C. MARXSALARIO,
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NOTA DEL EDITOR
La presente es una versión revisada de la traducción al castellano de Salario, precio y ganancia aparecida en Moscú el año 1954 (Ediciones en Lenguas Extranjeras).
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I. |
[PRODUCCION Y SALARIOS] |
2 |
II. |
[PRODUCCION, SALARIOS, GANANCIAS] |
5 |
III. |
[SALARIOS Y DINERO] |
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IV. |
[OFERTA Y DEMANDA] |
23 |
V. |
[SALARIOS Y PRECIOS] |
26 |
VI. |
[VALOR Y TRABAJO] |
29 |
VII. |
LA FUERZA DE TRABAJO |
41 |
VIII. |
LA PRODUCCION DE LA PLUSVALIA |
45 |
IX. |
EL VALOR DEL TRABAJO |
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X. |
SE OBTIENE GANANCIA VENDIENDO UNA MERCANCIA |
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XI. |
LAS DIVERSAS PARTES EN QUE SE DIVIDE LA |
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XII. |
RELACION GENERAL ENTRE GANANCIAS, SALARIOS Y |
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XIII. |
CASOS PRINCIPALES DE LUCHA POR LA SUBIDA DE |
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XIV. |
LA LUCHA ENTRE EL CAPITAL Y EL TRABAJO, Y SUS |
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¡Ciudadanos!
Antes de entrar en el tema, permitidme hacer algunas
observaciones preliminares.
En el continente reina ahora una verdadera epidemia de
huelgas y se alza un clamor general pidiendo aumento de salarios. El problema
ha de plantearse en nuestro Congreso. Vosotros, como dirigentes de la
Asociación Internacional, debéis tener un criterio firme ante este problema
fundamental. Por eso, me he creído en el deber de tratar a fondo la cuestión,
aun a trueque de someter vuestra paciencia a una dura prueba.
Debo hacer otra observación previa con respecto al ciudadano
Weston. Este ciudadano, creyendo actuar en interés de la clase obrera, ha
desarrollado ante vosotros, y además ha defendido públicamente, opiniones que
él sabe son profundamente impopulares entre la clase obrera. Esta prueba de
valentía moral debe merecer el alto aprecio de todos nosotros. Espero que, a
pesar del tono nada halagüeño de mi conferencia, el ciudadano Weston verá al
final de ella que coincido con la acertada idea que, a mi modo
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de ver, sirve de base a sus tesis, las cuales sin embargo, en su forma
actual, no puedo por menos de juzgar como teóricamente falsas y prácticamente
peligrosas.
Con esto paso directamente a la cuestión que nos ocupa.
El argumento del ciudadano Weston se basa, en realidad, en
dos premisas: 1) que el volumen de la producción nacional es una
cosa fija, una cantidad o magnitud constante, como dirían los
matemáticos; 2) que la suma de los salarios reales, es decir, salarios
medidos por la cantidad de mercancías que puede ser comprada con ellos, es
también una suma fija, una magnitud constante.
Pues bien, su primer aserto es evidentemente erróneo. Veréis
que el valor y el volumen de la producción aumentan de año en año, que las
fuerzas productivas del trabajo nacional crecen y que la cantidad de dinero
necesaria para poner en circulación esta producción creciente varía sin cesar.
Lo que es cierto al final de cada año y respecto a distintos años comparados
entre sí, lo es también respecto a cada día medio del año. El volumen o la
magnitud de la producción nacional varía continuamente. No es una magnitud
constante, sino variable, y no tiene más remedio que serlo, aun
prescindiendo de las fluctuaciones de la población, por los continuos cambios
que se operan en la acumulación de capital y en las fuerzas
productivas del trabajo. Es completamente cierto que si hoy se implantase
un aumento en el tipo general de salario, este aumento, por sí
solo, cualesquiera que fuesen sus resultados ulteriores, no haría cambiar
inmediatamente el volumen de la producción. En un
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principio tendría que arrancar del estado de cosas existente. Y si la
producción nacional, antes de la subida de salarios, era variable y no
fija, lo seguiría siendo también después de la subida.
Pero, admitamos que el volumen de la producción nacional
fuese constante y no variable. Aun en este caso, lo que nuestro
amigo Weston cree una conclusión lógica, seguiría siendo una afirmación
gratuita. Si tomo un determinado número, digamos 8, los límites
absolutos de esta cifra no impiden que varíen los límites
relativos de sus componentes. Supongamos que la ganancia fuese igual a
6 y los salarios igual a 2: los salarios podrían aumentar hasta 6 y la
ganancia descender hasta 2, pero la cifra total seguiría siendo 8. Así, pues,
el volumen fijo de la producción no llegará jamás a probar la suma fija de los
salarios. ¿Cómo prueba, pues, nuestro amigo Weston esa fijeza? Sencillamente,
afirmándola.
Pero, aunque diésemos por buena su afirmación, ésta tendría
efecto en los dos sentidos, y él sólo quiere que valga en uno. Si el volumen
de los salarios representa una magnitud constante, no se podrá aumentar ni
disminuir. Por tanto, si los obreros obran neciamente cuando arrancan un
aumento temporal de salarios, no menos neciamente obrarían los capitalistas al
imponer una rebaja transitoria de jornales. Nuestro amigo Weston no niega que,
en ciertas circunstancias, los obreros pueden arrancar un aumento de
salarios; pero, como según él la suma de salarios es fija por ley natural,
este aumento provocará necesariamente una reacción. El sabe también, por otra
parte, que los capitalistas pueden imponer una rebaja de salarios, y la
verdad es que lo intentan continuamente. Según el principio de la constancia
de los salarios, en este caso debería seguir una reacción, exacta-
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mente lo mismo que en el caso anterior. Por tanto, los obreros obrarían
acertadamente reaccionando contra las re bajas de los salarios o los intentos
de ellas. Obrarían, por tanto, acertadamente al arrancar aumentos de
salarios, pues toda reacción contra una rebaja de salarios es una
acción por su aumento. Por consiguiente, según el principio de la
estabilidad de los salarios, que sostiene el mismo ciudadano Weston,
los obreros deben, en ciertas circunstancias, unirse y luchar por el aumento
de sus jornales.
Si él niega esta conclusión, tendría que renunciar a la
premisa de la cual se deduce. No debe decir que el volumen de los salarios es
una cantidad constante, sino que, aunque no puede ni debe
aumentar, puede y debe disminuir siempre que al capital le
plazca rebajarlo. Si al capitalista le place alimentaros con patatas en vez de
daros carne, y con avena en vez de trigo, debéis aceptar su voluntad como una
ley de la Economía Política y someteros a ella. Si en un país, por ejemplo en
los Estados Unidos, los tipos de salarios son más altos que en otro, por
ejemplo en Inglaterra, debéis explicaros esta diferencia como una diferencia
entre la voluntad del capitalista norteamericano y la del capitalista inglés;
método éste que, ciertamente, simplificaría mucho, no ya el estudio de los
fenómenos económicos, sino el de todos los demás fenómenos.
Pero, aun así, habría que preguntarse: ¿por qué la
voluntad del capitalista norteamericano difiere de la del capitalista inglés?
Y, para poder contestar a esta pregunta, no tendríamos más remedio que
traspasar los dominios de la voluntad. Un cura podría decirme que Dios
en Francia quiere una cosa y en Inglaterra otra. Y si le apremio a que me
explique esa doble voluntad, podría tener el descaro de contestarme que está
en los designios de Dios tener una
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voluntad en Francia y otra distinta en Inglaterra Pero, seguramente,
nuestro amigo Weston nunca convertirá en argumento esta negación completa de
todo raciocinio.
Indudablemente, la voluntad del capitalista consiste
en embolsarse lo más que pueda. Y lo que hay que hacer no es discurrir acerca
de lo que quiere, sino investigar su poder, los límites de
este poder y el carácter de estos límites.
La conferencia que nos ha dado el ciudadano Weston podría
haberse comprimido hasta caber en una cáscara de nuez.
Toda su argumentación se redujo a lo siguiente: si la clase
obrera obliga a la clase capitalista a pagarle, en forma de salario en dinero,
cinco chelines en vez de cuatro, el capitalista le devolverá en forma de
mercancías el valor de cuatro chelines en vez del valor de cinco. La clase
obrera tendrá que pagar ahora cinco chelines por lo que antes de la subida de
salarios le costaba cuatro. ¿Y por qué ocurre esto? ¿Por qué el capitalista
sólo entrega el valor de cuatro chelines por cinco chelines? Porque la suma de
los salarios es fija. Peto, ¿por qué se cifra precisamente en cuatro chelines
de valor en mercancías? ¿Por qué no se cifra en tres o en dos, o en otra suma
cualquiera? Si el límite de la suma de los salarios está fijado por una ley
económica, independiente tanto de la voluntad del capitalista como de la del
obrero, lo primero que hubiera debido hacer el ciudadano Weston, era exponer y
demostrar esta ley. Hubiera debido demostrar, además, que la suma de salarios
que se abona realmente en
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cada momento dado coincide siempre exactamente con la suma necesaria de los
salarios, sin desviarse jamás de ella. En cambio, si el límite dado de la suma
de salarios depende de la simple voluntad del capitalista o de los
límites de su codicia, trátase de un límite arbitrario, que no encierra nada
de necesario, que puede variar por voluntad del capitalista y que puede
también, por tanto, hacerse variar contra su voluntad.
El ciudadano Weston ilustró su teoría diciéndonos que si una
sopera contiene una determinada cantidad de sopa, destinada a determinado
número de personas, la cantidad de sopa no aumentará porque aumente el tamaño
de las cucharas. Me permitirá que encuentre este ejemplo poco sustancioso. Me
recuerda en cierto modo el apólogo de que se valió Menenio Agripa. Cuando los
plebeyos romanos se pusieron en huelga contra los patricios, el patricio
Agripa les contó que el estómago patricio alimentaba a los miembros plebeyos
del cuerpo político. Lo que no consiguió Agripa fue demostrar que se alimenten
los miembros de un hombre llenando el estómago de otro. El ciudadano Weston, a
su vez, se olvida de que la sopera de que comen los obreros contiene todo el
producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración
mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido, sino
sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas.
¿Qué artimaña permite al capitalista devolver un valor de
cuatro chelines por cinco? La subida de los precios de las mercancías que
vende. Ahora bien; la subida de los precios o, dicho en términos más
generales, las variaciones de los precios de las mercancías, y los precios
mismos de éstas, ¿dependen acaso de la simple voluntad del capitalista o, por
el contrario, tienen que darse ciertas circunstancias para que
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prevalezca esa voluntad? Si no ocurriese esto último, las alzas y bajas,
las oscilaciones incesantes de los precios del mercado serían un enigma
indescifrable.
Si admitimos que no se ha operado en absoluto ningún cambio,
ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en el volumen del capital y
trabajo invertidos, ni en el valor del dinero en que se expresa el valor de
los productos, sino que cambia tan sólo el tipo de salarios, ¿cómo
puede esta alza de salarios influir en los precios de las
mercanáas? Solamente influyendo en la proporción existente entre la oferta
y la demanda de ellas.
Es absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en
conjunto, invierte y tiene forzosamente que invertir sus ingresos en
artículos de primera necesidad. Una subida general del tipo de salarios
determinaría, por tanto, un aumento en la demanda de estos artículos de
primera necesidad y provocaría, con ello, un aumento de sus precios en
el mercado. Los capitalistas que producen estos artículos de primera
necesidad, se resarcirían del aumento de salarios con el alza de los precios
de sus mercancías. Pero, ¿qué ocurriría con los demás capitalistas, que no
producen artículos de primera necesidad? Y no creáis que éstos son pocos. Si
tenéis en cuenta que dos terceras partes de la producción nacional son
consumidas por una quinta parte de la población -- un diputado de la Cámara de
los Comunes afirmó hace poco que estos consumidores formaban sólo la séptima
parte de la población --, podréis imaginaros qué parte tan enorme de la
producción nacional se destina a artículos de lujo o se cambia por
ellos y qué cantidad tan inmensa de artículos de primera necesidad se derrocha
en lacayos, caballos, gatos, etc., derroche que, según nos enseña la
experiencia, llega
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siempre a ser limitado considerablemente al aumentar los precios de los
artículos de primera necesidad.
Pues bien, ¿cuál sería la situación de estos capitalistas que
no producen artículos de primera necesidad? Estos capitalistas no podrían
resarcirse de la baja de su cuota de ganancia, efecto de una subida
general de salarios, elevando los precios de sus mercancías, puesto que
la demanda de éstas no aumentaría Sus ingresos disminuirían, y de estos
ingresos mermados tendrían que pagar más por la misma cantidad de artículos de
primera necesidad que subieron de precio. Pero la cosa no pararía aquí. Como
sus ingresos habrían disminuído, ya no podrían gastar tanto en artículos de
lujo, con lo cual descendería también la demanda mutua de sus respectivas
mercancías. Y, a consecuencia de esta disminución de la demanda, bajarían los
precios de sus mercancías. Por tanto, en estas ramas industriales, la cuota
de ganancia no sólo descendería en simple proporción al aumento
general del tipo de los salarios, sino que este descenso sería proporcionado a
la acción conjunta de la subida general de salarios, del aumento de precios de
los artículos de primera necesidad y de la baja de precios de los artículos de
lujo.
¿Cuál sería la consecuencia de esta diversidad en cuanto a
las cuotas de ganancia de los capitales colocados en las diferentes ramas
de la industria? La misma consecuencia que se produce siempre que, por la
razón que sea, se dan diferencias en las cuotas medias de ganancia de
las diversas ramas de producción. El capital y el trabajo se desplazarían de
las ramas menos rentables a las más rentables; y este proceso de
desplazamiento duraría hasta que la oferta de una rama industrial aumentase
proporcionalmente a la mayor demanda y en las demás ramas industriales
disminuyese con-
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forme a la menor demanda. Una vez operado este cambio, la cuota general
de ganancia volvería a nivelarse en las diferentes ramas de la
industria. Como todo aquel trastorno obedecía en un principio a un simple
cambio en cuanto a la relación entre la oferta y la demanda de diversas
mercancías, al cesar la causa cesarían también los efectos, y los
precios volverían a su antiguo nivel y recobrarían su antiguo
equilibrio. La baja de la cuota de ganancia por efecto de los aumentos
de salarios, en vez de limitarse a unas cuantas ramas industriales, se
generalizaria. Según el supuesto de que partimos, no se introduciría ningún
cambio ni en las fuerzas productivas del trabajo ni en el volumen global de la
producción, sino que aquel volumen de producción dado se limitaría a
cambiar de forma. Ahora, estaría representada por artículos de primera
necesidad una parte mayor del volumen de producción y sería menor la parte
integrada por los artículos de lujo, o, lo que es lo mismo, disminuiría la
parte destinada a cambiarse por mercancías de lujo importadas del extranjero y
consumida en esta forma; o lo que también resulta lo mismo, una parte mayor de
la producción nacional se cambiaría por artículos de primera necesidad
importados, en vez de cambiarse por artículos de lujo. Por tanto, después de
trastornar temporalmente los precios del mercado, la subida general del tipo
de salarios sólo conduciría a una baja general de la cuota de ganancia, sin
introducir ningún cambio permanente en los precios de las mercancías.
Y si se me dice que en la anterior argumentación doy por
supuesto que todo el incremento de los salarios se invierte en artículos de
primera necesidad, replicaré que parto del supuesto más favorable para el
punto de vista del ciudadano Weston. Si el incremento de los salarios se
invirtiese en objetos que antes no entraban en el consumo
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los obreros, no sería necesario pararse a demostrar que su poder
adquisitivo había experimentado un aumento real. Pero, como no es más que la
consecuencia de la subida de los salarios, este aumento del poder adquisitivo
del obrero tiene que corresponder exactamente a la disminución del poder
adquisitivo de los capitalistas. Es decir, que la demanda global de
mercancías no aumentaría, sino que cambiarían los elementos
integrantes de esta demanda. El aumento de la demanda de un lado se
compensaría con la disminución de la demanda de otro lado. Por este camino,
como la demanda global permanece invariable, no se operaría ningún cambio en
los precios de las mercancías.
Os veis, por tanto, situados ante un dilema. Una de dos: o el
incremento de los salarios se invierte por igual en todos los artículos de
consumo, en cuyo caso la expansión de la demanda por parte de la clase obrera
tiene que compensarse con la contracción de la demanda por parte de la clase
capitalista; o el incremento de los salarios sólo se invierte en determinados
artículos cuyos precios en el mercado aumentarán temporalmente: en este caso,
el alza y la baja respectiva de la cuota de ganancia en unas y otras ramas
industriales provocarán un cambio en cuanto a la distribución del capital y el
trabajo, entre tanto la oferta se acople en una rama a la mayor demanda y en
otras a la demanda menor. En el primer supuesto, no se producirá ningún cambio
en los precios de las mercancías. En el segundo supuesto, tras algunas
oscilaciones de los precios del mercado, los valores de cambio de las
mercancías descenderán a su nivel primitivo. En ambos casos, la subida general
del tipo de salarios sólo conducirá, en fin de cuentas, a una baja general de
la cuota de ganancia.
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Para espolear vuestra imaginación, el ciudadano Weston os
invitaba a pensar en las dificultades que acarearía en Inglaterra un alza
general de los jornales de los obreros agrícolas, de nueve a dieciocho
chelines. ¡Pensad, exclamaba, en el enorme aumento de la demanda de artículos
de primera necesidad que eso supondría y, en su consecuencia, la subida
espantosa de los precios a que daría lugarl Pues bien, todos sabéis que los
jornales medios de los obreros agrícolas en Norteamérica son más del doble que
los de los obreros agrícolas en Inglaterra, a pesar de que allí los precios de
los productos agrícolas son más bajos que aquí, a pesar de que en los Estados
Unidos reinan las mismas relaciones generales entre el capital y el trabajo
que en Inglaterra y a pesar de que el volumen anual de la producción
norteamericana es mucho más reducido que el de la inglesa. ¿Por qué, pues,
nuestro amigo echa esta campana a rebato? Sencillamente, para desplazar el
verdadero problema ante nosotros. Un aumento repentino de salarios de nueve a
dieciocho chelines, representaría una subida repentina del 100 por 100. Ahora
bien, aquí no discutimos en absoluto si en Inglaterra podría elevarse de
pronto el tipo general de salario en un 100 por 100. No nos interesa para nada
la cuantía del aumento, que en cada caso concreto depende de las
circunstancias y tiene que adaptarse a ellas. Lo único que nos interesa es
investigar en qué efectos se traduciría un alza general del tipo de salarios,
aunque no exceda del uno por ciento.
Dejando a un lado esta alza fantástica del 100 por 100 del
amigo Weston, voy a encaminar vuestra atención hacia el aumento efectivo de
salarios operado en la Gran Bretaña desde 1849 hasta 1859.
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Todos conocéis la ley de las diez horas, o mejor dicho, de
las diez horas y media, promulgada en 1848. Fue uno de los mayores cambios
económicos que hemos presenciado. Representaba un aumento súbito y obligatorio
de salarios, no ya en algunas industrias locales, sino en las ramas
industriales que van a la cabeza, y por medio de las cuales Inglaterra domina
los mercados del mundo. Era una subida de salarios que se operaba en
circunstancias excepcionalmente desfavorables. El doctor Ure, el profesor
Senior y todos los demás portavoces oficiales de la burguesía en el campo de
la Economía demostraron -- con razones mucho más sólidas que nuestro
amigo Weston, debo decir -- que aquello era tocar a muerto por la industria
inglesa. Demostraron que no se trataba de un aumento de salarios puro y
simple, sino de un aumento de salarios provocado por la disminución de la
cantidad de trabajo invertido y basado en ella. Afirmaban que la duodécima
hora, que se quería arrebatar al capitalista, era precisamente la única en que
éste obtenía su ganancia. Amenazaron con el descenso de la acumulación, la
subida de los precios, la pérdida de mercados, el decrecimiento de la
producción, la reacción consiguiente sobre los salarios y, por
último, la ruina. En realidad, sostenían que las leyes del máximo[2]
de Maximiliano Robespierre eran, comparadas con aquello, una pequeñez; y en
cierto sentido tenían razón. ¿Y cuál fue, en realidad, el resultado? Que los
salarios en dinero de los obreros fabriles aumentaron a pesar de haberse
reducido la jornada de trabajo, que creció considerablemente el número de
obreros fabriles ocupados, que bajaron constantemente los precios de sus
productos, que se desarrollaron maravillosamente las fuerzas productivas de su
trabajo y se dilataron en proporciones inauditas y cada vez mayores los
mercados para sus artículos. Yo mismo pude escuchar en Man-
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chester, en 1860, en una asamblea convocada por la Sociedad para el Fomento
de la Ciencia, cómo el señor Newman confesaba que él, el doctor Ure, Senior y
todos los demás representantes oficiales de la ciencia económica se habían
equivocado, mientras que el instinto del pueblo había sabido ver
certeramente. Cito aquí a W. Newman[3]
y no al profesor Francis Newman, porque aquél ocupa en la ciencia
económica una posición preeminente como colaborador y editor de la Historie
de los Precios [4],
de Mr. Thomas Tooke, esta obra magnífica, que estudia la historia de los
precios desde 1793 hasta 1856. Si la idea fija de nuestro amigo Weston acerca
del volumen fijo de los salarios, de un volumen de producción fijo, de un
grado fijo de fuerzas productivas del trabajo, de una voluntad fija y
permanente de los capitalistas y todo lo demás fijo y definitivo en Weston
fuesen exactos, el profesor Senior habría acertado con sus sombrías
predicciones, y en cambio se habría equivocado Roberto Owen, que
ya en 1816 proclamaba una limitación general de la jornada de trabajo como el
primer paso preparatorio para la emancipación de la clase obrera[5],
implantándola él mismo por su cuenta y riesgo en su fábrica textil de New
Lanark, frente al prejuicio generalizado.
En la misma época en que se implantaba la ley de las diez
horas y se producía el subsiguiente aumento de los salarios, tuvo lugar en la
Gran Bretaña, por razones que no cabe exponer aquí, una subida general de
los jornales de los obreros agrícolas.
Aunque no es necesario para mi objeto inmediato, haré unas
indicaciones previas para no induciros a error.
Si una persona percibe dos chelines de salario a la semana y
éste se le sube a cuatro chelines, el tipo de salario habrá aumentado
en el 100 por 100. Esto, expresado como
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aumento del tipo de salario, parecería algo maravilloso, aunque en
realidad la cuantía efectiva del salario, o sea cuatro chelines a la
semana, siga siendo un mísero salario de hambre. Por tanto, no debéis dejaros
fascinar por los altisonantes tantos por ciento en el tipo de salario,
sino preguntar siempre cuál era la cuantía primitiva del jornal.
Además, comprenderéis que si hay diez obreros que ganan cada
uno dos chelines a la semana, cinco obreros que ganan cinco chelines cada uno
y otros cinco que ganan once, entre los veinte ganarán cien chelines o cinco
libras esterlinas a la semana. Si luego la suma global de estos
salarios semanales aumenta, digamos en un 20 por 100, arrojará una subida de
cinco libras a seis. Fijándonos en el promedio, podríamos decir que, el
tipo general de salarios ha aumentado en un 20 por 100, aunque en
realidad los salarios de los diez obreros no varíen y los salarios de uno de
los dos grupos de cinco obreros sólo aumenten de cinco chelines a seis por
persona, aumentando la suma de salarios del otro grupo de cinco obreros de
cincuenta y cinco a setenta. Aquí, la mitad de los obreros no mejoraría
absolutamente en nada de situación, la cuarta parte experimentaría un alivio
insignificante, y sólo la cuarta parte restante obtendría una mejora efectiva.
Pero, calculando la media, la suma global de salarios de estos veinte
obreros aumentaría en un 20 por 100, y en lo que se refiere al capital global
para el que trabajan y los precios de las mercancías que producen, sería
exactamente lo mismo que si todos participasen por igual en la subida media de
los salarios. En el caso de los obreros agrícolas, como el nivel de los
salarios abonados en los distintos condados de Inglaterra y Escocia difiere
considerablemente, el aumento les afectó de un modo muy desigual.
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Finalmente, durante la época en que tuvo lugar aquella subida
de salarios se manifestaron también influencias que la
contrarrestaban, tales como los nuevos impuestos que trajo consigo la guerra
rusa, la demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas[6],
etc.
Después de tantos prolegómenos, paso a consignar que de 1849
a 1859 el tipo medio de salarios de los obreros del campo en la Gran Bretaña
experimentó un aumento de alrededor del cuarenta por ciento. Podría
aduciros copiosos detalles en apoyo de mi afirmación, pero para el objeto que
se persigue creo que bastará con remitiros a la concienzuda y crítica
conferencia que el difunto Mr. John C. Morton dio en 1860, en la
Sociedad de las Artes de Londres sobre Las fuerzas aplicadas en la
agricultura [7].
El señor Morton expone los datos estadísticos sacados de las cuentas y otros
documentos auténticos de unos cien agricultores, en doce condados de Escocia y
treinta y cinco de Inglaterra.
Según el punto de vista de nuestro amigo Weston, y
considerando además el alza simultánea operada en los salarios de los obreros
fabriles, durante los años 1849-1859, los precios de los productos agrícolas
hubieran debido experimentar un aumento enorme. Pero, ¿qué aconteció, en
realidad? A pesar de la guerra rusa y de las malas cosechas que se dieron
consecutivamente de los años 1854 a 1856, los precios medios del trigo, que es
el principal producto agrícola de Inglaterra, bajaron de unas tres libras
esterlinas por quarter, a que se había cotizado durante los años de 1838 a
1848, hasta unas dos libras y diez chelines el quarter, a que se cotizó de
1849 a 1859. Esto representa una baja del precio del trigo de más del 16 por
loo, con un alza media simultánea del 40 por 100 en los jornales de los
obreros agrícolas. Durante la misma época, si comparamos el final con el co-
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mienzo, es decir, el año 1859 con el de 1849, la cifra del pauperismo
oficial desciende de 934.419 a 860.470, lo que supone una diferencia de 73.949
pobres; reconozco que es una disminución muy pequeña, que además vuelve a
desaparecer en los años siguientes; pero es, con todo, una disminución.
Se nos podría decir que, a consecuencia de la derogación de
las leyes cerealistas[8],
la importación de cereal extranjero durante el período de 1849 a 1859 aumentó
en más de dos veces, comparada con la de 1838 a 1848. Y ¿qué se infiere de
esto? Desde el punto de vista del ciudadano Weston, hubiera debido suponerse
que esta enorme demanda repentina y sin cesar creciente sobre los mercados
extranjeros había hecho subir hasta un nivel espantoso los precios de los
productos agrícolas, puesto que los efectos de la creciente demanda son los
mismos cuando procede de fuera que cuando proviene de dentro. Pero, ¿qué
ocurrió, en realidad? Si se exceptúa algunos años de malas cosechas, vemos que
en Francia se quejan constantemente, durante todo este tiempo, de la ruinosa
baja del precio del trigo; los norteamericanos veíanse constantemente
obligados a quemar el sobrante de su producción, y Rusia, si hemos de creer al
señor Urquhart, atizó la guerra civil en los Estados Unidos porque sus
exportaciones agrícolas estaban paralizadas por la competencia yanqui en los
mercados de Europa.
Reducido a su forma abstracta, el argumento del
ciudadano Weston se traduciría en lo siguiente: todo aumento de la demanda se
opera siempre sobre la base de un volumen dado de producción. Por tanto, no
puede hacer aumentar nunca la oferta de ¿os artículos apetecidos, sino
solamente hacer subir su precio en dinero. Ahora bien, la más común
observación demuestra que, en algunos casos, el aumento de la demanda no
altera para nada los precios de las mercan-
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cías, y que en otros casos provoca un alza pasajera de los precios del
mercado, a la que sigue un aumento de la oferta, seguido a su vez por la baja
de los precios hasta su nivel primitivo, y en muchos casos por
debajo de él. El que el aumento de la demanda obedezca al alza de los
salarios o a otra causa cualquiera, no altera para nada los términos del
problema. Desde el punto de vista del ciudadano Weston, tan difícil resulta
explicarse el fenómeno general como el que se revela bajo las circunstancias
excepcionales de una subida de salarios. Por tanto, su argumento no ha
demostrado nada en cuanto al objeto que nos ocupa. Sólo pone de manifiesto su
perplejidad ante las leyes por virtud de las cuales una mayor demanda provoca
una mayor oferta y no un alza definitiva de los precios del mercado.
Al segundo día de debate, nuestro amigo Weston vistió su
vieja afirmación con nuevas formas. Dijo: al producirse un alza general de los
salarios en dinero, se necesitará más dinero contante para abonar los mismos
salarios. Siendo la cantidad de dinero circulante una cantidad fija,
¿cómo vais a poder pagar, con esa suma fija de dinero circulante, una suma
mayor de salarios en dinero? En un principio, la dificultad surgía de que,
aunque subiese el salario en dinero del obrero, la cantidad de mercancías que
le estaba asignada era fija; ahora, surge del aumento de los salarios en
dinero, a pesar de existir un volumen fijo de mercancías. Y, naturalmente, si
rechazáis su dogma originario, desaparecerán también los perjuicios
concomitantes.
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Voy a demostraros, sin embargo, que este problema del dinero
circulante no tiene nada absolutamente que ver con el tema que nos ocupa.
En vuestro país, el mecanismo de pagos está mucho más
perfeccionado que cn ningún otro país de Europa. Gracias a la extensión y
concentración del sistema bancario, se necesita mucho menos dinero circulante
para poner en circulación la misma cantidad de valores y realizar el mismo o
mayor número de operaciones. En lo que respecta, por ejemplo, a los salarios,
el obrero fabril inglés entrega semanalmente su salario al tendero, que lo
envía todas las semanas al banquero; éste lo devuelve semanalmente al
fabricante, quien vuelve a pagarlo a sus obreros, y así sucesivamente. Gracias
a este mecanismo, el salario anual de un obrero, que ascienda, supongamos, a
cincuenta y dos libras esterlinas, puede pagarse con un solo soberano que
recorra todas las semanas el mismo ciclo. Incluso en Inglaterra, este
mecanismo de pagos no es tan perfecto como en Escocia, y no en todas partes
presenta la misma perfección; por eso vemos que, por ejemplo, en algunas
comarcas agrícolas se necesita, si las comparamos con las comarcas fabriles,
mucho más dinero circulante para poner en circulación un volumen más pequeño
de valores.
Si cruzáis el Canal, veréis que los salarios en dinero
son mucho más bajos que en Inglaterra, a pesar de lo cual en Alemania, en
Italia, en Suiza y en Francia éstos se ponen en circulación mediante una
cantidad mucho mayor de dinero circulante. El mismo soberano no va a parar
tan rápidamente a manos del banquero, ni retorna con tanta prontitud al
capitalista industrial; por eso, en lugar del soberano necesario para poner en
circulación cincuenta y dos libras esterlinas al año, para abonar un salario
anual que ascienda a la
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suma de veinticinco libras se necesitan tal vez tres soberanos. De este
modo, comparando los países del continente con Inglaterra, veréis en seguida
que salarios en dinero bajos pueden exigir, para su circulación, cantidades
mucho mayores de dinero circulante que los salarios altos, y que esto no es,
en realidad, más que un problema puramente técnico, que nada tiene que ver con
el tema que nos ocupa.
Según los mejores cálculos que conozco, los ingresos anuales
de la clase obrera de este país pueden cifrarse en unos 250 millones de libras
esterlinas. Esta enorme suma se pone en circulación mediante unos tres
millones de libras. Supongamos que se produzca una subida de salarios del 50
por loo. En vez de tres millones, se necesitarían cuatro millones y medio en
dinero circulante. Como una parte considerable de los gastos diarios del
obrero se cubre con plata y cobre, es decir, con simples signos monetarios,
cuyo valor en relación al oro se fija arbitrariamente por la ley, al igual que
el valor del papel moneda no canjeable, resulta que esa subida del 50 por 100
en los salarios en dinero supondría, en el peor de los casos, el aumentar la
circulación, digamos, en un millón de soberanos. Se lanzaría a la circulación
un millón, que ahora está reposando en los sótanos del Banco de Inglaterra o
en las cajas de la Banca privada, en forma de lingotes o de moneda acuñada. E
incluso podría ahorrarse, y se ahorraría efectivamente, el gasto
insignificante que supondría la acuñación suplementaria o el adicional
desgaste de ese millón, si la necesidad de aumentar el dinero puesto en
circulación produjese algún rozamiento. Todos sabéis que el dinero circulante
de este país se divide en dos grandes ramas. Una parte, consistente en
billetes de banco de las más diversas clases, se emplea en las transacciones
entre comerciantes, y también en las transacciones entre comer-
pág. 20
ciantes y consumidores, para saldar los pagos más importantes; otra parte
de los medios de circulación, la moneda de metal, circula en el comercio al
por menor. Aunque distintas, estas dos dases de medios de circulación se
mezclan y combinan mutuamente. Así, las monedas de oro circulan, en una buena
proporción, incluso en pagos importantes, para cubrir las cantidades
fraccionarias inferiores a cinco libras. Pues bien: si mañana se emitiesen
billetes de cuatro libras, de tres o de dos, el oro que llena estos canales de
circulación, saldría en seguida de ellos y afluiría a aquellos canales en que
fuese necesario para atender a la subida de los jornales en dinero. Por este
procedimiento, podría abastecerse el millón adicional exigido por la subida de
los salarios en un 50 por 100, sin añadir ni un solo soberano. Y el mismo
resultado se conseguiría, sin emitir ni un billete de banco adicional, con
sólo aumentar la circulación de letras de cambio, como ocurrió durante mucho
tiempo en el condado de Lancaster.
Si una subida general del tipo de salarios, por ejemplo del
100 por 100, como el ciudadano Weston supone respecto a los salarios de los
obreros del campo, provocase una gran alza en los precios de los artículos de
primera necesidad y exigiese, según sus conceptos, una suma adicional de
medios de pago, que no podría conseguirse, una baja general de salarios
debería producir el mismo resultado y en idéntica proporción, aunque en
sentido inverso. Pues bien, todos sabéis que los años 1858 a 1860 fueron los
años más prósperos para la industria algodonera y que sobre todo el año de
1860 ocupa a este respecto un lugar único en los anales del comercio; este año
fue también de gran florecimiento para las otras ramas industriales. En 1860,
los salarios de los obreros del algodón y de los demás obreros relacionados
con esta
pág. 21
industria fueron más altos que nunca hasta entonces. Pero vino la crisis
norteamericana, y todos estos salarios viéronse reducidos de pronto a la
cuarta parte, aproximadamente, de su suma anterior. En sentido inverso, esto
habría supuesto una subida del 300 por 100. Cuando los salarios suben de cinco
chelines a veinte, decimos que experimentan una subida del 300 por 100; Si
bajan de veinte chelines a cinco, decimos que descienden el 75 por 100, pero
la cuantía de la subida en un caso y de la baja en el otro es la misma, a
saber: 15 chelines. Sobrevino, pues, un cambio repentino en el tipo de los
salarios, como jamás se había conocido anteriormente, y el cambio afectó a un
número de obreros que, si no incluimos tan sólo a los que trabajaban
directamente en la industria algodonera, sino también a los que dependían
indirectamente de esta industria, excedía en una mitad al número de los
obreros agrícolas. ¿Acaso bajó el precio del trigo? Al contrario, subió
de 47 chelines y 8 peniques por quarter, que había sido el precio medio en los
tres años de 1858 a 1860, a 55 chelines y 10 peniques el quarter, según la
media anual de los tres años de 1861 a 1863, Por lo que se refiere a los
medios de pago, durante el año 1861 se acuñaron en la Casa de la Moneda
8.673.232 libras esterlinas, contra 3.378.102 libras que se habían acuñado en
1860; es decir, que en 1861 se acuñaron 5.295.130 libras esterlinas más que en
1860, Es cierto que el volumen de circulación de billetes de banco en 1861
arrojó 1.319.000 Iibras menos que el de 1860, Descontemos esto y aun quedará
para el año 1861, comparado con el anterior año de prosperidad, 1860, un
superávit de medios de circulación por valor de 3.976.130 libras, casi cuatro
millones de libras esterlinas; en cambio, la reserva de oro del Banco de
Inglaterra durante este período de
pág. 22
tiempo disminuyó, no en la misma proporción exactamente pero en una
proporción aproximada.
Comparad ahora el año 1862 con el año 1842. Prescindiendo del
enorme aumento del valor y del volumen de las mercancías en circulación, el
capital desembolsado solamente para cubrir las operaciones regulares de
acciones, empréstitos, etc., de valores de los ferrocarriles, asciende, en
Inglaterra y Gales, durante el año 1862, a la suma de 320.000.000 de libras
esterlinas, cifra que en 1842 habría parecido fabulosa. Y, sin embargo, las
sumas globales de los medios de circulación fueron casi iguales en los años
1862 y 1842; y, en términos generales, advertiréis, frente a un enorme aumento
de valor no sólo de las mercancías, sino también en general de las operaciones
en dinero, una tendencia a la disminución progresiva de los medios de pago.
Desde el punto de vista de nuestro amigo Weston, esto es un enigma
indescifrable.
Si hubiese ahondado algo más en el asunto, habría visto que,
prescindiendo de los salarios y suponiendo que éstos permanezcan invariables,
el valor y el volumen de las mercancías puestas en circulación, y, en general,
la cuantía de las operaciones en dinero concertadas, varían diariamente que la
cuantía de billetes de banco emitidos varía diariamente; que la cuantía de los
pagos que se efectúan sin ayuda de dinero, por medio de letras de cambio,
cheques, créditos sentados en los libros, las clearing houses, varía
diariamente; que en la medida en que se necesita acudir al verdadero dinero en
metálico, la proporción entre las monedas que circulan y las monedas y los
lingotes guardados en reserva o atesorados en los sótanos de los Bancos, varía
diariamente; que la suma del oro absorbido por la circulación nacional y
enviado al extranjero para los fines de la circulación inter-
pág. 23
nacional, varía diariamente. Habría visto que su dogma de un volumen fijo
de los medios de pago es un tremendo error, incompatible con la realidad de
todos los días. Se habría informado de las leyes que permiten a los medios de
pago adaptarse a condiciones que varían tan constantemente, en vez de
convertir su falsa concepción acerca de las leyes de la circulación monetaria
en un argumento contra la subida de los salarios.
Nuestro amigo Weston hace suyo el proverbio latino de
repetitio est mater studiorum, que quiere decir: la repetición es la
madre del estudio, razón por la cual nos repite su dogma inicial bajo la nueva
forma de que la reducción de los medios de pago operada por la subida de los
salarios determinaría una disminución del capital, etcétera. Después de haber
tratado de sus extravagancias acerca de los medios de pago, considero de todo
punto inútil detenerme a examinar las consecuencias imaginarias que él cree
emanan de su imaginaria conmoción de los medios de pago. Paso, pues,
inmediatamente a reducir a su expresión teórica más simple su dogma,
que es siempre uno y el mismo, aunque lo repita bajo tantas formas
diversas.
Una sola observación pondrá de manifiesto la ausencia de
sentido crítico con que trata su tema. Se declara contrario a la subida de
salarios o a los salarios altos que resultarían a consecuencia de esta subida.
Ahora bien, le pregunto yo: ¿qué son salarios altos y qué salarios bajos? ¿Por
qué, por ejemplo, cinco chelines semanales se considera como salario bajo y
veinte chelines a la semana se reputa salario
pág. 24
alto? Si un salario de cinco es bajo en comparación con uno de veinte, el
de veinte será todavía más bajo en comparación con uno de doscientos. Si
alguien diese una conferencia sobre el termómetro y se pusiese a declamar
sobre grados altos y grados bajos, no enseñaría nada a nadie. Lo primero que
tendría que explicar es cómo se encuentra el punto de congelación y el punto
de ebullición y cómo estos dos puntos determinantes obedecen a leyes naturales
y no a la fantasía de los vendedores o de los fabricantes de termómetros. Pues
bien, por lo que se refiere a los salarios y las ganancias, el ciudadano
Weston no sólo no ha sabido deducir de leyes económicas esos puntos
determinantes, sino que no ha sentido siquiera la necesidad de indagarlos. Se
contenta con admitir las expresiones vulgares y corrientes de bajo y alto,
como si estos términos tuviesen alguna significación fija, a pesar de que
salta a la vista que los salarios sólo pueden calificarse de altos o de bajos
comparándolos con alguna norma que nos permita medir su magnitud.
El ciudadano Weston no podrá decirme por qué se paga una
determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo. Si me
contestase que esto lo regula la ley de la oferta y la demanda, le pediría
ante todo que me dijese por qué ley se regulan, a su vez, la demanda y la
oferta. Y esta contestación le pondría inmediatamente fuera de combate. Las
relaciones entre la oferta y la demanda de trabajo se hallan sujetas a
constantes fluctuaciones, y con ellas fluctúan los precios del trabajo en el
mercado. Si la demanda excede de la oferta, suben los salarios; si la oferta
rebasa a la demanda, los salarios bajan, aunque en tales circunstancias pueda
ser necesario comprobar el verdadero estado de la demanda y la oferta,
v. gr., por medio de una huelga o por otro procedimiento cualquiera. Pero si
tomáis la oferta
pág. 25
y la demanda como ley reguladora de los salarios, sería tan pueril como
inútil clamar contra las subidas de salarios, puesto que, con arreglo a la ley
suprema que invocáis, las subidas periódicas de los salarios son tan
necesarias y tan legítimas como sus bajas periódicas. Y si no
consideráis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios,
entonces repito mi pregunta anterior: ¿por qué se da una determinada suma de
dinero por una determinada cantidad de trabajo?
Pero enfoquemos la cosa desde un punto de vista más amplio:
os equivocaríais de medio a medio, si creyerais que el valor del trabajo o de
cualquier otra mercancía se determina, en último término, por la oferta y la
demanda. La oferta y la demanda no regulan más que las oscilaciones
pasajeras de los precios en el mercado. Os explicarán por qué el precio de un
artículo en el mercado sube por encima de su valor o cae por debajo de
él, pero no os explicarán jamás este valor en sí. Supongamos que la
oferta y la demanda se equilibren o se cubran mutuamente, como dicen los
economistas. En el mismo instante en que estas dos fuerzas contrarias se
nivelan, se paralizan mutuamente y dejan de actuar en uno u otro sentido. En
el instante mismo en que la oferta y la demanda se equilibran y dejan, por
tanto, de actuar, el precio de una mercancía en el mercado
coincide con su valor real, con el precio normal en torno al cual
oscilan sus precios en el mercado. Por tanto, si queremos investigar el
carácter de este valor, no tenemos que preocuparnos de los efectos
transitorios que la oferta y la demanda ejercen sobre los precios del mercado.
Y otro tanto cabría decir de los salarios y de los precios de todas las demás
mercancías.
pág. 26
Reducidos a su expresión teórica más simple, todos los
argumentos de nuestro amigo se traducen en un solo y único dogma: "Los
precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios ".
Frente a este anticuado y desacreditado error, podría invocar
el testimonio de la observación práctica. Podría deciros que los obreros
fabriles, los mineros, los trabajadores de los astilleros y otros obreros
ingleses, cuyo trabajo está relativamente bien pagado, baten a todas las demás
naciones por la baratura de sus productos, mientras que el jornalero agrícola
inglés, por ejemplo, cuyo trabajo está relativamente mal pagado, es batido por
casi todas las demás naciones, a consecuencia de la carestía de sus productos.
Comparando unos artículos con otros dentro del mismo país y las mercancías de
distintos países entre sí, podría demostrar que, si se prescinde de algunas
excepciones más aparentes que reales, por término medio, el trabajo bien
retribuido produce mercancías baratas y el trabajo mal pagado mercancías
caras. Esto no demostraría, naturaímente, que el elevado precio del trabaio,
en unos casos, y en otros su precio bajo sean las causas respectivas d~e estos
efectos diametralmente opuestos, pero sí serviría para probar, en todo caso,
que los precios de las mercancías no se determinan por los precios del
trabajo. Sin embargo, es de todo punto superfluo, para nosotros, aplicar este
método empírico.
Podría, tal vez, negarse que el ciudadano Weston haya
sostenido el dogma de que "los precios de las mercancías se determinan o
regulan por los salarios ". Y el hecho es que jamás lo ha formulado. Dijo,
por el contrario, que la ganancia y la renta del suelo son también partes
integrantes
pág. 27
de los precios de las mercancías, puesto que de éstos tienen que ser
pagados no sólo los salarios de los obreros, sino también las ganancias del
capitalista y las rentas del terrateniente. Pero, ¿cómo se forman los precios,
según su modo de ver? Se forman, en primer término, por los salarios. Luego,
se añade al precio un tanto por ciento adicional a beneficio del capitalista y
otro tanto por ciento adicional a beneficio del terrateniente. Supongamos que
los salarios abonados por el trabajo invertido en la producción de una
mercancía ascienden a diez. Si la cuota de ganancia fuese del 100 por 100, el
capitalista añadiría a los salarios desembolsados diez, y si la cuota de renta
fuese también del 100 por 100 sobre los salarios, habría que añadir diez más,
con lo cual el precio total de la mercancía se cifraría en treinta. Pero
semejante determinación del precio significaría simplemente que éste se
determina por los salarios Si éstos, en nuestro ejemplo anterior, ascendiesen
a veinte, el precio de la mercancía ascendería a sesenta, y así sucesivamente.
He aquí por qué todos los escritores anticuados de Economía Política que
sentaban la tesis de que los salarios regulan los precios, intentaban probarla
presentando la ganancia y la renta del suelo como simples porcentajes
adicionales sobre los salarios. Ninguno de ellos era capaz, naturalmente,
de reducir los límites de estos recargos porcentuales a una ley económica.
Parecían creer, por el contrario, que las ganancias se fijaban por la
tradición, la costumbre, la voluntad del capitalista o por cualquier otro
método igualmente arbitrario e inexplicable. Cuando dicen que las ganancias se
determinan por la competencia entre los capitalistas, no dicen absolutamente
nada. Esta competencia, indudablemente, nivela las distintas cuotas de
ganancia de las diversas industrias, o sea,
pág. 28
las reduce a un nivel medio, pero jamás puede determinar este nivel mismo o
la cuota general de ganancia.
¿Qué queremos decir, cuando afirmamos que los precios de las
mercancías se determinan por los salarios? Como el salario no es más que una
manera de denominar el precio del trabajo, al decir esto, decimos que los
precios de las mercancías se regulan por el precio del trabajo. Y como
"precio" es valor de cambio -- y cuando hablo del valor, me refiero
siempre al valor de cambio --, valor de cambio expresado en
dinero, aquella afirmación equivale a esta otra: "el valor de las
mercancías se determina por el valor del trabajo ", o, lo que es lo mismo:
"el valor del trabajo es la medida general de valor ".
Pero, ¿cómo se determina, a su vez, "el valor del trabajo
"? Al llegar aquí, nos encontramos en un punto muerto. Siempre y cuando,
claro está, que intentemos razonar lógicamente. Pero los defensores de esta
teoría no sienten grandes escrúpulos en materia de lógica. Tomemos, por
ejempío, a nuestro amigo Weston. Primero nos decía que los saíarios regulaban
los precios de las mercancías y que, por tanto, éstos tenían que subir cuando
subían los salarios. Luego, virando en redondo, nos demostraba que una subida
de salarios no serviría de nada, porque habrán subido también los precios de
las mercancías y porque los salarios se medían en realidad por los precios de
las mercancías con ellos compradas. Así pues, empezamos por la afirmación de
que el valor del trabajo determina el valor de la mercancía, y terminamos
afirmando que el valor de la mercancía determina el valor del trabajo. De este
modo, no hacemos más que movernos en el más vicioso de los círculos sin llegar
a ninguna conclusión.
pág. 29
Salta a la vista, en general, que, tomando el valor de una
mercancía, por ejemplo el trabajo, el trigo u otra mercancía cualquiera, como
medida y regulador general del valor, no hacemos más que desplazar la
dificultad, puesto que determinamos un valor por otro que, a su vez, necesita
ser determinado.
Expresado en su forma más abstracta, el dogma de que "los
salarios determinan los precios de las mercancias" viene a decir que "el valor
se determina por el valor", y esta tautología sólo demuestra que, en realidad,
no sabemos nada del valor. Si admitiésemos semejante premisa, toda discusión
acerca de las leyes generales de la Economía Política se convertiría en pura
cháchara. Por eso hay que reconocer a Ricardo el gran mérito de haber
destruido hasta en sus cimientos, con su obra "Principios de Economía
Política ", publicada en 1817, el viejo error, tan difundido y
gas tado, de que "los salarios determinan los precios",[9]
error que habían rechazado Adam Smith y sus predecesores franceses en la parte
verdaderamente científica de sus investigaciones, y que, sin embargo,
reprodujeron en sus capítulos más exotéricos y vulgarizantes.
¡Ciudadanos! He llegado al punto en que tengo que entrar en
el verdadero desarroílo del tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un
modo muy satisfactorio, pues ello me obligaría a recorrer todo el campo de la
Economía Política. Habré de limitarme, como dicen los franceses, a
effleurer la question, a tocar tan sólo los aspectos fundamentales del
problema.
pág. 30
La primera cuestión que tenemos que plantear es ésta: ¿Qué es
el valor de una mercancía? ¿Cómo se determina?
A primera vista, parece como si el valor de una mercancía
fuese algo completamente relativo, que no puede determinarse sin
considerar una mercancía en relación con todas las demás. Y, en efecto, cuando
hablamos del valor, del valor de cambio de una mercancía, entendemos las
cantidades proporcionales en que se cambia por todas las demás mercancías.
Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se regulan las proporciones en que
se cambian unas mercancías por otras?
Sabemos por experiencia que estas proporciones varían hasta
el infinito. Si tomamos una sola mercancía, trigo por ejemplo, veremos que un
quarter de trigo se cambia por otras mercancías en una serie casi infinita de
proporciones. Y, sin embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se
exprese en seda, en oro o en otra mercancía cualquiera, este valor tiene que
ser forzosamente algo distinto e independiente de esas diversas
proporciones en gue se cambia por otros artículos. Tiene que ser posible
expresar en una forma muy distinta estas diversas ecuaciones entre diversas
mercancías.
Además, cuando digo que un quarter de trigo se cambia por
hierro en una determinada proporción o que el valor de un quarter de trigo se
expresa en una determinada cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y
su equivalente en hierro son iguales a una tercera cosa que no es ni
trigo ni hierro, ya que doy por supuesto que expresan la misma magnitud en dos
formas distintas. Por tanto, cada uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo
que el hierro, debe poder reducirse de por sí, independientemente del otro, a
aquella tercera cosa, que es la medida común de ambos.
pág. 31
Para aclarar este punto, recurriré a un ejemplo geométrico
muy sencillo. Cuando comparamos el área de varios triángulos de las más
diversas formas y magnitudes, o cuando comparamos triángulos con rectángulos o
con otra figura rectilínea cualquiera, ¿cómo procedemos? Reducimos el área de
cualquier triángulo a una expresión completamente distinta de su forma
visible. Y como, por la naturaleza del triángulo, sabemos que su área es igual
a la mitad del producto de su base por su altura, esto nos permite comparar
entre sí los diversos valores de toda clase de triángulos y de todas las
figuras rectilíneas, puesto que todas ellas pueden dividirse en un cierto
número de triángulos.
El mismo procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los
valores de las mercancías. Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión
común, distinguiéndolos solamente por la proporción en que contienen esta
medida igual.
Como los valores de cambio de las mercancías no son
más que funciones sociales de las mismas y no tienen nada que ver con
sus propiedades naturales, lo primero que tenemos que preguntarnos es
esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas las mercancías? Es el
trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en ella o
incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente
trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su
uso personal y directo, para consumirlo él mismo, crea un producto,
pero no una mercancía. Como productor que se man tiene a sí mismo no
tiene nada que ver con la sociedad. Pero, para producir una mercancía,
no sólo tiene que crear un artículo que satisfaga alguna necesidad
social, sino que su mismo trabajo ha de representar una parte
integrante de la suma global de trabajo invertido por la sociedad. Ha de
hallarse supeditado a la división del trabajo dentro de la so-
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ciedad. No es nada sin los demás sectores del trabajo, y, a su vez,
tiene que integrarlos.
Cuando consideramos las mercancías como valores, las
consideramos exclusivamente bajo el solo aspecto de trabajo social
realizado, plasmado, o si queréis, cristalizado. Así
consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las otras en cuanto
representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por ejemplo, en un
pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo que en un
ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el
tiempo que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días,
etcétera. Naturalmente, para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo
se reducen a trabajo medio o simple, como a su unidad de medida.
Llegamos, por tanto, a esta conclusión Una mercancía tiene
un valor por ser cristalización de un trabajo social. La
magnitud de su valor o su valor relativo depende de la mayor o
menor cantidad de sustancia social que encierra; es decir, de la cantidad
relativa de trabajo necesaria para su producción. Por tanto, los valores
relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes
cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas
en ellas. Las cantidades correspondientes de mercancías que pueden
ser producidas en el mismo tiempo de trabajo, son iguales. O,
dicho de otro modo: el valor de una mercancía guarda con el valor de otra
mercancía la misma proporción que la cantidad de trabajo plasmada en una
guarda con la cantidad de trabajo plasmada en la otra.
Sospecho que muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe
una diferencia tan grande, o alguna, la que sea, entre la determinación de los
valores de las mercancías a base de los salarios y su determinación por
las cantidades relativas
pág. 33
de trabajo necesarias para su producción? Pero no debéis perder de
vista que la retribución del trabajo y la cantidad de trabajo
son cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que en un quarter
de trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de trabajo.
Me valgo de este ejemplo porque fue empleado ya por Benjamín Franklin en su
primer ensayo, publicado en 1729 y titulado A Modest Inquiry into the
Nature and Necessity of a Paper Currency (Una modesta
investigación sobre la naturaleza y la necesidad del papel moneda)[10].
En este libro, Franklin fue uno de los primeros en hallar la verdadera
naturaleza del valor. Así pues, hemos supuesto que un quarter de trigo y una
onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser
cristalización de cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o
tantas semanas de trabajo plasmado en cada una de ellas ¿Acaso, para
determinar los valores relativos del oro y del trigo del modo que lo hacemos,
nos referimos para nada a los salarios que perciben los obreros
agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo. Dejamos completamente sin
determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal de estos obreros, ni
siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado. Aun suponiendo que
sí, los salarios han podido ser muy desiguales. Puede ocurrir que el obrero
cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él dos bushels,
mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber percibido por su
trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus salarios sean
iguales, pueden diferir en las más diversas proporciones de los valores de las
mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la tercera parte,
la cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de aquel quarter
de trigo o de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no pueden
rebasar los valores
pág. 34
de las mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que
éstos, pero sí pueden ser inferiores en todos los grados imaginables.
Sus salarios se hallarán limitados por los valores de los
productos, pero los valores de sus productos no se hallarán limitados
por los salarios. Y, sobre todo, aquellos valores, los valores relativos del
trigo y del oro, por ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del
trabajo invertido en ellos, es decir, sin atender para nada a los
salarios. La determinación de los valores de las mercancías por las
cantidades relativas de trabajo plasmado en ellas difiere, como se ve,
radicalmente del método tautológico de la determinación de los valores de las
mercancías por el valor del trabajo, o sea por los salarios. Sin
embargo, en el curso de nuestra investigación tendremos ocasión de aclarar más
todavía este punto.
Para calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos
que añadir a la cantidad de trabajo últimamente invertido en ella la
que se encerró antes en las materias primas con que se elabora la
mercancía y el trabajo incorporado a las herramientas, maquinaria y edificios
empleados en la producción de dicha mercancía. Por ejemplo, el valor de una
determinada cantidad de hilo de algodón es la cristalización de la cantidad de
trabajo que se incorpora al algodón durante el proceso del hilado y, además,
de la cantidad de trabajo plasmado anteriormente en el mismo algodón, de la
cantidad de trabajo que se encierra en el carbón, el aceite y otras materias
auxiliares empleadas, y de la cantidad de trabajo materializado en la máquina
de vapor, los husos, el edificio de la fábrica, etc. Los instrumentos de
producción propiamente dichos, tales como herramientas, maquinaria y
edificios, se utilizan constantemente, durante un período de tiempo más o
menos largo, en procesos reiterados de pro-
pág. 35
ducción. Si se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas,
se transferiría inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a
producir. Pero como un huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se
calcula un promedio, tomando por base su duración media y su desgaste medio
durante determinado tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte
del valor del huso pasa al hilo fabricado durante un día y qué parte, por
tanto, corresponde, dentro de la suma global de trabajo que se encierra, v.
gr., en una libra de hilo, a la cantidad de trabajo plasmada anteriormente en
el huso. Para el objeto que perseguimos, no es necesario detenerse más en este
punto.
Podría pensarse que, si el valor de una mercancía se
determina por la cantidad de trabajo que se invierte en su producción,
cuanto más perezoso o más torpe sea un operario más valor encerrará la
mercancía producida por él, puesto que el tiempo de trabajo necesario para
producirla será mayor. Pero el que tal piensa incurre en un lamentable error.
Recordaréis que yo empleaba la expresión "trabajo social ", y en esta
denominación de "social " se encierran muchas cosas. Cuando decimos que
el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo
encerrado o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo
necesario para producir esa mercancía en un estado social dado y bajo
determinadas condiciones sociales medias de producción, con una intensidad
media social dada y con una destreza media en el trabajo que se invierte.
Cuando en Inglaterra el telar de vapor empezó a competir con el telar manual,
para convertir una determinada cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de
paño bastaba con la mitad del tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora,
el pobre tejedor manual tenía que trabajar diecisiete o dieciocho horas
diarias,
pág. 36
en vez de las nueve o diez que trabajaba antes. No obstante, el producto de
sus veinte horas de trabajo sólo representaba diez horas de trabajo social, es
decir, diez horas de trabajo socialmente necesario para convertir una
determinada cantidad de hilo en artículos textiles. Por tanto, su producto de
veinte horas no tenía más valor que el que antes elaboraba en diez.
Por consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente
necesario materializado en las mercancías es lo que determina el valor de
cambio de éstas, al crecer la cantidad de trabajo requerido para producir una
mercancía aumenta forzosamente su valor, y viceversa, al disminuir aquélla,
baja ésta.
Si las respectivas cantidades de trabajo necesario para
producir las mercancías respectivas permaneciesen constantes, serían también
constantes sus valores relativos. Pero no sucede así. La cantidad de trabajo
necesario para producir una mercancía cambia constantemente, al cambiar las
fuerzas productivas del trabajo aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas
productivas del trabajo, más productos se elaboran en un tiempo de trabajo
dado; y cuanto menores son, menos se produce en el mismo tiempo. Si, por
ejemplo, al crecer la población se hiciese necesario cultivar terrenos menos
fértiles, habría que invertir una cantidad mayor de trabajo para obtener la
misma producción, y esto haría subir el valor de los productos agrícolas. De
otra parte, si con los modernos medios de producción, un solo hilador
convierte en hilo, durante una jornada, muchos miles de veces la cantidad de
algodón que él podría haber hilado durante el mismo tiempo con el torno de
hilar, es evidente que cada libra de algodón absorberá miles de veces menos
trabajo de hilado que antes, y, por consiguiente, el valor que el pro-
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ceso de hilado incorpora a cada libra de algodón será miles de veces menor.
Y en la misma proporción bajará el valor del hilo.
Prescindiendo de las diferencias que se dan en las energias
naturales y en la destreza adquirida para el trabajo entre los distintos
pueblos, las fuerzas productivas del trabajo dependerán, principalmente:
1. De las condiciones naturales del trabajo:
fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos mineros, etc.
2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas
sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, de la
concentración del capital, de la combinación del trabajo, de la división del
trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación
de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y
del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los
demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a
ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o
cooperativo de éste. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo,
menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto,
menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas
productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de
productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos,
pues, establecer como ley general lo siguiente:
Los valores de las mercancías están en razón directa al
tiempo de trabajo invertido en su producción y en razón inversa a las fuerzas
productivas del trabajo empleado.
Como hasta aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré
también algunas palabras acerca del precio, que es una forma peculiar
que reviste el valor,
pág. 38
De por sí, el precio no es otra cosa que la
expresión en dinero del valor. Los valores de todas las mercancías de
este país, por ejemplo, se expresan en precios oro, mientras que en el
continente se expresan principalmente en precios plata. El valor del oro o de
la plata se determina, como el de cualquier mercancía, por la cantidad de
trabajo necesario para su extracción. Cambiáis una cierta suma de vuestros
productos nacionales, en la que se cristaliza una determinada cantidad de
vuestro trabajo nacional, por los productos de los países productores de oro y
plata, en los que se cristaliza una determinada cantidad de su trabajo.
Es así, por el cambio precisamente, cómo aprendéis a expresar en oro y plata
los valores de todas las mercancías, es decir, las cantidades de trabajo
empleadas en su producción. Si ahondáis más en la expresión en dinero del
valor, o lo que es lo mismo, en la conversión del valor en precio,
veréis que se trata de un proceso por medio del cual dais a los valores
de todas las mercancías una forma independiente y homogénea, o mediante
el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo social. En la
medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue llamado,
por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses,
prix nécessaire.
¿Qué relación guardan, pues, el valor y los precios
del mercado, o los precios naturales y los precios del
mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es el mismo
para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las
condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del
mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social
que, bajo condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer el
mercado con una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con
arreglo a la cantidad global de una mercancía de determinada clase.
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Hasta aquí, el precio de una mercancía en el
mercado coincide con su valor. De otra parte, las oscilaciones de
los precios del mercado, que unas veces exceden del valor o precio natural y
otras veces quedan por debajo de él, dependen de las fluctuaciones de la
oferta y la demanda. Los precios del mercado se desvían constantemente de los
valores, pero, como dice Adam Smith:
El precio natural . . . es el precio central, hacia el que
gravitan constantemente los precios de todas las mercancías. Diversas
circunstancias accidentales pueden hacer que estos precios excedan a veces
considerablemente de aquél, y otras veces desciendan un poco por debajo de él.
Pero, cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden detenerse en este
centro de reposo y estabilidad, tienden continuamente hacia él.[11]
Ahora no puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste
decir que si la oferta y la demanda se equilibran, los precios de las
mercancías en el mercado corresponderán a sus precios naturales, es decir, a
sus valores, los cuales se determinan por las respectivas cantidades de
trabajo necesario para su producción. Pero la oferta y la demanda
tienen que tender siempre a equilibrarse, aunque sólo lo hagan
compensando una fluctuación con otra, un alza con una baja, y
viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las fluctuaciones diarias,
analizáis el movimiento de los precios del mercado durante períodos de tiempo
más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke en su Historia de los
Precios, descubriréis que las fluctuaciones de los precios en el mercado,
sus desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se paralizan y se
compensan unas con otras, de tal modo
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que, si prescindimos de la influencia que ejercen los monopolios y algunas
otras modificaciones que aquí tengo que pasar por alto, todas las clases de
mercancías se venden, por término medio, por sus respectivos valores o
precios naturales. Los períodos de tiempo medios durante los cuales se
compensan entre sí las fluctuaciones de los precios en el mercado difieren
según las distintas clases de mercancías, porque en unas es más fácil que en
otras adaptar la oferta a la demanda.
Por tanto, si en términos generales y abrazando períodos de
tiempo relativamente largos, todas las clases de mercancías se venden por sus
respectivos valores, es un absurdo suponer que la ganancia -- no en casos
aislados, sino la ganancia constante y normal de las distintas industrias --
brote de un recargo de los precios de las mercancías o del hecho de que
se las venda por un precio que exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se
evidencia con sólo generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como
vendedor, tendría que perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada
decir que hay gentes que son compradores sin ser vendedores, o consumidores
sin ser productores. Lo que éstos pagasen al productor tendrían que recibirlo
antes gratis de él. Si una persona toma vuestro dinero y luego os lo devuelve
comprándoos vuestras mercancías, nunca os haréis ricos, por muy caras que se
las vendáis. Esta clase de negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás
contribuir a obtener una ganancia.
Por tanto, para explicar el carácter general de la
ganancia no tendréis más remedio que partir del teorema de que las
mercancías se venden, por término medio, por sus verdaderos
valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las mercancías por su
valor, es decir, en proporción a la cantidad
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de trabajo materializado en ellas. Si no conseguís explicar la ganancia
sobre esta base, no conseguiréis explicarla de ningún modo. Esto parece una
paradoja y algo que choca con lo que observamos todos los días. También es
paradójico el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol y de que el agua
esté formada por dos gases muy inflamables. Las verdades científicas son
siempre paradójicas, si se las mide por el rasero de la experiencia cotidiana,
que sólo percibe la apariencia engañosa de las cosas.
Después de analizar, en la medida en que podíamos hacerlo en
un examen tan rápido, la naturaleza del valor, del valor de una
mercancía cualquiera, hemos de encaminar nuestra atención al peculiar
valor del trabajo. Y aquí, nuevamente tengo que provocar vuestro
asombro con otra aparente paradoja. Todos vosotros estáis convencidos de que
lo que vendéis todos los días es vuestro trabajo; de que, por tanto, el
trabajo tiene un precio, y de que, puesto que el precio de una mercancía no es
más que la expresión en dinero de su valor, tiene que existir, sin duda, algo
que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no existe tal cosa como
valor del trabajo, en el sentido corriente de la palabra. Hemos visto
que la cantidad de trabajo necesario cristalizado en una mercancía constituye
su valor. Aplicando ahora este concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar
el valor de una jornada de trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo
se encierra en esta jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor
de una jornada de trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a
la cantidad de
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trabajo contenido en aquélla, haríamos una afirmación tautológica, y además
sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido verdadero
pero oculto de la expresión "valor del trabajo ", estaremos en
condiciones de explicar esta aplicación irracional y aparentemente imposibíe
del valor, del mismo modo que estamos en condiciones de explicar los
movimientos aparentes o meramente percibidos de los cuerpos celestes, después
de conocer sus movimientos reales.
Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo,
sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el
derecho a disponer de ella. Tan es así, que no sé si las leyes inglesas, pero
sí, desde luego, algunas leyes continentales, fijan el máximo de tiempo
por el que una persona puede vender su fuerza de trabajo Si se le permitiese
venderla sin limitación de tiempo, tendríamos inmediatamente restablecida la
esclavitud. Semejante venta, si comprendiese, por ejemplo, toda la vida del
obrero, le convertiría inmediatamente en esclavo perpetuo de su patrono.
Tomás Hobbes, uno de los más viejos economistas y de los
filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviathan,
instintivamente, este punto, que todos sus sucesores han pasado por alto. Dice
Hobbes: "Lo que un hombre vale o en lo que se estima es,
como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se daría por el
uso de su fuerza. "[12]
Partiendo de esta base, podemos determinar el valor del
trabajo, como el de cualquier otra mercancía.
Pero, antes de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene
ese fenómeno extraño de que en el mercado nos encontramos con un grupo de
compradores que poseen tierras, maquinaria, materias primas y medios de vida.
cosas todas
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que, fuera de la tierra virgen, son otros tantos productos del
trabajo, y de otro lado, un grupo de vendedores que no tienen nada que
vender más que su fuerza de trabajo, sus brazos laboriosos y sus cerebros?
¿Cómo se explica que uno de los grupos compre constantemente para obtener una
ganancia y enriquecerse, mientras que el otro grupo vende constantemente para
ganar el sustento de su vida? La investigación de este problema sería la
investigación de aquello que los economistas denominan "acumulación previa
u originaria ", pero que debería llamarse, expropiación originaria.
Y veríamos entonces que esta llamada acumulación originaria no es sino
una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad
originaria que existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo.
Sin embargo, esta investigación cae fuera de la órbita de nuestro tema actual.
Una vez consumada la separación entre el trabajador y los medios de
trabajo, este estado de cosas se mantendrá y se reproducirá sobre una escala
cada vez más alta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de
producción lo eche por tierra y restaure la primitiva unidad bajo una forma
histórica nueva.
¿Qué es, pues, el valor de la fuerza de trabajo?
Al igual que el de toda otra mercancía, este valor se
determina por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. La fuerza
de trabajo de un hombre existe, pura y exclusivamente, en su individualidad
viva. Para poder desarrollarse y sostenerse, un hombre tiene que consumir una
determinada cantidad de artículos de primera necesidad. Pero el hombre, al
igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser reemplazado por otro. Además
de la cantidad de artículos de primera necesidad requeridos para su
propio
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sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado número de
hijos, llamados a reemplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la
raza obrera. Además, es preciso dedicar otra suma de valores al desarrollo de
su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza. Para nuestro
objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo medio, cuyos gastos de
educación y perfeccionamiento son magnitudes insignificantes. Debo, sin
embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar que, del mismo modo que el
coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta calidad es distinto,
tienen que serlo también los valores de la fuerza de trabajo aplicada en los
distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios
descansa en un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a
realizarse. Es un brote de ese falso y superficial radicalismo que admite las
premisas y pretende rehuir las conclusiones. Sobre la base del sistema del
salario, el valor de la fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de otra
mercancía cualquiera; y como distintas clases de fuerza de trabajo tienen
distintos valores o exigen distintas cantidades de trabajo para su producción,
tienen que tener distintos precios en el mercado de trabajo. Pedir
une retribución igual, o simplemente una retribución equitativa,
sobre la base del sistema del salariado, es lo mismo que pedir libertad
sobre la base de un sistema esclavista. Lo que pudierais reputar justo o
equitativo, no hace al caso. El problema está en saber qué es lo necesario e
inevitable dentro de un sistema dado de producción.
Según lo que dejamos expuesto, el valor de la fuerza de
trabajo se determina por el valor de los artículos de primera
necesidad exigidos para producir, desarrollar, mantener y perpetuar la
fuerza de trabajo.
pág. 45
Supongamos ahora que el promedio de los artículos de primera
necesidad imprescindibles diariamente al obrero requiera, para su producción,
seis horas de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas
de trabajo medio se materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres
chelines. En estas condiciones, los tres chelines serían el precio o la
expresión en dinero del valor diario de la fuerza de trabajo de este
hombre. Si trabajase seis horas, produciría diariamente un valor que bastaría
para comprar la cantidad media de sus artículos diarios de primera necesidad o
para mantenerse como obrero.
Pero nuestro hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene
que vender su fuerza de trabajo a un capitalista. Si la vende por tres
chelines diarios o por dieciocho chelines semanales, la vende por su valor.
Supongamos que se trata de un hilador. Si trabaja seis horas al dia,
incorporará al algodón diariamente un valor de tres chelines. Este valor
diariamente incorporado por él representaria un equivalente exacto del salario
o precio de su fuerza de trabajo que se le abona diariamente. Pero en este
caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o
plusproducto. Aqui es donde tropezamos con la verdadera dificultad.
Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su
valor, el capitalista adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a
consumir o usar la mercancia comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se
consume o se usa poniéndole a trabajar, ni más ni menos que una máquina se
consume o se usa haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el
valor diario o semanal de la fuerza
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de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a hacerla
trabajar durante todo el día o toda la semana. La jornada de trabajo o
la semana de trabajo tienen, naturalmente, ciertos limites, pero sobre esto
volveremos en detalle más adelante.
Por el momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto
decisivo.
El valor de la fuerza de trabajo se determina por la
cantidad de trabajo necesario para su conservación o reproducción, pero el
uso de esta fuerza de trabajo no encuentra más límite que la energía
activa y la fuerza física del obrero. El valor diario o semanal de la
fuerza de trabajo y el ejercicio diario o semanal de esta misma fuerza de
trabajo son dos cosas completamente distintas, tan distintas como el pienso
que consume un caballo y el tiempo que puede llevar sobre sus lomos al jinete.
La cantidad de trabajo que sirve de límite al valor de la fuerza de
trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo que su
fuerza de trabajo puede ejecutar. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador.
Veíamos que, para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador
necesitaba reproducir diariamente un valor de tres chelines, lo que hacia con
su trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad de
trabajar diez o doce horas, y aún más, diariamente. Y el capitalista, al pagar
el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere
el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará
trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias. Es decir, que
sobre y por encima de las seis horas necesarias para reponer su
salario, o el valor de su fuerza de trabajo, tendrá que trabajar otras seis
horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se tra-
pág. 47
ducirá en una plusvalía y en un plusproducto. Si, por
ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo diario de seis horas, añadia al
algodón un valor de tres chelines, valor que constituye un equivalente exacto
de su salario, en doce horas incorporará al algodón un valor de seis chelines
y producirá el correspondiente superávit de hilo. Y, como ha vendido su
fuerza de trabajo al capitalista, todo el valor, o sea, todo el producto
creado por él pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore de
su fuerza de trabajo. Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista
realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que
hay cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que
hay cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir diariamente esta
operación, el capitalista adelantará diariamente tres chelines y se embolsará
cada día seis, la mitad de los cuales volverá a invertir en pagar nuevos
salarios, mientras que la otra mitad forma la plusvalía, por la que el
capitalista no abona ningún equivalente. Este tipo de intercambio entre el
capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción capitalista o
al sistema del asalariado, y tiene incesantemente que conducir a la
reproducción del obrero como obrero y del capitalista como capitalista.
La cuota de plusvalía dependerá, si las demás
circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre la
parte de la jornada de trabajo necesaria para reproducir el valor de la fuerza
de trabajo y el plustiempo o plustrabajo destinado al
capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la jornada de
trabajo se prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero, con su
trabajo, se limita a reproducir el valor de su fuerza de trabajo o a reponer
su salario.
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Ahora tenemos que volver a la expresión de "valor o precio
del trabajo ".
Hemos visto que, en realidad, este valor no es más que el de
la fuerza de trabajo medido por los valores de las mercancías necesarias para
su manutención. Pero, como el obrero sólo cobra su salario después de
realizar su trabajo y como, además, sabe que lo que entrega realmente al
capitalista es su trabajo, necesariamente se imagina que el valor o precio de
su fuerza de trabajo es el precio o valor de su trabajo mismo.
Si el precio de su fuerza de trabajo son tres chelines, en los que se
materializan seis horas de trabajo, y si trabaja doce horas, forzosamente
considera esos tres chelines como el valor o precio de doce horas de trabajo,
aunque estas doce horas de trabajo representan un valor de seis chelines. De
aquí se desprenden dos conclusiones:
Primera. El valor o precio de la fuerza de
trabajo reviste la apariencia del precio o valor del trabajo mismo,
aunque en rigor las expresiones de valor y precio del trabajo carecen de
sentido.
Segunda. Aunque sólo se paga una parte del
trabajo diario del obrero, mientras que la otra parte queda sin
retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o plustrabajo es
precisamente el fondo del que sale la plusvalía o ganancia,
parece como si todo el trabajo fuese trabajo retribuido.
Esta apariencia engañosa distingue al trabajo
asalariado de las otras formas históricas del trabajo. Dentro del
sis tema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no retribuido parece
trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo de los esclavos
parece trabajo no retribuido hasta la parte del trabajo que se paga.
Naturalmente, para poder trabajar, el
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esclavo tiene que vivir, y una parte de su jornada de trabajo sirve para
reponer el valor de su propio sustento. Pero, como entre él y su amo no ha
mediado trato alguno ni se celebra entre ellos ningún acto de compra y venta,
parece como si el esclavo entregase todo su trabajo gratis.
Fijémonos por otra parte en el campesino siervo, tal como
existía, casi podríamos decir hasta ayer mismo, en todo el oriente de Europa.
Este campesino trabajaba, por ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de
su propiedad o en la que le había sido asignada, y los tres días siguientes
los destinaba a trabajar obligatoriamente'y gratis en la finca de su señor.
Como vemos, aquí las dos partes del trabajo, la pagada y la no retribuida,
aparecían separadas visiblemente, en el tiempo y en el espacio, y nuestros
liberales rebosaban indignación moral ante la idea absurda de que se obligase
a un hombre a trabajar de balde.
Pero, en realidad, tanto da que una persona trabaje tres días
de la semana para sí, en su propia tierra, y otros tres días gratis en la
finca de su señor, como que trabaje todos los días, en la fábrica o en el
taller, seis horas para sí y seis para su patrono; aunque en este caso la
parte del trabajo pagado y la del trabajo no retribuido aparezcan
inseparablemente confundidas, y el carácter de toda la transacción se disfrace
completamente con la interposición de un contrato y el pago
abonado al final de la semana En el primer caso el trabajo no retribuido
parece entregado voluntariamente y, en el otro, arrancado por la fuerza. Tal
es toda la diferencia.
Siempre que emplee las palabras "valor del trabajo ",
las emplearé como término popular para indicar el "valor de la fuerza de
trabajo ".
pág. 50
Supongamos que una hora media de trabajo se materialice en un
valor de seis peniques, o doce horas medias de trabajo en un valor de seis
chelines. Supongamos, asimismo, que el valor del trabajo represente tres
chelines o el producto de seis horas de trabajo. Si en las materias primas,
maquinaria, etc., que se consumen para producir una determinada mercancía, se
materializan veinticuatro horas medias de trabajo, su valor ascenderá a doce
chelines. Si, además, el obrero empleado por el capitalista añade a estos
medios de producción doce horas de trabajo, estas doce horas se materializan
en un valor adicional de seis chelines. Por tanto, el valor total del
producto se elevará a treinta y seis horas de trabajo materializado,
equivalente a dieciocho chelines. Pero, como el valor del trabajo o el salario
abonado al obrero sólo representa tres chelines, resultará que el capitalista
no abona ningún equivalente por las seis horas de plustrabajo rendidas por el
obrero y materializadas en el valor de la mercancía. Por tanto, vendiendo esta
mercancía por su valor, por dieciocho chelines, el capitalista obtendrá un
valor de tres chelines, sin desembolsar ningún equivalente a cambio de él.
Estos tres chelines representarán la plusvalía o ganancia que el capitalista
se embolsa. Es decir, que el capitalista no obtendrá la ganancia de tres
chelines por vender su mercancía a un precio que exceda de su valor,
sino vendiéndola por su valor real.
El valor de una mercancía se determina por la cantidad
total de trabajo que encierra. Pero una parte de esta cantidad de trabajo
se materializa en un valor por el que se abonó un equivalente en forma de
salarios; otra parte se
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materializa en un valor por el que no se pagó ningún equivalente.
Una parte del trabajo encerrado en la mercancía es trabajo retribuido ;
otra parte, trabajo no retribuido. Por tanto, cuando el capitalista
vende la mercancía por su valor, es decir, como cristalización de la
cantidad total de trabajo invertido en ella, tiene necesariamente que
venderla con ganancia. Vende no sólo lo que le ha costado un equivalente, sino
también lo que no le ha costado nada, aunque haya costado el trabajo de su
obrero. Lo que la mercancía le cuesta al capitalista y lo que en realidad
cuesta, son cosas distintas. Repito, pues, que las ganancias normales y medias
se obtienen vendiendo mercancías no por encima de su verdadero valor
sino a su verdadero valor.
La plusvalia, o sea aquella parte del valor total de
la mercancía en que se materializa el plustrabajo o trabajo no
retribuido del obrero, es lo que yo llamo ganancia. Esta ganancia
no se la embolsa en su totalidad el empresario capitalista. El monopolio del
suelo permite al terrateniente embolsarse una parte de esta plusvalía
bajo el nombre de renta del suelo, lo mismo si el suelo se utiliza para
fines agrícolas que si se destina a construir edificios, ferrocarriles o a
otro fin productivo cualquiera. Por otra parte, el hecho de que la posesión de
los medios de trabajo permita al empresario ca pitalista producir una
plusvalía o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse una determinada
cantidad de trabajo no retribuido, permite al propietario de los medios de
trabajo, que los presta total o parcialmente al empresario capitalista, en
pág. 52
una palabra, permite al capitalista que presta el dinero,
reivindicar para sí mismo otra parte de esta plusvalía, bajo el nombre de
interés, con lo que al empresario capitalista, como tal, sólo le
queda la llamada ganancia industrial o comercial.
Con arreglo a qué leyes se opera esta división del importe
total de la plusvalía entre las tres categorías de gentes mencionadas, es una
cuestión que cae bastante lejos de nuestro tema. Pero, de lo que dejamos
expuesto, se desprende, por lo menos, lo siguiente:
La renta del suelo, el interés y la ganancia
industrial no son más que otros tantos nombres diversos para expresar
las diversas partes de la plusvalía de una mercancía o del
trabajo no retribuido que en ella se materializa, y brotan todas
por igual de esta fuente y sólo de ella. No provienen del suelo como
tal, ni del capital de por sí; mas el suelo y el capital permiten a sus
poseedores obtener su parte correspondiente en la plusvalía que el empresario
capitalista estruja al obrero. Para el mismo obrero, la cuestión de si esta
plusvalía, fruto de su plustrabajo o trabajo no retribuido, se la embolsa
exclusivamente el empresario capitalista o éste se ve obligado a ceder a otros
una parte de ella bajo el nombre de renta del suelo o interés, sólo tiene una
importancia secundaria. Supongamos que el empresario capitalista maneje
solamente su capital propio y sea su propio terrateniente; en este caso, toda
la plusvalía irá a parar a su bolsillo.
Es el empresario capitalista quien extrae directamente al
obrero esta plusvalía, cualquiera que sea la parte que, en último término,
pueda reservarse para sí mismo. Por eso, esta relación entre el empresario
capitalista y el obrero asalariado es la piedra angular de todo el sistema del
salariado y de todo el régimen actual de producción. Por consiguiente, no
tenian razón algunos de los ciudadanos que intervinieron
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en nuestro debate, cuando intentaban empequeñecer las cosas y presentar
esta relación fundamental entre el empresario capitalista y el obrero como una
cuestión secundaria, aunque, por otra parte, si tenian razón al afirmar que,
en ciertas circunstancias, una subida de los precios puede afectar de un modo
muy desigual al empresario capitalista, al terrateniente, al capitalista que
facilita el dinero y, si queréis, al recaudador de contribuciones.
De lo dicho se desprende, además, otra consecuencia.
La parte del valor de la mercancia que representa solamente
el valor de las materias primas y de las máquinas, en una palabra, el valor de
los medios de producción consumidos, no arroja ningún ingreso,
sino que sólo repone el capital. Pero, aun fuera de esto, es
falso que la otra parte del valor de la mercancia, la que proporciona
ingresos o puede desembolsarse en forma de salarios, ganancias, renta del
suelo e intereses, esté formada por el valor de los salarios, el valor
de la renta del suelo, el valor de la ganancia, etc. Por el momento, dejaremos
a un lado los salarios y sólo trataremos de la ganancia industrial, los
intereses y la renta del suelo. Acabamos de ver que la plusvalía que se
encierra en la mercancia o aquella parte del valor de ésta en que se
materializa el trabajo no retribuido, se descompone, a su vez, en
varias partes, que llevan tres nombres distintos. Pero afirmar que su valor se
halla integrado o formado por la suma de los valores
independientes de estas tres partes integrantes, seria decir todo lo
contrario de la verdad.
Si una hora de trabajo se materializa en un valor de seis
peniques, y si la jornada de trabajo del obrero es de doce horas, y la mitad
de este tiempo es trabajo no retribuido, este plustrabajo añadirá a la
mercancia una plusvalía de tres chelines; es decir, un valor por el que no se
ha pagado equi-
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valente alguno. Esta plusvalía de tres chelines representa todo el
fondo que el empresario capitalista puede repartir, en la proporción que
sea, con el terrateniente y el que le presta el dinero. El valor de estos tres
chelines forma el límite del valor que pueden repartirse entre sí. Pero no es
el empresario capitalista el que añade al valor de la mercanía un valor
arbitrario para su ganancia, añadiéndose luego otro valor para el
terrateniente, etc., etc., por donde la suma de estos valores arbitrariamente
fijados representaría el valor total. Veis, por tanto, la falacia de la idea
corriente que confunde la descomposición de un valor dado en tres
partes con la formación de aquel valor mediante la suma de tres valores
independientes, convirtiendo de este modo en una magnitud arbitraria el
valor total, del que salen la renta del suelo, la ganancia y el interés.
Supongamos que la ganancia total obtenida por el capitalista
sea de 100 libras esterlinas. Esta suma considerada como magnitud
absoluta, la denominamos volumen de ganancia. Pero si calculamos
la proporción que guardan estas 100 libras esterlinas con el capital
desembolsado, a esta magnitud relativa la llamamos cuota de
ganancia. Es evidente que esta cuota de ganancia puede expresarse bajo dos
formas.
Supongamos que el capital desembolsado en salarios son
100 libras. Si la plusvalía creada arroja también 100 libras -- lo cual nos
demostraría que la mitad de la jornada de tra bajo del obrero está formada por
trabajo no retribuido --, y si midiésemos esta ganancia por el valor
del capital desem bolsado en salarios, diríamos que la cuota de
ganancía era del 100 por 100, ya que el valor desembolsado sería cien y el
valor producido doscientos.
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Por otra parte, si tomásemos en consideración no sólo el
capital desembolsado en salarios, sino todo el capital
desembolsado, por ejemplo, 500 libras esterlinas, de las cuales 400
representan el valor de las materias primas, maquinaria, etc., diríamos que la
cuota de ganancia sólo asciende al 20 por 100, ya que la ganancia de
cien libras no sería más que la quinta parte del capital total
desembolsado.
El primer modo de expresar la cuota de ganancia es el único
que nos revela la proporción real entre el trabajo pa gado y el no retribuido,
el grado real de la exploitation (permitidme el empleo de esta palabra
francesa) del trabajo. El otro modo de expresar es el usual y es, en
efecto, apropiado para ciertos fines. En todo caso, es muy cómoda para ocultar
el grado en que el capitalista estruja al obrero trabajo gratuito.
En lo que todavía me resta por exponer, emplearé la palabra
ganancia para expresar toda la masa de plusvalía estrujada por el
capitalista, sin atender para nada a la división de esta plusvalía entre las
diversas partes interesadas, y cuando emplee el término de cuota de
ganancia mediré siempre la ganancia por el valor del capital desembolsado
en salarios
Si del valor de una mercancía descontamos la parte destinada
a reponer el de las materias primas y otros medios de producción empleados, es
decir, si descontamos el valor que representa el trabajo pretérito
encerrado en ella, el valor restante se reducirá a la cantidad de trabajo
añadida por el
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obrero últimamente empleado. Si este obrero trabaja doce horas
diarias, y doce horas de trabajo medio cristalizan en una suma de oro igual a
seis chelines, este valor adicional de seis chelines será el único
valor creado por su trabajo. Este valor dado, determinado por su tiempo de
trabajo, es el único fondo del que tanto él como el capitalista tienen que
sacar su respectiva parte o dividendo, el único valor que ha de dividirse en
salarios y ganancias. Es evidente que este valor mismo no variará aunque varíe
la proporción en que pueda dividirse entre ambas partes interesadas. Y la cosa
tampoco cambiará si, en vez de un obrero aislado, ponemos a toda la población
obrera, y en vez de una sola jornada de trabajo, doce millones de jornadas de
trabajo, por ejemplo.
Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este
valor, que es limitado, es decir, el valor medido por el trabajo total del
obrero, cuanto más perciba el uno menos obtendrá el otro, y viceversa.
Partiendo de una cantidad dada, una de sus partes aumentará siempre en la
misma proporción en que la otra disminuye. Si los salarios cambian, cambiarán,
en sentido opuesto, las ganancias. Si los salarios bajan, subirán las
ganancias; y si aquéllos suben, bajarán éstas. Si el obrero, arrancando de
nuestzo supuesto anterior, cobra tres chelines, equivalentes a la mitad del
valor creado por él, o si la totalidad de su jornada de trabajo consiste en la
mitad de trabajo pagado y la otra mitad de trabajo no retribuido, la cuota
de ganancia será del 100 por 100, ya que el capitalista obtendrá también
tres chelines. Si el obrero sólo cobra dos chelines, o sólo trabaja para sí la
tercera parte de la jornada total, el capitalista obtendrá cuatro chelines, y
la cuota de ganancia será del 200 por 100. Si el obrero cobra cuatro chelines,
el capitalista sólo recibirá dos, y la
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cuota de ganancia descenderá al 50 por 100. Pero todas estas variaciones no
influyen en el valor de la mercancía. Por tanto, una subida general de
salarios determinaría una disminución de la cuota general de ganancia; pero no
haría cambiar los valores.
Sin embargo, aunque los valores de las mercancías, que han de
regular en última instancia sus precios en el mercado, se hallan determinados
exclusivamente por la cantidad total de trabajo plasmado en ellos y no por la
división de esta cantidad en trabajo pagado y trabajo no retribuido, de aquí
no se deduce, ni mucho menos, que los valores de las mercancías sueltas o
lotes de mercancías fabricadas, por ejemplo, en doce horas, sean siempre los
mismos. El número o la masa de las mercanúas fabricadas en un
determinado tiempo de trabajo o mediante una determinada cantidad de éste,
depende de la fuerza productiva del trabajo empleado, y no de su
extensión en el tiempo o duración. Con un determinado grado de fuerza
productiva del trabajo de hilado, por ejemplo, podrán producirse, en una
jornada de trabajo de doce horas, doce libras de hilo; con un grado más bajo
de fuerza productiva, se producirán solamente dos. Por tanto, si las doce
horas de trabajo medio se materializan en un valor de seis chelines, en el
primer caso las doce libras de hilo costarían seis chelines, lo mismo que
costarían, en el segundo caso, las dos libras. Es decir, que en el primer caso
una libra de hilo saldrá por seis peniques, y en el segundo caso por tres
chelines. Esta diferencia de precio obedecería a la diferencia existente entre
las fuerzas productivas del trabajo empleado. Con la mayor fuerza productiva,
una hora de trabajo se materializaría en una libra de hilo, mientras que con
la fuerza productiva menor, en una libra de hilo se materializarían seis horas
de trabajo. En el primer caso, el
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precio de una libra de hilo no excedería de seis peniques, aunque los
salarios fueran relativamente altos y la cuota de ganancia baja. En el segundo
caso, ascendería a tres chelines, aun con salarios bajos y una cuota de
ganancia elevada. Y ocurriría así, porque el precio de la libra de hilo se
determina por el total del trabajo que encierra en ella y no por la
proporción en que este total se divide en trabajo pagado y trabajo no
retribuido. El hecho apuntado antes por mí de que un trabajo bien pagado
puede producir mercancías baratas y un trabajo mal pagado puede producir
mercancías caras, pierde, con esto, su apariencia paradójica. Este hecho no es
más que la expresión de la ley general de que el valor de una mercancía se
determina por la cantidad de trabajo invertido en ella y de que la cantidad de
trabajo invertido depende enteramente de la fuerza productiva del trabajo
empleado, variando por tanto al variar la productividad del trabajo.
Examinemos ahora seriamente los casos principales en que se
procura la subida de los salarios o se opone una resistencia a su reducción.
1. Hemos visto que el valor de la fuerza de
trabajo, o para decirlo en términos más populares, el valor del
trabajo, está determinado por el valor de los artículos de primera
necesidad o por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. Por
consiguiente, si en un determinado país el valor de los artículos de primera
necesidad que por término
pág. 59
medio consume diariamente un obrero representa seis horas de trabajo,
expresadas en tres chelines, este obrero tendrá que trabajar diariamente seis
horas para producir el equivalente de su sustento diario. Si su jornada de
trabajo es de doce horas, el capitalista le pagará el valor de su trabajo
abonándole tres chelines. La mitad de la jornada de trabajo será trabajo no
retribuido, y por tanto, la cuota de ganancia arrojará el 100 por 100. Pero
supongamos ahora que a consecuencia de una disminución de la productividad del
trabajo, hace falta más trabajo para producir, digamos, la misma cantidad de
productos agrícolas que antes, con lo cual el precio de la cantidad media de
artículos de primera necesidad requeridos diariamente subirá de tres chelines
a cuatro. En este caso, el valor del trabajo aumentaría en una tercera
parte, o sea, en el 33 1/3 por 100. Para producir el
equivalente del sustento diario del obrero, dentro del nivel de vida anterior,
serían necesarias ocho horas de la jornada de trabajo. Por tanto, el
plustrabajo bajaría de seis horas a cuatro, y la cuota de ganancia se
reduciría del 100 al 50 por 100. El obrero que, en estas condiciones, pidiese
un aumento de salario, se limitaría a exigir que se le abonase el valor
incrementado de su trabajo, como cualquier otro vendedor de una mercancía,
que cuando aumenta el coste de producción de ésta, procura que se le pague el
incremento del valor. Y si los salarios no suben, o no suben en la proporción
suficiente para compensar la subida en el valor de los artículos de primera
necesidad, el precio del trabajo descenderá por debajo del valor del
trabajo, y el nivel de vida del obrero empeorará.
Pero también puede operarse un cambio en sentido contrario.
Al elevarse la productividad del trabajo, puede ocurrir que la misma cantidad
de artículos de primera necesidad
pág. 60
consumidos por término medio en un día baje de tres a dos chelines, o que,
en vez de seis horas de la jornada de trabajo, basten cuatro para reproducir
el equivalente del valor de los artículos de primera necesidad consumidos en
un día Esto permitirá al obrero comprar por dos chelines exactamente los
mismos artículos de primera necesidad que antes le costaban tres. En realidad,
disminuiría el valor del trabajo ; pero este valor mermado dispondría
de la misma cantidad de mercancías que antes. Así, la ganancia subiría de tres
a cuatro chelines y la cuota de ganancia del 100 al 200 por 100. Y, aunque el
nivel de vida absoluto del obrero seguiría siendo el mismo, su salario
relativo, y por tanto su posición social relativa, comparada con
la del capitalista, habrían bajado. Oponiéndose a esta rebaja de su salario
relativo, el obrero no haría más que luchar por obtener una parte en las
fuerzas productivas incrementadas de su propio trabajo y mantener su antigua
posición relativa en la escala social Así, después de la derogación de las
leyes cerealistas, y violando flagrantemente las promesas solemnísimas que
habían hecho en su campaña de propaganda contra aquellas leyes, los amos de
las fábricas inglesas rebajaron los salarios, por regla general, en un 10 por
100. Al principio, la oposición de los obreros fue frustrada; pero más tarde
se pudo recobrar el 10 por 100 perdido, a consecuencia de circunstancias que
no puedo detenerme a examinar aquí.
2. Los valores de los artículos de primera
necesidad y por consiguiente, el valor del trabajo pueden permanecer
invariables y, sin embargo, el precio en dinero de aquéllos puede
sufrir una alteración, porque se opere un cambio previo en el valor del
dinero.
Con el descubrimiento de yacimientos más abundantes etc., dos
onzas de oro, por ejemplo, no costarían más tra-
pág. 61
bajo del que antes exigía la producción de una onza. En este caso, el valor
del oro descendería a la mitad, 0 al 50 por 100. Y como, a consecuencia de
esto, los valores de todas las demás mercancías se expresarían en el
doble de su precio en dinero anterior, esto se haría extensivo también
al valor del trabajo. Las doce horas de trabajo que antes se expresaban
en seis chelines, ahora se expresarían en doce. Por tanto, si el salario del
obrero siguiese siendo de tres chelines, en vez de subir a seis, resultaría
que el precio en dinero de su trabajo sólo correspondería a la mitad
del valor de su trabajo, y su nivel de vida empeoraría espantosamente. Y
lo mismo ocurriría en un grado mayor o menor si su salario subiese, pero no
proporcionalmente a la baja del valor del oro. En este caso, no se habría
operado el menor cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en la
of erta y la demanda, ni en los valores. Nada habría cambiado menos el
nombre en dinero de estos valores. Decir que en este caso el obrero no
debe luchar por una subida proporcional de su salario, equivale a pedirle que
se resigne a que se le pague su trabajo en nombres y no en cosas. Toda la
historia del pasado demuestra que, siempre que se produce tal depreciación del
dinero, los capitalistas se apresuran a aprovechar esta coyuntura para
defraudar a los obreros. Una numerosa escuela de economistas asegura que, como
consecuencia de los nuevos descubrimientos de tierras auríferas, de la mejor
explotación de las minas de plata y del abaratamiento en el suministro de
mercurio, ha vuelto a bajar el valor de los metales preciosos. Esto explicaria
los intentos generales y simultáneos que se hacen en el continente por
conseguir una subida de salarios.
3. Hasta aquí hemos partido del supuesto de que la
jornada de trabajo tiene limites dados. Pero, en realidad, la
pág. 62
jornada de trabajo no tiene, por sí misma, límites constantes. El capital
tiende constantemente a dilatarla hasta el máximo de su duración físicamente
posible, ya que en la misma proporción aumenta el plustrabajo y, por tanto, la
ganancia que de él se deriva. Cuanto más consiga el capital alargar la jornada
de trabajo, mayor será la cantidad de trabajo ajeno que se apropiará. Durante
el siglo XVII, y todavía durante los dos primeros tercios del XVIII, la jornada normal de trabajo, en toda Inglaterra, era de diez horas.
Durante la guerra antijacobina,[13]
que fue, en realidad, una guerra de los barones ingleses contra las masas
trabajadoras de Inglaterra, el capital celebró sus días orgiásticos y prolongó
la jornada de diez horas, a doce, a catorce, a dieciocho. Malthus, que no puede infundir precisamente sospechas de tierno
sentimentalismo, declaró en un folleto, publicado hacia el año 1815,[14]
que la vida de la nación sería amenazada en sus raíces, si las cosas seguían
como hasta allí. Algunos años antes de introducirse con carácter general las
máquinas de nueva invención, hacia 1765, vio la luz en Inglaterra
un folleto titulado An Essay on Trade [15]
("Un ensayo sobre la industria"). El anónimo autor de este folleto, enemigo
jurado de las clases trabajadoras, declama acerca de la necesidad de extender
los límites de la jornada de trabajo. Entre otras cosas, propone crear, a este
objeto, casas de trabajo, que, como él mismo dice, habrían de ser
"casas de terror " ¿Y cuál es la duración de la jornada de trabajo que
propone para estas "casas de terror"? Doce horas, precisamente la
jornada que en 1832 los capitalistas, los economistas y los
ministros declaraban no sólo como vigente en realidad, sino además, como el
tiempo de trabajo necesario para los niños menores de doce años.[16]
pág. 63
Al vender su fuetza de trabajo, como no tiene más remedio que
hacer dentro del sistema actual, el obrero cede al capitalista el derecho a
usar esta fuerza, pero dentro de ciertos límites razonables. Vende su fuerza
de trabajo para conservarla, salvo su natural desgaste, pero no para
destruirla. Y como la vende por su valor diario o semanal, se sobreentiende
que en un día o en una semana no ha de someterse su fuerza de trabajo a un uso
o desgaste de dos días o dos semanas. Tomemos una máquina con un valor de mil
libras esterlinas. Si se agota en diez años, añadirá anualmente cien libras al
valor de las mercancías que ayuda a producir. Si se agota en cinco años, el
valor añadido por ella será de doscientas libras anuales; es decir, que el
valor de su desgaste anual está en razón inversa al tiempo en que se agota.
Pero esto distingue entre el obrero y la máquina. La máquina no se agota
exactamente en la misma proporción en que se usa. En cambio, el hombre se
agota en una proporción mucho mayor de la que podría suponerse a base del
simple aumento numérico de trabajo.
Al esforzarse por reducir la jornada de trabajo a su antigua
duración razonable, o, allí donde no pueden arrancar una fijación legal de la
jornada normal de trabajo, por contrarrestar el trabajo excesivo mediante una
subida de salarios -- subida no sólo en proporción con el tiempo adicional que
se les estruja, sino en una proporción mayor --, los obreros no hacen más que
cumplir con un deber para consigo mismos y para con su raza. Ellos únicamente
ponen límites a las usurpaciones tiránicas del capital. El tiempo es el
espacio en que se desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún
tiempo libre, cuya vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas
del sueño, las comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el
capi-
pág. 64
talista, es menos que una bestia de carga. Físicamente destrozado y
espiritualmente embrutecido, es una simple máquina para producir riqueza
ajena. Y, sin embargo, toda la historia de la moderna industria demuestra que
el capital, si no se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin
miramientos, por reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja
degradación.
El capitalista, alargando la jornada de trabajo, puede abonar
salarios más altos y disminuir, sin embargo, el valor del
trabajo, si la subida de los salarios no se corresponde con la mayor
cantidad de trabajo estrujado y con el más rápido agotamiento de la fuerza de
trabajo que lleva consigo. Y esto puede ocurrir también de otro modo. Vuestros
estadísticos burgueses os dirán, por ejemplo, que los salarios medios de las
familias que trabajan en las fábricas de Lancaster han subido.
Pero olvidan que en vez del trabajo del hombre, la cabeza de familia, su mujer
y tal vez tres o cuatro hijos se ven lanzados ahora bajo las ruedas del carro
de Yaggernat[17]
del capital, y que la subida de los salarios totales no corresponde a la del
plustrabajo total arrancado a la familia.
Aun dentro de una jornada de trabajo con límites fijos, como
hoy rige en todas las industrias sujetas a la legislación fabril, puede ser
necesaria una subida de salarios, aunque sólo sea para mantenerse el antiguo
nivel del valor del trabajo. Mediante el aumento de la
intensidad del trabajo puede hacerse que un hombre gaste en una hora
tanta fuerza vital como antes en dos. En las industrias sometidas a la
legislación fabril, esto se ha hecho en realidad, hasta cierto punto,
acelerando la marcha de las máquinas y aumentando el número de máquinas que ha
de atender un solo individuo. Si el aumento de la intensidad del trabajo o de
la cantidad de trabajo consumida en una hora guarda alguna proporción
pág. 65
adecuada con la disminución de la jornada, saldrá todavía ganando el
obrero. Si se rebasa este límite, perderá por un lado lo que gane por otro, y
diez horas de trabajo le quebrantarán tanto como antes doce. Al contrarrestar
esta tendencia del capital mediante la lucha por el alza de los salarios, en
la medida correspondiente a la creciente intensidad del trabajo, el obrero no
hace más que oponerse a la depreciación de su trabajo y a la degeneración de
su raza.
4. Todos sabéis que, por razones que no hay para qué
exponer aquí, la producción capitalista se mueve a través de determinados
ciclos periódicos. Pasa por fases de calma, de animación creciente, de
prosperidad, de superproducción, de crisis y de estancamiento. Los precios de
las mercancías en el mercado y la cuota de ganancia en éste siguen a estas
fases, y unas veces descienden por debajo de su nivel medio y otras veces lo
rebasan. Si os fijáis en todo el ciclo, veréis que unas desviaciones de los
precios del mercado son compensadas por otras y que, sacando la media del
ciclo, los precios de las mercancías en el mercado se regulan por sus valores.
Pues bien; durante las fases de baja de los precios en el mercado y durante
las fases de crisis y estancamiento, el obrero, si es que no se ve arrojado a
la calle, puede estar seguro de ver rebajado su salario. Para que no le
defrauden, el obrero debe forcejear con el capitalista, incluso en las fases
de baja de los precios en el mercado, para establecer en qué medida se hace
necesario rebajar los jornales. Y si, durante la fase de prosperidad, en que
el capitalista obtiene ganancias extraordinarias, el obrero no batallase por
conseguir que se le suba el salario, no percibiría siquiera, sacando la media
de todo el ciclo industrial, su salario medio, o sea el valor de
su trabajo. Sería el colmo de la locura exigir que el obrero, cuyo salario se
ve forzosamente
pág. 66
afectado por las fases adversas del ciclo, renunciase a verse compensado
durante las fases prósperas. Generalmente, los valores de todas las
mercancías se realizan exclusivamente por medio de la compensación que se
opera entre los precios constantemente variables del mercado, sometidos a las
fluctuaciones constantes de la oferta y la demanda. Dentro del sistema actual,
el trabajo es solamente una mercancía como otra cualquiera. Tiene, por tanto,
que experimentar las mismas fluctuaciones, para obtener el precio medio que
corresponde a su valor. Sería un absurdo considerarlo, por una parte, como una
mercancía, y querer exceptuarlo, por otra, de las leyes que regulan los
precios de las mercancías. El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de
medios para su sustento; el obrero asalariado no. Este debe intentar conseguir
en unos casos una subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja
en otros casos. Si se resignase a acatar la voluntad, los dictados del
capitalista, como una ley económica permanente, compartiría toda la miseria
del esclavo, sin compartir, en cambio, la seguridad de éste.
5. En todos los casos que he examinado, que son el 99
por 100, habéis visto que la lucha por la subida de salarios sigue siempre a
cambios anteriores y es el resultado necesario de los cambios previos
operados en el volumen de producción, las fuerzas productivas del trabajo, el
valor de éste, el valor del dinero, la extensión o intensidad del trabajo
arrancado, las fluctuaciones de los precios del mercado, que dependen de las
fluctuaciones de la oferta y la demanda y se producen con arreglo a las
diversas fases del ciclo industrial; en una palabra, es la reacción de los
obreros contra la acción anterior del capital. Si enfocásemos la lucha por la
subida de salarios independientemente de todas estas circunstancias, tomando
en cuenta solamente los cambios ope-
pág. 67
rados en los salarios y pasando por alto los demás cambios a que aquéllos
obedecen, arrancaríamos de una premisa falsa para llegar a conclusiones
falsas.
1. Después de demostrar que la resistencia periódica que
los obreros oponen a la rebaja de sus salarios y sus intentos periódicos por
conseguir una subida de salarios, son fenómenos inseparables del sistema del
trabajo asalariado y responden precisamente al hecho de que el trabajo se
halla equiparado a las mercancías y, por tanto, sometido a las leyes que
regulan el movimiento general de los precios; habiendo demostrado, asimismo,
que una subida general de salarios se traduciría en la disminución de la cuota
general de ganancia, pero sin afectar a los precios medios de las mercancías,
ni a sus valores, surge ahora por fin el problema de saber hasta qué punto, en
la lucha incesante entre el capital y el trabajo, tiene éste perspectivas de
éxito.
Podría contestar con una generalización, diciendo que el
precio del trabajo en el mercado, al igual que el de las demás
mercancías, tiene que adaptarse, con el transcurso del tiempo, a su valor
; que, por tanto, pese a todas sus alzas y bajas y a todo lo que el obrero
puede hacer, éste acabará obteniendo solamente, por término medio, el valor de
su trabajo que se reduce al valor de su fuerza de trabajo; la cual, a su vez,
se halla determinada por el valor de los medios de sustento necesarios para su
manutención y reproducción, valor que está regulado en último término por la
cantidad de trabajo necesaria para producirlos.
pág. 68
Pero hay ciertos rasgos peculiares que distinguen el valor
de la fuerza de trabajo o el valor del trabajo de los valores de
todas las demás mercancías. El valor de la fuerza de trabajo está formado por
dos elementos, uno de los cuales es puramente físico, mientras que el otro
tiene un carácter histórico o social. Su límite mínimo está determinado
por el elemento físico ; es decir, que para poder mantenerse y
reproducirse, para poder perpetuar su existencia física, la clase obrera tiene
que obtener los artículos de primera necesidad absolutamente indispensables
para vivir y multiplicarse. El valor de estos medios de sustento
indispensables constituye, pues, el límite mínimo del valor del
trabajo. Por otra parte, la extensión de la jornada de trabajo tiene
también sus límites extremos, aunque sean muy elásticos. Su límite máximo lo
traza la fuerza física del obrero. Si el agotamiento diario de sus energías
vitales rebasa un cierto grado, no podrá desplegarlas de nuevo día tras día.
Pero, como dije, este límite es muy elástico. Una sucesión rápida de
generaciones raquíticas y de vida corta abastecería el mercado de trabajo
exactamente lo mismo que una serie de generaciones vigorosas y de vida larga.
Además de este elemento puramente físico, en la determinación
del valor del trabajo entra el nivel de vida tradicional en cada país.
No se trata solamente de la vida física, sino de la satisfacción de ciertas
necesidades, que brotan de las condiciones sociales en que viven y se educan
los hombres. El nivel de vida inglés podría descender hasta el grado del
irlandés, y el nivel de vida de un campesino alemán hasta el de un campesino
livonio. La importancia del papel que a este respecto desempeñan la
tradición histórica y la costumbre social, puede verse en el libro
de Mr. Thornton sobre la Superpoblación [18],
donde se demuestra
pág. 69
que en distintas regiones agrícolas de Inglaterra los jornales medios
siguen todavía hoy siendo distintos, según las condiciones más o menos
favorables en que esas regiones se redimieron de la servidumbre.
Este elemento histórico o social que entra en el valor del
trabajo puede dilatarse o contraerse, e incluso extinguirse del todo, de tal
modo que sólo quede en pie el límite físico. Durante la guerra
antijacobina -- que, como solía decir el incorregible beneficiario de
impuestos y prebendas, el viejo George Rose, se emprendió para que los
descreídos france ses no destruyeran los consuelos de nuestra santa religión
--, los honorables hacendados ingleses, a los que tratamos con tanta suavidad
en una de nuestras sesiones anteriores, redujeron los jornales de los obreros
del campo hasta por debajo de aquel mínimo estrictamente físico, completando la diferencia indispensable para asegurar la
perpetuación física de la raza, mediante las Leyes de Pobres.[19]
Era un método glorioso para convertir al obrero asalariado en esclavo, y al
orgulloso yeoman de Shakespeare en indigente.
Si comparáis los salarios o valores del trabajo normales en
distintos países y en distintas épocas históricas dentro del mismo país,
veréis que el valor del trabajo no es, por sí mismo, una magnitud
constante, sino variable, aun suponiendo que los valores de las demás
mercancías permanezcan fijos.
Una comparación similar demostraría que no varían solamente
las cuotas de ganancia en el mercado, sino también sus cuotas
medias.
Por lo que se refiere a la ganancia, no existe ninguna
ley que le trace un mínimo. No puede decirse cuál es el límite extremo
de su baja. ¿Y por qué no podemos fijar este límite? Porque si podemos fijar
el salario mínimo, no podemos, en cambio, fijar el salario
máximo. Lo único que pode-
pág. 70
mos decir es que, dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo
de ganancia corresponde al mínimo físico del salario, y que,
partiendo de salarios dados, el máximo de ganancia corresponde a la
prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en que sea compatible con
las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el máximo de ganancia se halla
limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de la jornada
de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites de esta cuota de
ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La determinación de
su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el
capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por reducir los
salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su máximo
físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido
contrario.
El problema se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas
respectivas de los contendientes.
2. Por lo que atañe a la limitación de la jornada de
trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás países, nunca se ha
reglamentado sino por ingerencia legislativa. Sin la constante presión
de los obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso,
este resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los
obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política
general es precisamente la que demuestra que, en el terreno puramente
económico de lucha, el capital es la parte más fuerte.
En cuanto a los límites del valor del trabajo,
su fijación efectiva depende siempre de la oferta y la demanda, refiriéndome a
la demanda de trabajo por parte del capital y a la oferta de trabajo por los
obreros. En los países coloniales, la ley de la oferta y la demanda favorece a
los obreros. De
pág. 71
aquí el nivel relativamente alto de los salarios en los Estados Unidos. En
estos países, haga lo que haga el capital, no puede evítar que el mercado de
trabajo esté constantemente desabastecido por la constante transformación de
los obreros asalariados en labradores independientes, con fuentes propias de
subsistencia. Para gran parte de la población norteamericana, la posición de
obrero asalariado no es más que una estación de tránsito, que está
segura de abandonar al cabo de un tiempo más o menos largo.[20]
Para remediar este estado colonial de cosas, el paternal gobierno británico ha
adoptado hace algún tiempo la llamada moderna teoría de la colonización, que
consiste en fijar a los terrenos coloniales un precio artificialmente alto,
para, de este modo, impedir la transformación demasiado rápida del obrero
asalariado en labrador independiente.
Pero, pasemos ahora a los viejos países civilizados, en que
el capital domina todo el proceso de producción. Fijémonos, por ejemplo, en la
subida de los jornales de los obreros agrícolas en Inglaterra, de 1849 a 1859.
¿Cuáles fueron sus consecuencias? Los agricultores no pudieron subir el valor
del trigo, como les habría aconsejado nuestro amigo Weston, ni siquiera su
precio en el mercado. Por el contrario, tuvieron que resignarse a verlo bajar.
Pero, durante estos once años, introdujeron máquinas de todas clases y
aplicaron métodos más científicos, transformaron una parte de las tierras de
labor en pastizales, aumentaron la extensión de sus granjas, y con ella la
escala de la producción; y de este modo, haciendo disminuir por estos y por
otros medios la demanda de trabajo gracias al aumento de sus fuerzas
productivas, volvieron a crear una superpoblación relativa en el campo. Tal es
el método general con que opera el capital en los países poblados de antiguo,
para reaccionar, más rápida o más len-
pág. 72
tamente, contra las subidas de salarios. Ricardo ha observado acertadamente
que la máquina está en continua competencia con el trabajo, y con
harta frecuencia sólo puede introducirse cuando el precio del trabajo sube
hasta cierto límite;[21]
pero la aplicación de maquinaria no es más que uno de los muchos métodos
empleados para aumentar las fuerzas productivas del trabajo. Este mismo
proceso de desarrollo, que deja relativamente sobrante el trabajo simple,
simplifica por otra parte el trabajo calificado, y por tanto, lo deprecia.
La misma ley se impone, además, bajo otra forma. Con el
desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo, se acelera la acumulación
del capital, aun en el caso de que el tipo de salarios sea relativamente alto.
De aquí podría inferirse, como lo hizo Adam Smith, en cuyos tiempos la
industria moderna estaba aún en su infancia, que la acumulación acelerada del
capital tiene que inclinar la balanza a favor del obrero, por cuanto asegura
una demanda creciente de su trabajo. Situándose en el mismo punto de vista,
muchos autores contemporáneos se asombran de que, a pesar de haber crecido en
los últimos veinte años el capital inglés mucho más rápidamente que la
población inglesa, los salarios no hayan experimentado un aumento mayor. Pero
es que, simultáneamente con la acumulación progresiva, se opera un cambio
progresivo en cuanto a la composición del capital. La parte del
capital global formada por capital fijo: maquinaria, materias primas, medios
de producción de todo género, crece con mayor rapidez que la parte destinada a
salarios, o sea a comprar trabajo. Esta ley ha sido puesta de manifiesto, bajo
una forma más o menos precisa, por Mr. Barton, Ricardo, Sismondi, el profesor
Richard Jones, el profesor Ramsay, Cherbuliez y otros.
pág. 73
Si la proporción entre estos dos elementos del capital era
originariamente de 1 : 1, al desarrollarse la industria será de 5 : 1, y así
sucesivamente. Si de un capital global de 600 se desembolsan 300 para
instrumentos, materias primas, etc., y 300 para salarios, para que pueda
absorber a 600 obreros en vez de 300, basta con doblar el capital global.
Pero, si de un capital de 600 se invierten 500 en maquinaria, materiales,
etc., y solamente 100 en salarios, para poder colocar a 600 obreros en vez de
300, este capital tiene que aumentar de 600 a 3.600. Por tanto, al
desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no avanza con el mismo ritmo
que la acumulación del capital. Aumentará, pero aumentará en una proporción
constantemente decreciente, comparándola con el incremento del capital.
Estas pocas indicaciones bastarán para poner de relieve que
el propio desarrollo de la moderna industria contribuye por fuerza a inclinar
la balanza cada vez más en favor del capitalista y en contra del obrero, y
que, como consecuencia de esto, la tendencia general de la producción
capitalista no es a elevar el nivel medio de los salarios, sino, por el
contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos el valor del
trabajo a su límite mínimo. Siendo tal la tendencia de las cosas en
este sistema, ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a
defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos para
aprovechar todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar
temporalmente su situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa
uniforme de hombres desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo
haber demostrado que las luchas de la clase obrera por el nivel de los
salarios son episodios inseparables de todo el sistema del trabajo asalariado,
que en el 99 por 100 de los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son
pág. 74
más que esfuerzos dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y
que la necesidad de forcejar con el capitalista acerca de su precio va unida a
la situación del obrero, que le obliga a venderse a sí mismo como una
mercancía. Si en sus conflictos diarios con el capital cediesen cobardemente,
se descalificarían sin duda para emprender movimientos de mayor envergadura.
Al mismo tiempo, y aun prescindiendo por completo del
esclavizamiento general que entraña el sistema del trabajo asalariado, la
clase obrera no debe exagerar a sus propios ojos el resultado final de estas
luchas diarias. No debe olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra
las causas de estos efectos; que lo que hace es contener el movimiento
descendente, pero no cambiar su dirección; que aplica paliativos, pero no cura
la enfermedad. No debe, por tanto, entregarse por entero a esta inevitable
lucha guerrillera, continuamente provocada por los abusos incesantes del
capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe comprender que el sistema
actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra
simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales
necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema
conservador de "¡Un salario justo por una jornada de trabajo
justa!", deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria:
"¡Abolición del sistema del trabajo asalariado!"
Después de esta exposición larguísima y me temo que fatigosa,
que he considerado indispensable para esclarecer un poco nuestro tema
principal, voy a concluir, proponiendo la siguiente resolución:
1. Una subida general de los tipos de salarios
acarrearía una baja de la cuota general de ganancia, pero no afectaría, en
términos generales, a los precios de las mercancías.
pág. 75
2. La tendencia general de la producción capitalista no
es a elevar el promedio standard del salario, sino a reducirlo.
3. Las tradeuniones trabajan bien como centros de
resistencia contra las usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos,
por usar poco inteligentemente su fuerza. Pero, en general, fracasan por
limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente,
en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus
fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase
obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema del trabajo
asalariado.
From Marx to
Mao Apuntes sobre
pág. 76
[1] Esta obra es el texto de un discurso de Carlos Marx en inglés en las
sesiones del Consejo General de la Primera Internacional celebradas el 20 y el
27 de junio de 1865. Este discurso se originó de las palabras pronunciadas por
John Weston, miembro del Consejo General, el 2 y el 23 de mayo. Weston trató
de comprobar con sus palabras que una elevación general en el nivel de
salarios no les traería provecho a los obreros y que, por tanto, las
tradeuniones tenían un efecto "perjudicial". El manuscrito de Marx de este
discurso se ha conservado. El discurso fue primero publicado en Londres en
1898 por la hija de Marx, Eleanor Aveling bajo el título de Valor,
precio y ganancia, con un prefacio de Edward Aveling. En el manuscrito,
las observaciones preliminares y los primeros seis capítulos no llevaban
títulos, y fueron añadidos por Edward Aveling. El título empleado en la
presente edición es el comúnmente aceptado. [pág. tít]
[2] Las leyes del máximo fueron promulgadas por la Convención Jacobina el
4 de mayo, el 11 y el 29 de septiembre de 1793 y el 20 de marzo de 1794,
durante la Revolución Francesa. Estas leyes fijaban los límites máximos de los
precios de las mercancías y los de los salarios. [pág. 12]
[3] En
septiembre de 1861 (1860 en el manuscrito de Marx), la Asociación Británica
para el Fomento de la Ciencia celebró su XXXI reunión anual en Manchester, a
la cual asistió Marx, entonces huésped de Engels en la ciudad. W. Newmarch,
presidente de la sección económica de la asociación, también hizo uso de la
palabra en la reunión, pero por un error cometido al correr de la pluma, Marx
le citó con el nombre de Newman. Presidiendo la reunión de la sección,
Newmarch pronunció un discurso titulado "Sobre qué extensión resuenan los
principios de tribulación incorporados en la legislación del Reino Unido".
(Véase Report of the Thirty-first Meeting of the British Association for
the Advancement of Science, Held at Manchester in September 1861,
Londres, 862, pág. 230). [pág. 13]
[4] Se
refiere a la obra en seis volúmenes del economista británico Thomas Tooke
sobre la historia de la industria, el comercio y las finanzas. Se publicaron
separadamente bajo los siguientes títulos: A
pág. 77
History of Prices, and of the State of the Circulation,
from 1793 to 1837, Vol. I-II, Londres, 1838; A History of
Prices, and of the State of the Circulation, in 1838 and
1839, Londres, 1840; A History of Prices, and of the State of
Circulation, from 1839 to 1847 inclusive, Londres, 1848; y T. Tooke
y W. Newmarch, A History of Prices, and of the State of the
Circulation, during the Nine Years 1848-1856, Vol. V-VI, Londres,
1857. [pág. 13]
[5] Véase Robert Owen, Observations on the Effect of the Manufacturing
System, Londres, 1817, pág. 76. Este libro apareció por primera vez en
1815. [pág. 13]
[6] La
demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas tuvo lugar a
mediados del siglo XIX en Inglaterra, debido al febril desarrollo de la
industria capitalista y a la introducción del modo de producción capitalista
en la agricultura cuando había un "relativo exceso de populación" en el campo.
La demolicion extensiva de las viviendas se aceleró por el hecho de que la
cantidad de la contribución para socorrer a los pobres pagada por un
terrateniente dependia principalmente del número de los indigentes que vivían
en su tierra. Así, los terratenientes demolieron deliberadamente esas
viviendas que no necesitaban y en cambio podían ser usadas como refugios por
la población "excesiva". (Para detalles, véase Carlos Marx, El Capital,
t. I, cáp. XXIII-5-e, pág. 616, La Habana, 1965.)
[pág. 15]
[7] La
Sociedad de las Artes establecida en Londres en 1754, fue una institución
educacional y filantrópica burguesa. La conferencia sobre Las fuerzas
aplicadas en la agricultura fue dictada por John Chalmers Morton, hijo de John
Morton, que murió en 1864. [pág. 15]
[8] Las leyes cerealistas de la Gran Bretaña, que tenían por objeto
limitar o prohibir la importación de cereales, fueron introducidas en provecho
de los grandes terratenientes. La abrogación de dichas leyes por el parlamento
británico en junio de 1846 significaba una victoria para la burguesía
industrial que había luchado contra ellas bajo la consigna de libre comercio.
[pág. 16]
[9] Véase David Ricardo, On the Principles of Political Economy,
and Taxation, Londres, 1821, pág. 26. La primera edición apareció en
Londres en 1817. [pág. 29]
[10] Benjamín Franklin, The Works, Vol. II, Boston, 1836. El ensayo
referido en el texto apareció en 1729. [pág. 33]
[11] Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of
Nations, Edimbourg, 1814 Vol. I, pág. 93. [pág.
39]
[12] Thomas Hobbes, "Leviathan: or, the Matter, Form, and Power of a
Commonwealth, Ecclesiastical and Civil", The English Works, Londres,
1839, Vol. III, pág. 76. [pág. 42]
pág. 78
[13] Se refiere a las guerras libradas por Inglaterra desde 1793 a 1815
contra Francia durante el período de la Revolución burguesa de Francia a fines
del siglo XVIII. Durante estas guerras el gobierno británico estableció un
régimen de terror contra el pueblo trabajador. Durante este período, en
particular, se reprimieron varias insurrecciones populares y se promulgaron
leyes prohibiendo las asociaciones obreras. [pág.
62]
[14] C. Marx hace alusion al folleto de Thomas Malthus titulado An
Inquiry into the Nature and Progress of Rent, and the Principles by
which it is regulated, Londres, 1815. [pág. 62]
[15] Se refiere al folleto, An Essay on Trade and Commerce: containing
Observations on Taxes, publicado anónimamente en Londres en 1770. Se ha
atribuido a J. Cunningham. [pág. 62]
[16] Se refiere al debate en el parlamento británico en febrero y marzo de
1832, acerca de la Ley de diez horas sobre el trabajo de los niños y
adolescentes, propuesta en 1831. [pág. 62]
[17] Yaggernat es una encarnación del dios hindú Vishnu. El culto a
Yaggernat, caracterizado por pomposas ceremonias y fanatismo religioso, solía
manifestarse en el autotormento y la inmolación suicida. Durante las fiestas
tradicionales en honor de Yaggernat, la imagen de Vishnú-Yaggernat se
transportaba en un enorme carro a cuyo paso muchos creyentes se arrojaban
encontrando la muerte bajo sus ruedas. [pág. 64]
[18] W. T. Thornton, Over-population and Its Remedy, Londres, 1846.
[pág. 68]
[19] Según las Leyes de Pobres, originalmente establecidas en Inglaterra en
el siglo XVI, cada parroquia recaudaba una cuota a sus vecinos para la
beneficencia. Aquellos que no podían mantenerse o mantener a su familia
acudían en busca de su auxilio. [pág. 69]
[20] Véase el capitulo XXV del tomo I de El Capital, La Habana,
1965, pág. 701, nota 1: "Aquí, nos referimos a las verdaderas colonias, a
territorios virgenes colonizados por inmigrantes libres. Los Estados Unidos
son todavía, económicamente hablando, un país colonial de Europa. Por lo
demás, también entran en este concepto aquellas antiguas plantaciones en que
la abolición de la esclavitud ha venido a transformar de raiz la situación."
Desde que en todas las colonias la tierra se ha convertido en propiedad
privada, han quedado también cerradas las posibilidades para transformar a los
obreros asalariados en productores independientes. [pág. 71]
[21] David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and
Taxation, Londres, 1821, pág. 479. [pág. 72]
From Marx to
Mao
PRECIO Y
GANANCIA[1]
Escrito en inglés por C. Marx de
finales de mayo al 27
de junio de
1865.
Publicado por vez primera en
folleto en
Londres en 1898.
GANANCIAS]
PLUSVALIA
UNA MERCANCIA POR SU
VALOR
SE DIVIDE LA
PLUSVALIA
GANANCIAS, SALARIOS Y
PRECIOS
POR LA SUBIDA DE SALARIOS
O
CONTRA SU REDUCCION
Y EL TRABAJO, Y SUS
RESULTADOS
(English)
el texto
abajo
(English)