En el año de 17..., después de
haber meditado por algún tiempo sobre la posibilidad de viajar por países que
hasta ahora los viajeros no frecuentan mucho, partí en compañía de un amigo, a
quien me referiré como August Darvell.
Era unos años mayor que yo, un
hombre de fortuna considerable y familia de prosapia. Ventajas que él ni
devaluaba ni sobreestimaba gracias a su gran capacidad. Algunas circunstancias
singulares en su historia personal lo habían convertido para mí en objeto de
atención, interés y hasta de estimación, que no disminuían ni sus modales
reservados ni las ocasionales muestras de angustia que a veces le acercaban a
la enajenación mental.
Yo era todavía un joven y había
empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con él era reciente: asistimos a
las mismas escuelas y universidad; mas su paso por ellas me había precedido, y
él ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el mundo, mientras yo
estaba todavía en el noviciado. Durante ese tiempo, escuché detalles en
abundancia tanto de su vida pasada como de la presente y, aunque en estas
narraciones había muchas e irreconciliables contradicciones, podía yo inferir
que él no era un ser común, sino alguien que, aun cuando se esforzara por no
ser conspicuo, seguía siendo notable.
Había trabado conocimiento con él
e intenté conquistar posteriormente su amistad, pero parecía que ésta era
inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido aparentaban para entonces o
haberse extinto o concentrarse en él. Tuve suficientes oportunidades para
observar que sus sentimientos eran intensos; pues aún cuando los podía
controlar, le era imposible encubrirlos por completo; sin embargo, tenía la
facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de modo que resultaba
difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior; y las
expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque ligeramente, por
lo que resultaba inútil tratar de escudriñar su origen.
Era manifiesto cómo lo dominaba
una angustia incurable; pero nunca pude descubrir si era a causa de la
ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno solo o de todos estos, o
sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una enfermedad. Existían
circunstancias supuestas que habrían podido justificar su atribución a
cualquiera de estas causas; pero como antes dije, éstas eran tan contrarias y
contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.
Se supone generalmente que donde
hay misterio existe también la perversidad: no sé cómo pueda ser esto, pero es
un hecho que en él existía el primero aunque no podría atestiguar los alcances
de la segunda —y estaba poco dispuesto, en lo que a él se refería, a creer en
su existencia. Recibía mi proximidad con bastante reserva; mas yo era joven y
difícil para el desaliento; y, con el tiempo, tuve éxito al entablar, hasta
cierto punto, ese vínculo común y esa confianza moderada de los intereses
mutuos y cotidianos que crean y cimentan la comunión de empeños, y la
frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad según las ideas de
quienes utilizan esas palabras para su expresión.
Darvell había viajado ampliamente;
me dirigí a él para que me aconsejara respecto al viaje que pretendía realizar.
Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para acompañarme; además, era una
perspectiva improbable; basada en la vaga inquietud que había observado en él y
a la cual daban renovada fuerza el entusiasmo que parecía sentir hacia tales
temas y su aparente indiferencia por todo lo que lo rodeaba muy de cerca.
Al principio insinué mi deseo y
después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo la esperaba en
alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y, al término de
los preparativos necesarios, comenzamos nuestra travesía.
Después de viajar por varios
países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el Este, de acuerdo con
nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de estas regiones
que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.
La complexión de Darvell, que,
dada su apariencia, debía haber sido en su juventud más robusta de lo normal,
estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo atrás, sin que mediara ninguna
enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tisis; sin embargo, cada día se
debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía ni se quejaba de fatiga;
no obstante, era evidente que se estaba consumiendo: se volvía cada vez más y
más silencioso e insomne y, por fin, se alteró de tan notable manera que mi
preocupación aumentó de manera proporcional al peligro que yo consideré le
amenazaba.
A nuestra llegada a Esmirna, nos
habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la
cual intenté disuadirlo debido a su indisposición —pero en vano: parecía
existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales que no
correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un simple
viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero no me
opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía y un
cargador.
Habíamos recorrido la mitad del
camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los contornos mas fértiles
de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y deshabitada a través de
los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas chozas que aún subsisten
sobre las destrozadas columnas de Diana —las paredes sin techo de la cristiandad
expulsada y la aún más reciente pero total desolación de las mezquitas
abandonadas— cuando la súbita y vertiginosa enfermedad de mi compañero nos
obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas coronadas de
turbantes eran el solo indicio de que la vida humana había morado alguna vez en
ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas horas atrás; no se
podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña siquiera, y esta
"ciudad de los muertos" parecía ser el único refugio para mi desafortunado
amigo, quien se veía próximo a convertirse en su siguiente morador.
En esta situación, busqué por los
alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más comodidad: al contrario
del aspecto usual de los cementerios mahometanos, los cipreses de éste eran
escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría de las tumbas estaban
derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las más grandes y bajo de
uno de los árboles más frondosos, Darvell se apoyó, inclinándose con gran
dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos encontrarla, aunque me dispuse
ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero él deseaba que yo permaneciera con
él; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro cargador, que fumaba con gran
tranquilidad, le dijo:
—Suleimán, verbena su—
( o sea, trae un poco de agua) y continuó describiéndole con gran detalle el
punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos, algunos
cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.
Dije a Darvell:
—¿Cómo supo esto?
—Por nuestra posición— repuso
—usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y no podría haberlo
estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.
—¡Usted ya ha estado aquí! ¿Como
nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar semejante donde nadie puede
permanecer un momento más sin pedir ayuda?
A esta pregunta no recibí
respuesta alguna. Mientras tanto, Suleimán regresó con el agua y dejó al guía y
a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su sed Darvell revivió por
un momento; y albergué la esperanza de que pudiese continuar, o por lo menos
regresar, y lo exhorté a intentarlo.
Él guardó silencio. Parecía poner
orden en sus pensamientos antes de esforzarse al hablar.
—Éste es el fin de mi jornada
—comenzó— y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que
hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La
cumplirá?
—Desde luego; pero tengo mejores
intenciones.
—Yo no tengo esperanzas, ni
deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.
—Espero que no se presente la
ocasión; usted se recuperará y...
—¡Silencio!, así debe ser:
prométalo.
—Sí.
—Júrelo por lo más— aquí
pronunció un juramento de gran solemnidad.
—No hay razón para ello, yo
cumpliré con su petición; y dudar de mi es...
—No puedo evitarlo, debe usted
jurar.
Pronuncié el juramento y eso
pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados
algunos caracteres arábigos, y me lo dio.
—En el noveno día del mes —
continuó—, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe
ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que
alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá
dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...
—¿Para qué?
—Ya lo verá
—¿Dice usted que el noveno día
del mes?
—El noveno.
Cuando hice la observación de que
el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa.
Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una
serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar
su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a
espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y
regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y sonrió. Habló —no sé si
para sí mismo o para mí— pero las palabras sólo fueron:
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien? ¿Qué
quiere decir?
—No importa; usted deberá
enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya
conoce usted el resto de mis mandatos.
Entonces procedió a darme algunas
instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:
—¿Ve usted esa ave?
—Desde luego.
—¿Y la serpiente que se retuerce
en su pico?
—Sin duda: no hay nada raro en
ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.
Se rió de una manera espectral y
dijo lánguidamente:
—Todavía no es el momento.
Mientras hablaba, la cigüeña
emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado
más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell, por poco que fuese,
sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.
Me impresionó la repentina
certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro.
Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si
no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin
que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía
con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán
de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio
que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había
recibido un ocupante mahometano.
Cavamos lo más profundo que el
tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser
tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más
verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos
sobre su sepulcro.
Entre el asombro y la pena, no
podía derramar una lágrima.
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