un rival que le incomodaba
por su celebridad, se informó del paraje donde tenía su caverna este audaz
personaje. Frantzefi, uno de los más inteligentes de la banda, se ofreció
a conducirle cerca de su guarida; pero le advierte que el ataque será muy
peligroso, porque Barocal cuenta sesenta muertes por igual número de
sortijas que lleva ensartadas, como un rosario, al pecho. «La Calabria,
los mares de Túnez, añadió, no tienen un facineroso de más fama; y en vano
han intentado exterminarle las tropas de línea, pues nunca han podido
librar a los pueblos de esta plaga.» Dompareli no hizo más que reírse al
oír estos elogios indiscretos y, disponiendo su tropa después de haber
confiado sus equipajes a Frantzeli, marcha en dirección a la caverna de
Barocal, como un genio poderoso que se burla de los esfuerzos de los
débiles humanos. El encuentro fue obstinado, mas Dompareli fue el
vencedor; y, después de haber degollado a cuantos halló en la caverna de
Barocal, envió al senado de Milán la cabeza de este ilustre facineroso en
un cofre lleno de oro con otras riquezas inmensas tomadas a los vencidos,
todo en nombre del conde de Silos. Después, dirigiéndose sobre Módena,
habiendo ya dado antes sus instrucciones a la canalla que componía su
banda y comitiva, resolvió divertirse un poco de tiempo con el florido
elemento de la galantería, y hacer también algunas víctimas de amor
mientras se le presentaban acciones más gloriosas.
Veamos el uso que va a hacer de los irresistibles talismanes que la diosa
de la Seducción le había dado, y cómo el bello sexo va a pagar con su
reputación el falso amor de un monstruo que no abriga más ternura que su
lenguaje seductor, mientras que en el fondo de su alma renegrida el crimen
estará acechando su presa bajo la máscara de la perfidia.
Apenas llegó a Módena, tomó una casa magnífica en la calle de Lodi y la
adornó con el gusto más delicado y costoso. Los personajes de la primera
clase fueron al momento a visitarle y le felicitaron de haber destruido
con tanto valor al más perjudicial de los malvados de la Toscana. Todos
desearon ver también las cartas lisonjeras que con este motivo había
recibido del senado de Milán con la gran cruz de la orden de Lombardía,
cuyo Príncipe le permitía llevar la condecoración en memoria de este gran
servicio que había hecho a la patria. Al principio dio grandes bailes de
máscaras, cenas espléndidas y fiestas de todas clases, con lo que el falso
Conde, prodigando el oro, se adquiría más y más entre las damas esta fama
brillante que proporciona en la carrera de la galantería los más rápidos
progresos.
¡Ah!, ¡qué suceso! Si la imprudencia y la veleidad natural en las mujeres
facilitan frecuentemente el camino cuando se trata de especulaciones de
amor, y particularmente de su amor propio (que es acaso el principal
resorte de todos los enamorados), ¿por esta debilidad merecerán estas
desgraciadas pagar con su vida un momento de falsa satisfacción?... Porque
muchas jóvenes, las más hermosas y principales de Módena, habían
desaparecido ya sin saber cómo; y principalmente en medio de la confusión
de ciertos bailes de máscaras que había dado Dompareli, tres hijas de
marqueses y cinco baronesas o condesas hermosas habían sido arrebatadas
con una temeridad prodigiosa, sin que las investigaciones más rigurosas de
la policía hubiesen podido descubrir la menor noticia ni indicio de unos
raptos tan audaces. Frantzeli, el ayuda de cámara, o más bien el cómplice,
confidente principal de todos estos atentados, favorecía tales raptos; y
luego que hicieron algunos sin ser al pronto notados, ejecutó la astucia
de hacer disfrazar de mujer a uno de los ladrones de su banda, y,
presentándose otros tres enmascarados, fingiendo arrebatar a esta misma
del baile, le colocaron en la grupa de sus caballos y desaparecieron en la
espesura del monte inmediato. Con estas estratagemas fue como engañó al
público y a la justicia, que no pudieron formar la menor sospecha sobre la
integridad de su corazón; pero el hecho es que el monstruo, el horroroso
Dompareli adornaba (ésta era su expresión) su templo de Apolo con estas
sombras ensangrentadas, que llamaba por irrisión sus Musas; y para
completar su divina Galería no le faltaba más que la sabia Urania, y ésta
era la joven condesa de Cardini, que debía ser víctima de los más crueles
lazos para concluir la colección de cuadros de su sanguinario museo.
Sin duda el lector experimenta la más viva curiosidad de saber a qué se
reducía esta Tebaida, este harén sepulcral en el que Dompareli colocaba,
después de haberlas degollado, a las desgraciadas jóvenes que caían en sus
lazos..., y vamos a explicarlo.
Debajo de las bóvedas de su palacio había una caverna impenetrable a los
rayos del sol. Dompareli la adornó por sí solo, sin más ayuda que la de su
confidente, con lo más exquisito que pudo hallar en muebles y en
magnificencia de toda especie, con baños y arcos emparrados deliciosos, y
una cama exquisita vestida con la mayor elegancia y llena de perfumes y de
flores; y habiendo mandado hacer en una de las piezas un escotillón a
torno, llamaba hacia allí disimuladamente la víctima, y, como en un
columpio insensible, se hallaba descendida en medio de un aposentillo
encantador iluminado de magníficas arañas y millares de bujías. Los
gritos, la resistencia, las súplicas, los lamentos eran inútiles: era
preciso sucumbir bajo el yugo de una mano de fierro. ¡Que una mujer de
honor, unas vírgenes viniesen a ser la presa infeliz de un infame
corruptor y que, desvanecida la ilusión de la novedad, bañasen con su
sangre los placeres homicidas de este monstruo-... «Los muertos no se
vengan, decía Dompareli en sus máximas atroces: su silencio es eterno y no
deja temer ninguna revelación.»
Su atroz placer consistía en meter a sus infelices víctimas en un baño de
leche, y con una mortal puñalada hacer salir entre aquella blancura
fuentes de púrpura y de sangre... La naturaleza se estremece con
semejantes monstruosidades, y sólo el infierno, que había fijado su
residencia en el corazón de este malvado, podía inventar semejante
barbaridad.
Ya estaba en el octavo sacrificio: ya, digo, ocho baños homicidas, o más
bien ocho féretros ensangrentados, colocados en anfiteatro medio circular,
hacían de este piscina una mansión de horror y de espanto, causando el
llanto y desesperación de las familias de Módena, ¡a quienes había privado
este infame de unas personas tan queridas!!!... Sin embargo de tantos
asesinatos, aún quería completar la corte de Apolo; y sus miras ambiciosas
se dirigían a apoderarse de la hermosa condesa de Cardini, de la que ya
hemos hablado. La empresa era difícil, pues la Condesa, aunque joven,
viuda y privada de luces y de consejos de su esposo, estaba dotada de una
profunda penetración. La dulzura aparente de Dompareli, su talento, sus
fingidos sentimientos y la prontitud indiscreta de su pasión, en lugar de
interesarla, no habían hecho más que alarmar su virtud; y las señales del
crimen, que ella había creído entrever bajo los esfuerzos de la seducción,
habían acabado de alarmar su espíritu ya prevenido. En vano Dompareli puso
en contribución todas las galanterías imaginables, como fiestas
brillantes, comidas espléndidas para hacerla llegar al sitio donde estaban
sus traidores lazos. La Condesa tenía un presentimiento muy profundo de
alguna catástrofe oculta en las sombras de un horroroso porvenir, para
dejarse llevar con confianza de los acontecimientos; y cuando recibió las
visitas de Dompareli, fue siempre teniendo el cuidado de armar a sus
criados y de mandarlos estar ocultos en los gabinetes inmediatos. Todos
los recursos de Dompareli habían sido inútiles: no había podido usar de la
copa de la seducción, todos sus talismanes se habían estrellado y,
últimamente, sus encantos, sus soporíficos sus bebidas hallan por primera
vez sus obstáculos. Afligido de su impotente astucia, se quejó con respeto
a sus divinidades tutelares y, prosternándose ante su libro infernal, con
el puñal desnudo en la mano, les suplicó le dijesen si había faltado algún
misterio augusto en su culto. A estas nuevas invocaciones se cubrió su
cuarto al momento de fuego y de nubes negras: no se oyó ninguna
protectora, pero, entre los patíbulos y espectros que se presentaron a su
vista, Dompareli vio a la implacable Themis con su balanza en la mano,
acompañada de Isis, su fiel conductora, que pasaba con aire amenazador,
dejando caer en el suelo esta terrible sentencia: No hay perdón para el
crimen inexpiado.
Desde este momento fatal se turbó su espíritu, lleno de terror, y se
establecieron en su imaginación para siempre un tribunal, un Juez severo y
un acusador, destrozando su corazón continuamente sus vanos
remordimientos. Su mismo palacio le espantaba ya, y cada vez que marchaba
sobre las trampas asesinas que conducían a la horrorosa mansión de las
ocho inocentes víctimas, que él llamaba sus ocho Musas, le parecía que las
Euménides, en igual número, le perseguían con látigos de culebras vivas.
Muy frecuentemente se acongojaba entregándose a ideas mortales; el sudor
del crimen cubría su cuerpo, temblando al pensar el fin desastrado que le
esperaba; sus cabellos se erizaban, todas sus entrañas palpitaban de
miedo, y su corazón, devorado por los remordimientos, sucumbía en este
estado de angustias infernales.. .
En vano Frantzeli le anima, admirándose de sus pueriles pusilanimidades.
Dompareli, viéndose abandonado del genio del mal, se cree perdido, y no
sigue ya al crimen en adelante sino como tímido criminal. Su
presentimiento de los peligros inmensos que corría era bien fundado, y el
cielo no tardó en disparar sobre sus manos homicidas el rayo vengador.
El verdadero conde de Silos, a quien Dompareli había hecho arrojar en un
profundo precipicio de los Apeninos, persuadido de que no podría
sobrevivir a los golpes redoblados de su infernal puñal, había vuelto a
abrir sus párpados después de una larga efusión de sangre, que había
corrido por veinte heridas; pero ninguna, sin embargo, era mortal, y,
esforzándose a recuperar su espíritu desfallecido en el abismo en que se
hallaba sumergido sobre los cuerpos ensangrentados fríos de sus criados,
usa de las pocas fuerzas que le quedaban y, ayudándose a beneficio de
algunos arbustos y de las puntas de aquellas escarpadas rocas, logra salir
del precipicio y llegar arrastrando al camino de las montañas. Algunos
aldeanos le vieron, se acercaron a él, cubrieron de ropa su desnudez y,
colocándole sobre una camilla que fueron a buscar sin dilación a la aldea
inmediata, le condujeron en este estado a la ciudad de Florencia, donde
tenía a todos asombrados su repentina desaparición.
La fábula del impostor que había usurpado su nombre y sus títulos en
Módena era igualmente el objeto de todas las conversaciones: la vuelta del
Conde asesinado destruía todas las historias forjadas sobre las imposturas
de Dompareli.
El verdadero conde de Silos estaba demasiado delicado para poder recibir
las noticias que tanto le interesaban de estas ocurrencias. Conducido a su
palacio, sólo los médicos tuvieron derecho a acercarse a él, y por mucho
tiempo no trataron sino de ver si podían curarle perfectamente; y hasta
pasados más de dos meses de medicamentos y cuidados, no le informaron de
que un falsario se había revestido en Módena de todas sus cualidades, y
que había llegado su audacia hasta el extremo de fingir la destrucción del
bandido más cruel de la Toscana, tomando, para mejor fascinar, el nombre
del conde de Silos: instruyéronle también de las recompensas que su
impostor había recibido del Príncipe, y de cuanto decían los papeles
públicos sobre este punto. El conde de Silos, al oír un caso tan
extraordinario, y reuniendo todas las circunstancias, no duda sea su mismo
asesino el que ha tenido la audacia de tomar su nombre. «La conformidad de
su edad y aire con el mío le habrán favorecido, decía, para ejecutar tan
execrable invención.» Le consume la impaciencia por presentarse a los
magistrados de Módena para descubrirles tan criminal impostura. Todos sus
amigos aprueban y favorecen sus intenciones, pero le advierten solamente
que con un hombre de esta índole era preciso obrar con tanta precaución
como destreza.
En este estado de cosas, el genio del bien, justamente irritado de los
sucesos de su mortal antagonista, obraba sordamente para recuperar los
derechos que los criminales usurpan algunas veces momentáneamente, pero
que no destruyen jamás. Afligido de las numerosas calamidades ocasionadas
por el crimen, este divino genio, cuyos altares jamás debieran abandonar
los hombres, había llamado en su ayuda a su celeste hermana la Virtud y a
Themis, su poderosa protectora sobre la tierra, a fin de terminar la
carrera sanguinaria del más audaz y feroz de todos los malvados. De sus
divinas conferencias había resultado el volver a la vida casi
milagrosamente el Conde, la impotencia de los talismanes de la Seducción,
y los remordimientos que día y noche destrozaban el corazón de nuestro
héroe hasta el extremo de desfallecer y perder el valor.
Los hombres que creen la mayor parte del tiempo obrar sólo por su natural
impulso, no son sino las máquinas ciegas de los genios invisibles que
influyen en sus buenas o malas acciones; a ellos toca, pues, seguir las
inspiraciones de esta divina conciencia en la que Dios ha hecho brillar
más las luces de la razón y de la virtud, y no dejarse cegar por la magia
falaz del genio del mal. Pero dejemos estas alegorías y veamos cuál fue la
conducta y fin de Dompareli.
El conde de Silos, según su designio, se había marchado secretamente a
Módena con una buena escolta y había reconocido perfectamente a su asesino
en el teatro; y habiendo hecho una declaración circunstanciada ante el
magistrado superior de su asesinato en los Apeninos, esperaba en el
silencio hacía ya algunos días que la justicia hubiese instruido el
proceso para apoderarse de Dompareli y sus cómplices, evitando lo más que
fuese posible la efusión de sangre tan preciosa como la de la tropa que
fuese encargada de esta peligrosa comisión. En fin, después de muchas
juntas secretas, se decidió conferir al valor y talento de la condesa de
Cardini el encargo de contribuir al arresto de tan intrépido malhechor.
La condesa, pues, de Cardini empezó a disimular poco a poco aquel aire de
rigor y de severidad imponente que hasta entonces había mostrado a
Dompareli en sus visitas: sus bellos ojos, medio rendidos, le dieron a
entender que estaba próxima ya la hora de su triunfo; y llegando nuestro
héroe a ser más exigente que nunca, la dio motivo a convenir en una cita a
las doce de la noche, momento de silencio y de oscuridad favorable a los
amores, y que permitiría la presencia de un amante feliz, sin temor de ser
comprometida por las sospechas de los criados. Este momento terrible que
debía vengar para siempre al genio del bien en la persona de uno de sus
más crueles enemigos, y, para Dompareli, este momento deseado en que sus
ojos sanguinarios deben gloriarse viendo nadar en su sangre a la más
hermosa de las mujeres, ¡es ya llegado!!!... ¡Qué de reflexiones!, ¡qué de
satisfacciones! Este último atentado no sólo lisonjeaba sus secretas
intenciones, a pesar de la actividad de sus remordimientos, sino que le
daba a conocer el grado de poder de sus caduceos, y le enseñaba los
límites que debe guardar en el uso del poder que le fue concedido por el
pacto con los infiernos. Se apresura para asistir puntualmente a la cita
y, con el favor de una linterna o farol de ronda, atraviesa un largo
vestíbulo que conduce al gabinete de la Condesa y, tentando una mano suave
que agarra la suya y le guía con un aire misterioso al través de la
oscuridad, avanza a paso lento y silencioso hasta que, al fin,
desapareciendo la persona que le guía, se halla junto a un sofá color de
rosa, sobre el cual estaba descansando nuestra hermosa heroína, vestida de
una túnica bordada de oro y perlas finas.
Es preciso, para la apología de ciertas circunstancias ulteriores, decir
que este sofá estaba muy elevado sobre una tarima en escalinata artística,
pero muy escasamente alumbrado por unas luces medio muertas cubiertas de
una triple gasa, que no dejaba penetrar sobre todos los objetos sino unos
rayos de claridad pálida e incierta; estaba resguardado, a más de esto,
por una galería semicircular que le rodeaba, compuesta de adornos de ramas
y flores, mirtos y pámpanos, que no permitían acercarse enteramente a la
condesa de Cardini. (En el discurso de esta historia se conocerá mejor el
motivo de estas precauciones misteriosas.) Dompareli, al ver este objeto
encantador, con tantos atractivos como ofrecía a una vista codiciosa su
hermoso traje y una garganta que avergonzaba al alabastro, se dejó
arrastrar al primer impulso de los efectos de una poderosa seducción;
pero, recordándose bien pronto de la ferocidad de sus primeros progresos,
y particularmente de lo que debía al honor de sus juramentos infernales,
sofocó en su alma todo sentimiento de amor y de ternura, para no dejarse
dominar, como otro Otelo, sino de la sed de sangre y del amor al
asesinato. Así, pues, lejos de pensar, según sus horrorosas doctrinas,
como un amante vulgar, en respirar los suspiros del amor a la presencia
del objeto deseado, no trató más, como audaz malhechor lanzado a la
carrera de los grandes crímenes, que de inmortalizarse por el atentado más
extraño que un mortal puede cometer. En este instante la Condesa,
extendiendo el brazo por el efecto de un resorte diestramente dispuesto
para ofrecerle un anillo de brillantes y una rosa deshojada: «Sean estos
emblemas, le dice, las señales de nuestro eterno amor.»
Esta rosa estaba empapada de un licor narcótico que al momento conoció
nuestro héroe; pues que si el genio del mal, que era su dios protector,
tenía mal suceso en sus iniquidades algunas veces, todo lo que era del
simple resorte de la sutileza y de la seducción no tenía ningún poder
sobre Dompareli, que se hallaba siempre provisto de su puñal y de sus
caduceos. Así, pues, al concebir la idea sólo de que la Condesa pretendía
engañarle y embriagar sus sentidos con tan pérfidos designios, furioso,
sin acusación, sin examen, se lanza como un tigre, rompe la barrera de las
flores, saca su abrillantado puñal y le sumerge una y más veces en el
tierno pecho de la Condesa, cubriéndose en un instante de salpicaduras de
la sangre que brota por sus heridas... En su ciego furor no advierte la
poca resistencia que encuentra el puñal, ni la impasibilidad de la figura
de la Condesa, que había bárbaramente cosido a puñaladas y que, sin
embargo, no había mudado de semblante, a pesar de los golpes mortales con
que había sido acribillado su cuerpo. Pero, ¡cuál fue su admiración
cuando, llegando a examinar el personaje que la oscuridad le había
impedido ver bien, se convenció de que había herido a una mujer de cera,
imagen perfecta de la condesa de Cardini, por la que ella misma había
respondido estando oculta detrás de un espejo sin estaño, cubierto de seda
y débilmente iluminado por unas luces opacas, colocadas cautelosamente a
gran distancia... A más de esto, todo, con respecto a este personaje
ficticio, completaba la ilusión; y para hacerla aún más fuerte, el seno de
esta figura de cera ocultaba una vejiga llena de sangre de algún animal,
con lo que nuestro héroe había sido más fácilmente engañado, causándole
aquella creída muerte un horror que nunca le había tenido igual.
Después de completado el suceso de esta ingeniosa sustitución, empezó la
Condesa a dar gritos de triunfo, haciendo la señal al mismo tiempo a la
justicia y tropa, que se hallaban prevenidos en las piezas inmediatas,
para que simultáneamente cayesen sobre Dompareli.
El peligro de nuestro héroe era sin duda tan inminente que nunca conoció
hasta entonces la sorpresa en su espíritu, pues se quedó como un mármol al
principio. ¿Cómo desembarazarse de veinte hombres que con las espadas y
las pistolas, y el vengativo conde de Silos a la cabeza, echaban fuego por
sus ojos y amenazaban su vida, sin recurso ya para no perecer?... Mas
Dompareli, convencido de que sólo en su valor está su seguridad, se lanza
sin detenerse, como el demonio que le inspiraba, sobre sus enemigos,
repartiendo puñaladas por todas partes; mata a muchos y, después, echa en
medio de los demás una caja preparada que estalla y los deja a todos en la
más profunda oscuridad, apagando todas las luces; y a beneficio de otros
encantos de su magia blanca logra escaparse del palacio de la Condesa,
dejando allí a sus enemigos en la más estúpida admiración.
Llega a su casa y refiere a Frantzeli los peligros que ha corrido: no
había un momento que perder, y, entre los consejos que Lucifer da a los
criminales, el principal es la mayor actividad en sus expediciones.
Dompareli, pues, mandó ensillar los caballos y, después de haber cargado
en maletas sus más preciosos tesoros, partió a gran galope con su banda de
pícaros.
Aquí es donde Themis gime de la impotencia de sus tentativas, y el
infierno se sonríe y redobla sus esfuerzos para hacer valer su poder.
Dompareli triunfaba, y, ya insensible a la voz de los remordimientos, da
gracias a sus dioses del favor que le dispensan. Después de haberse
apoderado con su gente de las gargantas de Cagliari y haberse instalado
allí en grutas impenetrables, tuvo un consejo en el que se decretó abrir
comunicación con Nápoles; que se harían dueños de un castillo antiguo
inmediato, ocupado entonces por un señor octogenario, y que se pondrían
sus inmediaciones tan peligrosas que sería necesario el cañón y un sitio
regular para tomar la plaza. Dompareli añadió que él se encargaba de
encantarle, y terminó su discurso con tanto charlatanismo que sus
cómplices quedaron persuadidos de que obedecían a algún genio infernal.
Degollar todo cuanto tuviese vida en el castillo de que acabamos de
hablar, arrojar los cadáveres a unos fosos profundos, y rodearle de
prestigios, ilusiones y encantos de toda especie, fue la obra de veinte y
cuatro horas para nuestro jefe de bandidos. Los primeros meses se pasaron
en piraterías, asesinatos atroces, cometidos en viajeros ilustres,
embajadores y príncipes que perecían víctimas de tanta audacia; y el
terror, así como la credulidad del vulgo, era tal que el pueblo estaba
persuadido de que era imposible resistir a los golpes del puñal de
brillantes del Mágico de la Banda Negra, que era el nombre que le daban.
Dompareli, para fortificar esta creencia fanática, hace poner su puñal
brillante colgando de un fanal junto a una de las torrecillas más elevadas
del castillo, y una cabeza acabada de cortar igualmente, fijada por los
cabellos junto al mismo fanal, de manera que durante la noche inspiraba
este espectáculo un mortal espanto a los que tenían la imprudencia de
acercarse. Dompareli, el monstruo Dompareli sólo, era capaz de una idea
tan atroz. El genio del mal aplaudía los atentados de su favorito y le
ponía en el primer rango de los más famosos facinerosos de la Italia. En
efecto, nuestro héroe contaba ya setenta asesinatos de su propia mano,
cincuenta violaciones y veinte raptos; y, para conservar las pruebas de
sus infames acciones, arrancaba a cada una de sus víctimas un ojo y los
colocaba en línea sobre una tabla de ébano detrás de la cabecera de su
cama, lo que producía un efecto horroroso en su gabinete secreto.
Entre sus acciones espantosas de crueldad, Dompareli, instruido por sus
compañeros de Nápoles del viaje de la hermosa Laura para Roma con su joven
esposo, coronel de dragones de la Reina, marqués de Giacomeli, se propuso
contar otra, echándose sobre tan preciosa presa; y efectivamente le fue
fácil robar esta joven beldad en su coche de camino, dejando bañado en su
sangre al desgraciado Coronel. Laura, afligida y desesperada al oír las
proposiciones de Dompareli, prefería la muerte a cualquiera otra suerte
degradante; y por un capricho de la suerte este bárbaro sentía por la
primera vez el poder del amor, y fue con ella de un exterior sensible y
humano al principio; mas en vano después empleó las súplicas, las amenazas
y las promesas. Laura respondía a todos sus discursos: la muerte quiero, y
no podía mirar sino con horror al asesino de su esposo, que aún estaba
cubierto de su preciosa sangre. No le hubiera sido difícil a Dompareli
obtener por la violencia lo que deseaba poseer por un libre
consentimiento; pero en esta ocasión sólo hizo efecto en él la idea de la
fuerza, de la violencia y de la brutalidad. Laura, respetada, adorada,
colocada en un aposento de que ella sola tenía la llave, era dueña
absoluta de su conducta y de sus acciones, y no podía menos de admirar en
secreto hasta qué punto llegaba a veces el poder del amor, pues que ella
acababa de humanizar y sujetar el corazón de uno de los hombres más
feroces de la Italia. Era mujer al fin, y, por horroroso que fuese el
homenaje, se dirigía a su vanidad, que en su sexo (perdonadme si lo digo)
rara vez es despreciado; pero, por otra parte, ¿cómo Laura, poseída de la
más ciega pasión por su joven esposo, hubiera podido olvidarle en el amor
de su mismo asesino? Esta composición con su honor, con sus sentimientos
era imposible. Dompareli, pues, estaba reducido a suspirar sin esperanza;
y este monstruo alevoso, que había sumergido el acero homicida en el seno
de las mujeres más interesantes, por la primera vez derramaba lágrimas, se
prosternaba de rodillas, avergonzaba y hacía rabiar a sus compañeros con
tan impropias debilidades.
Mientras que, como nuevo Celadón, suspira junto a la insensible Laura, el
marqués de Giacomeli se había restablecido de sus heridas, que parecieron
mortales y por ellas se le creía muerto; y después de haber excitado la
tibieza del gobierno a vengar de una manera ejemplar los crímenes de
Dompareli, después de haberse apoyado sobre todo lo que la fama había
publicado sobre los atentados que nuestro jefe de ladrones había cometido
en su palacio de Módena con la persona del conde de Silos y otros mil
delitos más execrables, marcha hacia el castillo encantado a la cabeza de
doscientos hombres de infantería y ciento cincuenta caballos, persuadido
de que con estas fuerzas lograría destruir no sólo a Dompareli y toda su
banda, sino el castillo de fondo en colmo.
Lo primero que hizo fue asegurar todas las avenidas de esta guarida,
colocar sus puestos y asegurarse de que nadie pudiese escapar. Después, en
lo más alto de los árboles del monte, hizo poner una bandera en la que se
podían leer distintamente estas dos palabras: Amor, esperanza. Este era un
anuncio consolador para la desgraciada Laura, que afortunadamente pudo
leerlo desde sus ventanas y conocer al momento con la más viva emoción que
su valiente esposo estaba inmediato. El Marqués no perdía un instante día
y noche por asegurar su victoria, reconquistar el objeto adorado de su
amor y arrancarle del poder de un malvado. En esta situación tan
alarmante, los facinerosos, reunidos en la sala de sus crímenes al rededor
de la silla de Dompareli, al que apretaban las rodillas como su único
libertador, le piden sus órdenes, atacados todos de un terror mortal; y al
momento Frantzeli, su fiel Frantzeli, abriendo las puertas de la sala con
todas las demostraciones de terror, anuncia a su jefe que ya están
colocadas las obras contra el castillo, que muchos infantes se acercan al
puente levadizo y que otros están formando escalas en el monte inmediato
para verificar el asalto... A todas estas demostraciones de inquietud y de
temor, Dompareli, pareciendo muy animado y protegido por el espíritu
infernal, les habla en estos términos: «Hombres vulgares, ¿podéis
imaginaros un momento que Dompareli ha triunfado hasta aquí sólo por los
medios comunes y conocidos de todos?... Sabed, débiles átomos, que sólo
con una palabra, con una señal, puedo yo reducir todo eso a la nada; que
me es tan fácil desplomar las bóvedas de este castillo como pulverizar con
una mirada a los enemigos que se atreven a sitiarme.» Después de tan
arrogante arenga, sigue con esta imprecación al espíritu infernal: «Ven,
pues, sombra protectora del poderoso Asmodeo, introduce en mi seno un rayo
de] fuego de tus ojos, y mátame con este puñal antes que sufrir sea
humillado uno de tus protegidos en esta ocasión.»
A esta invocación impía se estremecieron las columnas de la sala del
crimen, un olor de azufre sucedió al terrible y redoblado trueno, y la
hoja del puñal de Dompareli se prolongó más de una mitad, arrojando mil
chispas y produciendo el ruido que se oye al sumergir un hierro ardiendo
en el agua; sobre la hoja del puñal se leía: Por veinte y cuatro horas
invencible. «Ya lo veis, exclamó entonces nuestro héroe; los infiernos me
favorecen, y yo triunfo del genio del bien.»
Este suceso efímero no debía ser de larga duración, como las demás
prosperidades pasajeras del crimen; mas, sin embargo, este último esfuerzo
del genio del mal no dejaría de producir grandes desastres, como sucede
frecuentemente en el mundo, cuando lucha contra el tribunal de Themis y el
santuario de la virtud.
Dompareli, pues, sintiendo correr por sus venas un fuego corrosivo, y en
su corazón y en su espíritu penetrar llamas infernales, parece un demonio
poderoso que nadie podrá vencer en adelante. Manda a Frantzeli hacer la
prueba en él introduciéndole su espada en el pecho. Frantzeli obedece
estremeciéndose; pero esta misma espada se dobla, se quiebra como una
débil caña sobre una muralla de bronce. Sus ojos despiden rayos; son los
del basilisco que mata con sus mortales miradas, y con una sola señal hace
salir de todas partes mil fantasmas, mil máquinas, mil trampas homicidas.
El primer sentimiento de este monstruo, hijo de los demonios, fue de
ensayar su nueva magia en el corazón de Laura; pero el infierno, que tanto
poder tiene para el crimen, no le ejerció ahora en el amor: Laura fue
siempre inflexible, colocada en una de las troneras de su aposento,
amenazaba darse la muerte con su puñal, si Dompareli daba un solo paso
para acercarse a ella. Sus fuerzas habían tomado nuevo vigor al aspecto de
la preciosa señal de Giacomeli, y Dios y su inocencia la inspiraban las
mayores esperanzas.
En medio de estos acontecimientos interiores, se oye un clarín por debajo
del puente levadizo del castillo: es el Marqués que, lleno de valor y de
audacia, precedido de un trompeta parlamentario, desafía a Dompareli a
batirse solo con él. Todos los facinerosos reprueban este desafío
imprudente; pero su jefe, con una sonrisa desdeñosa, manda que bajen el
puente levadizo, y dejan entrar al marqués de Giacomeli. Éste, inaccesible
al miedo, teniendo siempre a su querida Laura por móvil de todas sus
acciones, entra en el castillo, y ni el ruido de las cadenas, ni el
aspecto sanguinario y los restos pútridos de cien cadáveres mutilados,
hechos cuartos por aquellos tránsitos horrorosos, le impidieron entrar
intrépidamente en una grande y sombría sala abovedada, que no se hallaba
alumbrada más que por los ojos inflamados de un búho.
Giacomeli en nada repara, nada le intimida ni detiene, y si alguna cosa
puede trastornar sus sentidos, es la voz de su querida Laura que le parece
oír: aquellos gemidos penetrantes que salen de su boca son los que
despedazan su corazón. Apenas se halla en medio de esta sala abovedada,
aparece, como bajo el poder de una hechicera protectora, un magnífico
sillón de oro y una gran mesa con una comida elegantemente servida. «No
vengo yo aquí a buscar obsequios ni fantasmagorías, exclama furioso
Giacomeli, vengo a dar la muerte al más infame de los malvados o a
recibirla de su mano.» A este nuevo desafío, Dompareli se presenta solo,
sin armas, si no es el puñal de brillantes que nunca quitaba de la
cintura. «¿Qué quieres tú, joven imprudente?, dice al Marqués con un tono
soberano. ¿Quieres medirte conmigo? No, mi gloria no necesita de ese
pueril triunfo, y yo desprecio laureles tan fáciles.» Esta declaración
insultante enfurece más al Marqués, y, creyéndose dispensado de todas las
leyes de la hospitalidad por el rapto de su esposa, no escucha ya más que
su justa venganza; se considera también autorizado a vengar en este día
las leyes, la patria, la humanidad entera; y sacando sus pistolas de la
cintura, las descarga a un tiempo sobre el pecho de Dompareli... Los ecos
repiten con un estruendo horroroso la detonación multiplicada en todas las
cavernas del castillo: pero Dompareli, el invulnerable Dompareli queda en
calma, con la sonrisa en los labios, en medio de las nubes de la pólvora
que se disipan con un soplo que da; y, presentando en sus manos al Marqués
las balas que ha lanzado sobre su pecho a boca de cañón: Toma Giacomeli,
le dice; procura hacer en adelante mejor uso de tus armas, y desiste de la
temeridad de atacarme.» El Marqués, lleno de confusión y no pudiendo
comprender este prodigio, se retiró desesperado; pero lo que más
destrozaba su corazón sensible era la idea de no poder arrancar de los
hierros de aquel malvado a su adorable esposa Laura: al pasar el puente
levadizo vio a muchas de sus centinelas luchando con dragones volantes,
asaltados por serpientes enormes; y, en fin, vio con el mayor dolor que
por todas partes sus tropas eran víctimas de un encanto infernal. Sin
embargo, es inútil que sus oficiales le aconsejen abandonar una expedición
tan peligrosa y dejar a la Providencia la suerte de la desgraciada Laura:
Giacomeli, lejos de ceder a estas razones especiosas, no ve más que un
triunfo efímero en todos estos prestigios, y las leyes divinas le dan en
su corazón la seguridad de que la equidad sola debe quedar victoriosa.
Se limita, pues, a retirarse en la espesura del monte con su tropa y a no
hacer nuevas tentativas sino pasadas veinte y cuatro horas, para dejarla
tomar aliento. Éste era casualmente el término del poder de Dompareli,
término del que su imprudencia y falsa confianza no le habían permitido
hacer atención. Apenas doraban la cima de los árboles los primeros rayos
de la aurora cuando Giacomeli, reuniendo y disponiendo sus tropas para un
asalto general, se avanza el primero con una furiosa intrepidez hacia el
puente levadizo; llena los fosos de fajina y, tomando una escala, sube el
primero con la espada en la mano a lo alto de las murallas. Esta
resolución dio valor a los soldados que, perdido ya el miedo a los
encantos, penetraron furiosos en todas partes del castillo. El único temor
de Giacomeli era que su querida Laura no fuese la primera víctima de su
victoria, y que aquellos monstruos no se vengasen con su muerte; pero el
genio del bien velaba sobre ella, y ella misma, habiendo hecho una escala
de cuerdas, se había desprendido de las ventanas que daban al campo de los
sitiadores. Ya Frantzeli y la mayor parte de los forajidos habían mordido
la tierra. Dompareli, solo contra todos, semejante al viejo roble que en
vano los vientos pretenden arrancar de la tierra, se bate como tigre
rabioso, a pesar de verse ya cubierto de mortales heridas; al Marqués solo
correspondía derramar su sangre odiosa: hizo fuego sobre él y le dividió
el corazón con tres balas. Ganada ya esta victoria, su primer sentimiento
fue precipitarse en la prisión de Laura; pero ésta, animada de la
venganza, electrizada por la felicidad de volver a ver a su esposo, no
había querido hallarse lejos del ataque y corría a partir los peligros de
su marido, quien la estrechó en su seno con los más vivos transportes de
ternura. No habiendo escapado ningún asesino a la justicia de los hombres,
el Marqués, ante todas cosas, hizo sacar del castillo todos los tesoros
que se hallaron en los subterráneos; mandó colocar el cuerpo de Dompareli
sobre unas angarillas y, dando orden de tocar retirada, volvió a tomar con
toda su gente la posición de su campamento, después de haber hecho volar
el castillo con unos barriles de pólvora. Tomadas estas disposiciones,
cogió una hacha, y por su mano fue cortada la cabeza de Dompareli, de
sobrenombre Bocanegra, y la hizo elevar en la punta del árbol más alto
para que el pueblo y los viajeros viesen el castigo ejemplar de uno de los
facinerosos más temibles de la Italia, que había infundido tanto terror
por el pacto que había hecho con su impotente protector Asmodeo.
Dompareli, pues, sufrió la pena del talión.
Su puñal mágico, que los más intrépidos de sus soldados no se atrevían a
mirar sino temblando, despojado ya de todos sus prestigios, no era un
talismán peligroso: Themis le había quitado el encanto homicida que tantos
estragos había hecho en manos de aquel monstruo, y con una sola mirada
había reducido a la nada aquellas potencias infernales que por tanto
tiempo se habían eludido de su justicia.
De este modo la Italia, libre ya de aquel azote, respiró un aire más puro
que el que el crimen había infestado con su aliento emponzoñado. Giacomeli
y sus compañeros de gloria fueron grandemente recompensados por el
Príncipe; y si el terror que habían infundido Dompareli, el jefe de la
Banda Negra, y la mujer de cera no se disipó en mucho tiempo, tampoco se
habló jamás sin recordar la acción heroica del libertador que destruyó a
este monstruo vomitado por los infiernos.
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