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Emilia Pardo Bazán - Desde Alla
Emilia Pardo Bazán - Desde Alla
Don Javier de Campusano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar sin
temor, arrepentido de sus culpas; confiaba en la misericordia de aquel que
murió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud lo acuciaba
algunas noches de esas en que el insomnio fatiga a los viejos.Pensaba que,
faltando él, entre sus dos hijos y únicos herederos nacerían disensiones,
acerbas pugnas y litigios por cuestión de hacienda. Era don Javier muy
acaudalado propietario, muy pudiente señor; pero no ignoraba que las
batallas más reñidas por dinero las traban siempre los ricos.
Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus
aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano
mayor; pleito intrincado, encarnízado, interminable, que empezó entibiando
el cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado
de desear a su hermano toda especie de males, de haber injuriado y
difamado, y hasta, ¡tremenda memoria!, de haberlo esperado una noche en
las umbrías de un robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el
peso que por muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier. Con la
intención había sido fratricida, y temblaba al imaginar que sus hijos, a
quienes tanto amaba, llegasen a detestarse por un puñado de oro.
La naturaleza había dado a don Javier elocuente ejemplo y severa lección:
sus dos hijos, varón y mujer, eran mellizos; al enviarlos al mundo a la
misma hora, Dios les había mandado imperatívamente que se amaran; y herida
desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que
podían, sin embargo, aborrecerse hasta llegar al crimen.
Para evitar que los celos de la ternura paternal engendrasen el odio, don
Javier dio a su hijo la carrera militar y lo tuvo casi siempre apartado de
sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques lo empujaban a la
tumba llamó a José María y permitió que sus cuidados filiales alternasen
con los de María Josefa.
A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a
cumplirlo llamando aparte a su hija, en gran secreto, y diciéndole:
-Hija mía, antes de que llegue tu hermano tengo que enterarte de algo que
te importa. Óyeme bien, y no olvides ni una sola de mis palabras. No
necesito afirmar que te quiero mucho; pero, además, tu sexo debe ser
protegido de un modo especial y recibir mayor favor. He pensado en
mejorarte, sin que nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo
cierre los ojos..., así que reces un poco por mí..., te irás al cortijo de
Guadeluz, y en la -sala baja, donde está aquel arcón muy viejo y muy
pesado que dicen es gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta,
dieciséis ladrillos -¡fíjate, dieciséis!, una onza de ladrillos,
¿entiendes? - y levantarás el que hace diecisiete, que tiene como la señal
de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una piedra
y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la
argamasa, desquiciarás la piedra y aparecerá un escondrijo y en él un
millón de reales en peluconas y centenes de oro. ¡Son mis ahorros de
muchos años! El millón es tuyo, sólo tuyo; a ti te lo dejo en plena
propiedad. Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar este asunto. ¡Cuando yo
falte ... !
María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas, y
aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado.
Llegó José María aquella misma noche y ambos hermanos, relevándose por
turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. No tardó en
presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las
crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa que el moribundo
apretaba su mano de un modo significativo, y creyó que los ojos, vidriosos
y sin luz interior, decían claramente a los suyos: "Acuérdate, dieciséis
ladrillos... Un millón de reales en peluconas..."
Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al
duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los
dos hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambiaban pocas palabras,
y ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fue preciso
abrir el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y
albaceas, y una noche en que José María y María Josefa se encontraban
solos en el vasto salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué
hacía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana se aproximó al
hermano, lo tocó en el hombro, y murmuró tímidamente, en voz muy queda:
-José María, he de decirte una cosa..., una cosa muy rara... de papá.
-Di, querida ... ¿Una cosa rara?
-Sí, verás ... No te admires... Hay un millón de reales en monedas de oro,
escondido en el cortijo de Guadeluz.
-¡No, tonta! -exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María-. No
has entendido bien. ¡Ni poco ni mucho! Donde está oculto ese millón es en
la Corchada.
-¡Por Dios, Joselillo! Pero si papá me lo explicó divinamente, con pelos y
señales... Es en la sala baja; hay que contar dieciséis ladrillos a la
izquierda, desde la puerta, y al diecisiete está la piedra con argolla que
cubre el tesoro.
-¡Te aseguro que te equivocas, mujer! Papá me dio tales pormenores, que no
cabe dudar. En la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se
abandonó, existe una especie de pilón donde bebía el ganado. Detrás hay
una arqueta medio arruinada, y al pie de la arqueta una losa rota por la
esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él
un cofrecillo con un millón de peluconas y centenes...
-Hijo del alma, ¡pero si es imposible! Créeme a mí, cuando papá te llamó
estaba ya peor, muy en los últimos; quizá la cabeza suya no andaba firme,
ipobrecíto! Yo tengo sus palabras aquí esculpidas...
-María - declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un
instante -, lo cierto es que hay dos depósitos, y sólo así nos
entenderemos. Papá me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamente a
mí...
-Y a mí que el de Guadeluz era únicamente mío...
-¡Pobre papá! murmuró conmovido el oficial ¡Qué cosa más extraña! Pues...
si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero y a la Corchada
después. Así saldremos de dudas. ¡Qué gracioso sería que no hubiese sino
uno!
-Dices bien confirmó María Josefa triunfante Primero adonde yo digo,
¡verás cómo allí está el tesoro!
-Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad, chiquilla?
Has de saber... que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías creer
que papá te excluía, que me prefería a mí.... ¿qué sé yo? Pensaba sacar el
depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui
tonto.
-No, no; tenías razón -repuso María, confusa y apurada -. Soy una
parlanchina, una imprudente. Debió prevenírseme eso... Debí buscar el
tesoro y hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡Qué
falta de pesquis!
-Pues yo deploro que te hayas adelantado -contestó sinceramente José,
apretando los finos dedos de su hermana.
De allí a pocos días los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz y
encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. El
tesoro se guardaba en un cofrecito de hierro cerrado; la llave no
apareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo siguieron el viaje a
la Corchada, donde al pie de la derruida arqueta hallaron otra caja de
hierro también de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa
las dos cajas en una sola maleta; encerráronse de noche, y José María,
provisto de herramientas de cerrajero, las abrió, o mejor dicho, forzó y
destrozó el cierre. Al saltar las tapas, brillaron las acumuladas monedas,
las hermosas onzas y las doblillas; los hermanos, sin contarlas, unieron
ambos caudales y los derramaron sobre la mesa, donde se mezclaron como
Pactolos que confunden sus aguas maravillosas. De pronto María se
estremeció.
-Mira, José María, en el fondo de mi caja hay un papel arrollado.
-Y otro en la mía - observó el hermano.
-Es letra de papá.
-Letra suya es.
-El tuyo, ¿qué dice?
-Aguarda.... acerca la luz... Dice así: "Hijo mío, si lees esto a solas,
te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de tu hermana, salgo
del sepulcro a bendecirte..."
-El sentido del mío es idéntico - exclamó después de un instante,
sollozando y riendo a la vez, María Josefa.
Los mellizos soltaron los papeles, y por encima del montón de oro, pisando
monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron
abrazados buen rato.
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